Vida de Juan Milton por Roberto Vaughan

En los principios del reinado de Isabel vivía en Holton, pueblo de Oxfordshire, o cerca de él, uno de los mejores hacendados que se llamaba Milton. Parece que un antecesor suyo fue hombre de cierta posición entre las personas visibles de aquella tierra, pero que habiendo abrazado la causa de los vencidos en las guerras de las Rosas, se vio reducido a muy triste condición. El Milton de que hemos hablado envió, sin embargo, a su hijo Juan Milton a educarse en Oxford. El padre se adhirió al partido vencedor antes de la Reforma: el hijo, mientras estaba estudiando en Christchurch, renunció a la fe de sus mayores y se hizo protestante; por lo cual su padre le desheredó, y rompió con él abiertamente.

Pero aunque el joven Milton quedó realmente por este motivo, abandonado, no parece que se desanimara, pues vemos que dejando a Oxford algunos años después, figura en Londres, donde se colocó en casa de un escribano, o curial como decimos ahora, con el propósito de obtener un oficio público. Casose por los años de 1600, y si damos crédito a Philips, nieto de este ciudadano ya establecido, su mujer fue «de la familia de los Castons, originaria del país de Gales;» y siendo esto así, Juan Milton el poeta, como fruto de este matrimonio, debió llevar lo mismo que Shakespeare, algo de sangre céltica en sus venas, y en su ardiente temperamento algo también del fogoso y emprendedor carácter de un pueblo a quien describe «como una antigua y altiva raza,» de cuyas añejas e interesantes ficciones estuvo siempre prendado. Pero Antonio Wood dice, refiriéndose a Aubrey, que conoció aquella familia, que la madre del poeta fue «Sara, de la antigua casa de los Bradshaws.» Nosotros, sin embargo, nos inclinamos a creer que aunque Philips no sea, digámoslo así, testigo tan abonado como Aubrey, no había de haberse equivocado en punto tan peculiar a la historia de la familia, sobre todo habiéndose propuesto escribir la vida de Milton. Mistress Philips, hermana del poeta, indudablemente debía saber cómo se llamaba su madre cuando soltera. Posible es, no obstante, que tanto Philips como Aubrey tengan razón. La abuela de Milton por parte de madre pudo muy bien llamarse Bradshaws, y estar casada con Caston; y siendo así, la relación de los Miltons con los Bradshaws no era quimérica. Además es muy difícil que ni Philips ni Aubrey hubieran tan positivamente afirmado lo que aseguran, sin bastantes pruebas, y en este punto no tenemos necesidad de suponer lo que ellos dan como cierto. Philips, como realista que fue siempre, no se cuidaría de realzar mucho el nombre de Bradshaws, y Aubrey participaría, por la inversa, del mismo sentimiento. Andando el tiempo después de este matrimonio, la casa de los Bradshaws radicó en el Lancashire y Cheshire, en cuyos condados no era raro que emparentasen con los Welsh.

De este matrimonio nacieron seis hijos, tres de los cuales murieron en la infancia; de los otros que quedaron, fue uno Juan el poeta, que nació en Londres, en Bread-Street, el 9 de septiembre de 1608, criándose con una hermana algo mayor en edad que él, y con un hermano que tenía siete años menos. La residencia de esta familia durante los primeros años de Milton fue en el centro de la ciudad, siendo Bread-Street una calle que partía de la de Cheapside. La casa se distinguía de las demás por la enseña o muestra, del Águila desplegando las alas, puesta sobre la puerta, distintivo que en aquellos tiempos, y sobre todo en las casas de negocios, equivalía a lo que los números ahora. Del Bread-Street de las juventudes de Milton no queda el menor vestigio; desapareció completamente de resultas de un gran incendio en 1666; pero se edificaron nuevas casas en los antiguos solares, de manera que la calle quedó la misma; y cuando pasamos por ella cerramos los ojos a las actuales construcciones, y nos figuramos aquellos altos edificios de madera y yeso, pintados muy primorosamente, cuyos pisos bajos, pesados y sombríos, se destinaban a las oficinas, y los superiores para habitación de las familias, aun en el caso, que era lo más común, de que fuesen ricas.

Dice Milton de su padre, con cierto orgullo que le honra mucho, que «era un hombre de la más cabal integridad.» Más adelante añade: «Desde mis primeros años y por la infatigable diligencia y cuidado de mi padre (a quien Dios tenga en el cielo), me ocupé en el estudio de las lenguas y de algunas ciencias, conforme a mi edad, y con varios maestros y profesores, así en mi casa como en las escuelas.» Y por último concluye diciendo: «Mi padre me destinó cuando era pequeño al estudio de las humanidades, y tanto en la escuela de gramática, como en casa, hizo que diariamente se me instruyese.» Sabemos también, porque lo afirman otros, que Milton el padre fue un hombre de grande instrucción, y no solo aficionado a la música, sino excelente compositor. Algunos cantos escritos por él se conservan aún entre nuestra música de iglesia, y en su tiempo se oía también tararear algunos en bocas de las niñeras. Aubrey le califica de «hombre ingenioso,» y su nieto Philips recuerda que a pesar de lo enfrascado que estaba en los negocios, sabía hurtar algún tiempo para distraerse en aquel entretenimiento. Vivió hasta edad muy avanzada, pues contaba al morir ochenta y cuatro años. En cuanto a la compañera que le ayudó a sobrellevar los cuidados de la vida, Milton escribe que «era una excelente madre, conocida en la vecindad por su buena índole y espíritu caritativo.»

El ministro de la parroquia en que estaba comprendida Bread-Street, era hombre de alguna distinción entre el clero puritano, y en casa de Milton reinaban costumbres que no desdecían del sentimiento religioso; sin embargo, no tenemos razón ninguna para suponer que Milton fuese un fanático ni hiciese extremada ostentación de las prácticas piadosas. El espíritu grave y religioso de que tan evidentes muestras dio en sus postreros días, fue característico en él desde sus primeros años; pero el puritanismo que pública y privadamente profesaba no tenía nada de adusto ni repulsivo. Llevaba siempre el cabello largo, de tal manera, que a juzgar por este indicio, más tenía de caballero que de cabeza redonda[1]. Era muy dado a la lectura de Shakespeare, que ni en su lengua ni en ninguna otra podía darse poesía más acomodada a su genio. Pertenecía, en fin, al partido puritano, en cuanto el puritanismo representa la religión y la libertad; pero no iba más allá.

Tenemos datos para asegurar que el talento de Milton comenzó a desarrollarse muy temprano, pues a la edad de diez años, su familia se admiraba ya de que fuese un muchacho tan despierto, y se leían con asombro los versos que ya por entonces componía. En aquellos tiempos religiosos, nada más natural que el propósito de sus padres de que el joven se consagrase a la Iglesia. Milton mismo refiere que tales eran las intenciones que se tenían respecto a él, y que por aquel mismo rumbo se encaminaba su inclinación; y sin duda con esta mira, fue enviado a la escuela de gramática de San Pablo, establecimiento muy floreciente entonces, y distante unos cinco minutos de donde vivía. Cosa de diez años tendría Milton, cuando de la enseñanza doméstica pasó a frecuentar una escuela pública; y el ardor con que se dedicó a los estudios en aquellas aulas, él mismo nos lo encarece. Hablando de las humanidades, por cuyo estudio su padre le sacó de casa, dice: «Con tanto afán las tomé, que desde los doce años no dejaba los libros para acostarme antes de media noche, y esta fue la primera causa de mi padecimiento de la vista, a cuya debilidad natural se unían frecuentes dolores de cabeza; con lo que cada vez más embebecido en el estudio, no lo dejaba de la mano, ni en el aula a que asistía, ni con los maestros que tenía en casa. Luego que hube aprendido varias lenguas y me aficioné algún tanto a las dulzuras de la filosofía, me enviaron a Cambridge.» Esto mismo aseguran Aubrey y Philips, hablando de él, y por su parte lo confirma Wood. Así pasó Milton de la niñez a la juventud, y este tributo de agradecimiento rindió al celo y liberalidad con que su padre fomentó sus buenas disposiciones. Copiaremos aquí las siguientes palabras que dirigió al mismo autor de sus días en una poesía latina: «Cuando por vuestra generosidad saludé la elocuencia de la lengua de Rómulo y las delicias del Lacio, y oí las sublimes palabras que salían de los labios de Jove, proferidas por los griegos magnilocuentes, me previnisteis que añadiese las flores que son ornamento del galo, y el habla que los nuevos italianos, introduciendo barbarismos en su idioma, sacan de su boca degenerada, y los misterios que pronuncia el profeta de Palestina.» ¡Dichoso el joven a quien su padre enriquecía con tales conocimientos, y que tan grata memoria conservaba de la casa en que se educó!

En su vida escolar Milton parece que fue también muy afortunado. Mr. Gill, director a la sazón de la escuela de San Pablo, era un hombre muy apto para la profesión del magisterio, y tenía un hijo que por algún tiempo estuvo de auxiliar en la escuela y con quien Milton contrajo una estrecha amistad. No era seguramente este joven el que Milton hubiera elegido por amigo; no tenía la gravedad que requería aquel cargo, y sus modales bruscos y desconcertados le perjudicaban a él tanto como a su padre; pero teniendo diez años más que Milton, conocía perfectamente los clásicos, había publicado versos griegos y latinos y era tan útil a los jóvenes estudiantes, que Milton años adelante se vio obligado a hablar de él con mucho agradecimiento. Es de suponer que sometiera a la experiencia y criterio del que se consideraba como compañero suyo alguno de sus ensayos en verso, y que le debiese estímulos y ayuda en las dificultades que le ocurrieran.

El 12 de febrero de 1625 entró Milton en el colegio de Cristo, de Cambridge, como «pensionado menor,» que era una posición media entre los estudiantes «aventajados,» que pagaban más, y los «inferiores» que satisfacían menos. Todos recibían la misma educación, pero la diferencia de honorarios que pagaban establecía distinción en sus respectivos privilegios. Los estudiantes y agregados del colegio de Cristo en aquella época venían a ser unos doscientos cincuenta; los de la Universidad se acercaban a tres mil. En el colegio de Cristo el profesor más notable era José Meade, conocido entre los teólogos por su Clavis Apocalyptica y sus estudios en esta materia, y ahora más familiar a los que estudian la Historia de Inglaterra, a causa de sus cartas llenas de noticias y anécdotas de aquel tiempo. Muchas de estas cartas se han impreso poco ha. Meade podía decir con razón: «sé muy bien lo que pasa en el mundo;» y afortunadamente para los que le trataban, su ingenio natural estaba siempre pronto a comunicarles cuanto a fuerza de afanes adquiría. Era, por decirlo así, un periódico ambulante en aquel colegio; y si los que estaban en él ignoraban algo de lo que acontecía en el parlamento, en la corte o fuera de ella, a su poca solicitud debían atribuirlo. Seguros estamos de que Milton no incurriría en tal falta. Otro profesor del colegio de Cristo era Guillermo Chappell que durante algún tiempo fue maestro de Milton. Chappell sabía disputar en latin, según la moda escolástica que privaba aún, con mucha sutileza y facilidad; pero en materias eclesiásticas era de la escuela de Laud, y no parece que poseía las mejores disposiciones para inspirar profundidad e independencia a los entendimientos.

La permanencia de Milton en Cambridge duró por espacio de siete años, desde 1625, en que él tenía diez y siete de edad, hasta 1632 en que cumplió veinte y tres. Bajo el aspecto de los negocios públicos aquellos años fueron memorables. Jacobo I había muerto; Carlos había continuado sus luchas con el Parlamento, y determinádose por fin a dar el arriesgado paso de gobernar a Inglaterra, sin contar con las Asambleas. A la guerra con España se había añadido la de Francia, que después de ocasionar una y otra en el país mil trastornos y calamidades, tuvieron un éxito desgraciado. El duque de Buckingham había caído bajo el puñal de Felton, y el gobierno vino a parar a manos de Carlos y Laud. Resonaban ya en los oídos del pueblo los nombres de los jefes de los Comunes, los Eliots, los Cokes y los Seldens, y la persecución de que eran objeto los hombres de aquella clase excitaba donde quiera murmuraciones de toda especie. Los principales de entre los parlamentarios circulaban mil pronósticos respecto al estado de los negocios, que a la sazón, según decían, no iban tan mal como antes: de todos modos no puede recordarse sin satisfacción que aquellos hombres consignasen la petición de derechos en nuestro código político, como punto que había de hacer época en nuestra historia constitucional.

Los sucesos que en este intervalo ocurrieron en Cambridge, no merecen especial mención. La elección de Buckingham para el cargo de Canciller, secundando los deseos del rey, produjo en la mitad de la Universidad un sentimiento de humillación, y predispuso a la otra a demostraciones de adulación que tuvieron no poco de ridículo. Entonces, o poco después, se verificó la instalación de Su Gracia con todos los honores y oficiosidades que en aquella ocasión parecieron oportunas. Y a consecuencia de esto el Rey y la Reina favorecieron a la Universidad con su visita, haciéndose alarde entonces de un servilismo de fidelidad que no podía engañar a los que veían la realidad de las cosas.

La serie de estudios que se daban cuando Milton estaba en Cambridge, constituía un período de transición entre las antiguas formas de la Edad media, y lo que con el tiempo se había ido progresando. En la enseñanza de las matemáticas, la fama de la Universidad era nula, pues hasta unos treinta años después de haber salido Milton de ella no hubo cátedra particular de aquella ciencia. Explicábanse elementos de geometría, pero se daba el primer lugar a la filología, la teología y la filosofía, refiriéndose principalmente esta última a la lógica y la metafísica. Dábanse las lecciones por profesores de la Universidad, a las que asistían con más o menos asiduidad los estudiantes de los diferentes colegios. El cargo de profesor en estos, aunque se proveía sistemáticamente, no podía sustituir al de los profesores universitarios como en tiempos posteriores. Los estudiantes de cada colegio estaban divididos en secciones, y estas dirigidas respectivamente por distintos profesores. Tanteábase el mérito comparativo de los estudiantes no por medio de los exámenes, como se acostumbra ahora, sino en los certámenes que sostenían aquellos en latin en la capilla del colegio, y estos certámenes en que iban turnando todos, pero no muy a menudo, además de las lecciones que daban con el profesor y las que privadamente estudiaban, venían a completar la rutina que se observaba en la educación universitaria.

Deberíamos suponer, aunque sin testimonio directo para ello, que Milton adquirió crédito en todas las clases con sus profesores, que sostuvo con lucimiento los certámenes de la capilla, y que no se mostró desidioso en su estudio privado. No tenemos, sin embargo, datos auténticos para afirmar nada de esto, pero estamos en libertad de presumirlo, además de que para nosotros es de todo punto evidente. Su sobrino Philips dice que «por su extraordinaria capacidad y por la aplicación que había manifestado en los ejercicios hechos por su grado,» era «querido y admirado de toda la Universidad, especialmente de sus compañeros y las personas de más talento de su casa.» Aubrey afirma que «era un estudiante muy aventajado en la Universidad y desempeñaba allí todos los actos con extraordinario aplauso.» Wood encarece aún más su alabanza, añadiendo que durante sus estudios, tres años antes, y lo mismo en el colegio, «acostumbraba a estarse hasta media noche encima de los libros, lo cual fue la primitiva causa de que sus ojos comenzasen a cegar;» pues «se dedicaba con infatigable empeño al estudio en que tanto aprovechó, y desempeñaba los actos así del colegio como los académicos, con admiración de todo el mundo, siendo además un joven muy virtuoso y sobrio; bien que muy persuadido de lo que era.» En 1642 uno de sus contrincantes le pinta como uno de los que más alborotaban la Universidad, de manera que al fin, «fue expulsado de ella.» Y a esto replica Milton: «Por esta gratuita mentira, que hubiera podido ser creíble en otro tiempo, le doy las gracias, pues me ha dado con ella ocasión para mostrarme públicamente y de todo mi corazón agradecido a las extraordinarias consideraciones que se me guardaron sobre todos mis iguales, y a la benevolencia de todos aquellos hombres tan doctos, profesores del colegio en que viví algunos años, los cuales al salir de allí, después de tomar dos grados, como era costumbre, expresaron de diferentes maneras cuánta mayor satisfacción les hubiera cabido en que hubiera continuado allí, así como por diferentes cartas suyas llenas de afecto y cariñosos recuerdos, antes de aquel tiempo y mucho después, pude convencerme de la singular estimación que me profesaban.» Debe tenerse presente que estas declaraciones se publicaron a los diez años de dejar a Cambridge, cuando los que hubieran podido desmentirlas, si no hubieran sido ciertas, vivían en su mayor parte.

