Que en mis escritos habla un psicólogo sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a que llega un buen lector, un lector como yo lo merezco, que me lea como los buenos filólogos de otros tiempos leían a su Horacio. Las tesis sobre las cuales está de acuerdo en el fondo todo el mundo, para no hablar de los filósofos de todo el mundo, los moralistas y otras cazuelas vacías, cabezas de repollo, aparecen en mí como ingenuidades del desacierto; por ejemplo, aquella creencia de que «no egoísta» y «egoísta» son términos opuestos, cuando en realidad el ego [yo] mismo no es más que una «patraña superior», un «ideal». No hay ni acciones egoístas ni acciones no-egoístas: ambos conceptos son un contrasentido psicológico. O la tesis «el hombre aspira a la felicidad». O la tesis «la felicidad es la recompensa de la virtud». O la tesis «placer y displacer son términos contrapuestos». La Circe de la humanidad, la moral, ha falseado – moralizado– de pies a cabeza todos los asuntos psicológicos hasta llegar a aquel horrible contrasentido de que el amor debe ser algo «no-egoísta». Es necesario estar firmemente asentado en sí mismo , es necesario apoyarse valerosamente sobre las propias piernas, pues de otro modo no es posible amar. Esto lo saben demasiado bien, en definitiva, las mujercitas: no saben qué diablos hacer con hombres desinteresados, con hombres meramente objetivos. ¿Me es lícito atreverme a expresar de paso la sospecha de que yo conozco a las mujercitas? Esto forma parte de mi dote dionisiaca. ¿Quién sabe? Tal vez sea yo el primer psicólogo de lo eterno femenino. Todas ellas me aman –una vieja historia– descontando las mujercitas lisiadas , las «emancipadas», a quienes les falta la herramienta para tener hijos. Por fortuna, yo no tengo ningún deseo de dejarme desgarrar: la mujer perfecta desgarra cuando ama. Conozco a esas amables ménades. ¡Ay, qué peligrosos, insinuantes, subterráneos animalillos de presa!, ¡y tan agradables además! Una mujercita que persigue su venganza sería capaz de atropellar al destino mismo. La mujer es indeciblemente más malvada que el hombre, también más lista; la bondad en la mujer es ya una forma de degeneración . Hay en el fondo de todas las denominadas «almas bellas» un defecto fisiológico, no lo digo todo, pues de otro modo me volvería medio cínico. La lucha por la igualdad de derechos es incluso un síntoma de enfermedad: todo médico lo sabe. Cuanto más mujer es la mujer, tanto más se defiende con manos y pies contra los derechos en general: el estado natural, la guerra eterna entre los sexos, le otorga con mucho el primer puesto. ¿Se ha tenido oídos para escuchar mi definición del amor? Es la única digna de un filósofo. Amor, en sus medios la guerra, en su fondo el odio mortal de los sexos. ¿Se ha oído mi respuesta a la pregunta sobre cómo se cura a una mujer, sobre cómo se la «redime»? Se le hace un hijo. La mujer necesita hijos, el varón no es nunca nada más que un medio, así habló Zaratustra. «Emancipación de la mujer», esto representa el odio instintivo de la mujer mal constituida, es decir, incapaz de procrear, contra la mujer bien constituida; la lucha contra el «varón» no es nunca más que un medio, un pretexto, una táctica. Al elevarse a sí misma como «mujer en sí», como «mujer superior», como «mujer idealista», quiere rebajar el nivel general de la mujer; ningún medio más seguro para esto que estudiar bachillerato, llevar pantalones y tener los derechos políticos del animal electoral. En el fondo las mujeres emancipadas son las anarquistas en el mundo de lo «eterno femenino», las fracasadas, cuyo instinto más radical es la venganza. Todo un género del más maligno «idealismo» –que, por lo demás, también se da entre varones, por ejemplo en Henrik Ibsen, esa típica soltera vieja– tiene como meta envenenar la buena conciencia, lo que en el amor sexual es naturaleza. Y para no dejar ninguna duda sobre mi mentalidad, tan honnéte [honesta] como rigurosa a este propósito, voy a exponer otra proposición de mi código moral contra el vicio; bajo el nombre de vicio yo combato toda clase de contranaturaleza o, si se aman las bellas palabras, de idealismo. El principio dice así: «La predicación de la castidad es una incitación pública a la contranaturaleza.
Todo desprecio de la vida sexual, toda impurificación de esa vida con el concepto de "impuro", es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida».