CXXXII La sinfonía

Era un claro día, de azul acerado. Los firmamentos del aire y el mar apenas se podían separar en ese azur que todo lo invadía; sólo el aire pensativo era transparentemente puro y suave, con aspecto femenino, y el robusto y viril mar se hinchaba en oleadas lentas, largas y recias, como el pecho de Sansón en su sueño.

Acá y allá, en lo alto, se deslizaban las alas níveas de pequeñas aves inmaculadas; ésos eran los amables pensamientos del aire femenino; pero acá y allá, en las profundidades, muy abajo, en el azul sin fondo, se agolpaban poderosos leviatanes, peces espada y tiburones; y ésos eran los recios, turbados y criminales pensamientos del mar masculino.

Pero aunque así contrastaran por dentro, el contraste era sólo en sombras y matices por fuera: los dos parecían uno; sólo el sexo, por así decir, le distinguía.

Arriba, como un majestuoso zar y rey, el sol parecía conceder este amable aire a su osado mar agitado, como esposa dada al esposo. Y en la línea ceñidora del horizonte, un movimiento suave y trémulo —que se ve sobre todo allí, en el ecuador— señalaba la fe tierna y palpitante, el sobresalto cariñoso con que la pobre esposa otorga su seno.

Atado en lo alto y retorcido, nudoso y cargado de arrugas, hurañamente firme y sin ceder, con los ojos ardiendo como carbones que siguen encendidos en las cenizas de la ruina, el inflexible Ahab permanecía en la claridad de la mañana, elevando el casco astillado de su frente hacia la frente de hermosa niña del cielo.

¡Ah, inmortal infancia, ah, inocencia del azur! ¡Invisibles criaturas aladas que alborotan a nuestro alrededor! ¡Dulce infancia de aire y cielo! ¡Qué olvidadas estabais de la congoja apretada de Ahab! Pero así he visto a las pequeñas Miriam y Marta, sílfides de ojos risueños, haciendo cabriolas despreocupadas en torno a su viejo progenitor, y jugando con el cerco de chamuscados rizos que han crecido en el borde del requemado cráter de su cerebro.

Cruzando lentamente la cubierta desde el portillo, Ahab se asomó a la borda, y observó cómo su sombra en el agua se hundía cada vez más ante su mirada, cuanto más se esforzaba por penetrar su profundidad. Pero los deliciosos aromas del aire encantado parecieron al menos dispersar por fin aquella cosa cancerosa de su alma.

Ese aire alegre y feliz, ese cielo seductor, por fin le tocaron y le acariciaron; la tierra madrastra, tanto tiempo cruel y abrumadora, ahora le echaba sus brazos cariñosos en torno al terco cuello, y parecía sollozar de alegría por él, como por alguien a quien, por más empedernido y desviado que fuera, todavía tenía corazón para salvar y bendecir. Desde debajo de su sombrero ladeado, Ahab dejó caer una lágrima al mar, y todo el Pacífico no contenía tal riqueza como esa diminuta gota.

Starbuck vio al viejo; le vio cuánto se asomaba sobre la borda, y pareció escuchar en su propio corazón sincero el desmedido sollozo que escapaba del centro de la serenidad que le rodeaba. Con cuidado de no tocarle, ni de ser advertido por él, se le acercó, sin embargo, y se quedó a su lado.

Ahab se volvió.

—¡Starbuck!

—Capitán.

—¡Ah, Starbuck! El viento es suave, suave, y el cielo tiene un aspecto suave. En un día así, con una dulzura muy parecida a ésta, hería mi primera ballena: ¡un muchacho arponero de dieciocho años!

Hace cuarenta años... ¡cuarenta, cuarenta! ¡Cuarenta años de continua pesca de ballenas! ¡Cuarenta años de privaciones, de peligros y de tormentas! ¡Cuarenta años en el mar despiadado! ¡Durante cuarenta años, Ahab ha desdeñado la tierra pacífica; durante cuarenta años, para guerrear con los horrores de lo profundo! Sí, y de esos cuarenta años, Starbuck, no he pasado ni tres en tierra firme. Cuando pienso en la vida que he llevado; en la desolación de soledad que ha sido; en el emparedado y amurallado aislamiento de un capitán, que deja muy poca entrada a cualquier simpatía de la tierra verde que le rodea... ¡Ah, fatiga, pesadez! ¡Esclavitud de costa de Guinea que es el mando solitario! Cuando pienso en todo esto; que antes sólo sospechaba a medias y no sabía tan penetrantemente; y en cómo, durante cuarenta años, me he alimentado de salazones —adecuado símbolo del seco alimento de mi alma—; mientras el más pobre habitante de tierra firme tiene a mano diariamente frutos frescos y parte el pan fresco del mundo, en vez de mis costras mohosas; lejos, a océanos enteros de distancia de esa joven esposa niña con quien me casé pasados mis cincuenta años, zarpando al día siguiente para el cabo de Hornos, y dejando un solo hueco en mi almohada matrimonial... (¿esposa? ¿esposa?: más bien viuda con el marido vivo); sí, he hecho viuda a esa pobre muchacha al casarme con ella, Starbuck; y luego la locura, el frenesí, la sangre hirviente con que en mil ataques en la lancha el viejo Ahab ha perseguido a su presa con furia espumeante (¿más demonio que hombre?); ¡sí, sí! ¡qué cuarenta años de loco! ¡loco, loco! ¡viejo loco, ha sido el viejo Ahab! ¿Por qué este empeño de la persecución? ¿por qué fatigar y paralizar el brazo en el remo y el arpón y la lanza? ¿Qué ha ganado o mejorado ahora con eso Ahab? Obsérvalo. ¡Ah, Starbuck!, ¿no es duro que, con esta fatigosa carga que llevo, me hayan arrebatado de debajo una pobre pierna? Aquí, échame a un lado este viejo pelo; me ciega tanto que parece que lloro. Un pelo tan canoso nunca ha crecido sino de alguna ceniza. Pero ¿parezco muy viejo, Starbuck, muy viejo? Me siento mortalmente débil, doblado, jorobado, como si fuera Adán, tambaleándose bajo los siglos apilados desde el Paraíso. ¡Dios, Dios, Dios!, ¡quiébrame el corazón, desfóndame el cerebro! ¡qué burla, qué burla! ¡amarga y mordaz burla del pelo gris!: ¿acaso he vivido bastantes alegrías como para llevarlo, y parezco y me siento tan intolerablemente viejo? ¡Acércate! quédate a mi lado, Starbuck; déjame mirar unos ojos humanos; es mejor que otear al mar o al cielo; mejor que otear hacia Dios. ¡Por la tierra verde; por el claro hogar! Este es el espejo mágico: en tus ojos veo a mi mujer y mi hijo. ¡No, no! ¡quédate a bordo, a bordo! ¡No bajes a la lancha cuando vaya yo; cuando el marcado Ahab persiga a Moby Dick Ese peligro no ha de ser para ti! ¡No, no con el remoto hogar que veo en estos ojos!

