LIBRO SÉPTIMO

Argumento

Accediendo a los ruegos de Adán, cuéntale Rafael cómo y por qué fue creado este mundo: que habiendo Dios expulsado del cielo a Satán y a sus ángeles, declaró que le placía crear otro mundo y otras criaturas que habitasen en él; y así envía a su Hijo circundado de gloria y acompañado de angélicos coros, para que en el espacio de seis días realice la obra de la creación. Al compás de sus himnos celebran los ángeles esta nueva maravilla, y la reascensión del Hijo a los cielos.

Desciende del cielo, Urania, si es bien que te invoque con este nombre. Siguiendo tu voz divina, me remonto más allá del Olimpo, sobreponiéndome al vuelo de las alas del Pegaso. No me contento empero con invocar tu nombre: invoco tu inspiración, porque ni tú te cuentas entre las nueve Musas, ni moras en la cumbre del antiguo Olimpo. Nacida en el cielo, antes que apareciesen los montes, antes que brotaran las fuentes de sus manantiales, tú conversabas con tu hermana, la divina Sabiduría, y con ella te recreabas, en presencia del Omnipotente Padre, que se complacía en oír tus celestiales cánticos. Transportado por ti, aunque habitador terrestre, al cielo de los cielos, he respirado el aire empíreo que para mí templabas. Sostenme también ahora, y vuélveme a mi nativo elemento, no sea que al ímpetu de este desenfrenado bridón en que cabalgo, caiga, como Belerofonte[85] un día, bien que él no penetrase en región tan alta, y dé conmigo en los campos aleyos, para vagar allí desamparado y en completo olvido.

Estoy aún a la mitad de mi canto, pero reducido ya a límites más estrechos, cuales son los de una divina y visible esfera. He descendido a la tierra, abandonando las regiones allende el polo, y cantaré más seguro y con voz humana, sin temor de que enronquezca ni quede muda, a pesar de habérseme deparado tan aciagos días. ¡Oh! y ¡qué aciagos, viéndome rodeado de dañinas lenguas, de tinieblas, de peligros y de soledad! Pero no, no estoy solo, que tú me asistes, cuando por la noche cierra mis párpados el sueño, y cuando la mañana ilumina el sonrosado oriente. Dirige pues mi canto, sublime Urania; dame un auditorio propicio, aunque escaso en número, y aleja al propio tiempo de mí la bárbara disonancia de Baco y su turbulento séquito, raza de aquella salvaje horda que en el Ródope[86] despedazó al bardo de Tracia[87], cuando sin respeto al que era encanto de los bosques y de las rocas, ahogó con su feroz griterío los ecos de su voz y de su cítara. No pudo Calíope salvar a su hijo, pero tú, Urania, no abandonarás al que implora tus favores, porque ella inspiraba vanos sueños, y tú, celestial aliento.

Di ¡oh Diosa! lo que sucedió luego que Rafael, el afable arcángel, previno a Adán que aleccionado por el ejemplo de los apóstatas del cielo, no incurriese en su infidelidad, pues él y su descendencia, a quienes se había mandado que no tocasen al árbol prohibido, se verían sometidos a igual castigo en el Paraíso, si menospreciaban e infringían aquel único precepto, tan fácil de cumplir, en medio de la infinita multitud de objetos que se brindaban allí a sus gustos, por extraños que fuesen y caprichosos.

Con profunda atención escucharon Adán y su consorte Eva aquel relato, y quedaron admirados y profundamente pensativos al oír cosas tan grandes y tan extrañas, cosas de que no tenían la menor idea, que en el cielo se conociesen odios, y que con semejante confusión anduviesen allí mezcladas la guerra y la paz divina; pero el mal había venido a recaer por fin como desatado torrente sobre sus autores, privándolos para siempre de la bienaventuranza. Disipáronse en Adán las dudas que abrigaba su corazón, y nació en él, sin otra intención, el deseo de averiguar lo que más inmediatamente le interesaba: cómo se produjeron el cielo y la tierra, todo este mundo visible; cuándo y de qué fueron creados, y por qué causa; y qué era el Edén y cuanto fuera de él existía antes de la época a que alcanzaba su memoria; semejante a aquel que ha saciado su sed del todo, y que sigue con la vista al arroyuelo que se desliza murmurando, y despierta en él nueva sed con el susurro de su corriente. Dirigiose pues a su celeste huésped en estos términos:

«Admirables cosas que no pueden menos de maravillar por lo diferentes que son de las de este mundo, nos has revelado, divino intérprete. Dios nos ha favorecido enviándote desde el Empíreo para advertirnos a tiempo de lo que hubiera podido causar nuestra perdición; riesgo que no conocíamos, porque no está al alcance de la inteligencia humana. Por ello debemos gratitud eterna a la infinita bondad, recibiendo sus avisos con el solemne propósito de cumplir siempre su voluntad soberana, único fin con que aquí existimos. Pero ya que para nuestro aprovechamiento has tenido la dignación de descubrirnos cosas tan superiores a la comprensión terrestre, pero que nos conviene conocer, como lo ha dispuesto la suprema sabiduría, ten la bondad asimismo de descender más hasta nosotros y de instruirnos en lo que ha de sernos no menos útil, diciéndonos cómo se formó ese cielo que vemos a tan lejana altura, ornado de los innumerables astros que lo recorren, y eso que llena el espacio todo, ese difuso ambiente que abarca la órbita de la florida tierra; qué causa movió al Creador, en medio del santo reposo de que gozaba por toda una eternidad, a sacar tan tarde su obra del Caos, y cómo una vez empezada, se terminó en tan breve tiempo. A consentírtelo el Señor, manifiéstanos lo que tanto anhelamos averiguar, no para inquirir los secretos de su eterno imperio, sino para más glorificar sus obras. Réstale aún a la gran lumbrera del día largo espacio de su curso, aunque va declinando ya; pero suspendiéndolo al oírte, al oír tu poderosa voz, te prestará atención, y retrasará su marcha para escuchar cómo refieres su nacimiento, y cómo el de la Naturaleza, al salir por primera vez del oculto abismo; y mientras la estrella y el astro de la noche se apresuran para oír tu narración, la Noche traerá consigo el silencio; el sueño se pondrá en vela con igual intento, o nosotros le ahuyentaremos hasta que termine tu canto, y podamos despedirte antes que nos sorprenda el brillo de la mañana.»

Esta súplica hizo Adán a su ilustre huésped; y el Ángel divino le contestó con estas dulces palabras: «A tan comedido ruego, justo será acceder; pero ¿qué encarecimiento, qué lengua seráfica bastará a referir las obras del Omnipotente, ni qué espíritu humano a comprenderlas? Lo que sí puedes conseguir, lo que no será negado a tus oídos, es aquello que mejor conduzca a glorificar al Hacedor y más contribuya a labrar tu felicidad. Yo he recibido del cielo el encargo de satisfacer tus deseos, como no pasen de ciertos límites; fuera de ellos, no indagues más; no desvaríes con la esperanza de profundizar misterios ocultos, que el invisible Rey, único que lo sabe todo, ha rodeado de tinieblas tan impenetrables a los que viven en la tierra como en el cielo; y harto te queda en todo lo demás que estudiar y que conocer. Porque el saber es como el alimento; se requiere no menos templanza en la satisfacción del apetito, que en la medida a que debe el espíritu ajustarse, pues la excesiva ciencia embaraza con su demasía y convierte la sabiduría en locura, como el exceso de alimento se trueca en vapor inútil.

»Ahora bien, ten por cierto que apenas cayó Lucifer (a quien se daba este nombre porque resplandecía entre los ángeles más que la estrella así llamada entre las estrellas), apenas cayó con sus malditas legiones en medio del abismo que les estaba preparado, y volvió vencedor el augusto Hijo con el séquito de sus Santos, contempló el Eterno Omnipotente Padre toda aquella muchedumbre desde su trono, y habló así a su Hijo:

«Engañose por fin nuestro envidioso Enemigo, creyendo que todos habían de seguirle en su rebeldía, y que con su auxilio nos arrancaría la posesión de esta altísima e inaccesible fortaleza, asiento de la suprema Divinidad. Perdiole su confianza, y arrastró en su catástrofe a muchos que han desaparecido de nuestra presencia; pero veo, sin embargo, que la mayor parte han permanecido fieles en su puesto, que el cielo está todavía poblado, y que cuenta con suficiente número de habitantes para llenar sus reinos, vastísimos como son, y para desempeñar los sagrados ministerios y solemnes ritos de este sublime templo.

