6. Víspera de difuntos

Por la calleja triste i solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina i penetra en las habitaciones por los cristales rotos i a través de los tableros de las puertas desvencijadas.

El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados i muros i un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una i otra racha: es la voz inconfundible del mar.

En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria perece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.

Entre ambas hai algunas coronas i cruces de papel pintado.

La voz monótona murmura:

…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros, empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, i me dijo con un acento que no olvidaré nunca:

—¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame por la salvación de tu alma que serás para ella como una madre, i que velarás por su inocencia i por su suerte como lo haria yo misma!

La abracé llorando, i le prometí i juré todo lo que quiso.

(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo, i la voz plañidera continúa:)

—Cumplia apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos; tan dulces, como los de la virjencita que tengo en el altar. Hacendosa, dilijente, adivinaba mis deseos: Nunca podia reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente pasé a los golpes, i un odio feroz contra ella i contra todo lo que provenia de ella, se anidó en mi corazón.

Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada i suplicante, me exasperaba. Fuéra de mí, cogíala a veces por los cabellos i la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes i contra los muebles hasta quedarme sin aliento.

I luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir i venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentia el corazón como en un puño. Un no sé qué de angustia i de dolor, de ternura i de arrepentimiento subia de lo mas hondo de mi ser i formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entónces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cojerla en mis brazos i comérmela a caricias.

(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias i su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse enseguida).

…La enfermedad (aquí la voz se hizo opaca i temblorosa) me postraba a veces por muchos dias en la cama. ¡Era de ver entónces sus cuidados para atenderme! ¡Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.

Siempre silenciosa acudia a todo, iba a la compra, encendia el fuego, preparaba el alimento. De noche a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ánjel:

—¿Me llamas, mamá, necesitas algo?

Rechazábala con suavidad, pero sin hablarla. No queria que el eco de mi voz delatase la emoción que me embargaba. I ahí, en la oscuridad de esas largas noches sin sueño, asaltábame tenaz i torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de mi conducta, apareciaseme en toda su horrenda desnudez. Mordia las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíala perdón i hacia protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.

(La vendedora, sin cambiar de postura, oia sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo).

Mas la luz del alba—prosigue la enlutada—i la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita, pensaba! ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! I en vano trataba de resistir al extraño i misterioso poder que me impelia esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban.

Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura i su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.

¡Cómo la odiaba entónces, Dios mío, cómo!

(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se ajigantaba i su tono adquirió lúgubres inflexiones).

—Fué a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas i sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo i pensaba que era necesario cambiar sus lijeros vestidos por otros mas adecuados a la estación. Pero no lo hacia… i el tiempo era cada vez mas crudo… apenas se veia el sol.

(La narradora hizo una pausa; un jemido ahogado brotó de su garganta, i luego continuó):

—Hacia ya mucho tiempo que habia apagado la luz. El golpeteo de la lluvia i el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado i caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos, me sacó de aquella somnolencia: crispáronse mis nervios, i aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.

Mas, terminado un acceso, empezaba otro mas violento i prolongado. Me refujié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada: todo inútil. Aquella tos seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.

No pude resistir mas i me senté en la cama y, con voz que la cólera debia de hacer terrible, le grité: ¡Calla, cállate, miserable!

Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos i las ropas, pero la tos triunfaba siempre.

No supe cómo salté al suelo, i cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné i busqué a tientas en la oscuridad aquella larga i dorada cabellera, y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió sin duda mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia i procurando desasirse clamó con indecible espanto:

—¡No, no, perdón, perdón!

Mas yo habia descorrido el cerrojo… Una ráfaga de viento i agua penetró por el hueco i me azotó el rostro con violencia.

Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:

—¡No, no mamá, mamá!

Reuní mis fuerzas i la lancé afuera y, cerrando enseguida, me volví al lecho estremecida de terror.

(La propietaria escuchaba atenta i muda, i sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca i velada disminuia su diapasón).

Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecia, a veces, percibir entre el ruido del viento i de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros i el castañeteo de sus dientes.

Poco a poco sus voces de:

—¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo mamá! fueron debilitándose, hasta que por fin cesaron por completo.

Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podia resguardarse de la lluvia, i la voz del remordimiento se alzó acusadora i terrible en lo mas hondo de la conciencia:

¡La maldición de Dios, me gritaba, va a caer sobre ti!… ¡La estás matando!… ¡Levántate i ábrele!… ¡Aún es tiempo!

Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenia en él, atormentada i delirante.

¡Qué horrible noche, Dios mío!

(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos, de silencio, i luego la voz mas cansada, mas doliente, prosiguió:)

Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hácia la ventana i vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca habia pasado i el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza pareciame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, i no podía. De pronto la vista del jergón vacío, que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria i me reveló de un golpe lo sucedido.

Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta, i una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.

I estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, mas bien me arrastré que anduve hácia la puerta; pero, cuando ponia la mano en el cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbito mi cuerpo se dobló como un arco i tuve la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el pavimento. Tenia los miembros magullados, el rostro i las manos llenos de sangre.

Me levanté i abrí… Falta de apoyo, se desplomó hácia adentro. Hecha un ovillo, con las piernas encojidas, las manos cruzadas i la barba apoyada en el pecho, parecia dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella i la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, mas blanco que las sábanas, qué miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel i huesos!

Cruzábanlo infinitas líneas i trazos oscuros. Demasiado sabia yo el orijen de aquellas huellas, ¡pero nunca imajiné que hubiera tantas!

Poco a poco fué reanimándose, hasta que por fin entreabrió los ojos i los fijó en los míos. Por la expresión de la mirada i el movimiento de los labios, adiviné que queria decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:

—¡La he visto! ¿sabes? ¡qué contenta estoi! ¡Ya no me abandonará mas, nunca mas!

(La ventolina parecia decrecer i el ruido del mar sonaba mas claro i distinto, entre los tardíos intervalos de las ráfagas).

Le tomó el pulso i la miró largamente (jime la voz).

Lo acompañé hasta el umbral i volví otra vez junto a ella. Las palabras: hemorrajia… ha perdido mucha sangre… morirá antes de la noche, me sonaban en los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentia esa inquietud i angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decia, i pensé en los preparativos del funeral. Abrí el baúl i extraje de su fondo la mortaja, destinada para servirme a mí misma. I sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.

Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacia de espaldas respirando trabajosamente. Nunca, como entónces, me pareció mas grande la semejanza. Los mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro i la misma boca pequeña, con la contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé. ¡Qué felices son! i convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí: ¡He cumplido mi juramento, allí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura, sin mancha, santificada por el martirio!

Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino… De súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele mientras se la ponia delante de los ojos: ¡Mira!; ¿qué te parece el vestido que te estoi haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡I qué confortable i abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra, dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!

Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se habia puesto de cara a la pared. En vano le grité: ¡Ah! ¡testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por fuerza. Y, echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo i la volví de un tirón: estaba muerta.

(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta, invade la tienda oscureciéndola casi por completo. Y, apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aun por un instante resonar la voz:

—Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores mas frescas i las mas hermosas coronas…

En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas i modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su fru-fru, de cosas muertas los pétalos de tela i de papel pintado:

—¡Mañana es día de difuntos!

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