Tiempo había de venir en que Milton se hiciera públicamente partidario del Parlamento, y abogara por las grandes reformas que se habían realizado en la Iglesia y el Estado, sin omitir las universidades; y nada entonces más natural que sus adversarios hubieran recordado su vida universitaria; y dado este caso que podía servir de móvil para promover algún escándalo, no solo lo hubieran promovido muchos, sino complacídose en exagerarlo. Así aconteció, que hallándose Milton en el segundo año, tuvo una disputa con su profesor Chappell en la cual medió el doctor Bainbridge; y el resultado parece fue que se obligó a Milton a ausentarse por algún tiempo, o que él mismo creyó conveniente hacerlo. Pero no duró mucho esta ausencia: ocurrió al terminar la Cuaresma de 1626 y no le ocasionó la pérdida del curso. Al regresar se halló con otro profesor llamado Tovey.

Pero estos hechos han servido de fundamento a algunas suposiciones. El doctor Johnson, consecuente con el espíritu de su crítica respecto a Milton, dice: «Hay motivos para creer que Milton no era mirado en su colegio con mucho afecto. Que no obtuvo distinción alguna, está probado; mas el despego con que se le trató fue algo más que negativo: vergüenza nos da referir lo que tenemos por muy cierto, a saber, que Milton era uno de los peores estudiantes de una Universidad en que se imponía la pública infamia del castigo corporal.» Para nosotros nada más infundado que la primera parte de esta aserción, es decir, que Milton fuese mirado con despego por las personas de su colegio; y en cuanto a la otra insinuación referente al ominoso castigo que pudo imponérsele, es no menos improbable. La única razón aparente que hay para semejante imputación, se encuentra en los manuscritos de Aubrey. Citando como autoridad a Cristóbal Milton, dice el mismo Aubrey que nuestro poeta recibió algunos malos tratos de manos de Chappell; y sobre la expresión «malos tratos» se encuentra interlineada la de «le pegó azotes.» De dónde se sacase este dato, no se sabe; no cabe duda que tanto en Cambridge como en Oxford seguían aplicándose estos castigos infamantes; pero con menos frecuencia que en tiempos antiguos, y sobre todo a jóvenes mayores de diez y seis años. Pues bien: en la primavera de 1626 Milton tenía diez y ocho; así que, examinando el caso imparcialmente, antójasenos que esta es una de tantas invenciones como se echaron a volar contra el escritor que se atrevió a combatir sin miramiento ni reparo alguno las preocupaciones y ruindad de los hombres de aquella época[2].

Lo evidente es que la juventud de Milton, sin afectar pureza, rectitud ni virtudes de ningún otro género, se distinguió por su gravedad y por la castidad de sus costumbres. Pero su gravedad era la que debe tener todo hombre, sin mezcla alguna de intolerancia ni de altivez. En cuanto a su castidad, no solo fue un hecho, sino hecho nacido del convencimiento que aún el hombre más puro estimaría como demasiado ideal y místico para profesado en un mundo como el nuestro. En su opinión la falta de esta virtud era más reprobable en el hombre que en la mujer, porque arguye debilidad de naturaleza en quien debe ser más fuerte y ejercer más dominio sobre sus pasiones. En sus versos a Hobson manifiesta que a veces tenía sus ratos de buen humor, y en la epístola a su amigo Diodati, en la primavera de 1626, confiesa que mientras estuvo en Londres iba alguna vez a las funciones de los teatros. En tiempos posteriores, como le acusasen algunos de sus émulos porque escribía como hombre demasiado familiarizado con los espectáculos escénicos, creyó deber replicar en los siguientes términos: «Pero desde el momento en que se hacía preciso echar mano de los afeites, del peluquín o de la carátula que se ven en las comedias ¿no era extraño que en el colegio hubiera tantos teólogos o aspirantes a teólogos, que subiesen a las tablas y retorciesen y atormentasen sus miembros clericales con todas las livianas posturas y gesticulaciones de los polichinelas, bufones y payasos, prostituyendo la dignidad de aquel ministerio, tuviésenlo o no lo tuvieran, en presencia de los cortesanos y de las damas, de los lacayos y de las doncellas? Allí donde ellos representaban tan sin escrúpulo entre los otros estudiantes mozos, yo era espectador: se creían galanes, y yo los tenía por locos; ellos se divertían así, y yo me reía de ellos; ellos disparataban, y yo pasaba un mal rato; y cuando daban en afectar aticismo, ellos embrollaban un párrafo, y yo los silbaba sin compasión.» Todo parece que se refiere a la gran representación que se dio delante del rey y la reina en Cambridge en 1629. La descripción indica la idea que Milton pudo adquirir del drama, y nos la da asimismo de los estudiantes del colegio de Cristo cuando añade, «con otros estudiantes mozos,» y manifiesta el desagrado con que vio aquella disparatada representación, hasta que por último no pudo reprimirse y soltó una estrepitosa silba.

En resumen, aunque Milton no ejerció el sacerdocio en la Iglesia anglicana, no por eso dejó de considerarse como sacerdote bajo cierto aspecto. El sacerdocio a que aspiraba era el de la poesía; la inspiración que anhelaba era la que recibieron los antiguos profetas, inspiración de que se hacían dignos aun siendo seglares, pero que los elevaba al goce de los títulos más sagrados. En su concepto, un poeta tan excelente como él esperaba que llegaría a ser, debía tener en su carácter algo de divino. El cantor de las Bacanales no era mucho que se confundiera con las Bacantes; pero un poeta que se remonta en su imaginación a cosas celestiales, no puede vagar por la tierra, no puede considerarse como terrestre. El mal inseparable de nuestra naturaleza le da aptitud para pintar el mal; pero si ha nacido para imprimir en los hombres el sentimiento del bien, debe dirigir el vuelo a las sublimes regiones donde el bien impera. En todas las artes los sentimientos verdaderamente religiosos proceden de hombres religiosos también. El genio desprovisto de santidad puede llegar al arca, mas no tocar a ella sin profanarla. Por más que uno se distinga en otros géneros, si carece de facultades especiales para este, jamás conseguirá éxito alguno. En artes, como en religión, el hombre natural no puede tratar de asuntos espirituales.

La doctrina admitida es que los hombres de facultades poéticas o artísticas son seres dotados de grande imaginación y sensibilidad, y por consiguiente se elevarán o descenderán alternativamente a impulsos de su capricho, hallándose aun lo moral y lo religioso sujeto a esta ley de su naturaleza, o más bien a esta falta de toda ley. La vida de Milton no es la única que prueba semejante inconstancia e irregularidad: tan persuadido estaba de este defecto, que a él precisamente debió la profunda convicción que toda la vida le sirvió de norma. Así es que reflexionando sobre esto, escribía: «He llegado a adquirir el convencimiento de que si uno, realizando sus esperanzas, consigue escribir con acierto cosas dignas de loa, debe ser por sí un verdadero poema, es decir, una composición, un dechado de todo lo mejor y más honroso, sin creer que pueda celebrar altos hechos de héroes o pueblos famosos, mientras no lleve en sí la experiencia o la práctica de todo lo que es loable.»

¿Qué extraño, pues, que un joven como el de Cambridge, que pensaba de esta manera, y tan juicioso y firme era en sus propósitos, viviese en cierto modo apartado de todos los demás? ¿Por qué hemos de maravillarnos si se lamentaba de la ausencia de personas que abrigasen estos pensamientos o inclinaciones entre los que se hallaban a su lado[3]? Que la antipatía y reserva consiguientes a tal aislamiento sean prueba evidente de su altiva condición y excesivo amor propio, con razón habrá quien lo presuma. En ciertas situaciones, para hacerse enemigos, no se necesita más que infundir la sospecha de que a todos juzgamos inferiores; y es indudable que por esta causa Milton debió sufrir mucho en los primeros tiempos del colegio. En su aspecto debía sin duda haber algo de altivez, aunque fuese una apariencia que proviniera de otra causa; su amor propio debía ser grande, pero natural, inteligente, el que su inteligencia no le vedaba mostrar, aun proponiéndose no ocultarlo. Su superioridad era tan verdadera, que hubiera sido en él una afectación fingir que no estaba penetrado de ella. Todos saben que por su excelente complexión y la belleza de sus facciones, se le dio alguna vez el nombre de «la señorita del colegio de Cristo.» Pero tampoco se ignora que era diestro en la espada, y Wood afirma que «era de afable semblante, de gallardo y varonil continente, y animoso y resuelto en sus palabras.» Siendo muy joven, empezó el estudio del hebreo. Las primeras poesías que se conservan de su pluma, son una paráfrasis de los salmos 114 y 136. Estos ensayos los hizo, según confesión propia, a los quince años. En ellos se advierte un tono robusto y vigoroso, como el que caracteriza sus escritos posteriores; el que sigue en orden de tiempo pertenece a un año después de su llegada a Cambridge. Es una poesía titulada: «A la muerte de un hermoso niño.» El niño era un hijo de su hermana; los versos manifiestan grande imaginación, y están llenos de conceptos y expresiones de que solo es capaz un verdadero poeta. Hallamos a continuación el «Tiempo de vacaciones,» que se escribió cosa de un año después, y que es sumamente interesante como indicio de la facilidad con que el joven poeta aplicaba la lógica escolástica y el artificio propio de aquel asunto. El himno que viene luego, se titula: «A la mañana del nacimiento de Cristo» y es de muy distinto género; es una exuberante exposición propia de tal asunto, y a juicio de Mr. Hallam, el himno más bello que tiene la lengua inglesa. Se compuso para la Navidad de 1629. Síguense otras composiciones «A la Circuncisión» y «A la Pasión;» pero al llegar al octavo verso de esta última, el poeta no pasó adelante, y algún tiempo después manifestó la razón que tuvo para hacerlo así: «Convencido el autor de que este asunto era muy superior a la edad que entonces tenía, y no estando satisfecho de la manera con que lo empezó, lo dejó interrumpido aquí.» Los críticos han considerado exacto este juicio. Sus diez y seis versos «A Shakespeare» se suponen escritos en una hoja en blanco de un ejemplar de las obras del gran dramático, ejemplar probablemente de la primera edición en folio. En 1632 los hallamos con otros del mismo género al principio de la segunda edición de las mismas obras, pero se imprimieron anónimos; la circunstancia, sin embargo, de su aparición es interesante, por ser los primeros versos de Milton que en concepto nuestro se dieron a la imprenta. Otros escribió por el mismo tiempo al oír una «Música solemne.» Son enteramente del corte de los de Milton.

La marquesa de Winchester era una señora de extremada hermosura, muy querida de todo el mundo por su benevolencia, y respetada por sus relevantes dotes. Una inflamación de la cara que le bajó a la garganta, acabó repentinamente con ella a la sazón que se hallaba en cinta. Fue su muerte muy sentida, y con este motivo escribieron versos laudatorios a su memoria Ben Jonson, Devenant y otros ingenios muy conocidos. Milton insertó también una composición en su corona fúnebre con el título de «Epitafio a la marquesa de Winchester.» De esta composición únicamente diremos que el joven poeta del colegio de Cristo no pudo en esta ocasión competir con los veteranos del arte, concluyendo por añadir el soneto que hizo al entrar en «La edad de los veintitrés años,» sus versos «Al tiempo» y los dirigidos «A Hobson,» para completar el catálogo de las composiciones inglesas más conocidas de Milton durante los siete años que residió en Cambridge.

Pero las latinas que compuso mientras fue estudiante, no deben pasarse por alto; y si ninguna de ellas se dio por entonces a la imprenta, indudablemente consistió en que eran ejercicios de escuela, más bien que primicias de su genio poético.

No debió Milton quedar muy satisfecho de la preparación que recibió en Cambridge; pero recuérdese que Gibbon tampoco tuvo que agradecer mucho en este concepto a la Universidad de Oxford, un siglo después, y que lo mismo puede decirse en nuestros tiempos de un hombre tan eminente como el poeta Wordsworth. La verdad es que en los mejores colegios y en los tiempos más florecientes, el joven cuya educación no pasa de la ayuda que pueden prestarle los profesores, consigue muy poca cosa. Algo ciertamente debió Milton a su maestro Tovey, pero más, inmensamente más al magisterio de la sociedad y de los libros, que fueron los que ejercieron influencia en la voluntaria propensión de su naturaleza. Las inclinaciones que se desarrollan en el alma están más o menos en armonía con las disposiciones de cada cual. Educar el entendimiento, es dar dirección a sus facultades, y donde no hay facultades, mal pueden ser dirigidas. Todo talento privilegiado debe estar convencido de esta verdad; y así sucedió exactamente con el que había de llegar a ser autor del Paraíso perdido.

No parece que Milton se apresuró mucho a seguir su vocación. Tan indeciso estaba en este punto, aun en el postrer año de su permanencia en Cambridge, que un amigo cuyo juicio miraba con alguna deferencia, parece que le reconvino por aquella indecisión. En una carta esmeradamente escrita, trata de vindicarse a sí mismo. Niega que se deje llevar exclusivamente de su amor a la ciencia; y aunque no existieran motivos más poderosos, bastaban las «consideraciones propias y las de familia,» y «las del honor y la reputación,» para tener un eficaz estímulo. Pero el amor de la ciencia, que en sí es tan provechoso, puede infundir tal respeto a lo que debe hacerse, que predisponga a un hombre a arrostrar la nota de ser el último, antes que incurrir en la censura de no haberse preparado suficientemente. Copió para su amigo el soneto que había escrito al entrar «en la edad de veintitrés años,» como una prueba evidente de que no había dejado de pensar en aquel asunto; y el amigo entonces cobró fundadas esperanzas de verle adoptar el estado eclesiástico. Milton no manifestó en esta ocasión repugnancia alguna a hacerse clérigo, pues no tenía necesidad de hacerlo; pero hay razones poderosas para presumir que ya entonces sentía escrúpulos en este particular, pues contaba con motivos bastantes para justificar su conducta sin entrar en los pormenores que Laud y los que le servían de instrumentos se esforzaban en presentar como otros tantos crímenes. Diez años después prescindió ya de reticencias, pues decía, según hemos visto, que sus padres y amigos le destinaban «desde niño» a la Iglesia, y que su inclinación le encaminaba a lo mismo «hasta que entrando en años más maduros y conociendo la tiranía que se había introducido en la Iglesia,» vio claramente «que el que se decidiera a recibir las órdenes, debía suscribir a ser esclavo, y además a pronunciar votos, que a no tener muy ancha la conciencia, equivaldrían a un perjurio o a la ausencia de toda fe.» Creyó pues preferible «guardar un silencio vituperable antes que prometer lo que llevaba en sí la violencia y la falsedad.» Hablaba por consiguiente de sí como de un hombre «excomulgado por los prelados» y a quien en cambio asistía el derecho de criticar lo mismo a la Iglesia que a sus pastores.

Tenemos motivos para creer que hubo algunos momentos en que Milton pensó dedicarse a las leyes; pero sus escritos en prosa y verso antes de dejar a Cambridge, sugirieron a sus amigos la sospecha de que su vocación era escribir poesías que le diesen fama; y tal a no dudarlo era el sueño de su imaginación cuando se dejaba llevar de sus ilusiones. A esta idea fue gradualmente acostumbrando también la prudente sagacidad de su padre. Hízole presente la pasión que este sentía a la música; y ¿qué mucho que hijo de semejante padre se hubiese apasionado por la poesía? Sentía llegar a verse contrariado en esperanzas que tan empeñadas tenían sus aficiones, porque en su concepto las minas de platas del Perú eran nada comparadas con el don de producir versos inmortales. Su padre, hombre generoso y cuerdo, le ayudó a realizar este anhelo con que vivía, coadyuvando a satisfacer esta necesidad de su naturaleza. En tal estado Milton dejó a Cambridge.