»Mas, para que su soberbia no se lisonjee de haber logrado esta ventaja, de haber despoblado el cielo, y locamente presuma del detrimento que me ha causado, he de reparar la pérdida, si como tal puede considerarse el perderse uno a sí mismo. Crearé al punto otro mundo, y de un hombre produciré una raza de hombres innumerable, que habitarán allí, no en este reino, hasta que elevándose gradualmente por sus méritos, se abran y ganen al fin esta morada, purificados largo tiempo por medio de su obediencia. La tierra entonces se convertirá en cielo, y el cielo en tierra, porque uno y otra formarán un solo imperio donde reinen alegría y unión perpetuas. Entre tanto, celestes potestades, gozad de esta mansión con más holgura. Y tú, Verbo mío, hijo por mi engendrado, por ti se cumple todo esto: habla, y quedará hecho. Contigo envío mi Espíritu, que lo llena todo, contigo mi poder. Parte, pues; manda al abismo que forme el cielo y la tierra dentro de ciertos límites. El abismo no los tiene, porque Yo soy quien lleno lo infinito, y el espacio no está vacío. Y aunque Yo no reconozco límites en mí mismo, y reduzco y no llevo a todas partes mi bondad, que es libre de obrar o no, ni la necesidad ni el destino influyen nada en mis actos: el hado consiste en lo que yo quiero.»

»Estas palabras dijo el Omnipotente, y su Verbo, su filial Divinidad las realizó al punto. Los actos de Dios son inmediatos, más rápidos que el tiempo y el movimiento, y para hacerlos comprensibles al sentido humano, hay que valerse de la sucesión de las palabras, de la lentitud con que procede la terrestre inteligencia. Grande fue el triunfo, extremado el júbilo del cielo, al anunciarse así la voluntad divina. «¡Gloria al Altísimo, decían, y buena voluntad y paz en la tierra a los futuros hombres! ¡Gloria a Aquel cuya justicia y vengadora cólera ha arrojado a los impíos de su presencia y de la morada de los justos! ¡Gloria y alabanza al Señor cuya sabiduría ha hecho del mal el bien, y ha destinado a una raza mejor el lugar que ocupaban los espíritus malignos, y difundirá su eterna bondad en los mundos y siglos venideros!»

»Prorrumpieron en este himno las celestes jerarquías, y apareció el Hijo, dispuesto a su grande obra, revestido de la Omnipotencia, ciñendo la corona de la Majestad divina. La sabiduría, el amor inmenso, su Padre todo reflejaba en él. Asistían en torno de su carro innumerables querubines, serafines, potestades, tronos y virtudes, espíritus alados, carros asimismo con alas, sacados del arsenal de Dios, donde existen millares de siglos ha, entre dos montañas de bronce, preparados para los días solemnes; carrozas celestiales, prontas siempre a volar, y que ahora se ofrecían espontáneamente, porque estaban animadas de espíritu vital, atentas al mandato de su Señor. El cielo abrió de par en par sus eternas puertas, que al girar sobre los goznes de oro, produjeron un armonioso sonido, para dar paso al Rey de la Gloria, al Verbo poderoso, al espíritu creador de nuevos mundos.

»Detuviéronse en el continente del cielo, y desde sus orillas divisaron el vastísimo inconmensurable abismo, tempestuoso como un océano, lóbrego, horrible, impenetrable, agitado de arriba abajo por furiosos vientos y encrespadas olas, que como montañas se elevaban para escalar los cielos y confundir el centro con los polos.

«¡Basta, revueltas olas! Y tú, abismo, ¡sosiégate: cesen vuestros furores!» exclamó el Verbo creador. Y no se detuvo más: sino que arrebatado en alas de los querubines, se remontó a la gloria paterna, por en medio del Caos y del mundo que todavía no era, porque el Caos oyó su voz. Seguíale su brillante comitiva para presenciar la obra de la creación y las maravillas de su poder; y paró de pronto las ardientes ruedas de su carro, y tomó en la mano el compás de oro, guardado en los eternos tesoros de Dios, para trazar el círculo de este universo y cuantas cosas habían de existir en él; y fijando uno de sus extremos en el centro y volviendo el otro alrededor de la vasta profundidad de las tinieblas: «Aquí, dijo, llegarás, y estos ¡oh mundo! serán tus límites.»

»Así creó Dios el cielo y así la tierra, materia informe y vacía. Cubrían el abismo profundas tinieblas, pero desplegando sus alas paternales sobre las tranquilas aguas el Espíritu de Dios, infundió en ellas la virtud y el calor vital a través de la masa fluida, arrojó a lo más profundo las negras y frías heces infernales, contrarias a la vida; aunó y condensó cuantas cosas se asimilaban entre sí; y apartando las demás a diferentes lugares, e introduciendo el aire entre unas y otras, apareció la tierra equilibrándose sobre su centro.

