Capítulo VI En busca del menino

—Te conozco, Ricardo, déjame.

Ricardo callaba.

—Vamos, déjame; mira que necesito concluir pronto para llevar el caldo a mamá.

El joven seguía tapándole los ojos por detrás sin decir una palabra.

—Por Dios me dejes, Ricardo… Ya no tiene gracia, después de haberte conocido…

—En castigo de no haber encontrado graciosa la broma, no te suelto.

—Bueno, pues confieso que tiene mucha gracia.

—Eso ya es otra cosa… Si te sometes te dejo… , pero con precauciones.

Marta, en cuanto se vio libre, corrió con la escoba enarbolada detrás de él, aunque sin lograr alcanzarle; por lo cual dio la vuelta y siguió barriendo el comedor. Aun no se había arreglado. Vestía una bata suelta de color carmesí bastante usada, y traía el cabello sujeto con una redecilla blanca. Mas pasaba una cosa singular con esta niña. Con el vestido usado, y descosido a veces, de trajinar por la casa, y el cabello al desgaire, estaba más linda que cuando se ponía de tiros largos. Bien fuese porque la índole de su belleza no era para brillar con los trajes ricos y suntuosos, como la de su hermana, bien porque la falta de costumbre de ponérselos (pues rara vez usaba los que le compraban), la hiciese aparecer atada y encogida cuando iba al paseo, lo cierto es que aquí y en el teatro Marta llamaba poco la atención y quedaba totalmente oscurecida por la hermosura altiva y espléndida de su hermana. En cambio, dentro de casa, aumentaban sus gracias sobremanera; sus movimientos eran sueltos y desembarazados, los ojos adquirían brillo y animación y todo su cuerpo cobraba una libertad que perdía así que ponía el pie en la calle.

Barría sin apresurarse, con firmeza y sosiego, como quien cuenta siempre llegar a tiempo, tarareando muy bajito un pasacalle. No tenía voz para el canto ni gran afición a la música, y todos los esfuerzos de sus maestros y su buena voluntad para el estudio se estrellaron contra esta ausencia de facultades filarmónicas. Las obras maestras de la música y aun las fantasías, réveries y nocturnos que María tocaba en el piano la dejaban fría, sin comprender su mérito. En cambio, confesaba, avergonzada, que ciertas melodías de zarzuela y muchas canciones populares la encantaban. Otra cosa no confesaba, aunque no era menos cierta. La música que algunas veces acompaña a los entierros, que por regla general es pésima y compuesta casi exclusivamente de instrumentos de bronce, la conmovía profundamente hasta hacerle derramar lágrimas. No cantaba, pues, casi nunca, pero solía tararear suavemente cuando ejecutaba alguna labor, como ahora. De vez en cuando se paraba a tomar aliento, apoyándose un instante en la escoba, y después de echar hacia atrás algunos rizos que le caían por la frente, seguía su tarea.

Ricardo apareció de nuevo en la puerta.

—¿Martita, estás enfadada aún?

—Sí que lo estoy—repuso entre severa y risueña—y escape usted pronto, señor marqués, antes que le siente las costuras con el palo de la escoba.

—¿Pero de veras estás enfadada?

—De veras lo estoy.

—Pues bien, te pido perdón humildemente—dijo poniéndose de rodillas—. Dame todos los escobazos que quieras, porque yo no pienso moverme.

—Vamos, álzate y no hagas boberías… Mira que te estás manchando los pantalones…

—Aunque me manchase el mismísimo cuello de la camisa, no me movería, mientras no me perdones.

—¡Qué payaso eres, Ricardo!

—Muchas gracias.

—¿Quieres alzarte, criatura?

—No, mientras no me perdones.

—Has de ser formal, Ricardo.

—Hablaremos de eso con espacio… ¿Me perdonas?

—Sí, pesado, sí; levántate.

Ricardo se levantó, aproximose a Marta y sacudiéndola fuertemente, exclamó:

—¡Chiquita, qué remonísima eres!… No me admira que Manolito… Ya me entiendes…

—¡Vaya un modo de empezar a ser formal!