Por aquel tiempo el notario se retiró de su oficio, y se estableció en el pueblo de Horton, en Buckinghamshire, con la intención al parecer de acabar sus últimos días en aquel retiro. Cómo se condujo con su hijo durante los cinco postreros años de su vida, él mismo lo declara en pocas palabras. «En la residencia, dice, a donde se retiró para pasar su vejez, tuve tranquilidad bastante para ocupar largo tiempo en el estudio de los autores griegos y latinos, no sin que algunas veces reemplazase el campo por la ciudad, ya con el objeto de comprar libros, ya con el de adquirir algunas nociones de matemáticas y música, que entonces eran todas mis delicias.» En aquellos cinco años escribió Milton su soneto al Ruiseñor, el Allegro y Penseroso, los Arcades, el Comus y el Lycidas. El Ruiseñor está fundado en la credulidad de los campesinos, que suponían, si llegaba a sus oídos el canto de aquel pájaro en la primavera, antes que el del cuclillo, que era señal de prosperidad en amores. En cuanto al Allegro y Penseroso, no necesitamos repetir que figuran entre nuestros primeros idilios poéticos. Los Arcades es una composición incompleta: la parte que falta probablemente estaba en prosa. Harefield, residencia de la distinguida condesa viuda de Derby, donde pasaba la acción de aquel poema dramático, distaba solo unas cuantas millas de Horton; pero no hay razón alguna para suponer que Milton fuese conocido de aquella familia; lo probable es que la composición fue escrita a ruegos de su amigo el músico Enrique Lawes; por lo menos a una excitación semejante no dudamos que se debió el origen del Comus, del que hablaremos en otra parte.

Durante su permanencia en Horton, fue Milton incorporado a la Universidad de Oxford, porque en aquel tiempo la agregación de un estudiante a cualquiera Universidad, le daba derecho para trasladarse a otra y Oxford estaba más próxima a Horton que Cambridge.

En Horton además, y en aquel mismo intervalo, Milton perdió a su excelente madre. «Fue sepultada en el presbiterio de la iglesia parroquial, y al lado de su sepultura asistió Milton y derramó tiernas lágrimas con su desconsolado padre, su hermana y su hermano, al cubrir de tierra el ataúd y dirigir su última mirada a la estrecha mansión en que todos hemos de parar, cumplidos que sean nuestros días.»

Al fin también de aquellos cinco años de Horton, fue cuando Eduardo King, del colegio de Cristo y amigo de Milton, pereció en el canal de San Jorge, suceso que inspiró al poeta el canto con el nombre de Lycidas. El ilustrado joven cuya vida fenecía así a los veinticinco años, se dedicaba a la carrera eclesiástica; y Milton censuraba aquel propósito como para indicar claramente el disgusto con que veía el estado eclesiástico y la esperanza de su amigo de fijar su porvenir en él. Cuando se reimprimió este monólogo en 1645, el autor se atrevió a expresar todo su pensamiento, y así puso la siguiente advertencia a la cabeza de la composición: «En este canto el autor lamenta a su sabio amigo, desgraciadamente ahogado en su travesía de Chester al mar de Irlanda, en 1637: Y con este motivo predice la ruina de nuestro corrompido clero, que se hallaba entonces en su apogeo.» Pero había de trascurrir aún algún tiempo hasta que se cumpliera esta profecía.

Dos cartas de Milton tenemos escritas por aquella época a su amigo Diodati, que nos ponen hasta cierto punto de manifiesto sus costumbres y su vida íntima. Asegura a su amigo que tiene poca destreza para escribir cartas, y que otra de las causas que influían en su negligencia como corresponsal, era su poca habilidad para alternar el trabajo con el descanso porque en su opinión y por lo general, el dedicarse a una cosa debía ser dedicarse a ella sin interrupción hasta dejarla terminada, o hasta que se pudiera tomar algún reposo natural. Que bajo cierto aspecto él no se aventuraría a decir lo que Dios podía no haberle concedido, pero que un don por lo menos le había inspirado, a saber, un ferviente amor a la belleza y un afanoso anhelo de buscarla donde quiera que se encontrase. Que estas eran sus aspiraciones, y que si no las había realizado con éxito proporcionado a sus esperanzas, su postrer esfuerzo debía ser rendir homenaje a aquellos que habían sido más afortunados. Confiesa que con este designio había ido templando sus alas volando despacio, pero confiando hacerlo con algún tino. No debe, sin embargo, suponerse que careciera de toda mira práctica; lejos de eso, tenía intenciones de ocupar algún puesto en un colegio de abogados, y añade que tendría mucho gusto en ver allí a sus amigos y en pasear con ellos las noches de verano por aquellos alrededores.

No creemos fundada la suposición de que obrase a impulsos de este pensamiento; otro fue el que por entonces ocupaba toda su imaginación. Sus estudios le habían sugerido mil ilusiones de lo pasado, juntamente con los recuerdos de los Alpes, la tierra de los Apeninos y los países existentes más allá de estas regiones. ¿Qué cosa más natural que el deseo de recorrer aquellos países, visitar sus antiguas ciudades, y detenerse ante los maravillosos monumentos que en ellos se conservan? La quebrantada salud de su madre le había obligado a aplazar la realización de estos deseos; mas la circunstancia de que a poco de haber muerto, se casó su hermano Cristóbal y pasó a residir en compañía de su padre, parece que le permitió poner por obra aquellos proyectos. Eran costosos porque había resuelto viajar como un caballero, llevando consigo a su criado. Su cariñoso padre es de suponer que contrariase menos aquel propósito que algunos otros; ello es que le dio su consentimiento, y que en mayo de 1638, Milton cruzó el canal haciendo rumbo a París. Había tenido la precaución de procurarse buenas recomendaciones, y una de ellas era la de su distinguido vecino Sir Enrique Wotton, preboste de Eton. Este señor se había proporcionado recientemente un ejemplar del Comus impreso por Enrique Lawes, que le agradó sobremanera. En más de una ocasión había hablado también con el autor, y asegurádole que el placer que tenía en tratarle le hacía esperar que alguna vez beberían una botella juntos, invitándole a «hacer penitencia,» cuando «pudieran reunir cierto número de buenos autores.» En una carta del anciano y cumplido preboste, se lee esta postdata; «Muy señor mío: os envío esta por medio de mi lacayo, para anticiparme a vuestra marcha y deciros lo agradecido que quedo a vuestra fina carta, que he recibido, interrumpiendo mis quehaceres, que no son pocos, y no queriendo valerme del correo ordinario. En cualquiera parte que os establezcáis y de que yo tenga noticia, me alegraré, y aprovecharé la ocasión de discurrir con vos sobre algunas novedades, a fin de mantener viva una amistad que apenas comenzada, se ha interrumpido tan inesperadamente.»

Al llegar a París, una de las personas a quienes Milton iba recomendado le proporcionó una amistosa entrevista con Lord Scudamore, el embajador inglés; y atendiendo a sus distinguidas prendas personales, el joven inglés fue presentado al sabio Hugo Grocio, que estaba entonces de embajador de la reina de Suecia en la corte de Francia. Nada sabemos de lo que pasó en esta entrevista, sino que Grocio dicen que recibió «muy amable su visita,» y que conferenció con él muy prevenido en su favor por su buen aspecto, y por los elogios que de él se le habían hecho. Pero Grocio estaba a la sazón muy ocupado en el ilusorio proyecto de consolidar el protestantismo, uniendo las iglesias episcopales de aquella creencia en Inglaterra, Suecia, Dinamarca y Noruega, prescindiendo de todos los demás protestantes; y si algo se indicó a Milton de tan desvariado proyecto, seguros estamos de que su respuesta no sería muy satisfactoria.

Milton permaneció en París solo unos cuantos días; de aquí se dirigió a Niza, donde se embarcó para Génova y para Liorna. Desde Liorna se encaminó por Pisa a Florencia, y en esta última ciudad se detuvo dos meses. Era entonces Florencia, como siglos atrás había sido, el emporio de la civilización italiana; casi en cada calle tenía una academia o club que se componía de estudiantes, poetas, artistas y sabios asociados voluntariamente; y a favor de las recomendaciones obtenidas en Inglaterra y París, fácilmente fue Milton admitido en las más distinguidas de aquellas sociedades. Para merecer este privilegio, era necesario presentar alguna producción de su pluma, y así lo hizo llevando algunas de las cosas que había escrito en Cambridge, y otras que llevó a cabo con aquel objeto. Hablando correcta y fácilmente el latin y el italiano, podía conversar de igual a igual con sus nuevos amigos, y estas reuniones parece que le fueron sumamente agradables. Cuando generosamente abogaba en tiempos posteriores por la libertad de la imprenta, decía: «Pudiera referir lo que he visto y oído en otros países sujetos a la tiranía de esta especie de inquisición; países en que traté con hombres de gran ciencia, que este honor me dispensaron, los cuales me contemplaban feliz por haber nacido en tierra de libertad filosófica, como suponían que era Inglaterra, al paso que ellos se lamentaban de la servil condición en que vivía la ciencia entre ellos; que esto había eclipsado la gloria de los ingenios italianos, y que nada se había escrito los últimos años en aquel país, sino bajezas y fanfarronadas.» Alternando con personas de esta clase, fue Milton presentado y pudo hablar al gran filósofo de la época.» «Allí, dice, fue donde hallé y visité al famoso Galileo, ya anciano y preso en la Inquisición, por pensar en astronomía de distinto modo que pensaban los franciscanos y dominicos, árbitros de la ciencia.» ¡Milton y Galileo conversando uno con otro, y Galileo en un estado en que el joven temía llegar a verse, privado de la luz, enteramente ciego! Mas por entonces Milton gozaba de la vista, del esplendor del cielo de Italia, y cuando expiraba el día de las brillantes lumbreras que iluminaban así aquellas sabias reuniones y círculos de Florencia, porque es evidente que Milton halló ingreso en los últimos, y que su corazón, por más reservado que fuese, no podía enteramente librarse de la impresión que el encanto de aquellos círculos le causaba. Entre sus composiciones se hallan algunas escritas en Florencia, versos compuestos en su alabanza, y que si no muestran gran genio en sus autores, manifiestan por lo menos muy claramente la extraordinaria admiración que se tributó al de Milton.

Desde Florencia tomó el camino de Roma, dirigiéndose por Siena. En Roma contrajo desde luego amistad con Lucas Holstenio, el conservador de la Biblioteca del Vaticano, sin casi necesidad de recomendación alguna. Holstenio había estudiado tres años en Oxford, hecho que explica en parte la cortés acogida que Milton recordaba con tanto agradecimiento, pero la cortesía se trocó pronto en admiración, así que el bibliotecario descubrió la mucha ciencia de aquel extranjero, y se convenció de la superioridad del que iba a juzgar de sus conocimientos. Tal importancia le concedió, que hizo llegar sus elogios a oídos del cardenal F. Barbarini, pariente y primer ministro del Papa. Pocos días después el cardenal daba un gran concierto, y entre otras muchas personas, invitó al extranjero que tanto había fascinado a Holstenio; con cuya ocasión, dice Milton, el cardenal, saliendo hasta la puerta, «no solo me buscó entre toda aquella multitud, sino que cogiéndome de la mano, me entró dentro con demostraciones las más honrosas.» Todo esto, dijo a su amigo Holstenio, era debido sin duda a sus favores. En casa del cardenal probablemente oyó Milton cantar a Leonora, notable por su juventud y su belleza, y cuya voz y habilidad le daban una celebridad superior a todas. Milton demuestra el entusiasmo que sintió al oír a aquella sirena, dado que escribió no menos que tres composiciones en alabanza de la cantante. Dos romanos, Juan Salsilo y Salvaggi, nombres olvidados ya en nuestro tiempo, pero entonces muy conocidos, compusieron en loor de Milton versos llenos de hipérboles extravagantes; mas los del primero fueron tan estimados del poeta, que al saber más adelante que estaba enfermo, le dirigió una sentida composición en versos latinos.

Pasado que hubo dos meses en estudiar los monumentos de la antigua Roma, y en este íntimo trato con sus actuales moradores, Milton emprendió el viaje a Nápoles. En el camino subió a su carruaje un ermitaño, que demostró ser hombre de alguna cultura literaria, y habiendo quedado prendado del viajero como antes que a él le había sucedido a Holstenio, al llegar a Nápoles vio que un hombre de tanto mérito no podía estar en aquella ciudad sin ser presentado a Manso, marqués de Villa, personaje de gran consideración en aquel país, y Mecenas de los talentos en los demás. Todo el que conozca la triste historia de Torcuato Tasso debe estar familiarizado con el nombre de Juan Bautista Manso, su constante y generoso amigo. Manso rayaba a la sazón en los ochenta años: recibió con mucha finura a Milton, y el resultado de esta entrevista lo dice el hecho de haberse constituido personalmente en guía del joven estudiante por todos los sitios que ofrecían algún interés en Nápoles y sus alrededores. «Yo le merecí, dice Milton, todo el tiempo que permanecí allí las más benévolas atenciones. Me acompañaba a los diferentes puntos de la ciudad, yendo a buscarme al palacio del virrey, y repetidas veces a mi casa para visitarme. Al despedirme, me pidió mil perdones, por no haber podido dispensarme más atenciones como lo deseaba, a causa de no haber disimulado yo mis sentimientos religiosos.» Milton había resuelto al salir de su casa no mezclarse para nada en cuestiones religiosas, a no ser que otros las provocasen; pero esta precaución parece que no fue bastante para preservarle de algunas inconveniencias, a veces hasta peligrosas, pues cuando pensaba volver a Roma, le advirtieron algunos mercaderes de Nápoles, que por ciertas cartas habían sabido lo preparados que estaban contra él los jesuitas ingleses, si otra vez se presentaba en aquella ciudad. Pero tenía que volver, y no hubiera desistido de su vuelta, porque manejaba bien la espada, y nada tenía que temer si se empeñaba un lance de hombre a hombre.

En Nápoles fue donde llegaron a sus oídos graves noticias sobre el conflicto que había surgido en Inglaterra entre el soberano y sus vasallos. Su deseo era haber ido a Sicilia y después a Grecia, pero en virtud de aquellas novedades, escribe: «Consideraba una deshonra que mientras mis compatriotas estaban combatiendo en mi país por la libertad, yo estuviese viajando por el extranjero por mi gusto, y con un objeto puramente intelectual.» Los escoceses habían destruido con incontrastable fuerza todas las innovaciones de Laud y del rey. Inglaterra experimentaba grande simpatía por lo que Escocia había hecho; y si no había comenzado la guerra civil al sur del Tweed, los hombres pensadores la veían como inminente. Próximo a dejar a Nápoles, Milton dirigió a Manso una epístola en hexámetros latinos y en estilo más sublime que cuanto la música de Tasso había inspirado a este en su favor. En contestación Manso envió a su amigo dos copas ricamente trabajadas, y en ellas dos líneas que formaban una expresiva dedicatoria.

«Volví, dice Milton, a Roma, a pesar de lo que se me había dicho. Si alguien me preguntó lo que era yo, no se lo oculté, y si alguien atacó en la ciudad papal la religión ortodoxa, yo como antes, y por espacio de dos meses, la defendí calorosamente.» En Florencia como en Roma reanudó Milton relaciones con sus antiguos amigos, y pasado aquel tiempo, se dirigió por Bolonia y Ferrara a vivir un mes en Venecia. Desde Venecia fue por Verona y Milán, subiendo el monte de San Bernardo, a Ginebra, en la cual ciudad permaneció algunas semanas, hasta que desandando el camino que había llevado, desde París arribó a Inglaterra cuando finalizaba junio, tras una ausencia de «un año y tres meses poco más o menos.» Esta breve relación de sus viajes la hizo cuando la parte que tomó en los negocios públicos le expuso a mil calumnias aventuradas, y por esta razón concluye su resumen con las siguientes palabras: «De nuevo pongo por testigo a Dios de que en todos aquellos puntos donde multitud de cosas se reputan legales, viví libre e incólume de todo libertinaje y vicio, teniendo siempre presente la máxima de que por más que me ocultase a los ojos de los hombres, no dejarían de verme los ojos de Dios.»

Es digno de observarse que todas las poesías que escribió Milton en Italia, así como casi todas sus composiciones de Cambridge, forman graves descripciones. En su noble epístola a Manso no hizo misterio alguno de la idea de escribir un poema épico, y los versos que le dirigían sus amigos de Roma y Florencia, indicaban harto claro que alguna expresión se le había deslizado sobre tal propósito, dado que no desconfiaban de que su genio acometiese alguna obra de aquella naturaleza. En este tiempo, sin embargo, no se le había ocurrido aún tomar por asunto de un libro la pérdida del Paraíso: la historia del rey Arturo y de los caballeros y damas que llenaban su corte caballeresca, fue lo que sugería a su imaginación animados y brillantes cuadros.

