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Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan

inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva astucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una gloria histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para...

Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el típico catedrático alemán, los he reconocido siempre en el hecho de que, apoyándose en este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En verdad el libro contenía mi desacuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto puede leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales (lisez [léase]: Nietzsche, el primer inmoralista), en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre fisico, pues el mundo inteligible no existe.» Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo del conocimiento histórico (lisez [léase]: transvaloración de todos los valores), acaso pueda servir algún día en algún futuro –¡1890!– de hacha para cortar la raíz de la

«necesidad metafísica» o de la humanidad, si para bendición o para maldición de ésta,

¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tiene las más destacadas

consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que poseen todos los grandes conocimientos.

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