XCIV   Un apretón de manos

Esa ballena de Stubb, adquirida tan cara, se trasladó debidamente al costado del Pequod, donde se llevaron a cabo de modo normal todas esas operaciones de izado y descuartizamiento antes descritas, hasta el vaciado del Tonel de Heidelberg, o caja.

Mientras algunos estaban ocupados en esta última tarea, otros estaban empleados en arrastrar los toneles mayores, tan pronto como se llenaban de esperma, y, llegado el momento adecuado, esa misma esperma se manipulaba con cuidado antes de ir a las destilerías de que trataré en seguida.

Se había enfriado y cristalizado en tal medida que cuando, con otros varios, me senté ante una amplia bañera constantiniana de esperma, la encontré extremadamente condensada en bultos que flotaban acá y allá por la parte líquida. Nuestra tarea era volver a hacer fluidos esos bultos a fuerza de apretarlos. ¡Dulce y untuoso deber! No es extraño que en tiempos antiguos el aceite de esperma fuera un cosmético tan estimado. ¡Qué clarificador! ¡Qué endulzador! ¡Qué suavizador! ¡Qué delicioso reblandecedor! Después de tener las manos en él unos pocos minutos, notaba los dedos como anguilas y empezando, por decirlo así, a volverse serpentinos y espirales.

Yo, sentado allí bien cómodo, con las piernas cruzadas, en cubierta; tras el duro ejercicio del cabrestante; bajo un tranquilo cielo azul; con el barco navegando indolentemente y deslizándose con serenidad; yo, mientras me bañaba las manos en esos suaves y amables glóbulos de tejidos infiltrados, tejidos casi en esa misma hora, para romperse sustanciosamente entre mis dedos y descargar toda su opulencia, como las uvas plenamente maduras sueltan su vino, y mientras aspiraba ese aroma incontaminado, literal y verdaderamente como aroma de violetas en primavera, os aseguro que viví aquel rato como en un prado almizclado, y me olvidé totalmente de nuestro terrible juramento, lavándome de él las manos y el corazón en ese inefable aceite de esperma, y casi empecé a dar crédito a la vieja superstición de Paracelso de que el aceite de esperma es de rara eficacia para mitigar el calor de la ira, al mismo tiempo que, bañándome en ese baño, me sentía divinamente libre de toda mala voluntad, o petulancia, o malicia de ninguna clase.

¡Apretar, apretar, apretar, durante toda la mañana! Apreté aquel aceite de esperma hasta que casi me fundí en él: apreté ese aceite de esperma hasta que me invadió una extraña suerte de locura, y me encontré, sin darme cuenta, apretando en él las manos de los que trabajaban conmigo, confundiéndolas con suaves glóbulos. Tal sentimiento desbordante, afectuoso, amistoso, cariñoso producía esta labor, que por fin acabé por apretarles continuamente las manos, y por mirarles a los ojos sentimentalmente, como para decir: «¡Oh, mis queridos semejantes!, ¿por qué vamos a seguir abrigando resentimientos sociales, o conocer el más leve malhumor o envidia? Vamos; apretémonos todos las manos; mejor dicho, apretémonos universalmente en la mismísima leche y esperma de la benevolencia».

¡Ojalá pudiera seguir apretando ese aceite de esperma para siempre! Pues ahora, una vez que, por muchas experiencias prolongadas y repetidas, he percibido que en todos los casos el hombre debe acabar por rebajar, o al menos desplazar, su concepto de la felicidad inalcanzable, sin ponerlo en parte ninguna del intelecto ni de la fantasía, sino en la esposa, el corazón, la cama, la mesa, la silla de montar, el rincón del fuego, el campo, ahora que he percibido todo esto, estoy dispuesto a apretar la tina eternamente. En pensamientos de las visiones nocturnas, he visto largas filas de ángeles en el paraíso, cada cual con las manos en una orza de aceite de esperma.

Bien, mientras se habla de aceite de esperma, es oportuno hablar de otras cosas afines a él, en la tarea de preparar al cachalote para las refinerías.

