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Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más selectos: qué es lo que yo quiero en realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea singular, traviesa, tierna, una dulce mujercita llena de perfidia y encanto. No admitiré nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los llamados músicos alemanes, ante todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses o judíos; en caso contrario, alemanes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz, Bach y Händel. Yo mismo continúo siendo demasiado polaco para dar todo el resto de la música por Chopin: exceptúo, por tres razones, el Idilio de Sigfredo, de Wagner, acaso también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos aristocráticos de la orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes, más acá . Yo no sabría pasarme sin Rossini y aun menos sin lo que constituye mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes, propiamente digo sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para decir música, encuentro siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de pavor.

Junto al puente me hallaba

hace un instante en la grisácea noche.

Desde lejos un cántico venía:

gotas de oro rodaban una a una

sobre la temblorosa superficie.

Todo, góndolas, luces y la música

ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo.

Instrumento de cuerda, a sí mi alma,

de manera invisible conmovida,

en secreto cantábase, temblando

ante los mil colores de su dicha,

una canción de góndola.

¿Alguien había que escuchase a mi alma?

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