12. Quilapan

Quilapan, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la yerba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece mas allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo i el cobrizo i ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre i dilatada extensión no interrumpían entónces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas i entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

I luego, a la vista de la cerca derruida, de las yerbas i malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes i escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas i de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vió la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, i desde el cual la vista descubre tan bellos i vastos horizontes.

¡Vender, enajenar… eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamas nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida i abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.

I aquel asedio de que era víctima no hacia sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era mas cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.

A sus espaldas álzase la desamparada choza en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vajidos de una criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, i afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años vestido a la usanza indíjena, se entretiene en tirar del rabo i las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco dormita al sol.

La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas i el chico corretea con el descarnado Pillan, el padre sigue echado sobre la yerba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces i las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos i las complicadas cinceladuras de los bocados de las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.

En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapan experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento, i apartándose de la carretera, marchan en derechura hácia él. I su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos i rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.

De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron i sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recojió su elástico cuerpo i de un salto se puso de pie.

Entretanto, la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapan. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Mui corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea i es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el mas hábil de sus vaqueros.

Hijo de campesinos, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indíjenas. Como todo propietario blanco creia sinceramente que apoderarse de la tierra de esos bárbaros que en su indolencia no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció i se ensanchó hasta convertirse en una de las mas importantes de todo el distrito. Quilapan, inquieto i receloso, vió de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado por prudencia a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo injenio para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que heria su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra i desafiante en medio de la rubia i dilatada sementera extendida como un áureo tapiz mas allá de los feraces campos. Crispaba entónces los puños i palidecia de coraje profiriendo en contra del indio terribles amenazas.

Pero, un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte, i en su lugar se habia nombrado a un antiguo camarada, con el cual habia hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.

Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana, i mostrando el puño al odiado rancho exclamó:

—¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!

* * *

Lo que Quilapan ignora esa mañana viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacia dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indíjena Colipí, previó el pago de una botella de aguardiente.

* * *

Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado i su jente se acercaron al rancho, el indíjena i su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapan los miró avanzar sin despegar los labios.

Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo:

—Lea Ud. José.

El viejo servidor aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chist!, sacó debajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, i desplegándolo, leyó con voz gangosa i torpe una escritura de compra-venta.

Mientras el campesino leia, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, i murmuraba entre dientes; sin apartar la vista del sañudo rostro que tenia delante.

—¡Al fin me las pagas todas, canalla!

Quilapan oyó la lectura del documento sin comprender nada, absolutamente nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: Que le amenazaba un peligro i habia que conjurarlo.

Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:

—Muchachos, desmóntense i échenme abajo esa basura—de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás, i con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase lanza en mano delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho i sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera,—formaban un conjunto tal de firmeza i resolución que los acometedores quedáronse suspensos un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.

Pero aquella indecisión duró mui poco; los que llevaban las hachas echaron pie a tierra, i aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.

El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo, i apoderándose de él i de los suyos derribar enseguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entónces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe se armaron con los tizones del hogar i lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño i señor. Hasta el pequeño Pancho empuñando la vara de roble que en los dias de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillan, el cobarde Pillan que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacia tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto Quilapan, armado de la lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecia haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud i la llamarada que brotaba de sus ojos, dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado lejendario.

Pero, cuando don Cosme repetia por tercera o cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

—¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hácia adelante i con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fué tan rápida la agresión que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas, el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello donde el hierro se hundió en toda su lonjitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.

El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros i se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón i lo libraron del peso que oprimia su pierna derecha. Atontado por la recia caída permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Mientras el animal en los estertores de la atonía, azota la cabeza en la ensangrentada yerba, Quilapan después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado i maniatado sólidamente.

Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos i arañazos entre los agresores abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:

—Fuéra los chamales. ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!

Aquella amenaza que la mujer indíjena teme mas que a la muerte, manteníalas alejada a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar como poseídas toda clase de conjuros i maldiciones.

Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenia, el rancho se habia hundido i el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.

Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillan que habia permanecido oculto en su rincón, al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite i se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes hubo el fujitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor hasta que de un salto se refujió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cuál visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo sorprendido por aquella brusca acometida se revolvió contra el niño i lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillan, el escuálido Pillan, abandonando su refujio donde hacia un instante estaba despavorido i tembloroso, cayó sobre Plutón i lo aferró de una oreja.

Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo ajitaba con furia la enorme cabeza para cojer a su adversario, lo que le era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillan que comprendia lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento. La lucha concluyó en un segundo. Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo i lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés i los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los habia llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas i borraban todo vestijio de límite divisorio. Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedia moverse, permanecia sentado sobre la yerba. Habíase despojado de la charolada polaina i friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rujidos de dolor. Delante de él yacia el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado i las patas ríjidas. A su derecha destacábase Quilapan i mas allá próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillan, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.

Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo i empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se habia escapado de la honda herida i el hermoso animal inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:

—¡Qué buen caballo era el tordillo!

—¡Qué dócil!

—¡Qué buena rienda!

—¡I pensar que, si no fuera por él, tendríamos talvez que cargar luto por el patrón!

A estas últimas palabras don Cosme se puso de pie i ordenó a su mayordomo:

—José, tráeme tu caballo.

Tocaos los ojos estaban húmedos cuando el patrón ayudado de su servidor subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura, i tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo indicándole con un jesto a Quilapan:

—Antonio, ponle el lazo.

El muchacho cojió la extremidad de la cuerda i se acercó al preso i cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.

Se detuvo i preguntó resueltamente:

—¿Del pescuezo, patrón?

—No, de los pies.

Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recojió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea. Preparó rápidamente una estrecha lazada i cuando estuvo lista ordenó con energía:

—¡Desátenlo!

Con cierta extrañeza se acojió aquel mandato que dos de los campesinos cumplieron en un instante, i Quilapan, libre de las ligaduras se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor. Buscó el sitio donde habia existido el rancho i a la vista de la delgada columna de humo que subia del montón de ceniza, último vestijio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que habia ahí cerca; pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cojió ambos pies a la altura de los tobillos.

Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapan se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.

El terreno con lijeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abria un ancho surco, se extendia libremente hasta la carretera.

Adelante galopaba don Cosme guiando con la diestra la tirante cuerda, i mas atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol mui alto en el horizonte lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus alijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.

Quilapan, echado sobre el vientre, habia sentido desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huia de él, resbalando en una vertijinosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar i desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de réprobo. Entonces, enloquecido, habia hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fujitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de yerba i sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas, todo era inútil; mientras los campos huían cada vez mas deprisa, su rostro i su busto azotados por los tallos flexibles de los yerbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos i se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares i a la cual no le era dado resistir.

De vez en cuando interrumpia el silencio una batahola de gritos:

—¡Suelta, Plutón, déjalo!

Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta i clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.

Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura i se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra i desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapan.

El patrón que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:

—¿Qué hai, Pedro, está muerto?

El interpelado se enderezó i repuso con tono zumbón:

—¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.

La voz del mayordomo resonó:

—Rejistra si tiene alguna herida.

—No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá Ud. que en cuanto le dejemos sólo se levanta i dispara como un venado.

Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:

—¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?

Don Cosme que habia concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecia insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabia ser también noble, jeneroso i magnánimo.

Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio i con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:

—Déjalo por ahora. Aturdido, como está, no sentiria los azotes.

I torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada i rojiza cinta de la carretera.

* * *

Durante algunos dias, Quilapan, como un fantasma vagó por los alrededores. Don Cosme habia dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenia la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se habia presentado, pues, el indíjena se mantenia siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la yerba o acurrucado bajo el árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya i en la que no podia asentar el pie.

Una mañana al clarear el alba, apenas don Cosme habia abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor habia una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado i murmuró algunas palabras en voz baja.

A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente i con los ojos chispeantes interrogó:

—¿Estás seguro?

—Sí, señor, segurísimo, no le quepa a Ud. duda.

Algunos momentos después, el amo i el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas.

—¿De modo que está muerto?

—I bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido… Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me baje…

Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fué el montón de tierra que cubria la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel tumulto en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la yerba i donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos i viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hácia el sitio donde habia existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapan. Con los brazos abiertos parecia asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.

A una señal del mayordomo echó pie a tierra, i cojiendo por una mano al muerto, lo tumbó boca arriba, mientras decia convencido:

—Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!

Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver i paseó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras i jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas i las líneas negras i sinuosas de las barrancas.

Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aboríjenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsamado que subia de las vegas. Habia extirpado de la tierra la raza maldecida i su semblante se encendió de júbilo.

De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:

—Señor; ¿qué hacemos con esto?

I don Cosme con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le habia oído nunca, contestó:

—Cava un hoyo i tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra!

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