9. Cañuela i Petaca

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado i mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro i su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron mui temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas—tiene nueve años, i su cuerpo es espigado i delgaducho—ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, i sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención i prolijidad. Sus cabellos rubios, desteñidos, i sus ojos claros de mirar impávido i cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta i los ojillos oscuros i vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo i rechoncho es la antítesis de Cañuela a quien maneja i gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas i conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades e inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones i fulminantes?

Por fin, una tarde, mientras Cañuela vijilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vió de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva i silenciosa figura de Petaca, quien, al enterarse de que los viejos no regresaban aun del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas, que tenia oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.

A una legua escasa del rancho habia una cantera que surtia de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraia del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico habia puesto en juego la travesura i sutileza de su injenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que, el viejo, tenia junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirijia los trabajos. Todas sus astucias i estratajemas habían fracasado lamentablemente ante los vijilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Habia observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un buceo abierto con ese propósito en el flanco de la montaña i no salían de allí sino cuando se habia producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fué a ponerse en acecho cerca de la carpa. Mui pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero, anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida, i vió cómo su padre i los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, i abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo enseguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión, cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, i cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.

Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues, los abuelos, se ausentarían como de costumbre para llevar sus aves i hortalizas al mercado. Entretanto, habia que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos, i desechados. Ninguno les parecia suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto i se la ocultase ahí, pero, su primo, lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, habia hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando dias después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se habia desecho con la humedad. Por consiguiente, habia que buscar un sitio bien seco. Y, mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela, a quien, según su primo, nunca se le ocurria nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardia en mitad de la habitación:

—¡Enterrémosla en la ceniza!

Petaca lo contempló admirado, i por una rara excepción; pues lo que proponia el rubillo le parecia siempre detestable, iba a aceptar aquella vez cuando a la vista del fuego lo detuvo: ¿i si se prende? pensó. De repente brincó de júbilo. Habia encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas i cenizas del hogar i cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída i volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.

En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, i Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones i los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.

Durante los dias que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él i a sus abuelos sin cenar. I este siniestro pensamiento cobraba mas fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos i soplar con brío atizando el fuego bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada i fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas i se deslizaba hácia la puerta mirando hácia atrás de reojo i mascullando con aire inquieto:

—¡Ahora sí que revienta, caramba!

Pero no reventaba, i el chico fué tranquilizándose hasta desechar todo temor.

I cuando llegó el domingo i los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos en el sendero de la montaña, los rapaces radiantes de júbilo empezaron los preparativos para la expedición. Petaca habia cumplido su palabra escamoteando a su padre una caja de fulminantes, y, en cuanto a los perdigones, se les habia sustituido con gran ventaja i economía por pequeños guijarros recojidos en el lecho del arroyo.

Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca i calientita, i examinado prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable i vetusto como su dueño, no restaba mas que emprender la marcha hácia las lomas i los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela, que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debian seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada i seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas i de zorzales; pero, su testarudo primo deseaba ir mas bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas i las perdices, caza según él mui superior a la otra y, como de costumbre, su decisión fué la que prevaleció.

Petaca vestia una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le habia recortado las mangas i el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenia chaqueta i cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de daño, con enormes bolsillos que eran su orgullo i le servían, a la vez, de arca, de arsenal i de despensa.

Petaca, con el fusil al hombro, sudaba i bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.

Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, queria se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! llamando la atención de su compañero y, cuando éste se detenia interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod i proseguia su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.

Por fin, el descontentadizo cazador vió delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecia una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra i empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza. El ave observaba sus movimientos con tranquilidad i no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entónces, las alas i fué a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento, empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos i de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante i empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecia de burla i desafío, un centenar de pasos mas allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este jimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos i con las ropas hecho una criba; mas no se desanimaban i proseguían la caza con salvaje ardor. Por último, el ave, cansada de tan insistente persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.

Cañuela i Petaca que con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, i luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fué la fujitiva, que posada en un pequeño arbusto, estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla i caer ambos de bruces sobre la yerba fué todo uno, Petaca, con los ojos encandilados, fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo i reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la escopeta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo Cañuela, que lo habia seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda i penetrante:

—¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica ajitó las alas i se perdió como una flecha en el horizonte.

Petaca se alzó de un brinco, i precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes i mojicones. ¡Qué bestia i qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien habia hecho la puntería!

I cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

—¡Porque te dije que no estaba cargada…!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarras, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

—¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?

Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, i enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, habia que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada mas que un ganso.

La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba i casi se arrepentia de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecia ya tan claro i evidente, por mui bien que se hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habria sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenia allá en el rancho, oculto debajo de la cama por haber matado la maldita loica que tanto los habia hecho padecer. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pero aun era tiempo de reparar omisión tan capital, y, poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave i delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas i confusas, pues no habían tenido aun oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.

Y, mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surjió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?

Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.

El espíritu de intransijente contradicción de Petaca contra todo lo que provenia de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡I con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser mas borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero habia forzosamente que echar encima los guijarros. ¿I por dónde salia entónces el tiro? Nada, al revés habia que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones mas contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, enseguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco i con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo i echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenia la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacia i rectificaba una i mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas i complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que habia apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que asaltó también al cazador recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero, el pensamiento de que su primo podia burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar los ojos i oprimir el disparador. Grande fué su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo i seco, pero que nada tenia de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. I su primera mirada fué para el ave, i no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo i se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.

Cañuela, que viera al chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; i fué tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vió volar las plumas por el aire i caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que habia visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora i su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio i destrucción que nada podia calmar. Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imajinaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenia aquella ilusión, i aunque ambos notaran al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.

Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza a pesar de que Petaca juraba i perjuraba haberla visto caer requetemuerta i desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva i se desvían del blanco, de que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometiose, entónces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con tono de alarma:

—¡Se acabó la escopeta!

Petaca miró el fusil que tenia entre las manos i luego a su primo, lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entónces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos i se convenció de que no habia medio de meter ahí un grano mas de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste habia aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hácia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, i reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada i dejar a Cañuela la gloria de salir a su sabor del atolladero. Demasiado conocia el jenio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imajinación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, mui inquieto, le habia observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, i le habló con animación de algo que debia ser mui insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistia a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse i ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas i ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron habia bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cojió el fusil i lo acostó sobre la hoguera, retirándose, enseguida, los dos, para contemplar a la distancia los progresos del fuego. Trascurrieron algunos minutos i ya Petaca iba a acercarse nuevamente, para añadir mas combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fué dispersada a los cuatro vientos, i siniestros silbidos surcaron el aire. Cuando pasada la impresión del tremendo susto ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérjica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por mas que miró no encontró vestijios del fusil. Cañuela, que lo habia seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma, a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecia poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenia una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que habia visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, i silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo habia encontrado la caja del arma, él podia mui bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaria un trabuco para hacer salvas i matar pidenes en la laguna.

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