—¡Ah, mi capitán, mi capitán! ¡Alma noble! ¡Viejo gran corazón, después de todo! ¡Por qué ha de perseguir nadie a ese osado pez! ¡Lejos conmigo! ¡Huyamos de estas aguas mortales! ¡Vamos a casa! También Starbuck tiene mujer e hijo; mujer e hijo de su juventud, compañeros de juego, como hermana y hermano; ¡así como los suyos, capitán, son la mujer e hijo de su tierra, afectuosa y paternal vejez! ¡Lejos, alejémonos! ¡Déjeme cambiar de rumbo al momento! ¡Con qué alegría, con qué regocijo, ah, mi capitán, correríamos para ver de nuevo a la vieja Nantucket! Creo, capitán, que en Nantucket hay algunos días suaves y azules como éste.

—Los hay, los hay. Yo los he visto... algunos días de verano por la mañana. Hacia esta hora... (sí, es su siesta de mediodía) el niño se despierta con hambre; se incorpora en la cama, y su madre le habla de mí, del viejo caníbal de mí; de cómo estoy lejos sobre las profundidades, pero volveré para hacerle bailar.

—¡Es mi Mary, mi propia Mary! ¡Me prometió llevar a mi niño, todas las mañanas, al cerro, para ver por primera vez la vela de su padre! ¡Sí, sí! ¡basta ya! ¡se acabó! ¡ponemos rumbo a Nantucket! Vamos, capitán, estudie la travesía, y vamos allá. ¡Vea, vea! ¡la cara del niño en la ventana! ¡la mano del niño en el cerro!

Pero Ahab desvió la mirada; se estremeció como un frutal agostado y dejó caer al suelo su última manzana en cenizas.

—¿Qué es, qué cosa sin nombre, inescrutable, sobrenatural; qué amo y señor escondido y engañador, qué emperador cruel e inexorable me manda; para que, contra todos los amores y deseos naturales, siga así empujando, concentrándome, agolpándome, todo el tiempo; haciéndome estar implacablemente dispuesto a lo que no me atrevería en mi propio corazón natural? ¿Es Ahab, Ahab? ¿Soy yo, Dios, o quién es el que levanta este brazo? Pero si el gran sol no se mueve por sí mismo, y es sólo un recadero en el cielo, ni puede girar una sola estrella sino por algún poder invisible, ¿cómo entonces puede latir este pequeño corazón, cómo puede pensar pensamientos este pequeño cerebro, si no hace Dios ese latir, y hace ese pensar, y hace ese vivir, él, y no yo? Por los Cielos, Starbuck, nos dan vueltas en este mundo, como aquel cabestrante, y el Destino es el espeque. Y todo el tiempo, ¡mira! ese cielo sonriente, y ése mar insondado. ¡Mira esa albacora! ¿Adónde van los asesinos, hombre? ¿Quién va a condenar, si el mismo juez es arrastrado ante el juicio? Pero hay un viento suave, muy suave, y un cielo de suave aspecto; y el aire ahora huele como si soplase desde un lejano prado; han cortado heno en algún sitio al pie de las estribaciones de los Andes, Starbuck, y los segadores duermen entre la hierba recién cortada. ¿Duermen? Sí, por más que nos esforcemos, todos hemos de dormir al fin en el campo. ¿Dormir? Sí, ¡y nos pondremos herrumbrosos entre lo verde, como las guadañas que se tiraron el año pasado, y quedaron entre las ringleras a medio cortar, Starbuck!

Pero, blanqueando de desesperación con dolor de cadáver, el primer oficial se había retirado.

Ahab cruzó la cubierta para mirar al otro lado, pero se sobresaltó ante dos ojos fijos que se reflejaban allí en el agua. Fedallah estaba asomado, inmóvil, al mismo pasamanos.

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