CVIII   Ahab y el carpintero

En cubierta. Cuarto de guardia deprima.

El carpintero, de pie ante su banco con tornillos, y a la luz de dos faroles, limando diligentemente el trozo de marfil para la pierna, que está firmemente sujeto en el tornillo. Placas de marfil, correas de cuero, al mohadillas, tornillos y diversas herramientas de todas clases están dis persas por la mesa. Delante, se ve la llama roja de la forja donde trabaja el herrero.

—¡Maldita la lima y maldito el hueso! Es duro lo que debería ser blando, y es blando lo que debería ser duro. Así vamos nosotros, los que limamos viejas mandíbulas y huesos de espinilla. Probemos otro. Eso, ahora eso funciona mejor (estornuda). Hola, este polvo de hueso es... (estornuda), sí, es... (estornuda) ¡Válgame Dios, no me va a dejar hablar! Eso es lo que saca ahora un viejo por trabajar en leño muerto. Serrad un árbol vivo, y no se saca este polvo; amputad una pierna viva, y no se saca (estornuda). Vamos, vamos, viejo Smut; ea, mete mano y tengamos esa férula y ese tornillo de hebilla; yo ya estoy casi listo para ellos. Suerte ahora (estornuda) que no hay que hacer juntura de la rodilla; eso podría desconcertar un poco, pero un simple hueso de espinilla, vaya, es tan fácil como hacer pértigas para rodrigones; sólo que me gustaría darle un buen acabado. Tiempo, tiempo, sólo con que tuviera tiempo, le podría hacer una pierna tan bonita como jamás (estornuda) haya hecho una reverencia a una dama en un salón. Esas piernas y pantorrillas de cabritilla que he visto en los escaparates no se le compararían en absoluto. Absorben el agua, desde luego, y claro, se vuelven reumáticas, y hay que curarlas (estornuda) con lavados y lociones, igual que las piernas vivas. Ea; antes de serrarla tengo que llamar al viejo de Su Mongolidad, a ver si va bien de largo; en todo caso, estará corta, me parece. ¡Ah, ése es su tranco!; tenemos suerte; ahí viene, o si no, es otro; eso es seguro.

AHAB (avanzando)

Durante la siguiente escena, el carpintero sigue estornudando de vez en cuando.

—¡Bueno, constructor de hombres!

—Muy a tiempo, capitán. Si le parece bien, voy ahora a marcar la longitud. Déjeme tomar medidas, capitán.

—¡Medidas para una pierna! Bueno. En fin, no es la primera vez. ¡A ella! Ea; pon un dedo encima. Es un tornillo fuerte el que tienes aquí, carpintero; déjame sentir por una vez cómo aprieta. Eso, eso; pellizca bastante.

—Ah, capitán, rompe los huesos: ¡cuidado, cuidado!

—No temas, me gusta un buen apretón, me gusta sentir algo a que pueda agarrarme en este mundo resbaloso, hombre. ¿Qué hace ahí Prometeo? El herrero, quiero decir... ¿Qué hace?

—Debe de estar forjando ahora el tornillo de hebilla, capitán.

—Muy bien. Es una asociación: él aporta la parte muscular. ¡Está haciendo una terrible llamarada roja!

—Sí, señor; tiene que ponerlo al rojo blanco para esa clase de trabajo delicado.

—Hum... Sí que tiene. Me parece, ahora, una cosa muy significativa que ese antiguo griego, Prometeo, el que hizo los hombres, según dicen, fuera un herrero, y les animara con fuego, pues lo que está hecho en fuego debe pertenecer propiamente al fuego; así que el infierno no es probable. ¡Cómo vuela el hollín! Esto debe de ser el resto con que el griego hizo a los africanos. Carpintero, cuando ése acabe con la hebilla, dile que forje un par de hombreras de acero; tenemos a bordo un vendedor ambulante con una carga abrumadora.

—¿Capitán?

—Espera, ya que Prometeo anda en ello, le encargaré un hombre completo según un modelo deseable. Ante todo, de cincuenta pies del alto, sin zapatos; luego, el pecho modelado conforme al túnel del Támesis; luego, piernas con raíces, para quedarse en el mismo sitio; luego, brazos de tres pies a través de la muñeca; sin corazón en absoluto, la frente de bronce, y cerca de un cuarto de acre de buenos sesos; y vamos a ver..., ¿encargaré unos ojos que miren hacia fuera? No, pero ponle una claraboya en lo alto de la cabeza para iluminar el interior. Ea, recibe el encargo y vete.

—Pero ¿de qué habla, y a quién habla? Me gustaría saberlo. ¿He de seguir aquí quieto? (Aparte)

—Es una arquitectura muy mediocre hacer una cúpula ciega; aquí hay una. No, no, no; hace falta una linterna.

—¡Ah, ah! ¿Es eso, entonces? Aquí hay dos, capitan; me basta una.

—¿Para qué me metes en la cara este atrapa ladrones, hombre? Apuntar con una luz es peor que apuntar con una pistola.

—Creía, capitan, que hablaba al carpintero.

—¿Al carpintero? Bueno, eso es..., pero no; es un asunto muy elegante y, podría decir, extremadamente señorial el que traes entre manos, carpintero...; ¿o preferirías trabajar en arcilla?

—¿Capitán? ¿Arcilla, arcilla, capitán? Eso es fango; dejemos la arcilla a los cavadores de zanjas, capitán.

