Capítulo IV De cómo el Marqués de Peñalta fue convertido en Duque de Turingia

Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las diez de la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor solamente quien le empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años de edad. Apenas recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las sábanas del lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de morir. Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle preguntar: «¿Por qué lloráis todos hoy?»

Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces que asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus faldas, sin consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por temor de que se lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a acostarle por las noches, rezando con él un sinfín de oraciones inocentes, y esperando sentada, con los brazos cruzados, a que se durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los pies. Al llegar a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su hijo, porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso ser artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable decisión del niño! La primera vez que partió a Segovia, la buena señora creyó morir; se empeñó en no salir de casa hasta que su hijo volviese, y cumplió su empeño. Cuando venía a pasar las vacaciones, no se saciaba de estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y adivinando en los ojos sus más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente. Dos o tres días antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un millón de veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien durante el viaje y que no saldría por las noches de casa. Lo único que lograba distraerla algunos momentos era el arreglo del baúl del cadete, al cual consagraba tantos y tan prolijos cuidados que nada se echaba de menos en él, desde las prendas más usuales de ropa hasta un pedazo de tafetán de golpes y un paquete de hilas para el caso de herirse. Ricardo evitaba siempre la despedida, escapándose.

Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su aplicación, terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el colegio todo el mundo le quería, lo mismo alumnos que profesores. Era uno de esos muchachos francos y entrañables con los cuales es difícil reñir, y que todos buscamos para depositar alguna misteriosa confidencia del corazón en los amargos trances de la vida. Siempre se le encontraba risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la confianza dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que él no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni mucho menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en las frecuentes reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban generalmente en los bailes de candil, había tirado al suelo tres o cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo cual llamaba tanto más la atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento y atlético en su figura.

Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a su pabellón y le preguntó:

—¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?

Ricardo se puso pálido como un muerto.

—¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?

—No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra un poco enferma.

Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un torrente de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.

La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón. Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le habían ido a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el andén, se fue a sentar en un rincón del carruaje envuelto en una manta, aparentando dormir para entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos pensamientos. ¡Oh, qué pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se representó el ángel tutelar de su infancia, a la madre de su corazón muriendo sola, sin recibir el beso postrero de su hijo, tal vez llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía. Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella. Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la cabeza fuera del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para evitar que los sollozos le ahogaran.

El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto en las sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco se iba transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes que se cernían sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad silenciosa de la naturaleza muerta calmaba su excitación, pero le hacía pensar con temblores de frío en la profunda soledad que le aguardaba. Se había roto el lazo de amor que le ataba a la tierra, y por el cual se creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo! Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía, en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles, los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.

Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él. Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada», todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir. Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública. Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.

Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo, al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construida en época relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos, como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues, un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.

La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran hijos de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la provincia en que esta villa radica. La señora era hermana del marqués de Revollar, que tanto había figurado en Madrid hacía pocos años por su increíble disipación y prodigalidad, y que ahora, totalmente arruinado y perseguido de cerca por sus acreedores, había corrido a refugiarse en las huestes del Pretendiente, a quien servía como ministro y consejero. Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y añeja, pero mucho más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa de Méjico en las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre a los millones enlazándose con familias nobles.

Ricardo penetró por las habitaciones de la casa de Elorza con la indiferencia del que se encuentra dentro de la suya, sin quitarse siquiera el sombrero. Cuando entró en el gabinete de doña Gertrudis, esta señora se hallaba tomando una taza de caldo ayudada por dos criadas. Al ver a nuestro joven dejó la taza sobre el velador que tenía delante y echándose hacia atrás en la butaca, exclamó con acento dolorido:

—¡Ay, querido, en qué mal hora llegas!

—Pues ¿qué pasa?

—¡Que me muero, Ricardo, que me muero!

—¿Se siente usted peor?

—Sí, hijo mío, sí, me siento muy mal: no es posible decir lo mal que me siento. Si no me muero hoy, no me muero nunca. Toda la noche la pasé en un puro grito… Después… , después ese tigre de don Máximo no ha venido todavía a pesar de haberle enviado dos recados… ¡Que Dios le perdone!… ¡Que Dios le perdone!

Doña Gertrudis cerró los ojos como si se dispusiese a morir sin auxilios temporales ni espirituales.

Ricardo, acostumbrado a estos exabruptos, permaneció buen rato silencioso. Al cabo dijo en tono indiferente:

—¿No sabe usted?… Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha llegado el otro sin novedad.

—Vaya, gracias a Dios—repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos—. Bien creí que no se lo cambiarían.

—¿Por qué no?

—¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla de la cual no sé cómo saldrán ahora.

—Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias. ¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?

—Eso también es verdad… , ¿pero no sabes tú que a los comerciantes les ciega la avaricia?… ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver a los comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.

Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para el comercio, que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo también a la industria y en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevo los ojos con un gesto de dolor, y siguió de esta manera:

—Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por mi causa tendréis que dilatar la boda… Me encuentro muy mal, muy mal… El corazón me dice que me he de morir antes de que llegue el día del matrimonio… Y la verdad es que más vale que me muera si he de padecer tanto…

—Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedad tendrá que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana y gorda que dará gusto verla.

En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.

—Esas son tonterías, Ricardo… Mi enfermedad es mortal, y si no ya severa… Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer… No me quejo de mimo, no… ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezco sentada en esta butaca!

Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendición nupcial sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora no había hecho otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de su cuerpo, arrastrando una vida mezquina al través de las enfermedades más extrañas e inverosímiles que jamás se hubiesen visto. Antes de dar a luz su primera hija María, había padecido de vómitos de sangre y consunción. Después del parto, y por algunos años, hasta el nacimiento de su segunda hija Marta, padeció un mal dolorosísimo del corazón, tan acerbo y cruel que muchas veces le privaba del sentido. Las manifestaciones de esta enfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban terror a cualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se lo estrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metían entre hielo, y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada las pieles y franelas que le ponían sobre el pecho, hasta que por una brusca transición entraba en un horno encendido donde se abrasaba de tal suerte que hacía pedazos con sus manos crispadas cuanta ropa le habían echado antes encima; otras, en fin, sentía un animal que clavaba en él los dientes, produciéndole tan agudos dolores que no le dejaban fuerzas para gritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente confundido delante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el próximo fin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba al instante sana y salva. Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni su extraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perder enteramente la fe en ella. Seguía visitando la casa con mucha frecuencia, pero siempre a la hora de costumbre, que rara vez alteraba por más que doña Gertrudis le moliese muchos días a recados, suplicándole se personase acto continuo en su alcoba. Don Máximo concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su noble cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir de cajigalinas de mujeres. El significado exacto del vocablo cajigalinas jamás se supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó a averiguar si era invención particular de don Máximo o si procedía de algún idioma antiquísimo, muerto ya, que el licenciado hubiese estudiado. La palabra por su raíz parece de origen semítico, pero no es posible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo decidan. Lo que sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo dar a entender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con esto para que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en lo referente a los males de doña Gertrudis.

Después del nacimiento de Marta, las dolencias de doña Gertrudis no desaparecieron, sino que cambiaron de rumbo. El corazón quedó un tanto sosegado, pero en cambio todos los músculos o tendones de la atribulada señora empezaron a contraerse con fuertes dolores, impidiéndole por algunos meses servirse en absoluto de sus miembros, dejándola reducida al cabo, como gran mejoría, a caminar apoyada en su marido o en una de sus hijas. Don Máximo, en los comienzos de esta nueva fase, mostrose preocupado y caviloso, estudió con ojo avizor los síntomas y antecedentes, recetó los antiespasmódicos por azumbres, echó mano, en una palabra, de todos los recursos que la ciencia (la ciencia de don Máximo) ofrecía para tales ocasiones; pero sin lograr resultados satisfactorios. Al cabo, el vocablo cajigalinas, de origen semítico, apareció nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entrar en las habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa de incredulidad vagase por su rostro atezado.

Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y después salió a dar vueltas por la casa en busca de las niñas. Halló a Marta en la cocina muy ocupada en heñir la masa de una empanada.

—¿Y María, ma petite ménagère?

—Está en su cuarto arreglándose; no tardará en bajar.

—Si te molesto en tu trabajo, me voy; si no, me quedo.

—No me molestas, si te quitas un poco de la luz… , así… ; ya estás bien.

