CX   Queequeg en su ataud

Y un pozo, más bien una fresquera, resultó ser para él, no se sabe cómo, pobre pagano; pues allí, por extraño que parezca, a pesar de todo el calor de sus sudores, le entró un terrible enfriamiento que se convirtió en fiebre, y por fin, después de sufrir varios días, le hizo caer en su hamaca, cerca del umbral de la puerta de la muerte. ¡Cómo se consumió, cada vez más, en aquellos pocos días lentos, hasta que pareció quedar de él poco más que su esqueleto y su tatuaje! Pero todo lo demás en él se adelgazó, y sus mandíbulas se pusieron más salientes, aunque sus ojos parecían volverse cada vez más llenos: adquirieron una extraña suavidad y lustre, y, con benevolencia, a la vez que con profundidad, se asomaban a miraros desde su enfermedad, prodigioso testimonio de esa salud inmortal en él, que no podía morir o debilitarse. Y como círculos en el agua, que se expansionan al debilitarse, así sus ojos parecían extenderse en redondo como los anillos de la Eternidad. Un horror que no puede nombrarse os invadía al sentaros al lado de aquel salvaje que se extinguía, tinguía, y veíais tantas cosas extrañas en su cara como las que pudieron observar los que estaban al lado de Zoroastro cuando murió. Pues cuanto es de veras prodigioso y temible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros. Y el acercamiento de la muerte, que nivela a todos por igual, igualmente infunde en todos una última revelación que sólo podría contar adecuadamente un escritor de entre los muertos. Así que —digámoslo una vez más— ningún caldeo o griego agonizante tuvo pensamientos más altos y sagrados que aquellos cuyas misteriosas sombras veíais deslizarse sobre la cara del pobre Queequeg, tendido tranquilamente en su hamaca oscilante, mientras el mar agitado parecía mecerle suavemente para su reposo final, y la invisible marea desbordada del océano le elevaba cada vez más hacia su destino celestial.

No hubo marinero en la tripulación que no le diese por perdido, y, en cuanto al pobre Queequeg, lo que pensaba de su situación se manifestó de modo impresionante por un curioso favor que pidió. Llamó a uno, en el grisáceo cuarto de guardia de alba, y aferrándole por la mano, dijo que cuando estaba en Nantucket había visto por casualidad ciertas pequeñas canoas de madera oscura, como la lujosa madera de guerra de su isla nativa; y, al preguntar, había sabido que a todos los balleneros que morían en Nantucket les ponían en esas canoas oscuras, y le había gustado mucho la idea de ser sepultado así, pues no se diferenciaba mucho de la costumbre de los de su propia raza, que, después de embalsamar a un guerrero muerto, le tendían en su canoa, y le dejaban así derivar flotando hacia los archipiélagos de las estrellas, pues no sólo creen que las estrellas son islas, sino que más allá de todos los horizontes visibles, sus propios mares benévolos y sin límites afluyen a los cielos azules, y así forman las blancas rompientes de la Vía Láctea. Añadió que se estremecía a la idea de ser sepultado en su hamaca, conforme a la habitual costumbre marinera, lanzado, como algo vil, a los tiburones devoradores de la muerte. No: él deseaba una canoa como las de Nantucket, tanto más adecuadas para él, como ballenero, porque, igual que las lanchas balleneras, esas canoas-ataúdes no tenían quilla, aunque ello implicaba un rumbo incierto y mucha deriva por las eras de tiniebla.

Ahora, cuando se hizo saber a popa esta extraña circunstancia, el carpintero recibió orden en seguida de cumplir la petición de Queequeg, implicara lo que implicara. Había a bordo alguna vieja madera exótica, de color ataúd, que, en un largo viaje anterior, se había cortado de los bosques aborígenes de las islas Laquedivas, y se recomendó que se hiciera el ataúd con esas oscuras tablas. Tan pronto como el carpintero conoció la orden, tomó la regla y, con la indiferente prontitud de su temperamento, marchó al castillo de proa y tomó medidas a Queequeg con gran exactitud, marcando sistemáticamente con tiza la persona de Queequeg cuando trasladaba la regla.

—¡Ah, pobre muchacho! Ahora se tendrá que morir —exclamó el marinero de Long Island.

Al volver a su banco de los tornillos, el carpintero, para su comodidad y para referencia general, trasladó a él la medida de la longitud exacta que había de tener el ataúd, y luego hizo permanente el traslado cortando dos muescas en sus extremos. Hecho esto, requirió las tablas y las herramientas y se puso al trabajo.

Una vez clavado el último clavo, y debidamente alisada y encajada la tapa, se echó ligeramente a hombros el ataúd y marchó a proa con él, preguntando si estaban preparados ya para él en aquella parte.

Dándose cuenta de los gritos indignados, pero casi jocosos, con que la gente de cubierta empezó a rechazar el ataúd, Queequeg, con consternación de todos, mandó que le trajeran al momento aquel objeto, y no cupo negárselo, visto que, de todos los mortales, ciertos agonizantes son los más tiránicos; y la verdad es que, puesto que dentro de poco nos molestarán tan poco para siempre, hay que tener indulgencia con esos pobres hombres.

Asomándose desde la hamaca, Queequeg observó largamente el ataúd con ojos atentos. Luego pidió el arpón, hizo que le sacaran el palo y que pusieran la parte de hierro en el ataúd, junto con uno de los canaletes de la lancha. También a petición suya, se pusieron galletas dentro, alrededor de los costados: en la cabecera se colocó un frasco de agua dulce, y una bolsita de tierra leñosa rascada en el fondo de la sentina; y, enrollado en un trozo de lona de vela a modo de almohada, Queequeg pidió que le subieran a su lecho final, para poder probar sus comodidades, si es que las tenía. Estuvo tendido unos minutos sin moverse, y luego dijo a uno que fuera a su bolsa y le trajera su diosecillo Yojo. Después, cruzando los brazos sobre el pecho, con Yojo en medio, pidió la tapa del ataúd (la escotilla, la llamó) para que se la pusieran. La parte de la cabeza se doblaba con un gozne de cuero, y allí quedó Queequeg en su ataúd, dejando a la vista poco más que su rostro sereno.

