Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos. Antes de hablar de ellos tocaré la cuestión de si han sido comprendidos o incomprendidos. Lo hago con la dejadez que, de algún modo, resulta apropiada, pues no ha llegado aún el tiempo de hacer esa pregunta. Tampoco para mí mismo ha llegado aún el tiempo, algunos nacen póstumamente. Algún día se sentirá la necesidad de instituciones en que se viva y se enseñe como yo sé vivir y enseñar; tal vez, incluso, se creen entonces también cátedras especiales dedicadas a la interpretación del Zaratustra. Pero estaría en completa contradicción conmigo mismo si ya hoy esperase yo encontrar oídos y manos para mis verdades: que hoy no se me oiga, que hoy no se sepa tomar nada de mí, eso no sólo es comprensible, eso me parece incluso lo justo. No quiero
ser confundido con otros, para ello, tampoco yo debo confundirme a mí mismo con otros.
Lo repito, en mi vida se puede señalar muy poco de «malvada voluntad»; tampoco de
«malvada voluntad» literaria podría yo narrar apenas caso alguno. En cambio, demasiado de estupidez pura . Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien puede concederse, supongo incluso que para hacerlo se quitará los guantes, para no hablar de las botas. Cuando en una ocasión el doctor Heinrich von Stein se quejó honestamente de no entender una palabra de mi Zaratustra, le dije que me parecía natural: haber comprendido seis frases de ese libro, es decir, haberlas vivido , eleva a los mortales a un nivel superior a aquel que los hombres «modernos» podrían alcanzar. Poseyendo este sentimiento de la distancia, ¡cómo podría yo ni siquiera desear ser leído por los «modernos» que conozco! Mi triunfo es precisamente el opuesto del de Schopenhauer: yo digo non legor, non legar [no soy leído, no seré leído]. No es que yo quiera infravalorar la satisfacción que me ha producido muchas veces la inocencia con que se ha dicho no a mis escritos. Todavía este verano, en una época en la cual con el peso, con el excesivo peso de mi literatura, tal vez podría yo desnivelar la balanza con todo el resto de la literatura, un catedrático de la Universidad de Berlín me dio a entender benévolamente que debería servirme de una forma distinta, pues cosas así no las lee nadie. Ultimamente no ha sido Alemania, sino Suiza, la que ha ofrecido los dos casos extremos. Un artículo del doctor V Widmann publicado en el Bund sobre Más allá del bien y del mal, con el título «El peligroso libro de Nietzsche», y una reseña global sobre mis libros, escrita por el señor Karl Spitteler asimismo en el Bund, representan un maximum en mi vida –me guardo de decir de qué. El último consideraba, por ejemplo, mi Zaratustra como un «superior ejercicio de estilo» y expresaba el deseo de que en adelante me ocupase también del contenido; el doctor Widmann me manifestaba su aprecio por el valor con que me esfuerzo en abolir todos los sentimientos decentes. Por una pequeña malicia del azar, en este artículo cada frase era, con una coherencia que he admirado, una verdad puesta del revés: en el fondo bastaba con «transvalorar todos los valores» para dar, incluso de un modo notable, a propósito de mí, en la cabeza del clavo, en lugar de dar con un clavo en mi cabeza. Con tanto mayor motivo intento ofrecer una explicación.
En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada. Ésta es, en definitiva, mi experiencia ordinaria y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia.
Quien ha creído haber comprendido algo de mí, ése ha rehecho algo mío a su imagen, no raras veces le ha salido lo opuesto a mí, por ejemplo un «idealista»; quien no había entendido nada de mí negaba que yo hubiera de ser tenido siquiera en cuenta. La palabra « superhombre », que designa un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres «modernos», con los hombres «buenos», con los cristianos y demás nihilistas, una palabra que, en boca de Zaratustra, el aniquilador de la moral, se convierte en una palabra muy digna de reflexión, ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el sentido de aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra, es decir, ha sido entendida como tipo «idealista» de una especie superior de hombre, mitad «santo», mitad «genio». Otros doctos animales con cuernos me han achacado, por su parte, darwinismo; incluso se ha redescubierto aquí el «culto de los héroes», tan duramente rechazado por mí, de aquel gran falsario involuntario e inconsciente que fue Carlyle. Y a una persona a quien le soplé al oído que debería buscar un Cesare Borgia más bien que un Parsifal, no dio crédito a sus oídos. Habrá de perdonárseme el que yo no sienta curiosidad alguna por las recensiones de mis libros, sobre todo por las de periódicos. Mis amigos, mis editores lo saben y no me hablan de ese asunto. En un caso especial tuve ocasión de ver con mis propios ojos todo lo que se había perpetrado contra un solo libro mío: era Más allá del bien y del mal; sobre esto podría escribir toda una historia. ¿Se creerá que la Nationalzeitung – un periódico prusiano, lo digo para mis lectores extranjeros, pues yo no leo, con permiso, más que el Journal des Débats– ha sabido ver en ese libro, con absoluta seriedad, un «signo de los tiempos», la auténtica y verdadera filosofia de los Junker [hidalgos], para adoptar la cual sólo le faltaba a la Kreuzzeitung coraje?