—Corriente; me quedo para aprender a hacer… , ¿qué es lo que estás haciendo?

—Una empanada de jamón.

—Pues a hacer una empanada de jamón.

La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió de nuevo la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa baja destinada, a juzgar por su lustre, a la operación que ejecutaba. Tenía puesto un enorme delantal blanco cómo el de las cocineras y en la cabeza una cofia también blanca. Sus ojos negros, brillantes, lucían mejor con este traje, lo mismo que sus cabellos de azabache. Había alzado las mangas del vestido y mostraba al descubierto unos brazos mórbidos y mejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad. Estos brazos anunciaban una mujer en plena posesión de todos los atractivos punzantes, de todas las graciosas curvas de su sexo: eran unos brazos blancos y tersos de virgen flamenca, firmes y macizos como los de una doncella de labor; lo mismo podrían servir de modelo a un estatuario que para arreglar una cama a las mil maravillas. Con ellos hacía rodar de un lado a otro por encima de la mesa un pedazo grande de pasta amarillenta, arrastrándolo y doblándolo constantemente sobre sí sin darse punto de parada. La masa se desprendía suavemente de la tabla por efecto de la manteca de que estaba impregnada con levísimo rumor parecido al roce de la seda. Algunas criadas daban vueltas por la cocina atendiendo a sus quehaceres. Ricardo contempló un instante la operación en silencio; pero no tardó en exclamar con señales de asombro:

—¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad!

Las criadas volvieron la cabeza. Marta también alzó la suya.

—Pues, ¿qué pasa?

—Pero, niña, ¿dónde te has comprado esos brazos tan rollizos?

La niña se ruborizó, y entre risueña y molesta llevó la mano a las mangas del vestido bajándolas un poquito.

—Vamos, ¿ya principias? Mira, para eso no te he permitido que te quedases.

—Es que ahora ya merece la pena quedarse, aunque mandases lo contrario.

—Bien, haz lo que quieras; pero déjame trabajar en paz.

—Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entrado en mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes… Sabía que era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo había de sospechar… ? Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera.

Las criadas reían. Marta amasaba con afán, haciendo gestos de resignación como quien está dispuesto a sufrir una broma hasta el fin. Ricardo prosiguió:

—Y eso que había oído hablar a María de ellos; pero en términos vagos… No eran bien precisas sus noticias. Lo mejor en estos casos para hacerse cargo del asunto es verlo por sí propio. ¡Al que se meta contigo no le arriendo la ganancia!… La verdad es que, bien mirado, una niña de catorce años no tiene derecho a poseer unos brazos como esos.

Marta suspendió su obra para reír.

—¡Jesús, qué pesadísimo eres, criatura; no se te puede sufrir!

Después, su semblante adquirió la expresión plácida y grave que lo caracterizaba, y emprendió nuevamente el trabajo hundiendo en la masa blanda una y otra vez sus puños tersos y rosados. La pasta iba adoptando sucesivamente diversas formas bajo la presión continuada de las manos breves pero firmes de la niña.

Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en varios trozos, y tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con gran cuidado.

Ricardo preguntó con timidez.

—¿Me dejas que te ayude, Martita?

—No sabes.

—Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien el negocio.

—¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.

Ricardo no tuvo más remedio que ir a lavarse las manos.

—Está bien; ahora toma este otro rollo y extiende este pedazo de pasta hasta que lo conviertas en una lámina redonda.

El nuevo panadero se puso a la obra con ardor, con demasiado ardor, pues la pasta se agujereó varias veces de puro fina. Las criadas le contemplaban admiradas y sonrientes, mientras Marta permanecía grave y atenta a su tarea. En la cocina se respiraba una atmósfera sofocante, calentada por las chapas de hierro incandescente del fogón e impregnada de olores espesos de manjares a medio guisar, que empachan y repugnan al estómago cuando está ahíto y lo irritan y soliviantan cuando ayuno.

Ricardo no podía estarse callado un instante. Mientras hacía resbalar el rollo sobre la pasta con más precaución que si se tratase de confeccionar un filtro mágico, no cesaba de hacer preguntas y dirigir observaciones de todo género a Marta acerca de la empanada que tenía entre manos. «¿Cuántos huevos había echado en la harina? ¿Qué cantidad de manteca? ¿Con quién había aprendido a hacer empanadas? ¿Cuánto tiempo necesitaba estar en el horno?, etc., etc.» Marta respondía lacónicamente y sin levantar la vista a todas las preguntas, dejando asomar a sus labios una vaga sonrisa de superioridad condescendiente.

—Oye, Marta, ¿qué diría Manolito López si nos viera en este momento?

—¿Qué había de decir? Lo que se le antojara—contestó la niña ruborizándose levemente.

—¿No tendría celos al vernos tan cerca uno de otro?

—¿Pues?

—¡Qué sé yo!… Como está tan enamorado, según dicen…

—¡Qué ganas tienes de embromarme!

—Chica, es lo que se corre por ahí; yo no pongo nada de mi cosecha.

—Bien, pues dale expresiones, como tú dices.

—Se las daré en cuanto le vea.

—¡Vamos, no seas tonto!

Marta profirió esta exclamación demostrando en el acento cierto sobresalto. Se conocía que le molestaba un poco la broma. El fundamento que Ricardo tenía para dársela era deleznable, como sucede casi siempre en la adolescencia; pero verdadero hasta cierto punto. Los zagalillos de catorce o quince años, llamados por el vulgo pipiolos, corren en pos de las zagalas de la misma edad y establecen con ellas, tácitamente la mayor parte de las veces, ciertas relaciones que remedan los amores de los jóvenes. Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es novio de Fulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que le importe gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a la salida del colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a la doncella que la conduce; en las giraldillas que se forman en las romerías la saca a bailar con más frecuencia que a las otras; cuando es un poco atrevido le suele ofrecer dulces en cucurucho de papel dorado, y pasa por delante de su casa varias veces el día que se pone traje o sombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con desenfado, para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba a mojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suya el arrojo y coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que posee en pomadas o aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asiste con la cabeza lamida y reluciente como un gato cuando sale del agua. La tarde en que se enfada porque ella no le hace caso, la sigue de cerca en el paseo, entre varios amigos, soltando palabras groseras y carcajadas estúpidas, y llegando a veces a tirarle por las trenzas del pelo, hasta que con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar.

La conducta de Fulanita suele ser análoga. No le importa tampoco un ardite de Fulanito; pero como dicen que es su novio, hace lo posible por que lo parezca; y así, vuelve la cabeza a menudo para mirarle cuando sale del colegio; en la giraldilla le saca a bailar más veces que a los otros; sale al balcón cuando él pasa y se ruboriza cuando la bromean. Pero estos seudoamores casi nunca prevalecen ni se convierten en verdaderos. Tácitamente principian, tácitamente viven y tácitamente concluyen cuando la niña se pone de largo. La razón de tal frialdad es muy obvia. Fulanito no se encuentra todavía en la edad de las pasiones, sino en la de la gimnasia, los suspensos y los cigarros de salvia. Fulanita está siempre a mucha mayor altura por lo que respecta a la vida del corazón, y en su interior desprecia profundamente a Fulanito, que no sabe divagar un poco sobre la simpatía y el amor, ni es capaz de besar un abanico que cae de la mano, ni tiene pizca de bigote. Por eso, generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta más de tela al vestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual lo encuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida.

Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestra Marta con Manolito López. A las causas generales que marchitan y secan en flor semejantes inclinaciones, debe agregarse en este caso la poca conformidad de los caracteres. Manolito, si bien de rostro expresivo y hasta hermoso, era travieso, ruidoso, pendenciero e insolente. Una buena cualidad se reconocía en él: la de no ser rencoroso. Marta era apacible, callada, firme, circunspecta y reservada. El defecto que en su casa le señalaban era el de ser un poco terca. No era posible, pues, una antítesis más perfecta. Si así no fuese, Marta hubiera llegado a querer a Manolito, porque su temperamento repugnaba la mudanza lo mismo en los muebles del cuarto que en los sentimientos de su corazón.