«¡Hágase la luz!», dijo y la luz fue hecha. Brotó súbitamente del hondo abismo la luz etérea, lo primero de todo, la esencia más pura de las cosas, y desde su nativo oriente comenzó a esparcirse por entre las sombras aéreas, ciñéndola una nube esférica y radiante, porque el sol no existía aún; y en este nebuloso tabernáculo permaneció algún tiempo. Vio Dios que la luz era buena, y la separó de las tinieblas por medio del hemisferio. Y llamó a la luz día, y a las tinieblas noche; y del espacio que entre uno y otra componen, formó el día primero. El cual no pasó sin ser grandemente festejado y cantado por los coros angelicales; pues cuando percibieron la primera luz que asomaba por oriente, rompiendo las tinieblas, en aquel natalicio del cielo y de la tierra, llenaron de vivas y aclamaciones la vasta concavidad del universo, y al compás de sus arpas de oro y sus acordados himnos, ensalzaron a Dios juntamente con sus obras, proclamándole Creador cuando llegó la primera noche y cuando rayó la primera aurora.

»Y dijo Dios en seguida: «Que en medio de las ondas se ponga el firmamento, y que divida unas aguas de otras.» Y Dios hizo el firmamento, dilatación de un aire fluido, puro, transparente, elemental, que se extiende en redondo hasta la mayor convexidad de aquel anchísimo orbe, división inmutable y segura, que separa las aguas de la región inferior y las superiores. Porque así como la tierra, estableció Dios el mundo sobre reposadas aguas, en medio de un vasto océano de cristal, y alejó de él la tumultuosa irregularidad del Caos, para que el contacto de sus violentas extremidades no alterase su estructura. Y dio el nombre de cielo al firmamento; y los coros nocturnos y matutinos cantaron el día segundo.

Así se precipitan una tras otra las olas...

»La tierra estaba formada, pero sumergida como rudo embrión en el seno de las aguas, aún no se descubría. Inundaba toda su superficie el grande océano, y no en balde, porque se infiltraba en todo su globo un templado y fecundo humor que hacía fermentar y concebir a la madre universal, fertilizada por una humedad vivificadora, cuando dijo Dios: «Aguas que os derramáis por los cielos, congregaos en un lugar y aparezca el continente enjuto.» Y salieron de pronto las enormes montañas, que elevando sus cimas hasta las nubes, tocaban con las estrellas. Y tanto como sus hinchadas moles subían, tanto se ahuecaban y hundían sus cóncavos senos para dejar anchos y profundos lechos por donde las aguas se dilatasen. Y por ellos corrían con bulliciosa rapidez sus turgentes ondas, como inflamadas gotas que ruedan sobre el polvo árido. Unas se elevan cual murallas de cristal, otras saltan por encima, formando puntiagudos montes; que tan raudo movimiento imprimió el imperioso mandato a sus corrientes. Como en los ejércitos de que ya tienes una idea, acuden a sus filas los soldados al oír el llamamiento de la trompeta, así se precipitan una tras otra las olas por donde más fácil camino encuentran, impetuoso torrente en los despeñaderos, mansas y apacibles en las llanuras. Ni les son de obstáculo alguno las rocas o las montañas; hallan siempre salida, ya introduciéndose subterráneas, ya serpenteando por mil rodeos y abriéndose profundos canales en aquellos terrenos cenagosos que fácilmente se descomponían antes que Dios les mandase quedar secos y endurecidos, menos los destinados a recibir los ríos, que llevan en pos húmedos despojos perpetuamente. A la parte árida llamó el mismo Señor tierra; al ancho receptáculo en que las aguas se acumulaban, mar. Y vio que aquello era bueno; y dijo: «Que la tierra se vista de verde yerba, de plantas que den simiente, y de árboles con frutos de especies varias, que lleven entre sí su propia semilla, para reproducirse sobre la tierra.»