Primero viene el llamado caballo-blanco, que se obtiene de la parte menguante del pez, y también de las porciones más gruesas de la cola. Está duro de tendones solidificados —una almohada de músculo—, pero todavía contiene aceite. Después de separarse de la ballena, el caballo-blanco se corta ante todo en trozos alargados transportables, para pasar luego al trinchador. Parecen bloques de mármol de Berkshire.

Pastel de ciruelas es el término dado a ciertas partes fragmentarias de la carne de la ballena, que se adhieren acá y allá a la manta de grasa, y a menudo participan en considerable medida de su untuosidad. Es un objeto muy reconfortable, apetitoso y hermoso de mirar. Como implica su nombre, es de un color enormemente rico y moteado, con un fondo de vetas níveas y doradas, punteado de manchas del más oscuro carmesí o púrpura. Son ciruelas de rubíes en figura de limón. Pese a la sensatez, es difícil contenerse para no comerlo. Confieso que una vez me escondí detrás del trinquete para probarlo. Sabía algo así como supongo que podría haber sabido una real chuleta del muslo de Louis le Gros, imaginando que le hubieran matado el primer día después de la temporada de caza mayor, y que esa determinada época de caza mayor hubiera coincidido con una vendimia extraordinariamente buena de las viñas de Champagne.

Hay otra sustancia, y muy singular, que aparece en el desarrollo de este asunto, pero que entiendo que es muy difícil describir adecuadamente. Se llama slobgollion, nombre original de los balleneros, como también lo es la naturaleza de la sustancia. Es un asunto inefablemente legamoso y fibroso, que suele encontrarse en los barriles de esperma después de mucho apretar y decantar a continuación. Entiendo que son las membranas de la caja, notablemente sutiles, que se han roto y se adhieren.

El llamado gurry es un término que pertenece en propiedad a los cazadores de ballenas francas, pero que a veces usan ocasionalmente los pescadores de cachalotes. Designa la oscura sustancia glutinosa que se rasca del lomo de la ballena franca o de Groenlandia, y que cubre en abundancia las cubiertas de esos seres inferiores que persiguen a tan innoble leviatán.

Las pinzas: estrictamente, esta palabra no es autóctona del vocabulario ballenero, pero llega a pertenecer a él, por usarlo los balleneros. Las pinzas del ballenero son una corta y firme tira de materia tendinosa cortada de la parte decreciente de la cola del leviatán: tiene, por término medio, una pulgada de espesor, y en cuanto al resto, cerca del tamaño de la parte de hierro de una azada. Moviéndola como un filo por la cubierta aceitosa, actúa como un raspador de cuero y, con inexpresables incitaciones, como por magia, atrae consigo todas las impurezas.

Pero para saberlo todo sobre esos asuntos recónditos, el mejor modo que tenéis es bajar en seguida al cuarto de la grasa, y tener una larga charla con sus residentes. Ese lugar se ha descrito antes como el receptáculo para los trozos de la «manta», una vez arrancada ésta de la ballena, e izada a cubierta. Cuando llega el momento adecuado de descuartizar su contenido, ese local es una escena de terror para todos los novicios, especialmente de noche. A un lado, alumbrado por una linterna pálida, se ha dejado un espacio libre para los trabajadores. Éstos suelen ir en parejas: uno con pica y garfio, y otro con azada. La pica ballenera es semejante al arma de abordaje de la fragata que tiene ese mismo nombre. El garfio es algo así como un bichero de bote. Con su garfio, el hombre del garfio engancha una lámina de grasa y trata de impedir que resbale, mientras el barco se mece y cabecea.

Mientras tanto, el hombre de la azada se pone de pie en esa lámina, cortándolo verticalmente en rebanadas que entran en los caballetes portátiles. Esta azada está tan tajante como puede dejarla la piedra de afilar: los pies del hombre de la azada están descalzos, la cosa en que se yergue se le resbala irresistiblemente como un trineo. Si se corta uno de los dedos de sus propios pies, o de su ayudante, ¿os extrañaría mucho? Los dedos de los pies andan escasos entre los veteranos del cuarto de la grasa.

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