En qué medida, justo con esto, había encontrado yo el concepto de lo «trágico» y había llegado al conocimiento definitivo de lo que es la sicología de la tragedia, es cosa que he vuelto a exponer últimamente en el Crepúsculo de los ídolos, p. 139. «El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose en su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico . No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese afecto –así lo entendió
Aristóteles– sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer de destruir ». En este sentido tengo derecho a considerarme el primer filósofo trágico, es decir, la máxima antítesis y el máximo antípoda de un filósofo pesimista. Antes de mí no existe esta transposición de lo dionisiaco a un pathos filosófico: falta la sabiduría trágica; en vano he buscado indicios de ella incluso en los grandes griegos de la filosofía, los de los dos siglos anteriores a Sócrates. Me ha quedado una duda con respecto a Heraclito , en cuya cercanía siento más calor y me encuentro de mejor humor que en ningún otro lugar. La afirmación del fluir y del aniquilar , que es lo decisivo en la filosofia dionisiaca, el decir sí a la antítesis y a la guerra, el devenir , el rechazo radical incluso del concepto mismo de
«ser»; en esto tengo que reconocer, en cualquier circunstancia, lo más afín a mí entre lo que hasta ahora se ha pensado. La doctrina del «eterno retorno», es decir, del ciclo incondicional, infinitamente repetido, de todas las cosas, esta doctrina de Zaratustra podría, en definitiva, haber sido enseñada también por Heraclito. Al menos la Estoa, que ha heredado de Heraclito casi todas sus ideas fundamentales, conserva huellas de esa doctrina.