Los inicios de este libro se sitúan en las semanas de los primeros Festivales de Bayreuth: una profunda extrañeza frente a todo lo que allí me rodeaba es uno de sus presupuestos.
Quien tenga una idea de las visiones que ya entonces, me habían salido a mí al paso podrá adivinar de qué humor me encontraba cuando un día me desperté en Bayreuth.
Totalmente como si soñase. ¿Dónde estaba yo? No reconocía nada, apenas reconocí a
Wagner. En vano hojeaba mis recuerdos. Tribschen, una lejana isla de los bienaventurados: ni sombra de semejanza. Los días incomparables en que se colocó la primera piedra, el pequeño grupo pertinente que lo festejó y al cual no había que desear dedos para las cosas delicadas: ni sombra de semejanza. ¿Qué había ocurrido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! ¡El wagneriano se había enseñoreado de Wagner! ¡El arte alemán! ¡el maestro alemán!, ¡la cerveza alemana!. Nosotros los ajenos á aquello, los que sabíamos demasiado bien cómo el arte de Wagner habla únicamente a los artistas refinados, al cosmopolitismo del gusto, estábamos fuera de nosotros mismos al reencontrar a Wagner enguirnaldado con «virtudes» alemanas. Pienso que yo conozco al wagneriano, he
«vivido» tres generaciones de ellos, desde el difunto Breudel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de los BayreutherBlätter [Hojas de Bayreuth], que confundían a Wagner consigo mismos; he oído toda suerte de confesiones de «almas bellas»
sobre Wagner. ¡Un reino por una sola palabra sensata! ¡En verdad, una compañía que ponía los pelos de punta! ¡Nohl, Pohl, Kohl, mit Grazie in infinitum [con gracia, hasta el infinito]! No falta entre ellos ningún engendro, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner!
¡Dónde había caído! ¡Si al menos hubiera caído entre puercos! ¡Pero entre alemanes! En fin, habría que empalar, para escarmiento de la posteridad, a un genuino bayreuthiano, o mejor, sumergirlo en spiritus [alcohol], pues spiritus [espíritu] es lo que falta, con esta le-yenda: este aspecto ofrecía el «espíritu» sobre el que se fundó el «Reich». Basta, en medio de todo me marché de allí por dos semanas, de manera muy súbita, aunque una
encantadora parisiense intentaba consolarme; me disculpé con Wagner mediante un
simple telegrama de texto fatalista. En un lugar profundamente escondido en los bosques de la Selva Bohemia, Klingenbrunn, me ocupé de mi melancolía y de mi desprecio de los alemanes como si se tratase de una enfermedad - y de vez en cuando escribía, con el título global de «La reja del arado», una frase en mi libro de notas, todas, Psicologica
[observaciones psicológicas] duras , que acaso puedan reencontrarse todavía en Hu mano, demasiado humano.