Cuando volvió Milton a Inglaterra, su padre había dejado la casa de Horton y trasladádose con su hijo Cristóbal a Reading. Los gastos inevitables en el viaje que había hecho el poeta, no le impidieron comprar gran cantidad de libros, de los cuales unos llevó consigo y otros llegaron después. En realidad no tenemos motivos en que fundarnos para suponer que los recursos con que contaba fueran bastantes para asegurarle una modesta independencia. En carrera comercial no pensaba, y a la vida profesional estaba poco inclinado. Si su buen padre pudo sostenerle en términos de que no tuviera que pensar más que en sus libros y en sus obras literarias, seguros estamos de que lo haría, y parece evidente que en efecto lo hizo.

El primer paso que dio Milton al volver a Londres, fue alquilar parte de una casa en St. Bride’s Churchyard. Allí acomodó sus libros y volvió de nuevo a sus estudios; era esto a fines de 1639. Pero al año siguiente le vemos tomar una «casa con jardín,» es decir, una casa aislada con un jardín alrededor en Aldersgate Street, calle que se describe como una de las más tranquilas y de las más decentes de los arrabales de Londres. Por este tiempo mistress Philips, su hermana, quedó viuda y volvió a casarse. Cuando vivía en St. Bride’s Churchyard, se encargó del cuidado y educación del hijo más joven, mozo de nueve años a la sazón y de grandes esperanzas, y ahora recibió al sobrino más pequeño como pupilo. Habiéndose comprometido a dirigir por sí la educación de aquellos dos sobrinos, vemos que luego se encargó de algunos más, hijos de amigos suyos, de quienes sin duda recibía buenos honorarios por sus servicios.

En este punto de la vida de Milton, Johnson da una completa explicación sobre el ningún afecto que le profesaba. «No permitáis, escribe, que veneremos a Milton; prohibidnos ver con cierta plenitud de satisfacción sus grandes promesas y sus pequeños cumplimientos; hombre que se apresura a volver a su país porque sus compatriotas pelean por su libertad, y cuando llega al lugar de la acción, emplea su patriotismo en una casa de pupilos.» Milton nos dice que resolvió dejar en esta ocasión «el éxito de los asuntos públicos, primero a Dios y después a aquellos a quienes el pueblo había encomendado esta empresa.» Pero los escritos de Milton constituyen su biografía; y si Johnson se hubiera tomado la molestia de leer sus obras en prosa con el cuidado que se merecen, habría fijado su atención en el siguiente pasaje, y no hubiera abusado tanto de su humor satírico: «Confiando en la ayuda de Dios, el pueblo inglés rechazaba la esclavitud con la más justa de las guerras; y aunque yo no reclame parte alguna en la alabanza que le es debida, fácilmente puedo defenderme de la imputación (si alguna de esta naturaleza se me ha hecho) tanto de timidez como de indolencia. Porque si no arrostré las penalidades y riesgos de la guerra, fue porque en otra esfera podía con más eficacia, y con no menos peligro para mí, servir de algo a mis compatriotas y mostrar un espíritu que ni se rendía a la adversidad de la fortuna, ni obraba por vil miedo a la calumnia o a la muerte. Desde que en mis primeros años me consagré a los estudios más liberales, y me sentí más robusto de entendimiento que de cuerpo, siendo extraño a las labores del campo, en que cualquier soldado de vigorosa naturaleza me hubiera fácilmente excedido, recurrí a las armas que yo podía manejar con más efecto, y comprendí que obraba cuerdamente al ejercitar así mis mejores y más poderosas facultades en el servicio de mi país y de su honrosa causa.» Cualquiera otra conducta que hubiera seguido Milton, le hubiera expuesto a menos calumnias que las que arrostraba, siendo un motivo de asombro para él y para todos, que después de tantos peligros no rodase su cabeza en un cadalso para castigo de su temeridad.

Milton se mudó juntamente con sus libros, a St. Bride’s Churchyard, en el otoño de 1639, y de aquí a Aldersgate Street en 1640, y publicó su primer folleto contra el Parlamento y la reforma eclesiástica en 1641. Por espacio de once años siguió Carlos I gobernando a Inglaterra sin contar con el Parlamento, y deliberadamente había suspendido las leyes que a sí mismo se impuso con su juramento al coronarse, y con las solemnes promesas que después hizo de mantenerlas. El fin de todo gobierno es proporcionar seguridad a las personas y propiedades, pero allí no había seguridad posible. El rey esquilmaba a sus súbditos cuanto podía, ejercía en todos los ramos del comercio el monopolio que más le agradaba, y detenía, desterraba o encarcelaba a su antojo a los tildados de descontentos, fuésenlo o no realmente. Nadie estaba seguro, si no alegaba el mérito de la sumisión y del silencio, y nadie era dueño de sí, ni aún con semejantes méritos. En los negocios eclesiásticos predominaba el sistema romano sostenido por Laud, y la única aspiración de sus amigos era suprimir toda oposición y libertad de pensamiento, perpetuar la jerarquía más aferrada a los intereses clericales, imponer el rezo inglés no solo a los ingleses sino a los escoceses, y asimilar el ritual anglicano al romano de tal manera, que apenas se advirtiese entre ellos diferencia alguna. Esta era la política que con relación a la Iglesia miraba Laud como la mejor y más conforme al modo de ver de su soberano.

Pero en 1639 se sublevó la Escocia, reprobando y proscribiendo, en uso de sus fueros, este orden de cosas. Llamó el Rey a sus súbditos ingleses para que le ayudasen a sofocar aquella rebelión; mas la respuesta que le dieron fue que para obtener aquella ayuda, era menester anular las leyes que regían, y conceder la libertad que las mismas leyes otorgaban para corregir tantos abusos y fomentar los intereses de la nación. En 1641 Carlos empleó cuantos recursos creyó oportunos, con la esperanza de orillar así aquellas dificultades, pero en vano. Congregó una asamblea de pares en York; disolvió el Parlamento Corto convocado en la primavera de 1640, y se vio obligado a pasar por la reunión de aquel Largo Parlamento tan memorable, en noviembre del mismo año. Pero aunque en Escocia se había desenvainado la espada contra el gobierno del Rey, ningún golpe le amenazaba aún por parte de Inglaterra; y dado que Milton se hubiera resuelto a esgrimir sus armas en esta contienda, el partido que hubiera podido tomar durante los tres años de su regreso de Italia, era el de emigrar a Escocia, y unirse en aquel reino a la bandera de los insurgentes. En Inglaterra, por aquel tiempo, la oposición se reducía al principio a meras discusiones, y uno y otro partido protestaban contra el pensamiento de emplear otros ningunos medios. Baste esto para aquilatar la justicia de las censuras que en el tono de mofa que hemos visto se permitió Johnson.

Estando en estos preliminares, tuvo Milton ocasión de comprender hasta qué punto influían en los realistas sus preocupaciones y yerros, y cuánto importaba ver si se podría encauzar bien a los mismos parlamentarios, ya que se estaba en los principios de la contienda; lo cual hubiera sido hacedero en el Parlamento, si sus paisanos le hubieran enviado a él; pero en aquellas circunstancias el único medio de poder prestar algún servicio al Estado era la prensa, y sus enemigos se hubieran alegrado mucho de verle comprometido en semejante agresión, y echar mano de las groseras armas que la multitud podía manejar tan bien o mejor que él mismo.

La obra que Milton dio a luz en 1641 se titulaba: De la Reforma en Inglaterra, y de las causas que la han frustrado hasta ahora. Escrito a un Amigo. El autor había manifestado en su Lycidas que la condición de la Iglesia anglicana estaba muy distante de satisfacerle; y véanse las elocuentes palabras con que describe el origen y principios de la Reforma en el siglo XVI: «Mas para no recargar más el cuadro de las iniquidades de la Iglesia, de cómo nacieron y de cómo tomaron cuerpo; cuando recuerdo por fin después de tantos siglos de tinieblas, en que la negra sombra del error ha ocultado todas las estrellas del firmamento de la Iglesia, cómo la brillante y bendita Reforma ahuyentó con el divino poder la negra y pesada noche de la ignorancia y tiranía anti-cristiana, me parece que un nuevo e indecible júbilo debe animar el pecho del que lee u oye, y que el suave placer de ojear el Evangelio debe inundar su alma en celestial fragancia. Entonces se difundió la Sagrada Biblia hasta los últimos rincones de que la profana falsedad y menosprecio la habían arrojado; se abrieron las escuelas; la ciencia divina y humana volvieron sus acentos a las lenguas que habían enmudecido; los príncipes y ciudades se agolparon al punto bajo la nueva bandera de salvación, y los mártires, con la irresistible fuerza de su debilidad, quebrantaron el poder de las tinieblas, y triunfaron de la fiera rabia del antiguo dragón.» De este lenguaje deducirá el lector el fervor y animación de estilo con que está escrito el folleto. El impulso que debió nacer de semejante cambio quedó paralizado; y las causas fueron varias, entre ellas la injusta preferencia que se dio a los obispos, cuya afición a pomposas ostentaciones, consecuencia natural de la falsa posición en que se les colocaba, dícese que los convirtió en grandes corruptores, en vez de ser, como su título lo indica, padres espirituales de la Iglesia.

Esta publicación debió ver la luz a principios de 1641. Fue seguida inmediatamente de otra, La Humilde Manifestación en favor del Episcopado, debida a la pluma de Hall, obispo de Norwich, excitado por el arzobispo Laud para tomar parte en esta cuestión. En respuesta al obispo apareció de allí a poco una obra con el título de Smectymnuus, nombre formado por las iniciales de los cinco teólogos puritanos que se encargaron de escribirla. Esta contra-réplica puso en un conflicto al arzobispo Usler. Milton contestó a la Institución apostólica del Episcopado, escrita por su excelencia, con dos tratados, el uno sobre la Prelacía episcopal, y el otro que se decía Razones del gobierno de la Iglesia. El obispo Hall publicó entonces una defensa de su Manifestación, a la cual tardaron poco en seguirse las Advertencias de Milton. Todos estos escritos aparecieron antes de expirar el año 1641.

Profunda fue sin duda la impresión que produjeron los folletos de Milton. En 1642 se dio a luz un volumen titulado: Modesta Refutación contra un Libelo calumnioso y grosero, el cual se consideró generalmente como debido a la pluma del hijo del obispo Hall. A los infundados ataques que dirigía esta obra contra el carácter privado de Milton, contestó él victoriosamente en su Apología del Smectymnuus.

El éxito de las apasionadas controversias sobre este asunto se vio primero en la expulsión de los obispos de la Cámara de los Lores, y finalmente en la supresión de aquella clase; mas el demostrar hasta qué punto contribuyeron los escritos de Milton a este resultado, haría preciso detenerse en su análisis, y las condiciones de esta breve memoria nos impiden entrar en cuestiones semejantes.

Pasados los borrascosos años de 1641 y 1642, hallamos a Milton en sosegada compañía con sus pupilos, o meditando sobre el gran poema que tenía pensado, y de que había anticipadamente hablado con pomposos anuncios en su Apología del Smectymnuus. Recordando los esfuerzos que le costó exponer sus opiniones sobre la educación, naturalmente tenemos curiosidad de ver cómo las pondría en práctica; mas por desgracia los hechos están muy lejos de corresponder a las esperanzas. Debemos suponer que bajo la dirección del autor del Comus y del Allegro y el Penseroso, sus pupilos estarían familiarizados con los más acabados y brillantes modelos que podía ofrecer una biblioteca clásica. No sucede nada de esto. Los libros que debiéramos hallar en primer término, tales como Virgilio, Horacio y Ovidio, ceden el puesto a Lucrecio, Manlio y otros prosistas de los inferiores y menos inteligibles en materia de lenguaje. No se hable de Tácito, de Livio ni de Cicerón. En el curso de autores griegos, no se tropieza con un solo trágico, orador ni aún historiador, a excepción de algunos fragmentos de Jenofonte. La idea de Milton parecía ser que con adquirir el conocimiento de la lengua, la comprensión de sus bellezas vendría por sí. Debemos añadir que los discípulos de este único establecimiento tenían que aprender hebreo y leerlo, comparándolo con el caldeo y el siriaco. No se olvidaban las lenguas modernas; y los domingos, Milton acompañaba la lectura del Nuevo Testamento en griego con oportunas explicaciones, con ciertas teorías de lectura y con algunas ideas respecto a la divinidad.

Johnson pregunta satíricamente, qué grandes hombres produjo aquella «admirable academia.» Un preceptor de enseñanza hubiera debido saber que el que lo es, ha de aspirar a desenvolver la capacidad, y que donde no hay germen alguno de esta capacidad de comprensión, en vano es dirigirse a ella. No dudamos que Milton enseñaría muchas cosas que se pueden aprender en cualquier libro impreso. Un autor que debía pasar por bien informado, dice que puso a sus sobrinos en disposición de interpretar los autores latinos a primera vista en el espacio de doce meses, y que así como era severo bajo un aspecto, bajo otro se mostraba franco y familiar en su conversación con aquellos de cuya educación estaba encargado. Su sobrino Philips añade que si sus pupilos hubieran recibido sus lecciones «con la penetración y profundidad, el ingenio, actividad y sed de saber de que estaba dotado el maestro, hubieran sido unos prodigios de talento y ciencia.» Por este último sabemos además que Milton tenía en este tiempo amigos personales que se contaban entre «los pisaverdes de aquella época,» y que de cuando en cuando se daba a bromear con ellos, haciendo fiesta lo mismo para sus pupilos que para él.

En algunos de estos «alegres días,» como ellos los llamaban, y en otros de alguna más sobriedad, suponemos que Milton hacía lo que hacemos todos, convencido a veces de que un hombre no es bien que esté siempre solo; pero la vida propiamente de calavera, ni en aquella ocasión era compatible con el vivo interés que le inspiraban los asuntos públicos, ni con los propósitos que abrigaba de llegar a ser útil y servir exclusivamente a su país. En aquellos días residía en Forest Hill, unas cuatro millas de Oxford, una familia llamada Powell. Era numerosa, y el cabeza de ella, Ricardo Powell, un magistrado que vivía con el desahogo de persona muy bien acomodada. Antes de que el padre del poeta abandonase a Bread Street, habían existido relaciones y negocios de intereses de alguna cuantía entre él y Powell, y en estos asuntos pecuniarios tuvo Milton alguna intervención directa y legal. Al trasladarse los Milton a Horton, debemos suponer que ambas familias, a causa de la mayor proximidad, se tratarían con más frecuencia; mas sea de esto lo que fuere, sabemos por el sobrino del poeta, entonces en su compañía, que por la pascua de Pentecostés de 1643, «emprendió un viaje por el país, cuyo objeto, o no se sabía, o era con alguno más que un mero pasatiempo. Ello fue que al cabo de un mes, el que salió soltero volvió casado con María, la hija mayor de Ricardo Powell, que entonces era juez de paz en Forest Hill, cerca de Shotover, en Oxfordshire.» Milton tenía que reclamar un dinero de su cuñado al tiempo de su casamiento, y que recibir, creemos que con el importe de su deuda, 1000 libras por vía de dote; pero ni este ni aquella llegó a cobrar jamás, por razones que indicaremos luego.

Entonces se mudó a su nueva casa de Barbican, a la cual llevó a su mujer, acompañándola algunos de sus parientes para pasar las fiestas de la boda, que duraron algunos días, y a que concurrieron también varios amigos de la novia. María Powell es de creer que fuese una joven de bella figura y agradable trato, pero ignoramos si tendría del mismo modo otras buenas cualidades. A las pocas semanas de su llegada a Londres, se recibió una carta invitando a mistress Milton a regresar por breve tiempo a su país; ella se mostró dispuesta a aceptar la invitación, y probablemente la provocaría. Su esposo no puso dificultad en complacerla, pero exigió que no difiriese su regreso más allá del día de San Miguel. San Miguel llegó y la perezosa señora no parecía; Milton escribió una y otra vez, y ninguna de sus cartas mereció respuesta; despachó un propio con este objeto, y parece que se le despidió sin hacerle caso. Nuestro poeta era un hombre profundamente virtuoso: llegó a lisonjearse con la esperanza de que casado sería feliz; pero esta esperanza tardó poco en desvanecerse.