»No bien dijo estas palabras, cuando de aquella misma tierra que hasta entonces se mostraba rasa, árida, desierta, desagradable, sin ornato alguno, brotó delicado césped, con cuyo verdor se atavió toda su superficie, luciendo en torno su vistoso esmalte. Viéronse allí las plantas con su infinita variedad de hojas, florecer de improviso, arrebolarse de mil colores y embalsamar el seno de la madre tierra con los aromas dulcísimos que exhalaban. Apenas abrían sus cálices, provocaba la floreciente viña con sus apretados racimos; redondeábase en sus rastreros tallos la calabaza; mecíanse en sus hazas formadas en espesas legiones, las huecas cañas, y el humilde arbusto y la punzante zarza enlazaban sus enmarañadas cabelleras. Alzábanse por fin los arrogantes árboles, moviéndose acompasadamente y dilatando sus ramas, unas cubiertas de copiosos frutos, otras matizadas de flores. Erguíanse sobre las colinas gigantescos bosques, y espesas arboledas sobre las cañadas, a las márgenes de las fuentes y en las orillas de los ríos. ¿Qué le faltaba a la tierra para asemejarse al cielo? Bien podían morar en ella los dioses, y recorrerla embelesados, y reposar al amor de sus umbrías sagradas. Dios no le había enviado aún lluvia que la regase, ni formado al Hombre que había de cultivarla; pero de sus nuevas entrañas fluía un jugoso vapor que abonaba el suelo y alimentaba las plantas antes de que brotasen, y la menuda yerba antes de verdeguear sus tallos. Y vio Dios que esto era bueno; y la mañana y la noche renovaron los cantos del tercer día.

»Y volvió a hablar el Altísimo: «Que luzcan astros en el espacio de los cielos para distinguir los días de las noches, y para que marquen las estaciones y los días y el transcurso de los años; y mando que su oficio sea servir de luminares en el cielo y de antorchas para la tierra.» Y así fue hecho. Y puso Dios dos grandes astros, grandes por lo que habían de servir al Hombre, los cuales alternasen, el mayor en presidir al día, y el más pequeño a la noche. Y también hizo las estrellas, poniéndolas en el firmamento de los cielos, a fin de que iluminasen la tierra, y regulasen las vicisitudes de los días y de las noches, y diferenciasen la luz de las tinieblas. Y parose a contemplar su grande obra, y le pareció bien. Porque el primero de aquellos astros fue el sol, cuya inmensa esfera careció en un principio de luz, aunque era de sustancia etérea; y luego formó el globo de la luna, y las varias magnitudes de las estrellas, y las sembró por el cielo, como en un campo. Y tomando una gran parte de luz de su nebuloso tabernáculo, la trasladó al orbe solar, que por sus poros recibe y aspira el brillante líquido, y que con su fuerza retiene la plenitud de sus rayos, siendo a la sazón el gran palacio de la luz. De él, como de su manantial, se mantienen los demás astros, depositando aquella misma luz en sus urnas de oro, y allí abrillanta sus cuernos el planeta de la mañana; mientras ellos iluminados o por reflejo acrecientan el fulgor escaso que les es propio, aunque a la vista humana aparezcan tan diminutos por la mucha distancia a que los contempla.

Y dijo el Señor: «Que las aguas produzcan reptiles...»

»Por vez primera apareció en su oriente el glorioso astro, regulador del día, que derramó sus espléndidos rayos por todo el horizonte, ufano al verse recorriendo el sublime cielo en toda su longitud, yendo precedido de la aurora y de las pléyades, que en festivas danzas difundían anticipada su benéfica influencia.

»Menos brillante que él, en la parte opuesta del occidente y a igual altura, alzábase la luna, que recibía de lleno su claridad, reflejándola como un espejo, no necesitando otra luz en aquella posición, y manteniéndose a igual distancia hasta que llegó la noche. Asomó entonces por el oriente para dar la vuelta en torno del eje de los cielos, y dividió su imperio con mil astros menores, con mil y mil estrellas que alumbraban a la vez, tachonando la celeste bóveda; con lo que también por vez primera ornaron el hemisferio, ascendiendo y declinando sucesivamente, y coronaron con los encantos de la noche y de la mañana el cuarto día.

