XV Caldereta de pescado

La noche estaba muy entrada cuando el pequeño Musgo ancló a su gusto, y Queequeg y yo desembarcamos, de modo que aquel día no pudimos resolver ningún asunto, a no ser la cena y la cama. El posadero de la Posada del Chorro nos había recomendado a su primo Hosca Hussey de «Las Marmitas de Destilación», de quien afirmó que era propietario de uno de los hoteles mejor instalados de todo Nantucket, y además nos aseguró que el primo Hosca, como le llamaba, era famoso por sus calderetas de pescado. En resumen, sugirió claramente que no podríamos hacer cosa mejor que probar la suerte de la olla en las «Marmitas». Pero las instrucciones que nos dio sobre dejar a estribor un almacén amarillo hasta que avistáramos una iglesia blanca a babor, y luego siguiéramos dejándola a babor hasta que pasáramos una esquina tres cuartas a estribor, y, hecho esto, preguntáramos al primero que viéramos dónde estaba el sitio, esas enrevesadas instrucciones suyas nos desconcertaron mucho al principio, especialmente porque, al zarpar, Queequeg se empeñó en que el almacén amarillo —nuestro primer punto de referencia— debía quedar a babor, mientras que yo había entendido que Peter Coffin decía que era a estribor. Sin embargo, a fuerza de dar muchas vueltas en la oscuridad, y de vez en cuando, de llamar y despertar a algún pacífico habitante para preguntar el camino, llegamos por fin a algo que no deja lugar a confusiones.

Dos enormes marmitas de madera, pintadas de negro y colgadas por «orejas de burro», pendían de los canes de un viejo mastelero, plantado frente a una vieja puerta. Las antenas de los canes estaban serradas por el otro lado, de modo que el viejo mastelero parecía bastante una horca. Quizá yo estaba entonces excesivamente sensible a tales impresiones, pero no pude menos de quedarme mirando a la horca con una vaga aprensión. Una especie de tortícolis me entró cuando levanté la vista hacia las dos antenas que quedaban: así, eran dos, una para Queequeg y una para mí. «Es fatídico —pensé—. Un Coffin como posadero al desembarcar en mi primer puerto ballenero; lápidas mirándome en la capilla de los balleneros; ¡y aquí una horca, y un par de marmitas asombrosas, también! Estas últimas, ¿están lanzando oblicuas sugerencias sobre Tofet?»

Me apartó de esas reflexiones ver una mujer pecosa con pelo amarillo y vestido amarillo, plantada en la puerta de la posada, bajo una turbia lámpara roja balanceante, que parecía mucho un ojo golpeado, y manteniendo una vivaz regañina con un hombre de camisa de lana purpúrea.

—¡Anda allá —decía al hombre—, o si no, te doy un repaso! —Vamos, Queequeg —dije—, está muy bien. Ahí está la señora Hussey.

Y así resultó ser; el señor Hosea Hussey estaba fuera de casa, pero dejaba a la señora Hussey con plena competencia para ocuparse de sus asuntos. Al dar a conocer nuestros deseos de cena y cama, la señora Hussey, aplazando por el momento más regañina, nos introdujo a un cuartito, y sentándonos ante una mesa cubierta de los restos de una comida recientemente concluida, se volvió hacia nosotros y nos dijo:

—¿Almejas o bacalao?

—¿Cómo es el bacalao, señora? —dije, con mucha cortesía. —¿Almeja o bacalao? —repitió.

—¿Almeja de cena? ¿Almeja fría, es lo que quiere decir, señora Hussey? —dije—; pero en invierno es un recibimiento mas bien frío, ¿no, señora?

Pero como tenía mucha prisa de continuar su regañina al hombre de la camisa purpúrea, que la esperaba en la entrada, y no parecía oír más que la palabra «almeja», la señora Hussey se apresuró hacia una puerta abierta que daba a la cocina, y aullando «Almeja para dos», desapareció.

—Queequeg —dije—, ¿crees que podemos hacer una cena para los dos con una almeja?

Sin embargo, un cálido y sabroso vapor de la cocina vino a desmentir la perspectiva, aparentemente desoladora, que teníamos por delante. Pero cuando llegó la humeante caldereta, el misterio quedó placenteramente explicado. ¡Oh, dulces amigos, prestadme oídos! Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas mayores que avellanas, mezcladas con galleta de barco machacada y cerdo salado cortado en pequeños copos, todo ello enriquecido con manteca y abundantemente sazonado con pimienta y sal. Aguados nuestros apetitos por el helado viaje, y al ver Queequeg ante él su plato favorito de pescado, y siendo la caldereta notablemente excelente, la despachamos con gran rapidez: entonces, arrellanándome un momento y recordando el anuncio de la señora Hussey sobre almeja y bacalao, decidí probar un pequeño experimento. Me acerqué a la puerta de la cocina y pronuncié la palabra «bacalao» con gran énfasis, volviendo a ocupar mi asiento. En pocos momentos volvió a salir el sabroso vapor, pero con diferente aroma, y oportunamente se puso ante nosotros una hermosa caldereta de bacalao.

Reanudamos nuestra ocupación, y mientras metíamos las cucharas en la cazuela, pensé para mí: «No sé si esto tendrá algún efecto sobre la cabeza: ¿por qué se habla de este guiso en relación con las cabezas estúpidas?».

—Pero mira, Queequeg, ¿no es una anguila viva lo que tienes en el plato? ¿Dónde está el arpón?

El más piscícola de los lugares de pesca era «Las Marmitas», que bien merecía su nombre, pues las marmitas siempre hervían calderetas. Calderetas para desayunar, calderetas para comer, calderetas para cenar, hasta que uno empezaba a mirar si le salían las espinas por la ropa. El terreno delante de la casa estaba pavimentado de conchas de almejas. La señora Hussey llevaba un pulido collar de vértebras de bacalao, y Hosea Hussey tenía encuadernados sus libros de contabilidad en vieja piel de tiburón extrafina. Incluso la leche tenía un olor a pescado que no pude explicarme hasta que una mañana, en que por casualidad me daba un paseo por la playa entre barcas de pescadores, vi a la vaca atigrada de Hosea pastando restos de pescados, y caminando por la arena, con cada pata en una cabeza decapitada de bacalao, con aspecto muy de ir en chancletas, os lo aseguro.

Concluida la cena, recibimos una lámpara e instrucciones de la señora Hussey sobre el camino más corto a la cama, pero, cuando Queequeg iba a precederme por las escaleras, la señora extendió el brazo y le pidió el arpón: no permitía arpones en sus habitaciones.

—¿Por qué no? —dije—: todo auténtico ballenero duerme con su arpón, y ¿por qué no?

—Porque es peligroso —dijo ella—. Desde que el joven Stiggs, al volver de aquel desgraciado viaje, cuando llevaba cuatro años y medio, sólo con tres barriles de aceite, apareció muerto en el primer piso, con el arpón en el costado, desde entonces, no permito a los huéspedes que se lleven de noche a su cuarto armas tan peligrosas. Así que, señor Queequeg —(porque había aprendido su nombre)—, le voy a quitar este hierro, y se lo voy a guardar hasta mañana. Pero ¿y la caldereta, muchachos? ¿Almejas o bacalao para desayunar mañana?

—Las dos cosas —dije—, y tomaremos un par de arenques ahumados para variar.

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