¿A quién debe atribuirse la culpa de semejante desengaño? Los hombres dados a la vida pública pueden ser maridos cariñosos, mas por necesidad tienen que renunciar a la insistencia no interrumpida de su cariño. Las mujeres que se casan con semejantes hombres, deben no solo desear que sus maridos sean personas de suposición, sino apechugar con los inconvenientes que esto trae; y hay pocas mujeres que transijan así consigo mismas. Atendiendo a la vida puramente intelectual a que estaba entregado Milton, a su ardiente temperamento y a la energía de voluntad que le caracterizaban, preciso es confesar que las probabilidades de que hiciese un matrimonio feliz, no eran muy grandes. En favor de María Powell puede alegarse que su familia era de realistas; que en su casa, generalmente bulliciosa, probablemente reinaría mas animación de la acostumbrada por la presencia de los caballeros que en aquel tiempo moraban cerca del Rey en Oxford; y que la transición de la vida doméstica en casa de su padre, a la que tenía con Milton en Barbican, no era para halagarla mucho; pero por otra parte debe considerarse que los principios de Milton y la vehemencia con que los profesaba, eran tan conocidos, que no podían ignorarse en Forest Hill, siendo un error creer que su casa había de ofrecer escenas divertidas, y no ocupaciones formales y severas. En la época de este matrimonio, la fortuna de los Parlamentarios andaba un tanto decaída; para muchos, y especialmente para los partidarios del Rey en Oxford, era más que probable que la balanza se inclinase en favor de los realistas, tanto que el sobrino de Milton, Philips, supone que esta consideración bastó para que la familia tratase de cortar unas relaciones que, según el rumbo que tomaban las cosas, podían llegar a serle perjudiciales. Si esto era realmente la causa que los movía, no necesitamos decir más para encarecer su egoísmo, injusticia y crueldad.

No puede, sin embargo, negarse, a nuestro modo de ver, que tanto Juan Milton como María Powell se equivocaron. El desvío de María Powell a su nuevo estado, parece que consistió no tanto en su amor a las diversiones, dado que su carácter era más flemático que animado, sino en su incapacidad para hacerse agradable a un hombre de talento. Podrá decirse que Milton hubiera debido considerar este defecto de antemano, y abstenerse de contraer tal compromiso, y en este punto la verdad es que no dejó de equivocarse. La familia, con todo, trató de persuadirle de que semejantes genialidades eran naturales en una joven, mayormente tan a los principios, y que poco a poco iría renunciando a ellas. Pero cualesquiera que fuesen los defectos que Milton hallase en su mujer, estaba resuelto a sufrir las consecuencias del paso que había dado. Él no se separó de su esposa: ella fue la que le abandonó, añadiendo al abandono el insulto, no solo por su parte, sino por la de sus amigos.

Debemos recordar que Milton vivió lo bastante para casarse con tres mujeres. Con la segunda fue completamente feliz; el bello soneto que dedicó a su memoria, confirma sin duda esta aserción. Con su tercera esposa pasó los diez últimos años de su vida en la más estrecha unión, y de esto no tendremos la menor duda al ver el magnánimo proceder con que se condujo respecto a María Powell y a sus inconsiderados parientes. A medida que se acercaba a su edad media, fue haciéndose hombre más activo y de más firme resolución, y en sus últimos años abrigó ideas desfavorables a la constancia y bondad de las mujeres. Pero por más arraigada que estuviera en él la opinión de la superioridad que el sexo más fuerte debe ejercer sobre el más débil, el encanto que para él tenía la naturaleza de la mujer, y el homenaje que el hombre debe estar dispuesto a rendirla, se ve cuando pinta a Eva, a la Señora del Comus, y en otros varios de sus escritos. Profesaba evidentemente la opinión de Sheridan, que las mujeres son mucho peores y mucho mejores que los hombres.

Solo ya, y peor que si hubiera estado solo, Milton empezó a idear medios para salir de tan difícil estado. La cuestión se reducía a saber si el matrimonio es un lazo indisoluble, excepto en los casos limitados por las leyes existentes, y la conclusión que dedujo después de mucho estudio y reflexiones, fue que el divorcio podía apoyarse en otros fundamentos que los que a la sazón se tenían por tales. En 1644, al año siguiente de su matrimonio, dirigió al Parlamento un escrito titulado Doctrina y disciplina del divorcio. Halló que la opinión que había concebido sobre esta materia, estaba autorizada por Martin Bucer en una petición dirigida a Eduardo VI, y se contentó con reimprimir el juicio de este reformista, añadiendo un prefacio y una conclusión. Por este tiempo habían cobrado mucho ascendiente los Presbiterianos, y levantaron grandes clamores contra tan nueva doctrina. Intentaron que como desmoralizador de la sociedad, fuese citado Juan Milton a la barra en la Cámara de los lores; pero sus señorías no tomaron la cosa tan a pechos, y el acusado fue honrosamente despedido. En 1645 publicó Milton otro tratado sobre el mismo asunto, titulado Tetrachorden, que era una exposición de los cuatro pasajes principales de la Escritura relativos al particular. Otra publicación se dio a luz en el mismo sentido con el título de Colasterion. Hubo algún escritor anónimo que intentó refutar la Doctrina y disciplina del divorcio, y la última producción de Milton en punto a esta controversia, consistía en una réplica a aquella refutación. Nunca se retractó de las opiniones que había manifestado, y los que las aceptaron fueron por algunos llamados Miltonistas. Lo fundamental de su doctrina era «que por la ley de Moisés, además del adulterio, existían otras razones de divorcio, que debían tener presentes los magistrados cristianos como providencias de justicia, y que no debían contrariarse las palabras de Jesucristo; finalmente, que el prohibir absolutamente toda especie de divorcio, excepto en los casos previstos por Moisés, era contra la razón de la ley. La principal proposición era esta: que siendo la indisposición, la ineptitud o la contrariedad de ánimo producidas por causas inmutables por su naturaleza, un impedimento, que pueden serlo perpetuo para los beneficios más esenciales de la sociedad conyugal, cuales son la tranquilidad y la paz, establecen razón más poderosa de divorcio que el adulterio, con tal que los cónyuges se separen de mutuo consentimiento.»

Pero no fueron estas las únicas publicaciones que salieron de la pluma de Milton durante los dos años en que le vemos separado de su mujer. En 1644, a ruegos de su amigo Hartlib, dio a luz su Tratado sobre educación, que generalmente se ha considerado como una utopía sobre este asunto, porque exige una multitud de conocimientos y de ilustración en la juventud, que solo pueden adquirirse a fuerza de años y de experiencia. Rara vez acontece que los hombres de genio sean buenos preceptores: adquieren fácilmente sus conocimientos, las más veces por intuición, y dan en la pretensión de medir la capacidad de los demás por la suya propia. La lentitud y pasos graduales en que realmente consiste la educación, se reservan a los hombres de más paciencia y por decirlo así, de inferiores facultades. El genio es impetuoso; la rutina igual, lo mismo mañana que hoy, y sabe bien hasta dónde se puede ir y dónde conviene detenerse.

Pero el año en que se publicó el Tratado sobre educación, fue notable por la aparición de una obra de extraordinario mérito, la Areopagítica o Discurso por la libertad de la imprenta, sin restricciones. Dirigió Milton este escrito al Parlamento, que por cierto es de los en prosa el más elocuente, y el que consigna más verdades de perpetua aplicación y máximas más dignas. Los hombres, dice Milton, son virtuosos cuando rechazan el mal por voluntad propia, no cuando se apartan de él por necesidad. «Para mí, añade, no es digna de alabarse la virtud fugitiva y enclaustrada, jamás combatida ni en peligro, que no provoca ni acomete a su adversario, sino que se fortalece en aquellos que conquistan la corona inmortal con mil afanes y fatigas.»

El Parlamento había promulgado una orden para regularizar la imprenta, en que se decía: «Ningún libro, folleto, ni papel, se imprimirá en lo sucesivo, que primero no obtenga la aprobación y licencia de los designados a este fin, o por lo menos de alguno de ellos.» Milton acudió al Parlamento para que examinase de nuevo esta orden, y para recordarle que el someter a un autor a la ignorancia o capricho de los censores, era invención de tiempos modernos, recomendándole también que no diese en la ilusión de suponer que semejante ley bastaría para desterrar de la imprenta los malos libros, pues por el contrario sostenía que sus efectos podían ser «ante todo desalentar a los hombres doctos y ahuyentar la verdad, no solo haciendo inútiles todos nuestros conocimientos, sino imposibilitando cuantos descubrimientos pudieran hacerse en lo sucesivo tanto en lo civil como en lo religioso.» El principio, añade, de poner freno a la imprenta, so pretexto de que no debe difundirse el error, no bastaba para acabar con la controversia, dado que ningún hombre puede refutar un error sin publicar este mismo error para refutarlo. Que no debe castigarse a los malos porque se suponga que son capaces de cometer maldades, sino que debe esperarse a que estas se cometan, y que lo mismo acontecía con los libros. Al discurrir así, Milton deseaba que la licencia absoluta de la imprenta fuese un indicio seguro de libertad, mientras las leyes concernientes a la traición, a la sedición, a la difamación y a la blasfemia no estuviesen más en consonancia con aquel artículo. La licencia para imprimir tal como se concedía, era un fútil privilegio, si el gobierno se reservaba el poder de castigar aquellas faltas como le pluguiese. Al defender Milton que la libertad absoluta de imprenta debía hacerse efectiva, debiera haber llevado su reforma a todos aquellos vicios que pudieran llamarse colaterales; pero estaba aún muy distante el siglo XIX para que se realizase aquella ilusión en nuestra historia.

Milton, sin embargo, tenía muchos amigos, que sabedores de sus ideas en esta vital cuestión, le instaban para que las publicase, y muchos contestaban a sus exageraciones luego que lo ponía por obra. La influencia de aquel germen así defendido en el espíritu de la legislación, si no era del todo decisiva, no dejaba de ser considerable. La acción de los censores durante el Parlamento Largo, quedaba entorpecida y limitada por tan ilustradas opiniones; un funcionario hubo que renunció tan odioso cargo, y en tiempo de Cromwell quedó abolido. Milton defendía y exponía de la siguiente manera sus argumentos y amonestaciones: «Yo no he de ocultar ni a mis amigos ni a mis enemigos lo que por todas partes se dice, que si volvemos a las represiones inquisitoriales y a las licencias, y tenemos miedo de nosotros mismos, y sospechamos de los demás hasta el punto de asustarnos con cada libro, y temblamos ante cualquier papel antes de que sepamos su contenido; si algunos de los que casi se conservan mudos, nos prohíben leerlo todo, excepto lo que a ellos les agrade, no es fácil adivinar que intentan más una segunda tiranía para la ciencia; y en breve quedará fuera de toda duda que los obispos y los clérigos, en el nombre y en los hechos son lo mismo para nosotros.» Pero el poeta se entusiasma con su teoría como con una visión profética. Londres era para él un gran arsenal espiritual, en que se estaban forjando armas de todas especies para llegar a aquel gran resultado. «Me figuro en mi ignorancia una nación noble y poderosa, que sacude el sueño como un hombre vigoroso y rompe sus apretadas ligaduras; se me representa como un águila que ensaya su poderosa juventud, y fija sin deslumbrarse sus ojos en el ardiente sol del mediodía, avivando y purificándose su vista largo tiempo ofuscada en la fuente misma del esplendor celeste; mientras el clamoreo de las aves tímidas y agrupadas, así como de las que apetecen el crepúsculo, revoloteando alrededor y no comprendiendo aquella novedad, predice con sus envidiosos gritos un año de disturbios y divisiones.» Nuestros lectores interpretarán este discurso, y a fuerza de leerlo y analizarlo, adquirirán una impresión exacta del sublime y profético espíritu que en él domina.

En 1645 publicó Milton una colección de sus poemas, incluyendo todos los sonetos que había escrito en el mismo año. Los nuevos sonetos se referían a los clamores que se habían levantado a consecuencia de las publicaciones del autor sobre la cuestión del divorcio, así como los que llevan el nombre de Lorenzo, Ciriaco Skinner y Enrique Lawes, y los de Lady Margarita Ley y Una joven virtuosa. En el prólogo de este tomo, Moseley, el editor, dice: «los poemas de Spencer, en estos ingleses, están imitados de tal manera, que los aventajan en dulzura.»

La joven en cuya alabanza está escrito uno de los nuevos sonetos, suponen que se llamaba miss Davis, a quien Milton, hallándose viudo, empezó a dirigirse con ánimo de hacer de ella una segunda esposa. Esta joven, que se pinta como muy bella y de una familia respetable, parece que dudó antes de contraer semejante vínculo, el cual aunque agradable para ella en más de un sentido, no podía menos de exponerla a murmuraciones y desdenes sociales. Al propio tiempo se verificó un cambio repentino en las circunstancias de Milton, de tal naturaleza, que no dejaba lugar a duda alguna: por el verano de 1645 obtuvieron los Parlamentarios la victoria decisiva de Naseby; la causa realista quedó vencida desde aquel día, y entonces vieron los Powells que la alianza con Milton, no solo era una cosa segura, sino ventajosa. El corazón de María Powell, que es de presumir anduviese en vacilaciones, con el rumor de que su marido solicitaba la mano de otra, no debió quedar muy satisfecho de los nuevos acontecimientos.

En este estado se hallaban las cosas, cuando Milton devolvió una visita a cierto amigo llamado Blackborough, en St. Martin’s-le-Grand. No era Blackborough el único de los amigos de Milton que deseaban dejase a la mujer con quien se había reconciliado, y esta visita dio ocasión para averiguar si podría tener lugar. Mistress Milton tenía su habitación en lo interior de la casa; se presentó repentinamente, se arrojó a los pies de su esposo y le rogó con lágrimas y evocando pasados recuerdos, que no la diese al olvido. Dícese que Milton vaciló al principio, pero cedió por fin; y al declarar que se olvidaba de lo pasado, podemos estar ciertos de que así sucedería: nadie por lo menos duda de que la reconciliación de Adán y Eva por el poeta, fue una viva reminiscencia de los sentimientos que le sugirió esta escena.

Al año siguiente Mr. R. Powell, de Forest Hill, estaba «de guarnición en la ciudad de Oxford, cuando ocurrió su rendición.» En el archivo de los Papeles de Estado hay un documento firmado por el general Fairfax, de 27 de junio de 1646, en que concede a Powell libre salida con sus criados, caballos, armas, efectos y todo lo necesario para dirigirse a Londres o a otro cualquier punto, según lo creyese indispensable. Powell se encaminó con toda su familia a la capital, donde su cuñado, a quien tan bajamente habían insultado y desacreditado, los recibió en su casa y los hospedó en ella por espacio de algunos meses. Pocas semanas después de su llegada, nació el primer hijo de Milton.

El último poema latino de nuestro autor, fue escrito a principios de 1647. Era la Oda a Juan Rouse, el conservador de la Biblioteca Bodleiana. A principios de 1646, murió en su casa el padre de su esposa, y doce meses después falleció también su propio padre, que durante algunos años permaneció tranquilamente en su compañía. Viéndose sucesivamente libre de los individuos que formaban la familia de su mujer, y con la muerte de su padre en mayor independencia de acción, Milton se mudó a poco, en 1647, desde su espaciosa casa de Barbican a otra más pequeña en Holborn. Esta casa de Holborn, dícese que tenía accesorias a Lincoln’s Inn Fields, sitio que en aquel tiempo correspondía a su nombre más que al presente. En la casa de Holborn nació la segunda hija de Milton, María.