»Y dijo el Señor: «Que las aguas produzcan reptiles, seres vivientes, de fecundos gérmenes; y que las aves vuelen sobre la tierra, desplegando sus alas en el libre firmamento de los cielos.» Y creó las ballenas enormes, y todos los seres que viven y nadan, y producen abundantemente las aguas en todas sus especies, y todas las especies también de pájaros alados.» Y vio que esto era bueno, y los bendijo a todos, diciendo: «Creced y multiplicaos, y llenad las aguas de los mares, de los lagos y de los ríos; y vosotras, aves, multiplicaos sobre la tierra.» Y por golfos y mares y calas y bahías bullen al punto cardúmenes innumerables, millones de peces que con sus aletas y escamas relucientes se deslizan entre las verdosas ondas, en muchedumbre tal, que forman a veces inmensos bancos en medio del océano. Solitarios o en compañía, pacen unos las ovas de que se sustentan, y se pierden entre los enmarañados bosques de coral, o serpentean con la velocidad de un relámpago, luciendo a la luz del sol sus tornasoladas mallas con recamos de oro; otros, reposando tranquilos entre sus conchas de nácar, saborean su líquido alimento; otros en fin, cubiertos de fuertes armaduras, acechan su presa bajo las rocas. Triscan en tanto sobre la tranquila llanura del mar las focas y los combados delfines; otros, de prodigioso volumen, moviéndose pesadamente, revuelven el océano como una tempestad; mientras el leviatán, mayor que ningún otro viviente, tendido como un promontorio sobre aquel abismo, dormita o nada, y se asemeja a una flotante playa, sorbiendo y arrojando alternativamente todo un mar por sus agallas.

»En las cálidas grutas, en los pantanos y orillas de las aguas salen al propio tiempo numerosas bandadas de las infinitas crías encerradas en los huevos, que rompiéndose al ser sazón, dan a luz sus desnudas avecillas; las cuales tardan poco en vestirse de plumas y en ensayar su vuelo, y se remontan a lo más encumbrado del aire, y cantan su triunfo desdeñándose de la tierra, que cubren con su sombra como una nube. Allí, en la cima de las rocas y de los cedros, labran sus nidos las águilas y las cigüeñas. Aves hay que se mecen solas en la región aérea; más cautas otras, viajan unidamente, en formación regular y teniendo en cuenta las estaciones, y dirigen sus caravanas por encima de los mares y de las tierras, prestándose mutua ayuda para facilitar su vuelo. Estribando así en los vientos, emprende su viaje anual la prudente grulla, moviendo y azotando el aire al pasar con sus pobladas alas. Saltando de rama en rama, alegran las arboledas con sus gorjeos los pajarillos, y ejercitan sus pintadas alas durante el día; mas no porque se acerque la noche deja el ruiseñor su solemne canto, antes la emplea toda en exhalar sus sentidos ayes. En los argentados lagos, como en los ríos, bañan otros el delicado vello de sus gargantas; el cisne enarca su cuello entre las blancas alas majestuosamente tendidas; luce su pompa haciendo de sus pies remos, y cuando abandona el húmedo elemento, se lanza en medio de la región del aire; al paso que otros caminan con pie seguro, como el crestudo gallo que con su clarín anuncia las silenciosas horas, y el que se gallardea con su rica cola, sembrada de los colores del iris y estrellados ojos. Así las aguas se poblaron de peces, y el aire de aves; y la noche y la mañana solemnizaron el quinto día.

»El sexto y último de la creación, comenzó al son de las arpas nocturnas y matinales; a tiempo que el Señor dijo: «Que la tierra produzca las especies de animales vivientes, los que andan en rebaños, y los reptiles y las bestias de la tierra, cada uno según su especie.» Y obedeció la tierra, y abrió de pronto sus fecundos senos, y dio de una vez a luz innumerables criaturas vivientes, perfectas en sus formas, y en sus miembros completamente organizadas. Y como de sus madrigueras, salieron de las entrañas de la tierra las fieras salvajes, y ganaron los bosques, los matorrales, las espesuras y las cavernas, estableciéndose y viviendo en parejas entre los árboles; y los ganados discurrieron por los campos y verdosas praderas, estos en corto número y solitarios, aquellos en grandes baños, brotando todos de una vez y pastando juntos. Aquí, de entre el tupido césped nacía la terneruela; allí asomaba el flavo león y se asía de sus garras para dejar libre el resto de su cuerpo, saltando cual si hubiese roto sus ligaduras y sacudiendo su áspera melena; y la onza, el leopardo, el tigre, levantaban la tierra, como el topo, escarbando a su alrededor y formando montecillos. El ágil ciervo sacaba de debajo del suelo la enramada de su cabeza, y Behemot[88], el más voluminoso engendro de la tierra, podía apenas desembarazar de la que le cubría su pesada mole. Balando y vestidas de sus vellones, despuntaban, a manera de plantas, las ovejas; y entre el agua y la tierra se mostraban indecisos el caballo acuático y el escamoso cocodrilo.

Y se asemeja a una flotante playa...

En las orillas de las aguas salen bandadas de avecillas.

Estableciéndose y viviendo en parejas entre los árboles.

