XCII   Ámbar gris

Ahora, este ámbar gris es una sustancia muy curiosa, y un artículo de comercio tan importante, que en 1791 un tal capitán Coffin, de Nantucket, prestó declaración sobre este tema en la tribuna de la Cámara de los Comunes inglesa. Pues en ese momento, y en realidad hasta tiempos relativamente recientes, el origen exacto del ámbar gris seguía siendo, como el propio ámbar gris, un problema por dilucidar. Aunque la palabra inglesa ambergris no es más que un compuesto de las palabras francesas correspondientes a «ámbar gris», el ámbar y esa sustancia son cosas muy diversas. Pues el ámbar, aunque algunas veces se encuentra en la costa del mar, también se excava en algunos terrenos muy tierra adentro, mientras que el «ámbar gris» jamás se encuentra si no es en el mar. Además, el ámbar es una sustancia dura, transparente, friable e inodora, usada para boquillas de pipas, cuentas y ornamentos, mientras que el ámbar gris es blando, céreo, y tan altamente fragante y especioso, que se usa mucho en perfumería, en velas preciosas, polvos para el pelo y pomadas. Los turcos lo usan en la cocina, y lo llevan también a La Meca, con el mismo objetivo con que se lleva el incienso a San Pedro de Roma. Algunos comerciantes de vino echan unos pocos granos nos en el clarete para darle aroma.

¡Quién creería, entonces, que tan refinados caballeros y damas se regalaran con una esencia encontrada en las ignominiosas tripas de una ballena enferma! Pero así es. Algunos suponen que el ámbar gris es la causa, y otros el efecto, de la dispepsia de la ballena. Sería difícil decir cómo se cura tal dispepsia, a no ser administrando tres o cuatro barcadas de píldoras de Brandreth, y corriendo luego a ponerse a salvo, como los trabajadores cuando ponen barrenos en las rocas.

He olvidado decir que en este ámbar gris se encontraron ciertos discos duros, redondos y óseos, que al principio Stubb pensó que pudieran ser botones de pantalones de marineros; pero luego resultó que no eran más que trozos de huesecillos de pulpo, embalsamados de ese modo.

Ahora, ¿no es nada que en el corazón de tal podredumbre se encuentre la incorrupción de este fragantísimo ámbar gris? Acuérdate de aquel dicho de san Pablo a los corintios, sobre corrupción e incorrupción: «Cómo se siembran en deshonor, para surgir en gloria». E igualmente, haz memoria del dicho de Paracelso sobre qué es lo que hace el mejor almizcle. Y no olvides el hecho extraño de que, de todas las cosas malolientes, la peor es el agua de colonia en las fases preparatorias de su manufactura.

Me gustaría concluir este capítulo con la exhortación precedente, pero no puedo, debido a mi afán por rechazar una acusación hecha a menudo contra los balleneros y que, en la estimativa de algunos ánimos mal predispuestos, podría considerarse indirectamente demostrada por lo que se ha dicho de las dos ballenas del barco francés. En otros momentos de este libro se ha refutado la calumniosa acusación de que el oficio ballenero es un asunto absolutamente sucio y desagradable. Pero hay otra cosa que rechazar. Se insinúa que todas las ballenas huelen mal siempre. Ahora: ¿cómo se ha originado ese odioso estigma?

Opino que su rastro se remonta claramente a la primera llegada a Londres de los barcos balleneros de Groenlandia, hace más de dos siglos. Porque esos balleneros no destilaban entonces, ni destilan ahora, el aceite en el mar, como lo han hecho siempre los barcos del mar del Sur, sino que, cortando en trozos pequeños la grasa fresca, la meten por los agujeros de grandes barriles, y se la llevan al puerto de ese modo, ya que la brevedad de la temporada en esos mares helados y las súbitas y violentas tempestades a que están expuestos les prohíben cualquier otro modo de obrar. La consecuencia es que al abrir la sentina y descargar uno de esos cementerios de ballenas, en el muelle de Groenlandia, se exhala un olor semejante al que surge cuando se excava un viejo cementerio urbano para poner los cimientos de un hospital de maternidad.

Supongo también, en parte, que esa perversa acusación contra los balleneros puede imputarse igualmente a que en tiempos antiguos existía en la costa de Groenlandia una aldea de holandeses llamada Schmerenburgh o Smeerenberg, siendo usado este último nombre por el docto Fogo von Slack, en su gran obra sobre los olores, libro de texto sobre el tema. Como implica su nombre (smeer, grasa; berg, preparar), esa aldea se fundó para proporcionar un lugar de destilación a la grasa de la flota ballenera holandesa, sin llevarla a la patria con ese objeto. Era una colección de hornos, marmitas y depósitos de aceite, y cuando el trabajo estaba en plena actividad, ciertamente, no exhalaba ningún aroma agradable. Pero todo eso es muy diferente en un ballenero del mar del Sur, que en un viaje, quizá, de cuatro años, después de llenar completamente de aceite la sentina, tal vez no dedica ni cincuenta días a la tarea de hervirlo; y, al meterlo en barriles en ese estado, el aceite es casi inodoro. La verdad es que, viva o muerta, con tal que se la trate decentemente, la ballena, como especie, no es en absoluto un ser maloliente; ni se puede reconocer con la nariz a un ballenero, tal como la gente de la Edad Media se jactaba de descubrir a un judío a su alrededor. Y, desde luego, la ballena no puede ser sino fragante, dado que, en general, disfruta de tan buena salud, y hace tan abundante ejercicio, siempre fuera de casa, aunque ciertamente rara vez al aire libre. Yo digo que el movimiento de la cola de un cachalote por encima de la superficie produce un perfume como cuando una dama almizclada agita su vestido en un tibio salón.

¿A qué compararé, pues, el cachalote, en fragancia, considerando su magnitud? ¿No habrá de ser a aquel famoso elefante, de colmillos enjoyados y aromado de mirra, que sacaron de una ciudad "' india para rendir honores a Alejandro Magno?

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