En 1648 añadió nueve Salmos a los que ya había traducido. Aquel año fue poco favorable a la tranquilidad de estudio de los ingleses que estaban identificados con los negocios públicos. El partido del Rey quedó derrotado en todas partes. Carlos fue hecho prisionero, primero por los escoceses, después por los presbiterianos ingleses y últimamente por los independientes. Los independientes, y Cromwell en especial, no solo estaban dispuestos a respetar la vida del Rey, sino que, a ser posible, deseaban entrar con él en algún acomodamiento; pero las dilaciones, intrigas y engaños de su Majestad, además de frustrar todo proyecto de aquella especie, indignaron a los hombres que hubieran podido servirle, y convencieron al ejército de que su vida no sería nunca más que un tejido de conspiraciones contra la vida de las personas que se atrevieran a oponerse a su voluntad. ¿Cuáles eran las ideas de Milton respecto a los acontecimientos que podían producir semejante resultado? ¿Dónde se hallaba cuando Carlos compareció ante el Supremo Tribunal de Justicia, y dónde cuando su cabeza, sin corona ya, rodó sobre el cadalso? No lo sabemos; lo que sabemos es que en su opinión, como en la de sus compatriotas en lo general, la guerra empeñada no se había suscitado contra la monarquía. El objeto de la lucha había sido establecer la monarquía sobre una base constitucional compatible con la libertad; fracasado este intento, la alternativa era una república; y cuando esta sobrevino se oía decir a todos: «nosotros no hemos traído esto; ello ha venido por sí; y convencidos como estamos de que hay una voluntad superior a todo nuestro poder, nos conformamos con ella, y en caso necesario demostraremos tener razón suficiente para hacerlo así.» Milton era uno de los que explicaban en estos términos su conducta.

Muerto el Rey, los Presbiterianos prorrumpieron en grandes gritos y fulminaron las más amargas invectivas contra los Independientes, como perpetradores responsables de aquella muerte. Milton que hubiera perdonado esta inculpación a los antiguos realistas o la gente ignorante del pueblo, no podía tolerarla procediendo de aquel partido, y por eso pocas semanas después de la muerte del Rey, publicó su folleto titulado: Procedimiento de los Reyes y los Magistrados, cuyo objeto, según parece, era en cuanto se relacionaba con el castigo impuesto al Rey, «más bien reconciliar los ánimos con aquel hecho, que discutir la legitimidad de la sentencia que se había pronunciado.» El argumento sin embargo, va más allá de lo que indican estas palabras, pues la proposición se encaminaba a probar «que es legal y en todos tiempos se había sostenido que, quien quiera que estuviese en el poder, podía residenciar a un tirano o a un rey perverso, y una vez adquirido el convencimiento de que lo era, deponerle y condenarle a muerte, si los magistrados ordinarios no se resolvían o se negaban a hacerlo.» Después quedó demostrado que los Presbiterianos, tan censurados a la sazón por haber depuesto al Rey, fueron los que no solo le depusieron en el Senado, sino que en el campo alzaron contra él la cuchilla del verdugo. La evidencia de los hechos y la irrebatible lógica de esta publicación, hirieron profundamente a los Presbiterianos, los cuales habían ya denunciado a Milton, y esta vez con mas energía que nunca; pero el objeto del escritor fue no tanto granjearse la voluntad de aquel partido, como reducirle a silencio exponiendo sus debilidades y su falta de sinceridad.

El trabajo de Milton que en el orden de tiempo sigue a este, fueron sus Observaciones sobre los artículos de la paz con los irlandeses rebeldes. Estos artículos redactados por Ormond, el Lord lugarteniente, a nombre del Rey, demostraban que Carlos, faltando a sus más solemnes compromisos, se preparaba a llevar adelante sus intentos con ayuda de los católicos irlandeses, y a favor de cualquiera otra circunstancia de que pudiera aprovecharse. Las firmas que acompañaban a este pacto se habían puesto trece días antes de que el desdichado Rey fuese públicamente ejecutado. «Tal es, dice Milton, los frutos de mis estudios privados, que ofrecí gratuitamente a la Iglesia y al Estado, y por los que recibí por única recompensa la impunidad, aunque estos actos me procuraron la tranquilidad de conciencia y la aprobación de los buenos, poniendo en práctica la libertad de discusión de que yo era tan partidario. Sin trabajo ni merecimiento alguno lograron otros honores y utilidades; pero nadie me vio solicitar cosa alguna para mí mismo ni por medio de mis amigos; ni se me halló jamás en actitud suplicante a las puertas del Senado, ni haciendo la corte a los magnates. Yo acostumbraba a estar retraído en mi casa, donde mis bienes propios, parte de los cuales habían sido secuestrados durante las revueltas civiles, y parte absorbidos por las opresoras contribuciones que había satisfecho, me proporcionaban escasa subsistencia. Cuando me veía libre de estas atenciones, y pensaba que pronto gozaría de un intervalo de paz no interrumpida, volvía mi pensamiento a una historia de mi país que abrazase desde los tiempos primitivos hasta el presente.»

Esta historia inglesa era un asunto muy favorito de Milton, pero no llevó su narración más allá de la conquista. Como historia no tiene mucha importancia; pero como obra en que Milton revela sus pensamientos y su gran inventiva aplicada a una serie dada de sucesos, a pesar de estar formada de fragmentos, no deja de ser interesante. Las comparaciones que hace entre lo pasado y lo presente, aunque entonces parecían inoportunas, son ahora instructivas para nosotros.

Mas había de llegar día en que el hombre que nunca había solicitado nada para sí, fuese elevado a una honrosa posición por la desinteresada munificencia del Estado. El gobierno invitó a Milton a aceptar la plaza de secretario de Lenguas extranjeras. Su último opúsculo había hecho un servicio al país, y su competencia y aptitud para el destino vacante, eran superiores a las de todos los demás a quienes hubiera podido concederse. Era presidente del consejo el gran jurisconsulto Bradshaw, y ya hemos visto que el mismo apellido tenía la madre del poeta; así que Milton aceptó el destino el 13 de marzo de 1649, y dos días después tomó formalmente posesión de él; pero en sus manos de seguro no sería una sine cura.

A juicio de muchos, fue un gran crimen la ejecución del Rey, y teniendo en cuenta sus efectos, fue en verdad un grandísimo error. Por lo demás, era un aviso a las testas coronadas para que no abusasen de su poder, y cualquiera otro recurso que se hubiera empleado, habría ofrecido extraordinarias dificultades. Pero con aquello se había herido profundamente el sentimiento de la nación, y en mucho tiempo no podía ponerse remedio al mal. En este estado la nueva república recibió un gran golpe con la publicación del Eikon Basilike, libro de devoción que se forjó para presentar al último rey como hombre singularmente devoto y santo en todos los actos de su vida privada. A pesar de la dificultad de comunicaciones que había entonces, el libro se propagó por todo el país, agotándose con sorprendente rapidez una edición tras otra. En contestación al Eikon Basilike (La Imagen real), Milton dio a luz uno de sus más doctos escritos, con el título de los Iconoclastas (Los destructores de Imágenes). El objeto de esta publicación era pintar la situación del Parlamento, en oposición al Rey, y demostrar la falsedad de las pretensiones que en favor del segundo se alegaban. Era otra gran Demostración, y no podía menos de ser favorable a la república.

Pero la conducta del Parlamento y el ejército para con el Rey no pareció tan ofensiva en el extranjero como interiormente. A fines del mismo año, Claudio Saumaise, más conocido por Salmasio, publicó su Defensio regia pro Carolo Primo ad Carolum Secundum. El autor de esta obra era un erudito de los más distinguidos, que había logrado gran celebridad, el cual, a vuelta de sus argumentos, defendía resuelta y enfáticamente el derecho divino de los reyes, y apuraba todo su saber para probar que los soberanos ninguna responsabilidad contraen con sus súbditos, sino únicamente con Dios. Semejantes ideas, poco daño podían hacer en Inglaterra, pero realzadas con los abusos que en la república se cometían, fácilmente podían extraviar a los extranjeros.

Tal impresión, sin embargo, produjo aquel escrito, que en enero de 1650 expidió el Consejo una orden para que «Mr. Milton preparase una refutación al libro de Salmasio.» Hecha en efecto esta, se mandó imprimirla, y se acordó dar gracias al autor; y como la obra de Salmasio estaba en latin, en latin también apareció la respuesta, llevando el título de Defensio pro Populo Anglicano.

Gravemente equivocado estaba Salmasio respecto a lo que acontecía en Inglaterra, y por la ligereza y menosprecio con que trataba a las personas que tenía por adversarios, incurrió en mil indiscreciones que hicieron poco favor al concepto de sabio en que se le tenía. Evidentemente nada estaba más lejos de su imaginación, que le saliese al encuentro un antagonista como Milton, rival muy sagaz para descubrir hasta el menor descuido, y una vez descubierto, nada escrupuloso en manifestarlo. Aquel espíritu servil, y la arrogancia e insolencia del tono que se empleaba, eran de tal naturaleza, que Milton no sabía cómo dirigirse a él en términos que pareciesen dignos. Téngase presente que todo el secreto de la oposición consistía en el sarcasmo, el ridículo, y los epítetos más ignominiosos que un inglés podía hallar contra su adversario; la agilidad y el vigor de la lucha traían a la memoria el arte y la impetuosa resolución de un jefe de los antiguos atletas, que se ponía a dirigir la lucha; a cada golpe que se asesta, se convence uno de que el enemigo que está delante no merece piedad alguna, y sin piedad se le tratará. Pero no le cegaba tanto la pasión, que le privase de la lógica, ni le impidiera valerse de las armas que le daba su ciencia.

La defensa de los derechos de la humanidad contra todo género de opresión es siempre justa, y a veces se eleva a una sublimidad que le subyuga a uno con su fuerza y magnificencia. Era natural que una lucha entre dos gigantes como aquellos, llamase la atención de los sabios y de los hombres ilustrados de Europa, porque era espectáculo raro el de aquellos dos combatientes, puesto uno enfrente de otro. Algunos dicen que Milton acabó con su adversario, el cual no volvió a mostrarse lo que antes era, y murió al siguiente año. Otros niegan que fuese así; lo cierto es que semejante acometida no podía menos de ocasionar una gran lesión[4]. Desde entonces variaron mucho los sentimientos del continente, hostiles al Parlamento inglés. La fama de Milton no conoció superior sino en la de Cromwell, y el talento de uno y el poder de otro se creía que eran los que habían elevado a Inglaterra a su nueva posición.

Cuando Milton recibió la orden del Consejo para escribir esta obra, su vista, que hacía diez años iba gradualmente debilitándose, en los dos últimos se aminoró de una manera alarmante. Los médicos a quienes consultó, le previnieron que si se determinaba a emprender aquel trabajo, empeoraría su enfermedad hasta el punto de quedar ciego; a lo cual respondió con la más tranquila resolución: «¡Pues aunque ciegue!» Y cegó, en efecto, como le habían pronosticado; pero en los postreros instantes de su vida era un consuelo para él recordar la causa de aquellas tinieblas que se habían interpuesto entre sus ojos y el mundo visible; diciendo en unos versos: «Ciriaco, en pocos días, estos ojos, antes claros, privados de la luz, han perdido su vista. Me preguntas qué me consuela de tan gran quebranto: la conciencia, amigo mío, de haber perdido mis ojos en el nobilísimo empeño de defender la libertad.»

Ocho años pasaron, y nada más volvió a oírse de la polémica con Salmasio; mas no era creíble que la Defensa del pueblo de Inglaterra, tan celebrada de un extremo a otro de Europa, quedase sin respuesta alguna. Varias se dieron, y no excitaron interés; una que se publicó anónima, la atribuyó Milton al obispo Bramhall; sin embargo, su autor fue un clérigo desconocido llamado Rowland; contra la cual escribió Juan Philips, sobrino de Milton, una réplica que revisó el mismo poeta antes de publicarse.

Hemos visto que en 1649 se mudó Milton de Barbican a Holborn. Al hacerse cargo de su secretaría, pasó a ocupar la habitación que le estaba destinada en Whitehall, mas no sabemos por qué motivo, se le mandó desalojarla algún tiempo después; y en junio de 1651, tomó una linda casa en Petty France, en Westminster, contigua al palacio de lord Scudamore, que daba a St. James Park. Aquí siguió viviendo ocho años, hasta que vino la Restauración.

Como la pérdida de la vista le sobrevino poco a poco, no es fácil determinar con exactitud la época fija en que quedó totalmente ciego. Uno de sus adversarios le supone ya en este estado en 1652. No basta esto para asegurarlo; pero en la réplica que Milton le dirigió, dice lo bastante para dar por acaecida aquella desgracia en el mencionado año.

En una carta escrita a un amigo en setiembre de 1654, cuenta que por espacio de diez años había ido su vista «debilitándose y enturbiándose,» y añade cómo fue perdiéndola, hasta que la luz «se trocó en una oscuridad completa, como la que queda al apagarse una vela.» «Cuando por la mañana, dice, me ponía a leer, según mi costumbre, padecía mucho de los ojos, que me molestaban terriblemente, hasta que con el ejercicio corporal adquirían alguna fuerza. Si miraba a una luz encendida, la veía cercada de un disco luminoso. Una pequeña sombra que me cubría la parte izquierda del ojo izquierdo también, el cual comenzó a resentírseme algunos años antes que el otro, me impedía ver todo lo que había en aquella dirección. Hasta los objetos que tenía enfrente parecían oscurecerse cuando cerraba el ojo derecho, y este fue también durante tres años acabándose lentamente, y pocos meses antes de perder la vista del todo, no sentí novedad alguna; ahora siento como unos densos vapores en la frente y las sienes, que me oprimen y pesan sobre los párpados, sobre todo después de comer, a la caída de la tarde. Ni debo omitir tampoco que antes de quedar totalmente privado de la vista, cuando estaba en la cama y me volvía de uno y otro lado, al cerrar los ojos, me salían de ellos ráfagas lucientes; más adelante, cuando poco a poco fui dejando de distinguir los objetos, parecía que los colores, proporcionalmente turbios y oscuros, saltaban con cierto ímpetu y con una especie de zumbido interior.» Pero después de 1652, estas postreras llamaradas de la luz que se le apagaba, no volvieron a aparecer más.

La única obra en respuesta a su Defensa del pueblo de Inglaterra, sobre la que Milton decidió al fin no guardar silencio, fue una publicación titulada Regii sanguinis clamor ad Cœlum adversus Parricidas Anglicanos (Grito que la sangre real levanta al cielo contra los parricidas ingleses). El autor de esta obra era un tal Pedro Du Moulin, residente en Inglaterra, pero francés de nacimiento. Por él mismo sabemos que el manuscrito fue enviado a Salmasio, y que este encargó la impresión a uno llamado Moore, en latin «Morus,» escocés, que era el director del colegio protestante de Castres, en Languedoc. El libro no lleva más nombre que el del impresor, pero la dedicatoria a Carlos II está firmada por Moro. Milton llegó a entender que Moro había tenido alguna parte en esta obra, y contra él esgrimió la pluma, considerándole su autor; y como el escrito en cuestión estaba lleno de las más duras apreciaciones sobre su carácter privado, Milton aprovechó la ocasión para justificarse de semejantes diatribas, y al propio tiempo para decir al mundo cuál era su juicio respecto al carácter de los hombres que más participación tenían en el origen y conservación de la república inglesa. La importancia biográfica de esta segunda Defensa es muy grande; de modo que en este concepto tenemos mucho que agradecer a la cándida malignidad de los enemigos de nuestro autor. Moro intentó replicar; Milton contestó; a la contra-réplica añadió un suplemento; pero la controversia estaba ya agotada.

En 1653 quedó Milton viudo. Dícese que su esposa murió en su último destierro. Durante los últimos años, cuando estaba engolfado en cuestiones de tanto interés público y atrayéndose la atención de Europa, hay motivos para creer que su situación doméstica no era muy envidiable. Su esposa le había dejado ciego y con tres hijas, la más pequeña de dos años, y la mayor de ocho. Él mismo nos dice que a pesar de los servicios que había hecho a la República, había estado muy lejos de enriquecerse. Sus rentas consistían en el sueldo de secretario, que no llegaba a trescientas libras al año, y en sus recursos propios. En 1655 cuando, ciego ya, tuvo que echar mano de un auxiliar para su cargo, se le dejó reducido el sueldo a ciento cincuenta libras anuales, que se le asignaron como vitalicio. Poco después se nombró a su buen amigo Andrés Marvell como sustituto en su empleo oficial, nombramiento que parece haberse hecho a indicación suya.