—Lo seré con el tiempo; no te apures.

—Bien, pues ahora déjame concluir para llevar el caldo a mamá.

—¿Sabes que he recorrido toda la casa y no he hallado a nadie?

—Mamá aun no ha salido de su cuarto y papá y María están fuera.

—María en la iglesia, como siempre, ¿verdad?

—No fue más que a misa; pronto vendrá.

—¡Ya, ya!—exclamó el joven, poniéndose repentinamente grave y silencioso.

Marta dio fin a su tarea bajo la inspección seria y no muy atenta de su futuro hermano.

—¿Quieres aguardarme? No tardaré en venir…

Ricardo hizo un signo de asentimiento, y mientras la niña estuvo ausente, subió uno de los transparentes de los balcones y se puso a tocar el tambor con los dedos sobre los cristales, posando una mirada vaga y perdida en las casas de la vecindad.

No tardó en presentarse otra vez Marta.

—Anda, vente conmigo; voy a meter ropa en el armario.

Ricardo siguió a la niña como un cordero hasta una habitación clara y llena de armarios que daba a la huerta. En el centro de ella y sobre una mesa se hallaba una gran cesta atestada de ropa recién lavada.

—¿Quieres ayudarme a bajar esta cesta y ponerla aquí cerca del armario?

—¡Pues no faltaba más!

La cesta era enorme y costó trabajo llevarla al sitio designado. Mientras la conducían se les soltó la risa, lo que les obligó más de una vez a dejarla en el suelo.

El joven, con los esfuerzos, se ponía muy colorado, y esto hacía reír de tal modo a la niña que le privaba en absoluto de las fuerzas. Reía pocas veces, mas cuando se le soltaba la llave no había quien la atajase. Ricardo, con sus instintos de clown, procuraba hinchar los carrillos y ponerse aún más colorado. Se le había disipado por completo el mal humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho: ambos permanecían inclinados y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del suelo, la una desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación cómica.

—¡Qué militar tan valiente que no puede con una cesta de ropa!—exclamaba la niña en el colmo de la alegría.

—¡Quisiera yo ver aquí a Prim y a Espartero y hasta al mismo Napoleón! Esta no es una cesta cualquiera… Hay aquí lencería para un regimiento…

—¡Quita allá! Si no fuese que me haces reír, yo sola era capaz de llevarla.

Después de mucha risa y no poca brega, llegó la cesta a su destino. Marta abrió el armario, del cual se escapó el olor especial, fresco y penetrante de la ropa blanca. La niña lo aspiró algunos momentos con delicia mientras hacía hueco, trasladando las piezas de unos estantes a otros, a la nueva ropa que iba a introducir. Después quiso llamar a Carmen, una de las doncellas, para que le ayudase a estirar las sábanas, pero Ricardo le preguntó tímidamente:

—Oye, chica, ¿no serviría yo para eso?

—¡Oh! Si tú quisieras…

—¡Pues no había de querer!… Oro molido que fuese, preciosa… Tú dispones de mí como reina y señora…

—No será tanto.

—No rebajo nada… , puedes ponerme a prueba.

—Bien, pues, por lo pronto te mando que tomes las dos puntas de esta sábana y que tires hacia allá con fuerza… ¡No tanto, hombre, que me arrastras!… ¡Basta, basta! Ahora dobla como yo… , así… , una punta con otra… Bien, ahora tira otra vez… , más… , más todavía… ¡Basta!… Ahora vuelve a doblar… , tira otra vez… ¡Bastante!… Acércate ahora a mí… Trae… Esto corre ya de mi cuenta… Vamos a otra… Toma las dos puntas… , sacude bien y estira… Ten cuidado que ésta tiene guarnición… , no vayas a romperla… Estas son las sábanas de mamá y María.

—¡Qué ajena estará María de que yo estiro ahora sus sábanas!—exclamó Ricardo soltando una carcajada.

