Entonces la Vida me respondió así, y mantuvo así sus finas orejas cerradas:
"¡Oh Zaratustra! ¡No golpees tan terriblemente con tu látigo! Sabes seguramente que el ruido mata el pensamiento, y justo ahora me vinieron pensamientos tan delicados.
Somos los dos auténticos inútiles y desgraciados. Más allá del bien y del mal encontramos nuestra isla y nuestro verde prado: ¡nosotros dos solos! Por eso debemos ser amables el uno con el otro.
E incluso si no nos amamos de todo corazón,- ¿debemos entonces guardarnos rencor si no nos amamos perfectamente?
Y que soy amistoso contigo, y a menudo demasiado amistoso, que te conozco: y la razón es que tengo envidia de tu Sabiduría. ¡Ah, este viejo loco, la Sabiduría!
Si un día tu Sabiduría huyera de ti, ¡ah! entonces también mi amor huiría de ti rápidamente".
Entonces la Vida miró pensativamente detrás y alrededor, y dijo en voz baja "¡Oh Zaratustra, no me eres lo suficientemente fiel!
No me amas tanto como dices; sé que piensas en dejarme pronto.
Hay un viejo y pesado reloj que retumba de noche hasta tu cueva.
-Cuando oigas que este reloj da las horas a medianoche, piensa que entre la una y las doce del día-
-Piensas en ello, oh Zaratustra, lo sé- ¡en dejarme pronto!"
"Sí", respondí, vacilante, "pero tú también lo sabes"- Y le dije algo al oído, entre sus confusos mechones amarillos y tontos.
"¿Sabes eso, oh Zaratustra? Que no conoce a nadie..."
Y nos miramos el uno al otro, y miramos el verde prado sobre el que pasaba la fresca tarde, y lloramos juntos.- Entonces, sin embargo, la Vida me fue más querida que toda mi Sabiduría.
Así habló Zaratustra.