Tales eran sus circunstancias personales cuando contrajo segundo matrimonio, y la persona con quien se enlazó fue miss Woodcock, hija del capitán Woodcock, de Hackney. Cómo se condujeron los negocios domésticos de Milton durante los tres últimos años, no está averiguado; pero que quedaron abandonadas las tres hijas, lo cual no hubiera sucedido a tener una madre de no más que regular inteligencia, es muy verosímil. Con Catalina Woodcock vivió Milton tan feliz como no lo había sido hasta entonces, y sus hijas suponemos que empezaron a dar señales de aprovechamiento bajo su dirección; pero este rayo de luz que entró en casa del poeta debía durar muy poco: quince meses después de su matrimonio murió su esposa embarazada, y la criatura no se logró. El sentimiento que tuvo siempre Milton por la pérdida de esta virtuosa señora, la expresó en un bellísimo soneto.

Ocho años fecundos en acontecimientos habían de pasar, antes de que Milton volviera a casarse. El alivio de trabajo que tenía en su cargo de secretario, le dejaba algún tiempo más de que disponer; seguía ocupándose en la Historia de Inglaterra, y ahora dio principio a los apuntes preparatorios para un diccionario latino reformado, y a la reunión de materiales para una obra de Teología; mas poco después de haber enviudado segunda vez, comenzó a pensar en el asunto de la Caída del Hombre para el poema épico que de tiempo atrás meditaba. Según su amigo Aubrey, empezó esta grande obra en 1658, mas en esta época todavía no se consagraba a ella del todo, sino a ratos. En 1658 publicó el manuscrito de la obra de Sir Gualterio Raleigh titulada el Consejo del Gabinete. En 1659 dio su importante tratado de la Potestad civil de los casos eclesiásticos, y un vigoroso opúsculo sobre los medios de suprimir los Jornaleros de la Iglesia. En el mismo año escribió también una carta a un amigo, tocante a los trastornos de la República, y otra al general Monk en favor de una República libre, exponiendo los medios que debían emplearse para asegurarla; pero eran cartas confidenciales y breves que no llegaron a imprimirse. El folleto dado a luz algunos meses después bajo el título de Breve y fácil camino para establecer una República libre, era de más importancia y estaba dirigido a la nación. En este opúsculo recomendaba con mucho empeño la excelencia de una República libre «comparada con los inconvenientes y peligros de la restauración monárquica en aquel país.» Otro fragmento publicó por entonces en contestación a un sermón altamente realista, predicado por un doctor Mateo Griffith, que se decía «Capellán del último Rey.» En estos dos escritos protesta Milton con toda su energía contra el restablecimiento del gobierno de los Estuardos, y en el mismo sentido seguía clamando, cuando los cañones de Dover Castle anunciaban el desembarque de Su Majestad Carlos II; pero la nación no le oía, y la corte y el pueblo se apresuraban a realizar las fatídicas predicciones tantas veces anunciadas por Cromwell, reproducidas por Milton al presente. La parte sensata del país estaba cansada de una guerra de facciones, del desorden que cada vez introducía más profunda perturbación, y anhelaba se realizasen sus esperanzas, fundadas en las prudentes y patrióticas intenciones del Rey proscrito. Aquellas esperanzas iban a salir fallidas; pero la experiencia vino demasiado tarde, y lo hecho ya no podía menos de realizarse.

En los ocho años que precedieron a la Restauración, vivió Milton en su aislado domicilio de Petty France, cerca del centro en que se agitaban todos aquellos años las ruidosas cuestiones suscitadas entre la Iglesia y el Estado. En aquel solía recibir a sus amigos, entre los que nos figuramos oír a Ciriaco Skinner discurrir libremente sobre los últimos debates del Parlamento o del club, y sobre la marcha de los negocios públicos. En el mismo sentido resonaba allí la honrada voz de Andrés Marvell, que a veces hacía también ingeniosas y profundas observaciones críticas acerca de la poesía y de la literatura en general. Allí es de suponer que Roberto Boyle hablase a su ciego amigo de los nuevos experimentos filosóficos, pasando de los misterios de la naturaleza a las religiosas consideraciones que le inspiraba su supremo Autor. Los escritos de Milton prueban las relaciones personales que tenía con los hombres más distinguidos del ejército y del Estado, y que estos acudían de vez en cuando a visitarle. La admiración que causaba su genio, lo mismo que el de Bacon, era mayor entre los extranjeros que entre sus compatriotas, y en esa época, después de Cromwell, el inglés que más llamaba la atención de los primeros, y a quien manifestaban más deseos de conocer, era nuestro autor; por lo que muchos emprendían un viaje y se dirigían a su modesta vivienda solo con este objeto.

Pero todo cambió con la Restauración. Milton debió comprender que su vida no estaba segura; había terminado su carrera política, y no bastaba en lo sucesivo su silencio para preservarle de las consecuencias de lo pasado. Abandonó entonces a Petty France y halló en Bartolomé Close un asilo y un amigo. A la proclamación se siguió su encarcelamiento; pero tenía amigos de influencia deseosos de favorecerle, como su cuñado Sir Tomás Clarges, Morrice, secretario de Estado y primo del general Monk, Andrés Marvell, que era individuo del Parlamento, dos distinguidos realistas, regidores de York, y sobre todo Sir Guillermo Davenant. Aun entre sus enemigos había algunos que consideraban su pérdida de vista con lástima, y su genio con respeto. Hay quien dice que algunos de sus amigos le dieron por muerto, y fingieron hacerle exequias fúnebres para frustrar la persecución del gobierno que andaba en busca suya; pero semejante recurso hubiera parecido sobrado cándido además de no ser creíble que Milton se hubiera prestado a semejante farsa. A ser cierta esta especie, los ingenios de la corte de Carlos no la hubieran dejado dormir tanto tiempo después del suceso.

En junio de 1660 resolvieron los Comunes que los Iconoclastas y su Defensa del Pueblo de Inglaterra se quemasen por mano del verdugo, y así se verificó en el mes de agosto; pero al mismo tiempo se pronunció sentencia de indemnidad, absolviendo de la pena de muerte al autor, aunque algunos meses después, no sabemos por qué causa, le hallamos bajo la vigilancia del macero del Rey. Sin embargo, en breve fue puesto en libertad, castigándole solo a pagar sus alimentos; pago a que resistió con su carácter independiente y resuelto, fundándose en que era excesivo, y se modificó el tanto antes prefijado.

Al dejar la casa de Bartolomé Close, tomó otra en Holborn, cerca de Red Lion Square, de donde a poco se trasladó de nuevo a Jewin Street. Aquí publicó una obra sobre los Accidentes y Gramática de la Lengua Latina, y además los Aforismos del Estado de un manuscrito que dejó Sir Gualterio Raleigh. Debemos añadir que en esta casa de Jewin Street contrajo Milton su tercer matrimonio, mas no parece que fuese con mucha anterioridad a 1664. Su amigo el doctor Paget le recomendó a Isabel, hija de Mr. Roberto Minshull de Wistaston, cerca de Nantwich, en Cheshire, como mujer que podría contribuir a su felicidad, y se verificó este enlace. Tenía entonces Milton cincuenta y seis años, y treinta menos su esposa. Su hija mayor contaba diez y ocho, y la segunda diez y seis.

Permaneció Milton tanto tiempo sin casarse con la esperanza al parecer de que sus hijas adquirieran afición y capacidad para el arreglo de la casa, pero estas esperanzas debieron frustrársele. Milton incurrió al parecer en la falta de haberse conducido con sus hijas no tan dignamente como era de esperar de él; conducta que por una y otra parte dejamos al juicio de los lectores.

A mistress Foster, nieta de Milton, se atribuye la declaración de que su abuelo, además de la aspereza con que trataba a sus hijas, miraba con tal indiferencia su educación, que no quiso que aprendiesen a escribir. La mayor no podía leer por cierto impedimento que tenía en la lengua, pero las otras dos, y Débora la más joven lo dice así, sabían leer en ocho idiomas, entre ellos el griego y el hebreo; pero la ocupación de verse obligadas a leer mucho en estas lenguas, o por lo menos en una que no sabían traducir, debía ser tan desagradable como inútil. El sobrino del poeta, Philips, refiere que luego que las jóvenes concluían esta ocupación, iban todas tres fuera de casa «a aprender algunas labores curiosas y entretenidas, propias de mujeres, especialmente el bordado en plata y oro.» El hecho de que Milton al morir dejó cuanto poseía a su esposa, excepto lo que podían reclamar sus hijas por la parte de su madre, de la familia de los Powells, ha venido a confirmar los desfavorables informes que se tienen en el particular.

En cambio debe recordarse que mistress Foster, la nieta del poeta, no es enteramente digna de crédito, pues la aserción de que Milton no quiso enseñar a sus hijas a escribir, es positivamente falsa, dado que Aubrey afirma ser Débora, la más joven, la amanuense de su padre, y que aprendió latin y a leer griego, es decir, a traducir una lengua y leer otra. Débora además asegura que aunque no fueron a colegio, «aprendían en casa con una maestra que se tomó a este fin.» Esto significa que estaban bajo la dirección de un aya. A este gasto hay que añadir el del aprendizaje del bordado, y la asignación que tuvieron los cuatro o cinco años antes de morir su padre, en que dejaron de formar parte de la casa. Al fin de ese tiempo, dice él que había «gastado la mayor parte de su fortuna en esta atención,» y al mismo tiempo que habían sido «descuidadas y poco afectuosas con él;» que «no le cuidaban estando ciego, ni hacían nada en obsequio suyo;» que «en lugar de servirle de apoyo, que tanto necesitaba, se confabulaban con la criada para sisarle en la compra;» que habían inutilizado algunos de sus libros, y vendido los demás a las prenderas; y que María, la segunda, sabiendo que su padre estaba para casarse, decía que la mejor noticia que podrían darle de él era que había muerto.

La nueva mujer de Milton tenía veinte y seis años de edad cuando se casó, y Aubrey, que la conoció, la pinta como «una bella persona, de carácter bondadoso y dulce.» Por lo que de ella se dice, debemos en efecto presumir que se distinguía por sus atractivos personales. Sábese que profesó a su marido gran respeto; que los versos que se le ocurrían a él de noche, los escribía ella al dictado al siguiente día; que procuraba complacerle en todo, y que de hecho probó ser una excelente señora. Milton mismo confiesa que era una «amante esposa», y su hermano Cristóbal asegura que así como él «se quejaba, aunque sin acritud, de que sus hijas le habían tratado con poco cariño, de su esposa decía que había sido amable y cuidadosa.» Al dejar para ella la propiedad de que podía disponer, que, sin embargo, no le proporcionaba más que los medios de una regular subsistencia, daba a entender que satisfacía una deuda de gratitud. En el convenio últimamente hecho cuando se litigó la herencia, las hijas se contentaron con recibir cien libras cada una por su parte; y al mismo tiempo las mil libras que seguía debiendo la familia de Powell, reconocidas por personas que se obligaban a pagarlas como una deuda legítima, quedaban a las hijas como objeto de reclamación. «Philips cuenta» dice Johnson, «que mistress Milton persiguió a las hijastras en vida de su marido, y las despojó de lo suyo después de muerto;» pero baste decir que Philips nunca dijo semejante cosa, ni es la primera vez que la ojeriza de Johnson le lleva a incurrir en difamaciones de esta naturaleza. La mejora hecha en favor de la viuda, probablemente sugerida por ella misma, es el único cargo que puede hacérsele; y por lo que hace a la persecución que se le atribuye, Débora bien podía dejar su casa, aun recibiendo buen trato, para ser adoptada, como de hecho lo fue, por mistress Merien, mientras sus dos hermanas difícilmente hubieran vivido cinco o seis años al lado de su madrastra, si tan mal se hubiera conducido con ellas. En todo esto, en lo que se dice del proceder de Milton para con sus hijas y su primera mujer, no es fácil asegurar en quién estuvo la falta, pero no creemos aventurar mucho al decir que si él fue culpable con los demás, estos lo fueron en mucho mayor grado para con él.

No siguió viviendo mucho tiempo en Jewin Street; de allí se trasladó, por último, a una casa situada en Artillery Walk, que entonces era una hermosa calle que salía a Bunhill Fields; pero no había residido mucho tiempo en su nueva vivienda, cuando le lanzó de ella la peste, que tan terriblemente invadió la metrópoli en 1655; hubo de refugiarse por algún tiempo en una casa cualquiera de Chalfont, en Buckinghamshire, que había alquilado para él su joven amigo Wood, el Cuáquero. En este tiempo concluyó o dejó casi concluido su Paraíso perdido.

Las primeras noticias que tenemos de que Milton intentase escribir un poema épico, se refieren a la época de su viaje al continente. Los elogios que le tributaron en Florencia, indican que algo de este propósito manifestó a sus amigos de aquella ciudad. En los versos que dirigió a Manso en Nápoles, pocos meses después, explícitamente declara su intención, pero el asunto que entonces le ocupaba, era el Rey Arturo y el espíritu caballeresco de aquellos tiempos. En su tratado del Gobierno de la Iglesia, publicado en 1641, vuelve a hablar de su proyecto, pero es con referencia también al Rey Arturo. No sabemos cuándo o por qué dejó el asunto británico por el bíblico; pero es lo cierto que en 1658 había ya variado de resolución, pues algunos años antes, Philips y otros amigos habían visto fragmentos del poema, especialmente el Apóstrofe de Satán al Sol, que apareció después en el Paraíso perdido. Es por consiguiente de suponer que ocho o diez años antes se ocupaba el poeta en este asunto y estaba más o menos resuelto a escribirlo, y que unos siete años antes de su publicación, era obra que resueltamente traía entre sus manos. La primera forma que pensó dar a su obra, sabido es que era la de un drama; los manuscritos de Milton en Cambridge, nos dan por anteriores dos planes dramáticos sobre la Caída del Hombre, trazados de un modo semejante al de los antiguos misterios; mas por fortuna abandonó aquella idea, en la cual parece que insistió muy poco.

La causa más poderosa que le sugirió tan sublime asunto es probable que dependa de los nuevos pensamientos a que se entregó al regresar a Inglaterra en 1639. Estando aún en Cambridge, el disgusto con que veía el giro dado a los sucesos de la Iglesia anglicana, le apartó del propósito de hacerse clérigo. Su Lycidas manifiesta que pensaba así cuando estaba escribiendo aquel poema; pero su residencia en Horton y su viaje continental comprenden el intervalo que puede decirse más brillante de su vida, y si esta le hubiera sonreído después del mismo modo, es probable que el poema épico hubiera sido el caballeresco. La lucha entre Carlos y el Parlamento, que engendró la guerra civil y las graves cuestiones de la libertad civil y religiosa, absorbieron su atención, y no solo avivaron el espíritu religioso que descubrió en sus primeros años, sino que le arraigaron más en él, y por decirlo así, constituyeron sus ulteriores hábitos.

En otra parte hemos dicho que Milton entregó el manuscrito del Paraíso perdido a Wood en Chalfont, y mencionado también la observación del Cuáquero, amigo del poeta, que quien había escrito el Paraíso perdido, bien podía escribir el Paraíso recobrado, en lo cual alude al poema conocido después con este nombre. Milton volvió a Londres en 1666, probablemente a principios de año. El retraso que experimentó la publicación en 1665 por la peste, continuó en setiembre de 1666 por el gran incendio de Londres, que paralizó, como no podía menos de suceder, toda empresa por parte de los autores y libreros. Pero Milton había escrito la mayor parte, si no todo su Paraíso recobrado, falto de libros en su humilde habitación de Chalfont, así como su gran poema entre las incesantes distracciones producidas por la agitación y los peligros que combatieron a la República los cinco primeros años de su existencia, y entre los temerosos acontecimientos que acompañaron a la Restauración; pero desplegando toda su energía y aliento, se introdujo en la ciudad donde la peste acababa de hacer tantos estragos sin perdonar morada alguna, y donde a consecuencia del incendio, estaban sembradas las calles de ruinas y confusión, con el fin de hallar un librero bastante animoso para emprender la publicación de un poema épico en diez libros.

