CXXX El sombrero

Y ahora que, en el momento y el lugar adecuados, después de tan largo y amplio viaje preliminar, Ahab, tras inspeccionar todas las demás aguas de pesquería, parecía haber perseguido a su enemigo hasta un rincón del océano, para matarle allí con más seguridad; ahora que se encontraba cerca de la misma latitud y longitud donde le había sido infligida su herida atormentadora; ahora que había hablado con un barco que el mismo día anterior se había enfrentado de hecho con Moby Dick; y ahora que todos sus sucesivos encuentros con diversos barcos habían concordado, dentro de sus contrastes, en mostrar la demoníaca indiferencia con que la ballena blanca destrozaba a sus perseguidores, fueran atacados o atacantes; ahora fue cuando se entrevió algo en los ojos del viejo que las almas débiles apenas podían soportar. Como la estrella polar sin ocaso, que a lo largo de la vitalicia noche ártica de seis meses mantiene su penetrante mirada firme en el centro, así el propósito de Ahab ahora resplandecía fijamente sobre la constante medianoche de la tenebrosa tripulación. Dominaba sobre ellos de tal modo que todos sus presentimientos, dudas, sospechas y temores no deseaban sino esconderse debajo de sus almas, sin dejar brotar ni una sola brizna ni hoja.

En este intervalo agorero, además, se desvaneció todo humor, forzado o natural. Stubb ya no intentaba provocar sonrisas; Starbuck buck ya no intentaba contenerlas. Por igual, gozo y tristeza, esperanza y miedo parecían molidos en el más fino polvo, y por el momento, pulverizados en el pisoteado mortero del alma férrea de Ahab. Como máquinas, los marineros se movían mudos por la cubierta, siempre conscientes de que los ojos despóticos del viejo estaban sobre ellos.

Pero si le hubierais examinado profundamente en sus más secretas horas confidenciales, cuando él creía que no tenía encima más mirada que la suya, entonces habríais visto que así como los ojos de Ahab intimidaban a los tripulantes, la inescrutable mirada del Parsi intimidaba a la suya; o al menos, no se sabe cómo, a veces la trastornaba de algún modo extraño. Tal nueva extrañeza huidiza empezaba ahora a revestir al flaco Fedallah, tal incesante estremecimiento le sacudía, que los marineros le miraban dubitativamente, medio inciertos, al parecer, sobre si era una sustancia mortal, o más bien una sombra trémula que proyectaba en la cubierta el cuerpo de algún ser invisible. Y esa sombra siempre se cernía allí. Pues ni siquiera de noche se había sabido con certidumbre que Fedallah se adormeciera o se retirara de cubierta. Se quedaba quieto durante horas: pero nunca se sentaba o se recostaba; sus ojos mortecinos decían claramente: «Somos dos vigías que jamás descansamos».

Y tampoco, a ninguna hora, ni de día ni de noche, podían poner los pies en cubierta los marineros sin que Ahab les hubiera tomado la delantera. Plantado en su agujero de pivote, o recorriendo exactamente las tablas entre dos límites invariables: el palo mayor y el de mesana: o bien le veían de pie en el portillo de la cabina, con su pie vivo avanzando hacia la cubierta, como para entrar en ella; con el sombrero muy ladeado sobre los ojos, de modo que, por inmóvil que estuviera, por más que sumasen los días y las noches en que no se había colgado en su hamaca, sin embargo, oculto debajo de ese sombrero ladeado, jamás podían decir con certeza si, a pesar de todo eso, tenía los ojos realmente cerrados a veces, o si les examinaba atentamente; no le importaba estar así una hora seguida en el portillo, mientras la humedad de la noche, inadvertida, se concentraba, en sartas de rocío, sobre aquel capote y aquel sombrero esculpidos en piedra. La ropa que la noche mojaba, el sol del día siguiente se la secaba encima; y así, día tras día, noche tras noche, siguió sin retirarse más abajo las tablas de cubierta, mandando a buscar a la cabina cualquier cosa que necesitara.

Comía al mismo aire libre; esto es, sus dos únicas comidas, desayuno y almuerzo: la cena no la tocaba nunca; ni se cortaba la barba que crecía oscuramente, toda nudosa, como raíces de árboles desarraigados por el viento, que aún siguen creciendo ociosamente en la base desnuda, aunque han parecido en el verdor de arriba. Pero aunque toda su vida ahora se había vuelto una sola guardia en cubierta, y aunque la misteriosa guardia del Parsi era tan sin interrupción como la suya, sin embargo, esos dos parecían no hablar nunca uno con otro, a no ser que, a largos intervalos, alguna momentánea cuestión sin importancia lo hiciera necesario. Aunque un potente hechizo parecía unirles secretamente como gemelos, abiertamente, y para la intimada tripulación, parecían tan separados como los polos. Si durante el día, por casualidad, decían una sola palabra, de noche ambos eran mudos, en cuanto al más leve intercambio verbal. A veces, durante las más largas horas, sin un solo saludo, permanecían muy separados bajo la luz estelar; Ahab en su portillo, el Parsi junto al palo mayor; pero mirándose fijamente, como si Ahab viera en el Parsi su sombra proyectada hacia delante, y el Parsi viera en Ahab su sustancia abandonada.

