Capítulo 16

 

Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmente por los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida, sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese. Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo su plan, y de él no se apartaba una línea. Sus días se deslizaban serenos, risueños, libando voluptuosamente la corta cantidad de miel que sólo proporciona este valle de lágrimas a los solterones ricos y sanos.

Desgraciadamente la impetuosidad absurda de su última querida había venido a turbar el curso sereno de estos días. Hacía ya algún tiempo que el viejo seductor comprendiera que le convenía cortar estas relaciones enfadosas. Si no lo ponía en práctica, como en casos semejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por el temorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. No obstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separación quedó resuelta en principio. Aunque por un refinamiento de hombre gastado le placiesen para queridas las mujeres de genio vivo y hasta un poco agresivas, los arranques de la hija del sillero rebasaban ya los límites de lo tolerable. No era posible continuar. Sus planes sabios corrían peligro de hundirse para siempre con aquella chiquilla violenta y caprichosa.

Era demasiado listo, sin embargo, para dejar traslucir sus propósitos. Continuó en apariencia tan enamorado. Mantuvo a la Conchita en la ilusión de ser su última y definitiva querida. Hasta le dejó entrever algunos tenues y lejanos rayos de luz matrimonial. Mientras tanto, allá en el fondo de su cerebro artificioso se elaboraba tranquilamente un plan maquiavélico que iba a marchitar en flor tanta dulce esperanza. Romper con la chula quedándose en Madrid era expuestísimo. Aunque avisase a la policía, tenía la seguridad de que Concha le daba una puñalada por la espalda. ¡La conocía bien! A aquella muchacha fiera y escandalosa le importaba un bledo ir a presidio o a la horca con tal de satisfacer su venganza. Era necesario escapar de Madrid. ¿Adónde? Después de meditar varios días este punto, se decidió por París. Aquella inmensa ciudad, emporio de todos los placeres, convenía admirablemente a los fines interesantes que Romadonga perseguía en esta vida. Pasar el invierno en París; desde allí, cuando viniese el verano, trasladarse a Biarritz o San Sebastián; en el mes de Octubre, trascurrido ya cerca de un año, regresar a Madrid. En todo este tiempo la hija del sillero le olvidaría, hallaría otro acomodo, desaparecería de Madrid. ¿Quién sabe lo que podía suceder?

Resuelto, pues, a llevar a cabo el proyecto, comenzó sigilosamente a hacer sus preparativos. Vendió los coches y los caballos, giró a la capital de Francia dinero, envió a su criado por delante con los objetos necesarios, hizo la maleta; y una tarde se metió cautelosamente en un coche del Sud-exprés y huyó de Madrid sin dar cuenta a nadie de su viaje. Una hora antes había estado en casa de su querida. Con sarcasmo mefistofélico pasó largo rato hablándole de planes para lo porvenir, prometiendo llevarla pronto a vivir consigo y viajar con ella algunos meses y comprarla una magnífica cama que juntos habían visto en un escaparate de la calle de Alcalá. Estuvo jocoso y seductor como nunca. Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a un teatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar. La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspiraba frío y miedo.

¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mente de aquel hombre egoísta, sin entrañas!

Mientras corrió el tren por los campos de España, todavía la imagen de la chula venía de vez en cuando a turbar su espíritu. Pero en cuanto atravesó la frontera se le borró por completo. Al llegar a París buscó un cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo, se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida a que sus convicciones filosóficas le arrastraban. De tal suerte, que a los quince días se encontraba infinitamente mejor que en Madrid, y principiaba a sospechar que no sólo aquel invierno, sino todos los que a Dios pluguiere concederle, iba a pasar en aquella hermosa capital.

La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como la de un dios, viviendo únicamente para sí y contemplando con augusta indiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decir que el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era la mujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una, mañana otra. Después de paladear la fruta hermosa, pero un poco insípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de las chulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas y cultas, le parecían un bocado exquisito. Y hay que confesar que supo aprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas. Le llamaban riendo el fidalgo español. Su carácter frío, su ingenio reconocido y el cinismo con que se expresaba logró dominarlas. Hasta el exagerado acento extranjero contribuía a dar más gracia a sus frases insolentes en el fondo y correctas en la forma.