»Bullía a la vez todo cuanto se arrastra por la tierra, insectos o gusanillos, los unos agitando los flexibles abanicos de sus alas y decorando sus diminutos contornos con los pomposos blasones del estío, esmaltados de oro y de púrpura, de verde y azul; los otros prolongando como una línea su estrecho cuerpo, y marcando en la tierra su sinuosa huella; y no son estos los seres más pequeños de la naturaleza. Algunos, de la especie de las serpientes, prodigiosos por su longitud y corpulencia, enroscan sus pliegues anulosos y se añaden alas. Es la primera la económica hormiga, próvida de lo futuro, que en un pequeñísimo pecho encierra un gran corazón, modelo quizá de la perfecta igualdad de algún día, y que logra establecer en común sus populares tribus. Aparece en seguida el enjambre de la abeja hembra, que alimentando con delicioso manjar a su holgazán esposo, construye de cera sus celdillas y deposita la miel en ellas. Los demás son innumerables. Conoces la naturaleza de cada uno, los nombres que tú mismo les has dado, y no tengo necesidad de repetírtelos. Conoces asimismo a la serpiente, el animal más astuto de cuantos se crían en los campos, de desmedida longitud a veces, con sus ojos de bronce, y la terrible cresta que lleva por cabellera, aunque lejos de serte a ti nociva, se somete dócilmente a tu voluntad.

»Mostrábanse ya en la plenitud de su esplendor los cielos y giraban movidos por el impulso que les comunicó al principio la mano de su gran Motor; ricamente ataviada se sonreía la tierra, contemplándose ya perfecta; veíanse poblados el aire, el agua, la tierra, por las aves, peces y animales, que volaban, nadaban y caminaban; y sin embargo no estaba aún completo el sexto día. Faltaba la obra maestra, el ser para quien todo aquello se había creado, la criatura que sin encorvarse, sin ser bruto como las demás, dotada de la santidad de la razón, pudiese erguir su cuerpo, alzar su frente serena, avasallarlo todo y conocerse a sí mismo; pudiese elevarse magnánimo para desde aquí comunicar con el cielo sus pensamientos, y lleno de gratitud, reconocer la fuente de donde todo su bien emana, y con espíritu devoto, dirigir su corazón, su voz y sus miradas, adorando y tributando culto al Supremo Dios, que hizo de él la primera de sus obras. Por lo que el Omnipotente y Eterno Padre (que ¿dónde deja de estar presente?) habló así a su Hijo, siendo oído de todo el mundo:

«Hagamos ahora al Hombre a nuestra imagen y semejanza; y que reine sobre los peces del mar y los pájaros del aire, sobre las bestias del campo, sobre la tierra, en fin, y los reptiles que se arrastran por el suelo.»

»Y esto dicho, te formo a ti, Adán, a ti, Hombre, polvo de la tierra, e inspiró en tu aliento el soplo de la vida, y te creó a su propia imagen, a imagen del mismo Dios, y quedaste hecho alma viviente. Te creó varón, y para perpetuar tu raza, creó hembra a tu compañera. Y bendijo al género humano, diciendo: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra. Dominadla, y extended vuestro dominio sobre los peces del mar y los pájaros del aire, y sobre todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra, donde quiera que hayan sido creados, pues no se ha dado aún nombre a región alguna.» En seguida, como sabes, te trasladó a esta deliciosa morada, a este jardín plantado con los árboles de Dios, no menos gratos a la vista que al paladar, y liberalmente te concedió todos sus sabrosos frutos por alimento. Aquí están reunidos en infinita variedad cuantas especies hay de ellos sobre la tierra; pero del árbol cuyo fruto lleva en sí el conocimiento del bien y el mal debes abstenerte, porque el día que comas de él morirás; la pena que tienes impuesta es la muerte. Sé cauto, y enfrena cuidadosamente tu apetito, para que no te sorprenda el pecado, ni su negra compañera, la muerte.

»Aquí terminó Dios su obra, y contempló todo lo que había hecho, y vio que todo era perfectamente bueno; y así la noche y la mañana completaron el sexto día; y el Creador, que cesó en su obra, no porque estuviese cansado, regresó a su mansión sublime, al cielo de los cielos, a lo más alto, para ver desde allí aquel mundo nuevamente creado, aditamento de su imperio, y qué aspecto ofrecía desde su trono, y cómo en bondad y en hermosura correspondía todo a su grandiosa idea. Y se remontó entre universales aclamaciones, al sonoro compás de diez mil arpas que rompieron en angélicas armonías: la tierra y los aires las repitieron (y tú las recordarás, pues las escuchaste); los cielos y las constelaciones todas se hicieron sus ecos, y los planetas detuvieron su curso para oírlas, mientras la brillante pompa seguía ascendiendo, extática de júbilo.

«¡Abríos, eternales puertas!» iban cantando: «Cielos, abrid vuestras vivientes puertas, y entrará el Creador glorioso, que vuelve, terminada ya su obra magnífica, su obra de seis días, ¡el Mundo! Abríos de hoy más con frecuencia; que Dios se dignará de visitar a menudo la morada de los hombres justos, y se complacerá en ello, y enviará a ella con repetidos mensajes a sus alados nuncios, portadores de su suprema gracia.»

»Así en su ascensión cantaba el glorioso séquito; y atravesando los cielos, que abrían de par en par sus refulgentes puertas, caminaba el Creador derechamente a la eterna mansión de Dios: suntuoso y ancho camino, en que el polvo es oro y la calzada de estrellas, como las ves en la galaxia o vía láctea que descubres por la noche, a la manera de una zona tachonada de estrellas.

»Extendíase entonces por la tierra del Edén la noche séptima, pues el Sol estaba en su ocaso, y asomaba por oriente el crepúsculo precursor de la oscuridad, cuando llegó a la santa montaña, suprema cumbre del cielo, trono imperial de la Divinidad, por siempre firme e incontrastable, el poderoso Hijo, y tomó asiento con su augusto Padre. Él también había asistido invisible, aunque sin moverse (que tal es el privilegio de la Omnipotencia) a la ordenada obra, como principio y fin de todas las cosas; y reposando del trabajo, bendijo y santificó el día séptimo, como quien en él descansaba de todo lo hecho; pero no lo santificó en silencio: el arpa cumplió su oficio, y no suspendió sus sones; el tubo dulce y solemne, el órgano con todas sus armonías, cuantos sonidos salen de la vibrante cuerda o el hilo de oro, acordaron sus suaves tonos, acompañados de voces, ya unísonas, ya contrapunteadas; y las nubes de incienso que se desprendían de los áureos incensarios, velaban la montaña toda. Celebraban la Creación y la obra de seis días.

«¡Grandes ¡oh Jehová! son tus obras, y tu poder infinito! ¿Qué pensamiento puede comprenderte, ni qué lengua expresar tu grandeza? Con más gloria vuelves ahora, que cuando volviste vencedor de los ángeles gigantes. Tus truenos aquel día mostraron tu poder; pero hoy eres Creador, y el crear es más que destruir lo creado. ¿Quién puede igualarse a ti, Omnipotente Rey, ni poner límites a tu imperio? Fácilmente debelaste la soberbia de los espíritus apóstatas, y aniquilaste su vano empeño: presumieron los impíos amenguar tu fuerza y apartar de ti los innumerables adoradores; pero el que intenta contrariar tu poder, labra su propia ruina, y solo consigue realzarlo más; que con sus mismas armas le castigas, y del exceso del mal haces un bien mayor. Testimonio es de todo, ese mundo, recién formado, ese otro cielo, no distante de las celestiales puertas, fundado a nuestra vista sobre el claro cristal, sobre el transparente mar, de extensión casi infinita, poblado de multitud de estrellas, cada una de las cuales sea quizás un mundo dispuesto para habitarse, aunque tú solo sepas en qué sazón. En medio se halla la mansión de los hombres, la tierra, con el océano inferior que la circuye, morada llena de encantos. ¡Dichosos una y mil veces los hombres y los hijos de los hombres, a quienes Dios tanto ha privilegiado creándolos a su imagen para que habiten en esos lugares, le rindan culto, y en recompensa dominen sobre todas sus obras, sobre la tierra, la mar y el aire, y multipliquen la raza de sus santos y justos adoradores! ¡Mil veces dichosos, si comprenden su ventura y perseveran en la virtud!»

»Esto cantaban, resonando por todo el Empíreo las voces de ¡aleluya! Y así fue solemnizado el sábado.

»Creo haberte satisfecho ya en lo que deseabas. Sabes cómo empezó este mundo, el origen de cuanto en él existe, y lo que desde el principio se hizo anterior a tu memoria, para que la posteridad, informada por ti, tenga de todo conocimiento. Si más pretendes saber, con tal que no exceda a la humana capacidad, manifiéstalo.»

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