Y sin embargo, no se sabe cómo, Ahab —en su propia intimidad personal, según se revelaba imperiosamente a sus subordinados a cada día, a cada hora y a cada minuto y a cada instante—, Ahab parecía señor independiente, y el Parsi sólo su esclavo. También aquí, ambos parecían enyugados juntos, con un tirano invisible aguijándoles: la flaca sombra al lado de la sólida costilla. Pues, fuera el Parsi lo que fuera, el sólido Ahab era todo costilla y quilla.

Al primer leve despuntar de la aurora, se oía a popa su férrea voz:

—¡Vigías a las cofas!

Y a lo largo de todo el día, hasta después del crepúsculo y la puesta del sol, se oía esa misma voz, a todas horas, al sonar la campana del timonel:

—¿Qué veis? ¡Atentos, atentos!

Pero cuando pasaron tres o cuatro días, después de encontrar a la nave Raquel en busca de los hijos, sin ver todavía ningún chorro, el viejo monomaníaco pareció desconfiar de la fidelidad de sus tripulantes, o al menos, de casi todos menos de los arponeros paganos, y pareció dudar, incluso, si Stubb y Flask no estarían dispuestos a pasar por alto lo que él deseaba ver. Pero si tenía realmente tales sospechas, se contenía sagazmente de expresarlas, por más que sus acciones pudieran parecer sugerirlas.

—Yo mismo seré el primero en ver la ballena —dijo—: ¡Eso! ¡Ahab se ganará el doblón!

Y con sus propias manos urdió un nido de bolinas formando cesto, y, enviando arriba a un marinero, con un aparejo de una sola polea para atarlo al calcés del palo mayor, recibió los dos extremos del cable pasado hacia abajo, y, amarrando uno a su cesto, preparó una cabilla para sujetar el otro extremo al pasamanos. Hecho esto, con ese extremo aún en la mano, y poniéndose junto a la cabilla, miró alrededor a sus tripulantes, pasando de uno en otro, deteniendo largamente la mirada en Daggoo, Queequeg y Tashtego, pero eludiendo a Fedallah, y luego puso sus firmes ojos confiados en el primer oficial y dijo:

—Toma el cable; lo pongo en tus manos, Starbuck.

Entonces, acomodando su persona en el cesto, les dio orden de izarle a su alcándara, siendo Starbuck quien sujetaba el extremo del cable, y quien quedó luego a su cuidado. Y así, con una mano aferrada al mastelero de sobrejuanete, Ahab extendió su mirada sobre millas y millas de mar, a proa, a popa, a un lado y a otro, en el amplio y extenso círculo dominado desde tan gran altura.

Cuando, al trabajar con las manos en algún lugar elevado y casi aislado entre el cordaje, sin probabilidades de ofrecer apoyo al pie, el marinero, en una travesía, es izado a tal sitio y sostenido allí por el cable, en esas circunstancias, el extremo sujeto a cubierta se pone a cargo estricto de algún marinero que lo vigile especialmente, dado que, en tal selva de caballería extendida, cuyas variadas relaciones diferentes no siempre se pueden distinguir por lo que se ve de ellas desde cubierta, y siendo así que los extremos de cubierta de esas jarcias se sacan a cada pocos minutos de sus cabillas, sería sólo una fatalidad natural que, en ausencia de un vigilante constante, el marinero izado fuera soltado y cayera volando al mar por algún descuido de los tripulantes. Así que las medidas de Ahab en este asunto no eran insólitas, y la única cosa que parecía extraña en ellas es que fuera Starbuck, casi el único hombre que alguna vez se había atrevido a oponérsele con algo que se aproximara en el más ligero grado a la decisión, y uno de aquellos, además, de cuya fidelidad en la vigilancia había parecido dudar algo; era extraño que fuera éste el mismo hombre a quien eligiera para cuidarle, entregando del todo su vida en manos de una persona por lo demás sin confianza.

Ahora, la primera vez que Ahab fue izado arriba, antes de llevar allí diez minutos, uno de esos salvajes halcones marinos de pico rojo que tan a menudo vuelan incómodamente en torno a los marineros en las cofas de los balleneros por aquellas latitudes; uno de esos pájaros, vino a rondarle y a chillarle en torno a la cabeza, en un laberinto de círculos inextricablemente rápidos. Luego se disparó a la altura, a mil pies por el aire; luego bajó en espiral, y volvió a girar en torbellino en torno a su cabeza.

Pero con la mirada fija en el sombrío horizonte lejano, Ahab no pareció advertir el salvaje pájaro, y, desde luego, nadie se habría fijado mucho en él, no siendo un caso nada raro, de no ser porque entonces el ojo menos atento parecía ver alguna suerte de intención astuta en casi todo lo que se veía.

—¡El sombrero, el sombrero, capitán! —gritó de repente el marinero siciliano que, de guardia en el palo de mesana, quedaba detrás mismo de Ahab, aunque a nivel un poco más abajo que él, y con un profundo abismo de aire separándoles.

Pero ya las alas oscuras estaban ante los ojos del viejo, y el largo pico ganchudo en la cabeza: con un chillido, el negro halcón salió disparado con su presa.

Un águila voló tres veces en torno a la cabeza de Tarquino, quitándole el sombrero para volver a ponérselo, por lo cual Tanaquil, su mujer, declaró que Tarquino sería rey de Roma. Pero el augurio sólo se consideró bueno por haberse vuelto a colocar el sombrero. El de Ahab no se recuperó jamás, y el salvaje halcón siguió volando con él, muy por delante de la proa, hasta que al fin desapareció, al mismo tiempo que, en el momento de esa desaparición, se distinguió confusamente un menudo punto negro que caía al mar desde gran altura.

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