4

Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza. Todo me parecía preferible a aquel indigno «desinterés» en que yo había caído, primero por ignorancia, por juventud , pero al que más tarde había permanecido aferrado por pereza, por lo que se llama «sentimiento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que no puedo admirar bastante, y justo en el momento preciso, aquella mala herencia de mi padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó con lentitud de todo aquello : me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso.

No perdí entonces ninguna benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me

proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis hábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio, a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos, pusieron fin a toda bibliomanía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del

libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo beneficio que me he procurado! El mí-mismo más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente tener-que-oír a otros sí-mismos (¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido, dubitativo, pero al final volvió a hablar . Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.

Share on Twitter Share on Facebook