Halló, sin embargo, Milton el hombre que buscaba en la persona de Samuel Simmons; y todo el mundo sabe los términos del convenio que se realizó entre el poeta y este editor. Al firmarse el contrato recibió el autor cinco libras, y si se vendían los mil trescientos ejemplares de la primera edición, recibiría otras cinco. Si de la segunda edición se despachaba igual número, percibiría la misma suma, y otro tanto de la tercera, en el supuesto de que ninguna edición había de pasar de mil quinientos ejemplares; de manera que la venta de más de cuatro mil ejemplares no produjo al autor más que veinte libras. La primera edición se anunció perfectamente encuadernada y al precio de tres chelines. Milton firmó su convenio con Simmons el 27 de abril de 1667; el 26 de abril de 1669 recibió las segundas cinco libras, habiéndose agotado los mil quinientos ejemplares estipulados de la obra en aquellos dos años. La segunda edición no se imprimió hasta 1674, en que, como ya Milton no vivía, nada pudo recibir; así que todo lo que llegó a sus manos por producto del Paraíso perdido fueron diez libras. La segunda edición se vendió en el espacio de cuatro años, y al imprimir la tercera en 1681, Simmons entregó a la viuda de Milton ocho libras, importe del derecho de autor. Simmons vendió la propiedad al librero Brabazon Aylmer en veinticinco libras, y en 1683, pasó de Aylmer a Jacobo Tonson en precio mucho mayor. En el transcurso de veinte años se publicaron seis ediciones, y se vendieron de siete a ocho mil ejemplares. En 1688 apareció una hermosa edición en folio, bajo los auspicios del gran jurisconsulto whig, lord Somers, y con una lista que excedía de quinientos suscriptores, entre los cuales figuraban los hombres más distinguidos por su posición y su fama literaria: hechos que hacían más honor al público de aquel tiempo que al comercio de librería.

La Historia de Inglaterra de Milton, que tanto le había dado que pensar en ocasiones, no se publicó hasta 1670, pero muy mutilada por el censor, y, según dicen algunos, con intercalaciones posteriores, so pretexto de restablecer los pasajes suprimidos. En 1671 apareció el Paraíso Recobrado, juntamente con el Hércules Sansón. En 1673 el poeta dio a luz su tratado de la Verdadera religión, la herejía, el cisma, la tolerancia, y que medios adecuados debían emplearse contra la preponderancia del Papado. Por aquel tiempo, el país estaba cada vez más alarmado, y no sin razón, por temor de que ascendiese al trono un papista, y por el nuevo ascendiente con que amenazaba el romanismo. Milton excitó a todos los protestantes para hacer causa común contra el enemigo; en el mismo año reimprimió sus primeras poesías con algunas adiciones y correcciones, y su Tratado sobre educación; pero en la puntuación y en algunos otros pormenores, fue esta edición menos esmerada que la primitiva. En 1674, último de su vida, el venerable vate publicó sus Cartas familiares en latin; y una traducción, también en latin, de la Declaración de Poles en favor de Juan III, que se dio en el mismo año, se le atribuyó asimismo.

Durante sus últimos años, Milton sufría mucho de la gota, de cuyas resultas se dice que murió. El 8 de noviembre, a los sesenta y seis años de edad y en su casa de Bunhill Fields, pasó su espíritu a mejor vida. Parece que su muerte tuvo lugar sin que la precediesen grandes síntomas, pero él hacía mucho que tenía el presentimiento de que no estaba lejana y hablaba de ella a su familia con la mayor entereza y serenidad, y sin muestra alguna de temor. Sus restos fueron sepultados al lado de los de su padre, en el presbiterio de San Gil, de Cripplegate. Toland dice que a sus funerales concurrieron «todos los hombres ilustrados y todos sus amigos de Londres, además de una gran concurrencia del vulgo.»

Era Milton de estatura más bien pequeña que alta. La afeminada belleza que le distinguía en su juventud, se convirtió en una regularidad varonil de facciones cuando creció en años. Sus retratos manifiestan que llevaba partido el pelo en mitad de la frente, con melenas que le caían por encima de los hombros; era de color moreno claro, y sus ojos pardos, conservándose naturalmente abiertos aun después de haber quedado ciego. En la flor de su edad tenía el cuerpo erguido y cierto aire de intrepidez. Un clérigo de edad, que le vio en sus últimos años, le pinta en una pequeña habitación, sentado en una silla de brazos, vestido de negro, pálido aunque no cadavérico, con las manos y los dedos hinchados de la gota y untados de greda. Dícese que acostumbraba también a estar sentado con un levitón gris de abrigo a la puerta de su casa, cerca de Bunhill Fields, en los días de gran calor para tomar el fresco, y que allí lo mismo que en la sala, recibía las visitas de las personas distinguidas que iban a verle. No contrajo la gota por entregarse a una vida regalada, dado que una de sus costumbres invariables era la sobriedad. Bebía muy poco vino, y era muy parco en la comida. En sus primeros años abusaba mucho de la vista y de la salud con el trabajo nocturno; en lo sucesivo empleaba la noche de otro modo, acostándose a las nueve y levantándose, en verano a las cuatro, y en el invierno a las cinco. Si no podía levantarse a esta hora, hacía que alguno le leyese, y así que se levantaba, prestaba atención a la lectura de un capítulo de su Biblia hebraica. Seguía estudiando hasta el mediodía; después de dar un corto paseo, comía, tocaba un rato el órgano, y cantaba, o rogaba a su esposa, que tenía muy buena voz, que le acompañase. Volvía luego a sus quehaceres mentales hasta las seis; de las seis a las ocho recibía a las visitas; entre ocho y nueve tomaba una sopa de aceite y un corto alimento, fumaba una pipa, se bebía un vaso de agua, y se retiraba a descansar. Uno de sus biógrafos dice «que era de carácter grave, no melancólico, no lo fue por lo menos hasta la última parte de su vida, ni displicente, ni moroso, ni atrabiliario, sino de ánimo sereno, de ánimo que no descendía a cosas pequeñas.» Aubrey, aunque asegura que era satírico, lo cual no puede dudarse que lo fue en ocasiones oportunas, más adelante añade «que aun durante sus ataques de gota estaba alegre y cantaba.» Por su hija menor sabemos también que «su padre era de un trato delicioso, de una conversación llena de vida, no solo por lo interesante de los asuntos, sino por su natural gracia y finura.» Su vida, que era sencilla y virtuosa, siguió siéndolo hasta el fin.

La mayor parte de los biógrafos de Milton se lamentan de que distrajera su genio por espacio de veinte años de la poesía, y lo dedicara a la política; pero la política que profesaba no era la común; había llegado el tiempo crítico en que era preciso resolver si Inglaterra había de ser libre o no serlo, patria de una enérgica libertad, o triste imitadora de las serviles monarquías del continente. Había allí hombres nacidos, no para servirse a sí propios, sino para servir a su país y a la humanidad. Semejantes hombres pueden arrostrar mil penalidades, y hallar, sin embargo, gusto en la esperanza de que cumplen con un deber; pero estos forman comparativamente un número muy exiguo, y Milton entre estos pocos, figuraba en primera línea. Su poesía hace honor a su genio, y sus servicios como patriota no son menos gloriosos a su dignidad moral. Él mismo nos dice que para proceder de manera que no tuviera que avergonzarse perpetuamente de sí, era indispensable subordinar su amor por la poesía al amor de su país y de la libertad. Para usar de su propio concepto, en aquella contienda secular únicamente ponía la mano izquierda; la derecha, que era por su naturaleza más diestra y vigorosa, hallaba su verdadero empleo en cosas más sublimes. Sin embargo, sus escritos políticos, que podían considerarse como una excepción, constituían un poderoso impulso bajo el aspecto de la libertad general, impulso, que como otros muchos no feneció, según comúnmente se cree, al asomar la Restauración. Sin la revolución de 1640, difícilmente sabríamos lo que había acontecido desde 1688.

Pero nuestro insigne poeta, como se ve en hombres más a propósito que él para las cuestiones de estado, mostraba mayor aptitud para destruir lo malo, que para producir lo bueno que había de sustituirlo. Según la opinión general, Milton era un fervoroso republicano, pero de hecho se inclinaba al gobierno ejercido por los más ilustrados y virtuosos; y la cuestión de si los más sabios y virtuosos se hallan con preferencia en una república, en una oligarquía, en una monarquía, o en todos estos sistemas combinados, era cuestión secundaria que solo concernía a la relación en que se hallan los medios con los fines. Juzgando de la monarquía por lo que casi siempre había sido, o más bien por lo que había sido recientemente en su país, no abrigaba esperanza alguna de salvación por aquel camino. De aquí la gran dificultad que se originaba para averiguar cómo construir la máquina de un gobierno democrático de manera, que ofreciese las mayores ventajas posibles y los menores inconvenientes anejos a esa misma utilidad.

Nada más distante de su pensamiento que la persuasión de que el mejor gobierno fuese el de la muchedumbre. Deseaba que cada pueblo fuese una ciudad, y cada ciudad como Florencia o Venecia, dotada de grandes poderes legislativos y administrativos; sobre estos hubiera establecido, no una cámara de los comunes, sino un gran consejo, de carácter permanente y revestido de la autoridad suprema, y para dar consistencia a este consejo, dice, hubiera «sido bien reformar y perfeccionar las elecciones, no entregándolo todo al tumulto y clamoreo de una multitud ignorante, sino concediendo a los más justamente notables el nombrar a los que quisieran, y además de este número, otros de más selecta procedencia que eligiesen un número menor más rigurosamente; hasta que después de purificar y mejorar por tercera y cuarta vez la elección, quedasen solamente nombrados los que constituyesen el número debido, y resultasen los más dignos por el mayor número de votos.»

Inútil es decir que Milton no conocía la naturaleza humana, pero de estos principios se deduce que le faltó poco para acertar con las tendencias más arraigadas y características del pueblo inglés. Sus instituciones, como todas las de carácter natural y propio, se habían deducido de su vida social. De ninguna de ellas se había echado mano porque únicamente se recomendase por la abstracción de sus teorías o porque en el papel parecieran muy acertadas. Todo dimana de las exigencias, y todo se adopta con tal que se acomode a estas; pero para acomodarlas a la república de Milton, necesitaba la nación olvidarse de casi todas las tradiciones, formas y sentimientos de lo pasado, y reemplazarlos con un orden de cosas que habían de hacerse, mas no con un orden de cosas ya hechas. Exigir una combinación de esta naturaleza de un hombre inteligente, era demasiado; mas exigirlo de un pueblo tan fiel a sus antiguas costumbres como el inglés, no era en manera alguna razonable. Como político, el gran vate proclamaba altas verdades, pero la aplicación de estas verdades a las actuales circunstancias, pedía un pensamiento y un temperamento más flexible que el que Milton podía llevar a la ciencia de la política. Cromwell comprendió que la mayoría de la nación, bajo una u otra forma, era realista, y que dejar la futura suerte del gobierno al sufragio de la nación, equivalía a votar la destrucción de la República. Milton equivocó el concepto de lo que la nación podía hacer y lo que debía ejecutar. Cromwell, que tenía un gran instinto político, vio lo que la nación quería hacer abandonada a sí misma, y procedió con arreglo a este principio.

Por lo que hace a sus creencias religiosas, Milton en lo sustancial no se apartaba de las de su tiempo y su país. La fe de su juventud era la de un puritano, y aunque su piedad participaba de cierta índole libre, resultado natural de su especial inteligencia y modo de ver, nunca dejó de participar, en lo importante al menos, del espíritu y del carácter puritanos. A su muerte dejó dos obras manuscritas, una Historia de Moscovia, publicada poco después, y un Tratado completo de Doctrina Cristiana, que permaneció ignorado hasta que se dio a luz, traducido del latin, en el primer tercio del presente siglo. Verdad es que hasta los cuarenta años próximamente de edad, Milton fue trinitario y calvinista. En punto a la Trinidad, su opinión admitía algunas modificaciones, pero no hay seguridad de esta circunstancia hasta que apareció el Paraíso perdido, es decir, cuando se acercaba a los sesenta años. En este poema hay algunas expresiones oscuras y desusadas sobre las personas que comúnmente se consideran como indistintas, y formando una sola en la Divinidad; en la Doctrina Cristiana, el Hijo se representa como la suprema naturaleza creada, pero creada al fin, y el Espíritu Santo, cuando está representado como una persona, se supone que es el ser más inmediato al Hijo. Debe, sin embargo, advertirse que semejante concepto no afecta en manera alguna a las opiniones de Milton sobre otros puntos teológicos; modificó en esto sus creencias, pero en todo lo demás las conservó inalterables: siguió creyendo en la caída del hombre y en las consecuencias que tuvo respecto al género humano; en la Redención de Cristo, en el perdón por medio de su sacrificio, en la justificación por su Justicia y en el poder regenerador del Espíritu Santo. La Redención, según él, fue concebida por una Trinidad de personas, aunque no iguales entre sí, y por una Trinidad de actos, bien que estos no se produjeran por personas de la misma naturaleza y autoridad.

Los críticos de Milton suelen admirarse de que un drama tan maravilloso como el Paraíso perdido estuviese fundado en datos tan incompletos como los que ofrecen los primeros capítulos del Génesis; pero la verdad es que el poeta no halló los materiales de su obra dentro de aquella pauta: creía, como muchos aventajados críticos creen aún, que la primera parte de la revelación está formalmente expuesta en la última; que el Paraíso perdido no se funda en el Génesis, sino que como la teología del siglo XVII, está únicamente cimentado en la Escritura. Hasta algún tiempo después del en que floreció Milton, casi todos los cristianos, sinceros creyentes, procedían bajo el mismo espíritu.

Se ha alegado como un grave cargo contra Milton que en sus últimos años no se sabe que formase parte de Iglesia alguna, ni profesase una forma dada de culto público; pero los que esta acusación propalan parece que se olvidan de que Milton sostuvo sus controversias eclesiásticas con el gran partido presbiteriano, casi tanto como con la Iglesia de Inglaterra; que en sus últimos años la única Iglesia permitida era esta última; que el haberse afiliado en un culto cualquiera distinto del de esa Iglesia, hubiera equivalido a una violación de la ley y a incurrir en la pena de multa y encarcelamiento. Ciertamente que si se hubiera concedido libertad de cultos, apenas habría hallado Milton iglesia cuyo credo estuviese conforme con el suyo; que concedida semejante libertad, dudamos que hubiera aprovechado la ocasión para valerse de ella. Hombres religiosos hay que convienen en un culto sin estar afiliados en ninguno.

Ya hemos hablado bastante de la crítica del doctor Johnson con respecto a Milton. El autor que no tiene escrúpulo en decir a sus lectores que cree a Milton capaz de forjar una oración para el Eikon Basilike, con el objeto de poder, fundado en ella, acriminar mejor al Rey, se priva de toda autoridad en cuanto se relaciona con la reputación del autor del Paraíso perdido. Mr. De Quincey, aun siendo tory y nada afecto al puritanismo, ha calificado la conducta de Johnson respecto a Milton con frases muy severas, pero que no por eso dejan de ser exactas. «Por lo que hace al doctor Johnson, dice, ¿he de perdonarle yo por la trivial consideración del perjuicio que le irrogue? El doctor Johnson, cuando juzgaba a Milton, obraba con malicia, con falsedad y sin pudor alguno. Era hombre muy tentado de la falsedad, y no tenía la virtud de resistir a la tentación. Lo que hay es que Johnson ni capaz era de comprender a Milton. Johnson tenía su paraíso en las calles de Londres, y no tenía para qué hacer caso del que Milton había creado: para Milton, la religión y el gobierno eran los grandes intereses de la humanidad; para Johnson la religión no tenía más influencia que intimidar y rebajar el alma en lugar de sublimarla e infundir en ella nobilísimas aspiraciones; y en cuanto a gobierno, los hombres debían darse por contentos del que Jorge III tenía la dignación de darles. La naturaleza humana pintada por Johnson es una pobre naturaleza, pobre para este mundo y pobre para el otro; pintada por Milton tiene facultades divinas, y la perfección de que es capaz, y que él reconoce, es la profecía de su destino. Muy bien puede el poeta haberse remontado tanto a las regiones de lo ideal, que se olvidara de cuanto le rodea; pero el moralista que rebaja tanto la actualidad, se priva de la fuerza que puede elevarle hasta lo ideal. Johnson puede analizar y considerar los seres humanos en su vida mundana como ninguno otro hombre, pero seres humanos que puedan alternar con los ángeles, estaba muy lejos de concebirlos. Preferible, infinitamente preferible, es soñar con Milton, a no tener esperanza alguna como Johnson. Pero ¿qué decimos soñar? La fama del poeta es toda una realidad; el mundo celestial en que su espíritu penetró, una realidad todavía más grande, y los principios que de sus labios oímos son los más nobles que han salido jamás del pensamiento humano, y seguirán siéndolo siempre.»

El pa​raíso perdido

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