Gozando de más libertad que en Madrid, con gozar aquí mucha, tan pronto se le veía con una dama del brazo como con otra, creyendo a puño cerrado que la Naturaleza sólo es bella por su rica variedad. A ciertas horas del día hallaríasele invariablemente paseando por los boulevares con el cigarro en la boca balanceando su esbelta figura entre la muchedumbre; dirigiendo su mirada atrevida, escrutadora, a las bellezas que cruzaban cerca, inclinándose a un lado y a otro para ver mejor; a veces teniendo el paso y siguiéndolas con la vista largo rato.

—Es guapa esa barbiana, ¿verdá tú?

Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió el rostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamente puso las manos por delante.

—¡No seas tan jindamón, hombre!—profirió la chula con voz ronca, apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos, despreciativos.—¿No ves que soy una mujer?

La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del fidalgo español.

—Es que tú no eres una mujer como otras… ¡Ya lo creo, caramba!… ¡Pues si me descuido, caramba!

—¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba!—exclamó haciendo burla la chula.

En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima.

—Si te descuidas, ¡na!—prosiguió Concha.—El día que se me meta en el moño te clavo el corazón, con cuidao o sin él… ¿Qué te has figurao, viejo silbante, que después de lo que has hecho conmigo me ibas a tirar a la barredura, como un papel sucio?… ¡Ja, ja!… Que se te quite, infeliz.

El traje, la actitud y la voz de la chula habían hecho pararse a algunos curiosos. D. Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamó irguiéndose:

—Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partir contigo.

—¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao en Madrid ¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza a quemarte, verdá tú? Y mi honra es otra colilla ¡puf! que se escupe y no se vuelve a mirar… Aquí tienen ustedes un hombre, señores (volviéndose a los circunstantes, que no entienden una palabra y contemplan asombrados la escena). ¿Ven ustedes este viejo baboso, que tiene más años que Matusalén, más pintao que un monumento y más perfumao que una corista? Pues este tío ha conseguío chalarme no sé por qué… por la labia, por la fachenda, por las mentiras… en fin, por lo que a ustedes no les importa. Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y me ha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sin decir «agur Conchita,» se escapa a París, y ¡venga juerga con las suripantas!… ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes?… Pero como yo soy hija de mi padre y de mi madre, y no hay más que una vida que perder, y de mí no se ha reído ningún roío dao por tal como éste, a este tío asqueroso nadie le mata más que yo, ¿saben ustedes?

D. Laureano vio un agente de policía acercarse y, envalentonado, se atrevió a decir con tono despreciativo:

—Anda, anda, sigue tu camino, que todo lo que te he quitado te lo he pagado en buenos billetes de Banco.

Los ojos de Concha relampaguearon como los de una pantera.

—¿Dinero por mi honra, canalla?—gritó en el paroxismo de la cólera.

Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandes dimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos del agente la sujetaron por detrás, D. Laureano retrocedió más pálido que la cera.

—Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame—gritaba la chula tratando de desasirse.

Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedose repentinamente inmóvil.

—¡Un guindilla! Está bien. Tome usted—dijo entregándole la navaja tranquilamente; luego, subiéndose el mantón y apretando el nudo del pañuelo, añadió:—Lléveme usted a la cárcel.

Y volviéndose a Romadonga en una actitud fría, desesperada, que inspiraba miedo y lástima al mismo tiempo, con terrible calma dijo:

—No tardaré en salir. Te juro por la salud de mi hijo que pronto tendrás noticias mías. Cuando recibas el golpe, si tienes tiempo a pensar, ya sabes quién te lo ha dado.

Estas palabras desgarraron el corazón magnánimo de D. Laureano. La vida es dulce a todos los mortales, pero muy especialmente lo era para aquel hombre venerable. Recibir una puñalada por la espalda sin aviso de ninguna clase, le era profundamente desagradable. Así que, antes de que el policía llevase consigo a Concha, se dirigió a él y, en francés chapurrado, le manifestó que aquella señora era su esposa y que le hiciese el favor de soltarla.

Esto fue lo único que comprendió el círculo de curiosos que les rodeaba. La noticia causó sorpresa y no poca risa. El agente no se avino a ello sin llevarlos a ambos antes a las oficinas de la policía. Entonces Romadonga, con la galantería propia de un fidalgo español, ofreció el brazo a la chula y se fueron escoltados por el guardia. La muchedumbre aplaudía riendo.

 

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