CVI   La pierna de Ahab

La manera precipitada como el capitán Ahab había abandonado el Samuel Enderby de Londres no dejó de ir acompañada de alguna ligera violencia para su propia persona. Se posó con tal empuje sobre una bancada de la lancha, que su pierna de marfil recibió un choque que la dejó medio astillada. Y cuando, después de alcanzar su cubierta, y su propio agujero de pivote en ella, giró vehementemente para dar una orden urgente al timonel (como siempre, era algo sobre que no gobernaba con la debida inflexibilidad), entonces el marfil ya transformado recibió de nuevo tal contorsión y retorcimiento que, aunque siguió entero y, según todas las apariencias, sólido, Ahab ya no lo juzgó del todo digno de confianza.

Y, en efecto, no había mucho de que extrañarse si, con toda su loca indiferencia general, Ahab a veces concedía cuidadosa atención al hueso muerto sobre el cual se apoyaba en parte. Pues no mucho antes de que el Pequod zarpase de Nantucket, le habían encontrado una noche tendido en el suelo, sin sentido: por algún accidente desconocido, inimaginable y al parecer inexplicable, su pierna de marfil se había desplazado tan violentamente, que le había herido como empalándole y casi le había perforado la ingle, y no sin grandes dificultades se curó por completo la dolorosa herida.

Entonces no dejó de metérsele en su monomaníaca cabeza que toda la angustia del sufrimiento entonces presente era sólo el resultado directo de una desgracia anterior, y le pareció ver con sobrada claridad que, del mismo modo que el más venenoso reptil del pantano perpetúa su especie tan inevitablemente como el más dulce cantor del bosque, así del mismo modo que las felicidades, todos los acontecimientos lamentables engendran su semejanza por naturaleza. Sí, y aún más todavía, pensaba Ahab, ya que, tanto los antecesores cuanto los descendientes del dolor llegan más lejos que los antecesores y descendientes de la alegría. Pues, para no aludir a lo que se puede inferir de ciertos escritos canónicos, que, mientras ciertos gozos naturales de aquí no tendrán hijos que les nazcan para el otro mundo, sino que, al contrario, han de ser seguidos Buidos por esa esterilidad de alegrías que será toda la desesperación del infierno, en tanto que ciertas culpables miserias mortales engendrarán con fecundidad una progenie eternamente progresiva de dolores más allá de la tumba; para no aludir a esto en absoluto, parece seguir habiendo cierta desigualdad en el análisis más profundo de la cuestión. Pues, pensaba Ahab, mientras aun las más altas felicidades terrenas tienen siempre una cierta mezquindad insignificante acechando en ellas, y en cambio todos los dolores del corazón, en el fondo, tienen un significado místico, y, en algunos hombres, una grandeza arcangélica, del mismo modo la diligente averiguación de su ascendencia no desmiente esa deducción obvia. Rastrear las genealogías de tan altas miserias mortales nos lleva al menos hasta las primogenituras sin fuentes de los dioses; de modo que, frente a todos los alegres soles cosechadores de heno, y frente a todas las lunas de suaves címbalos y redondeadoras de las mieses, hemos de asentir a esto: que ni los propios dioses están alegres para siempre. La señal de nacimiento, imborrable y triste, en la frente del hombre, no es sino el sello de la tristeza que hay en los señaladotes.

Incautamente, se ha divulgado aquí un secreto, que quizá hubiera sido más adecuado revelarlo antes como era debido. Con otros muchos detalles referentes a Ahab, siempre siguió siendo un secreto para algunos que, durante cierto período, antes y después de zarpar el Pequod, se había escondido con hermetismo de Gran Lama; y que, durante ese intervalo había buscado refugio sin habla, por decirlo así, entre el marmóreo senado de los muertos. La razón que el capitán Peleg divulgó para este asunto no parecía en absoluto adecuada, aunque, ciertamente, en cuanto se refiere a la parte más profunda de Ahab, cualquier revelación tenía más de tiniebla significativa que de luz explanatoria. Pero, al final, todo salió fuera: o al menos, esta cuestión. Esa desgracia atroz estaba en la base de su reclusión temporal. Y no sólo esto, sino que para el disperso y cada vez más reducido grupo de gente de tierra que, por cualquier razón, poseía el privilegio de acercarse a él sin tantos impedimentos, para ese tímido círculo, la desgracia antes aludida —al permanecer, como permaneció, malhumoradamente inexplicada por Ahab—, se revistió de terrores que no dejaban de provenir hasta cierto punto de la tierra de los espíritus y los gemidos. Así que, a causa de su celo por él, todos ellos se habían conjurado a silenciar ante los demás, en lo que de ellos dependiera, su conocimiento del asunto. Y por eso ocurrió que, hasta que no transcurrió un considerable intervalo, no se difundió por la cubierta del Pequod.

Pero sea todo esto como sea; dejemos que el invisible y ambiguo sínodo del aire, y los vengativos príncipes y potestades del fuego tengan que ver o no con el terrenal Ahab: con todo, en la cuestión presente de su pierna, él tomó sencillas medidas prácticas: llamó al carpintero.

Y cuando se presentó ante él dicho funcionario, le pidió que sin tardanza se pusiera a hacerle una nueva pierna, e instruyó a los oficiales para que le hicieran proveer de todas las viguetas y tablillas de marfil de mandíbula (del cachalote) que hasta entonces se habían acumulado en el viaje, para que pudiera asegurarse una cuidadosa selección del material más robusto y de grano más claro. Hecho esto, el carpintero recibió órdenes de que la pierna estuviera terminada esa noche, y que proveyera todos los accesorios, independientemente de los que pertenecían a la desacreditada pierna en uso. Además, se ordenó que se izara la forja del barco, saliendo de su temporal reposo en la sentina, y, para acelerar el asunto, se mandó al herrero que se pusiera en seguida a forjar cuantos dispositivos de hierro se pudieran necesitar.

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