—Rarmai («sirve, es cómodo») —murmuró por fin, e hizo una señal de que le volvieran a poner en su hamaca.

Pero antes que se hiciera esto, Pip, que había andado dando vueltas furtivamente por allí cerca durante todo este tiempo, se aproximó adonde estaba tendido, y, con suaves sollozos, le tomó de la mano, sosteniendo en la otra su pandereta.

—¡Pobre vagabundo! ¿Nunca habrás acabado todo ese fatigoso vagabundeo? ¿Adónde vas ahora? Pero si las corrientes no te llevan a esas dulces Antillas cuyas aguas sólo están batidas por lirios de agua, ¿me harás un recadito? Busca a un tal Pip, que se ha perdido hace mucho; creo que está en esas Antillas lejanas. Si le encuentras, consuélale, pues debe de estar muy triste, porque, ¡mira!, se ha dejado olvidada la pandereta: y la he encontrado. ¡Tan, tan, tarantán! Ea, Queequeg, muérete; y yo te tocaré la marcha fúnebre.

—He oído decir —murmuró Starbuck, mirando por el portillo— que, en fiebres violentas, hombres muy ignorantes han hablado en lenguas antiguas, y que, cuando se examina ese misterio, resulta siempre que en su niñez, completamente olvidada, esas antiguas lenguas las hablaban realmente algunos elevados sabios al alcance de sus oídos. Así, mi confianza más amorosa es que Pip, en esta extraña dulzura de su demencia, nos ofrece celestes garantías de todos nuestros hogares celestes. ¿Dónde ha aprendido esto, si no allí? ¡Oíd! Vuelve a hablar, pero ahora más agitado.

—¡Formad de dos en fondo! ¡Hagámosle general! ¡Eh!, ¿dónde está su arpón? Ponedlo aquí cruzado. ¡Tan, tan, tarantán! ¡Hurra! ¡Ah, si un gallo de pelea se le posara ahora en la cabeza y cantara! ¡Queequeg muere como un valiente! Fijaos en esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Atentos a esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Eso digo: ¡valiente, valiente, valiente! ¡Pero el vil del pequeño Pip murió como un cobarde, murió todo temblando! ¡Fuera con Pip! Oíd, si encontráis a Pip, decid a todas las Antillas que es un desertor; ¡un cobarde, un cobarde, un cobarde! ¡Decidles que saltó de una ballenera! Nunca tocaría yo la pandereta por el vil Pip, ni le saludaría como general, si se muriera otra vez aquí. ¡No, no! Vergüenza para todos los cobardes: ¡vergüenza para ellos! Que se ahoguen como Pip, que saltó de una ballenera. ¡Vergüenza, vergüenza!

Durante todo esto, Queequeg seguía tendido con los ojos cerrados, como si soñara. Se llevaron a Pip, y volvieron a poner al enfermo en su hamaca.

Pero ahora que al parecer había hecho todos los preparativos para la muerte; ahora que se había visto que el ataúd le venía bien, Queequeg de repente mejoró; pronto pareció no haber necesidad de la caja del carpintero; y por tanto, cuando algunos expresaron su complacida sorpresa, él dijo, en sustancia, que la causa de su súbita convalecencia era ésta: en un momento crítico, se había acordado de una pequeña obligación en tierra que dejaba sin cumplir; y por tanto, había cambiado de intención en cuanto a morir: no se podía morir todavía, aseguró. Le preguntaron si vivir o morir era asunto de su propio albedrío y gusto soberano. Contestó que ciertamente. En resumen, Queequeg se imaginaba que si un hombre se decidía a vivir, la mera enfermedad no podía matarle; nada sino una ballena, o una galerna, o algún destructor violento, ingobernable e ininteligentee de este tipo.

Ahora, hay esta notable diferencia entre el salvaje y el civilizado: que mientras un hombre civilizado enfermo puede pasar seis meses convaleciente, hablando en general, un salvaje enfermo se pone casi bien en un día. Así, en poco tiempo mi Queequeg recobró fuerza, y por fin, después de estar sentado en el molinete durante unos pocos días de indolencia (pero comiendo con apetito vigoroso), se puso de pie de repente, extendió los brazos y las piernas, se estiró bien, bostezó un poco y luego, saltando a la proa de su lancha izada y blandiendo un arpón, se declaró capaz de pelea.

Con salvaje extravagancia, ahora usó el ataúd como cofre marinero, y vaciando la ropa de su saco, la puso en orden allí. Pasó muchas horas de ocio tallando la tapa con toda clase de figuras y dibujos grotescos, y pareció que con eso intentaba copiar, a su tosca manera, partes del retorcido tatuaje de su cuerpo. Y ese tatuaje había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que, con esos signos jeroglíficos, había escrito en su cuerpo una completa teoría de los cielos y la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad; de modo que Queequeg, en su misma persona, era un enigma por resolver; una prodigiosa obra en un solo volumen; pero cuyos misterios no sabía leer él mismo, aunque su propio corazón vivo latiera contra ellos; y esos misterios, por tanto, estaban destinados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban inscritos, y quedar así sin resolver en definitiva. Y esta idea debió ser lo que sugirió a Ahab aquella salvaje exclamación suya, una mañana, al volverse de espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg:

—¡Ah, diabólico suplicio de Tántalo de los dioses!

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