Cuando terminaron de modelar varias capas delgadas de pasta, Marta las fue colocando unas encima de otras en una tartera de cobre, formando el lecho de la empanada. Después una de las criadas le trajo el jamón, convenientemente aderezado y cortado en rajas. El pringue sazonado de especias exhalaba un olor irritante y apetitoso que hacía la boca agua. Una vez puestas las rajas sobre el lecho del modo más adecuado, la niña se puso a extender nuevas capas de pasta sobre el jamón. Ricardo ya no la ayudaba; al parecer, se había cansado. Mas cuando se trató de ejecutar los adornos de la tapa, acudió de nuevo a prestarle auxilio, complaciéndose largamente en ejecutar con la masa mil suerte de mosaicos, arabescos y primores de toda clase, que no había más que ver. Marta puso término a tan prolijas labores quitándole la pasta de la mano, porque no acababa nunca. Hecha la empanada, fue la misma niña a meterla en el horno, y siguiendo una piadosa costumbre tradicional de aquella tierra, se santiguó y rezó un padrenuestro, para obtener resultado feliz.

—¿Sabes una cosa, Martita?

—¿Qué te pasa?

—Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, se me ha despertado un apetito más que regular.

—Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.

Y le condujo al comedor, que estaba cerca, y le hizo sentarse a la mesa. Después sacó de un armario cubierto, servilleta, pan, vino, un plato de pavo en galantina y un tarro de dulce, y se lo fue colocando delante, uno en pos de otro, con el sosiego y compás que caracterizaban todos sus movimientos.

—Coma usted, señor marqués; coma usted.

Llamar a Ricardo señor marqués era una de las bromas más picantes que Marta se autorizaba respecto a su futuro hermano. No estaba en la índole de su genio dirigir cuchufletas y epigramas. Los que salían de su boca alguna vez eran para disimular una caricia que su carácter reservado le impedía hacer abiertamente a nadie, ni aun a su misma hermana.

Ricardo se puso a despachar un pedazo de pavo al estómago con toda solemnidad, empujándolo de vez en cuando con tragos de Valdepeñas, mientras la niña, en pie, lo contemplaba risueña y satisfecha, gozando con el voraz apetito de su amigo, y cuidando de escanciarle vino y arrimarle los platos siempre que hacía falta.

—Eres una gran mujer, Martita—decía Ricardo con la boca llena—. Se te puede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por las señales de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado… En cuanto vea a Manolito López le diré que no piense en otra mujer si quiere ponerse gordo y rollizo (que buena falta le hace)… Si a mí me cuidas de ese modo, ¡cómo le cuidarás a él!… Basta, basta, Martita, no me pongas tanto dulce… Tú quieres, por lo visto, que pille una indigestión aquí en secreto… Está bien ese pavo: merece los honores que le he hecho… Échame un poquito de vino…

Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos, por donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecía que era ella la que se estaba atracando.

—Mira, chica, haz el favor de comer tú también, porque me da pena verte. Parece que te han castigado…

La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó. Sin embargo, cortó un pedacito de pan y empezó a roerlo gravemente con sus dientes blancos y menudos.

—Te profetizo que no tardarás en despachar ese plato de dulce, Martita… La cuestión es empezar… Ya verás, ya verás… Lo peor es que ya son las doce, y que a la hora de comer me voy a hallar sin apetito… Martita, no seas tonta y cómete ese dulce que te está apeteciendo…

Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en el comedor Genoveva, diciéndoles:

—A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansando sobre la cama.

—Voy allá—exclamó Marta, ausentándose velozmente.

—De su parte traigo para usted este recado, señorito—añadió la doncella, presentándole una carta.

Pero al ver que el joven trataba de romper el sobre, le dijo:

—La señorita le encarga que no la lea hasta que se vaya de casa.

—Bueno, bueno—articuló Ricardo un poco alterado.

Y tomando el sombrero y sin despedirse de nadie, se fue a escape a su casa devorado por la impaciencia, y rompiendo el sobre con mano temblorosa, leyó la carta que sigue:

«Mi queridísimo Ricardo: Hace ya tiempo que deseo comunicarte un pensamiento que me preocupa, sin atreverme a ello. Conozco bien tu genio; eres impetuoso en extremo, y tal vez antes de reflexionar sobre mis palabras y equivocándote acerca de su sentido, te inflamarías como una pólvora, lo echarías todo a rodar y me asustarías horriblemente como en la noche que celebramos el santo de mamá. Por eso, después de vacilar mucho, me resuelvo a decírtelo por escrito y no de palabra.

