¿Y por qué no había yo de llegar hasta el final? Me gusta hacer tabla rasa. Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alemanes. La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete años (tercera Intempestiva, p. 71); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradice a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando «sondeo los riñones» de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue : teniendo esto se es gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille —¡ay!, son tan bondadosos. Uno se rebaja con el trato con alemanes: el alemán nivela. Si excluyo mi trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio opinaría que su muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza, con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [matices] —¡ay de mí!, yo soy una nuance—, que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la
vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden, me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida
entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos, sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. Mi modo de ser hace que yo sea dulce y
benévolo con todo el mundo –tengo derecho a no hacer diferencias–: esto no impide que tenga los ojos abiertos. No hago excepciones con nadie, y mucho menos con mis amigos,
¡espero, en definitiva, que esto no haya perjudicado a mi cortesía para con ellos! Hay cinco, seis cosas de las que siempre he hecho cuestión de honor. A pesar de ello, es cierto que casi todas las cartas que recibo desde hace años me parecen un cinismo: hay más cinismo en la benevolencia para conmigo que en cualquier odio. A cada uno de mis
amigos le echo en cara que jamás ha considerado que mereciese la pena estudiar alguno de mis escritos: adivino, por signos mínimos, que ni siquiera saben lo que en ellos se encierra. En lo que se refiere a mi Zaratustra, ¿cuál de mis amigos habrá visto en él algo más que una presunción ilícita, que por fortuna resulta completamente indiferente? Diez años y nadie en Alemania ha considerado un deber de conciencia el defender mi nombre contra el silencio absurdo bajo el que yacía sepultado; un extranjero, un danés, ha sido el primero en tener suficiente finura de instinto y suficiente coraje para indignarse contra mis presuntos amigos. ¿En qué universidad alemana sería posible hoy dar lecciones sobre mi filosofía, como las ha dado en Copenhague durante la última primavera el doctor Georg Brandes, demostrando con ello una vez más ser psicólogo? Yo mismo no he
sufrido nunca por nada de esto; lo necesario no me hiere; amor fati [amor al destino]
constituye mi naturaleza más íntima. Pero esto no excluye que me guste la ironía, incluso la ironía de la historia universal. Y así, aproximadamente dos años antes del rayo destructor de la Transvaloración, rayo que hará convulsionarse a la tierra, he dado al mundo El caso Wagner: los alemanes deberían atentar de nuevo inmortalmente contra mí, ¡y eternizarse ; ¡todavía hay tiempo para ello! ¿Se ha conseguido esto? ¡Delicioso, señores alemanes! Les doy la enhorabuena. Para que no falten siquiera los amigos, acaba de escribirme una antigua amiga diciéndome que ahora se ríe de mí. Y esto, en un instante en que pesa sobre mí una responsabilidad indecible, en un instante en que ninguna palabra puede ser suficientemente delicada, ninguna mirada suficientemente respetuosa conmigo. Pues yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad.
Por qué soy yo un destino