—¡Ese compadre es muy irreverente! ¿De qué estornudas?

—El hueso es bastante polvoriento, capitán.

—Entiende entonces la alusión, y cuando estés muerto, no te entierres jamás debajo de las narices de la gente viva.

—¿Eh, capitán? ¡Ah, sí! Ya supongo... Sí... ¡Ah, caramba!

—Mira, carpintero; supongo que te consideras un artesano hábil como es menester, ¿eh? Bueno, entonces, hablará mucho a favor de tu trabajo si, cuando me ponga encima de la pierna que me haces, siento, no obstante, otra pierna en el mismísimo sitio que ella; esto es, carpintero, mi antigua pierna perdida; la de carne y hueso, quiero decir. ¿No puedes expulsar a ese viejo Adán?

—La verdad, capitán, ahora empiezo a comprender algo. Sí, he oído decir algo curioso por ese lado, capitán: cómo un hombre desarbolado nunca pierde por completo la sensación de su vieja percha, sino que a veces le sigue picando. ¿Puedo preguntarle humildemente si es de verdad, capitán?

—Sí, lo es, hombre. Mira, pon tu pierna viva aquí, en el sitio donde estaba la mía; así, ahora hay sólo una pierna visible para los ojos, pero dos para el alma. Donde siente la vida hormigueante, ahí, exactamente ahí, por un pelo, yo la siento también. ¿Es una adivinanza?

—Yo lo llamaría humildemente un rompecabezas, capitán.

—Oye, entonces. ¿Cómo sabes tú que una cosa entera, viva, pensante, no puede estar de modo visible y sin interpretación precisamente donde estabas tú ahora, sí, y que no esté ahí a pesar tuyo? En tus horas más solitarias, entonces, ¿no temes que alguien esté escuchando? ¡Alto, no hables! Y si siento todavía el escozor de mi pierna aplastada, aunque ya hace tanto que se ha disuelto, entonces, ¿por qué ahora tú, carpintero, no puedes sentir las feroces penas del infierno para siempre, y sin cuerpo? ¡Ah!

—¡Dios mío! La verdad, señor, si vamos a eso, tengo que volver a calcular; creo que no tenía una cifra corta, capitán.

—Mira, los imbéciles no deben nunca hacer suposiciones. ¿Cuánto tardará en estar hecha la pierna?

—Quizá una hora, capitán.

—¡Date prisa con ella, entonces, y tráemela! (Se vuelve para marcharse) ¡Ah, Vida! ¡Aquí estoy yo, orgulloso como un dios griego, y sin embargo quedo deudor a este estúpido de un hueso en que erguirme! ¡Maldito sea ese endeudamiento recíproco que no deja prescindir de libros mayores! Querría ser tan libre como el aire, y estoy apuntado en los libros del mundo entero. Soy tan rico que podría haber rivalizado con los más ricos pretorianos en la subasta del Imperio romano (que fue la del mundo), y sin embargo debo la carne de la lengua con que presumo. ¡Por los Cielos! Tomaré un crisol y me meteré en él, y me disolveré en una sola pequeña vértebra compendiadora. Eso.

CARPINTERO (continuando su trabajo) ¡Bueno, bueno, bueno! Stubb le conoce mejor que nadie, y Stubb siempre dice que es raro; no dice nada sino esa palabrita suficiente: «raro», es raro, dice Stubb; es raro..., raro, raro; y no deja de machacárselo al señor Starbuck todo el tiempo...; raro, sí, señor..., raro, raro, muy raro. ¡Y aquí está su pierna! Sí, ahora que lo pienso, aquí está su compañera de cama: ¡tiene un bastón de mandíbula de ballena por esposa! Y ésta es su pierna: sobre ella se erguirá. ¿Qué era aquello de una sola pierna que estaba en tres sitios, y los tres sitios estaban en un solo infierno...; cómo era eso? ¡Ah, no me extraña que me mirara con tanto desprecio! A veces tengo ideas extrañas, dicen; pero eso es sólo por azar. Luego, un tipo viejo, bajo, pequeño, como yo, no debería nunca meterse a vadear en aguas profundas con capitanes altos como avutardas, el agua le llega a uno en seguida a la barbilla, y se arma un griterío pidiendo lanchas de salvamento. ¡Y aquí está mi pierna de avutarda! ¡Larga y esbelta, cómo no! Ahora a la mayor parte de la gente, un par de piernas les dura toda la vida, y eso debe de ser porque las usan con cuidado, como una anciana de corazón tierno usa a sus viejos y bien comidos caballos de tiro. Pero Ahab, ¡ah!, es un cochero muy duro. Mira, ha conducido una pierna a la muerte, y la otra la ha estropeado de por vida, y ahora gasta las piernas de hueso por cestos. ¡Ea, vamos, Smut! Echa una mano aquí con esos tornillos, y vamos a terminar antes que el tío de la resurrección venga con su trompeta a llamar a todas las piernas, verdaderas o postizas, igual que los hombres de la cervecería van por ahí recogiendo los barriles viejos de cerveza para volverlos a llenar. ¡Qué pierna es ésta! Parece una pierna viva de verdad, limada hasta el mismo núcleo; él se apoyará mañana en ella; tomará posiciones sobre ella. ¡Hola! Casi me olvidaba la plaquita ovalada de marfil pulido donde calcula la latitud. ¡Ea, ea; cincel, lima y papel de lija, vamos!

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