»El pensamiento que me agita estos días es el de suplicarte que aplacemos todavía algún tiempo nuestro matrimonio. No te enfades, Ricardo mío, y sigue leyendo con calma. Estoy segura de que lo primero que se te ocurre pensar es que no te quiero. ¡Cómo te equivocarás si lo piensas! Si pudieses leer en mi alma, verías que tu amor tiene avasallada mi conciencia, lo cual deploro amargamente. Pero no se trata ahora de esto.

»¿Estás seguro, Ricardo, de que tú y yo nos hallamos convenientemente preparados para tomar un estado que arrastra consigo tantos y tan graves cargos? ¿Has meditado bien lo que significa el sacramento del matrimonio? ¿No habrá en nuestros corazones más bien una inclinación irreflexiva mezclada tal vez de impulsos carnales que el propósito firme de emprender una vida austera y piadosa como conviene a una familia cristiana, educando a nuestros hijos en el temor de Dios y en la práctica de las virtudes? Si reflexionas un poco en lo frívolos que hasta ahora han sido nuestros amores y en los pecados que constantemente cometemos, no podrás menos de convenir conmigo en que dos muchachos tan desprovistos de gravedad y sólida virtud no están facultados por Dios para educar y dirigir una familia. Sentiría un gran remordimiento de conciencia casándome hoy (y tú debes de sentirlo también) y creería que Dios no podría bendecir ni hacer dichosa nuestra unión. Para que la bendiga es necesario que nos hagamos dignos de celebrarla, dejando para siempre el modo frívolo y mundano que tenemos de querernos por otro más elevado y espiritual, cesando por completo en ciertas expansiones terrenales a que nuestro gran amor nos impulsa, y preparándonos durante algunos meses, por lo menos, con una vida virtuosa y devota, haciendo algunos sacrificios y obras de caridad, y pidiendo a Dios constantemente que ilumine nuestro espíritu y nos dé fuerzas para cumplir los deberes que el nuevo estado nos impone.

»Hay un ejemplo en la historia que nos debe alentar mucho para llevar a cabo lo que te propongo. La Amada Santa Isabel de Hungría estuvo desposada desde su tierna edad con el duque Luis de Turingia, pero sin que las bodas se celebrasen hasta que ambos llegaron a la edad oportuna. Celebrados los desposorios, Isabel y Luis no volvieron a separarse, habitando el mismo palacio como si fuesen hermanos, hasta que por la voluntad de Dios fueron marido y mujer. Los piadosos sentimientos de los dos novios, junto con la austera educación que les dieron, hizo que su cariño fuese siempre puro y limpio, fundando la inalterable unión de sus corazones, no sobre los efímeros sentimientos de un atractivo puramente humano, sino sobre una fe común y la severa observancia de todas las virtudes que esta fe enseña. Hasta que el matrimonio los unió con vínculo indisoluble, siempre se llamaron hermanos, y aun después de casados continuaron dándose a menudo este dulce nombre.

»Te confieso, Ricardo, que el espectáculo de estos nobles y santos jóvenes me seduce hasta un grado indecible. El amor santificado de tal suerte es mil veces más hermoso y proporciona al corazón goces más puros y elevados. ¿Por qué no habíamos de seguir hasta donde nos fuese posible las huellas de estos esposos, dechado de abnegación y de ternura tanto como de pureza y fidelidad? ¿Por qué no habías de imitar tú, amado Ricardo, la virtud severa del joven duque de Turingia, la nobleza y dignidad de todos sus actos, la inocencia y la modestia de su alma, jamás desmentida, y que en nada se oponían al valor y fortaleza de que siempre dio relevantes pruebas? Por mi parte te prometo imitar en la medida de mis débiles fuerzas la ternura, la obediencia y fidelidad de su santa esposa Isabel, viviendo sujeta a la ley de Dios dentro del cariño que te profeso.

»Esto es lo que te propongo y deseo que hagamos. No te enfades, por Dios, querido Ricardo. Reflexiona sobre lo que te acabo de decir y verás como tengo razón. No dudes de que te quiere mucho, mucho, la que es por ahora tu hermana,

María.»

Share on Twitter Share on Facebook