—Pues sí que lo son. A mamá y a ella les gustan muy finas y se las hacen de batista. A papá y a mí nos gustan más gruesas. Yo no puedo soportar las sábanas finas… ; me deslizo dentro de ellas y no encuentro sitio. A papá tenemos que ponérselas sin ninguna clase de encaje, porque el tacto del almidón le crispa los nervios y el ruido que produce le despierta. Es una manía. Figúrate que cuando va de viaje y en alguna casa le ponen sábanas con guarnición, tiene la paciencia de deshacer la cama para meter los encajes debajo del colchón… , a los pies… A mí tampoco me gustan, pero si me las ponen, me conformo… Papá tiene muchas manías: todas las noches se ha de quedar dormido con el cigarro en la boca… Yo ando cerca de su cuarto dando vueltas hasta que observo que se duerme, y entonces entro muy despacito, le quito el cigarro de la boca y apago la luz… ¡No tires tanto, que ya me duelen los brazos!… La verdad es que te obligo a hacer unas cosas bien impropias de un militar, ¿no es verdad?

—No lo creas: en el colegio, y aun después que salimos, en las casas de huéspedes, nos vemos precisados a hacer cosas peores. ¡Cuántos botones habré pegado yo en mi vida! ¡Y cuántas veces habré recosido los pantalones cuando se rozaban por debajo!

—¿De veras?

—¡Vaya!

Marta se maravillaba sinceramente. No comprendía que un hombre tuviera que descender a estos oficios habiendo tantas mujeres en el mundo, y se informaba menudamente de las particularidades de la vida de colegio; cómo los trataban, qué comían, a qué hora se acostaban, quién les hacía las camas, les lavaba la ropa y se la planchaba; si los colchones eran duros o blandos, si bebían vino, cuántas veces a la semana les mudaban las toallas, etc., etc. Ricardo satisfacía a todas estas preguntas haciendo una relación circunstanciada de sus hábitos de colegial con la verbosidad del que tiene los recuerdos muy frescos y no le pesa traerlos a cuento. De las costumbres pasaba a las aventuras, narrando las que podían ser narradas delante de una niña, y entreteniéndose sobre todo a pintar con negras tintas las desdichas de la época de novatada y las crueldades que con ellos ejecutaban los antiguos. Les obligaban a pasar noches enteras haciendo pitillos de arena para que después saliesen mejor hechos los de tabaco; en el paseo no les permitían levantarse del asiento de piedra que les habían señalado de antemano; les ponían en el cepo de campaña sin motivo alguno, aunque fuese después de comer, sólo por divertirse; los que eran más débiles solían vomitar o caer desmayados…

Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblante todas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las sábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del narrador. De vez en cuando soltaba una exclamación: «¡Pero, Dios mío, eso es una atrocidad! ¡Esos hombres estaban locos! ¿Por qué no dábais parte al jefe de tales atrocidades?» Ricardo no podía convencerla de que hubiera sido inútil revelarse ni dar parte al coronel, pues la novatada era costumbre tradicional en el colegio, que los jefes no querían arrancar. A todas sus razones contestaba: «Pues yo me hubiera presentado al coronel, y si no me hacían justicia me escaparía del colegio.»

—Vamos, no te pongas tan furiosa, Marta, que ya ha pasado. Así se hacen los hombres sufridos. Voy a narrarte ahora una cosa que me sucedió con el coronel. Después que salí a teniente…

Y, cambiando de rumbo, se ponía a contar aventuras chistosas y pasos divertidos que desarrugaban el rostro de la niña y concluían por hacerla reír a carcajadas. Poco a poco la cesta se iba vaciando y pasando su contenido al armario, que despedía siempre su olor punzante y un poco agrio de lencería lavada. Este olor había invadido toda la habitación y la refrescaba con un perfume de salud y de limpieza más grato que todas las esencias y pomadas. Era el perfume que acompañaba siempre a Marta, al decir de su padre, y parecía exclusivamente creado para ella. Cuando iba sola a abrir los armarios, experimentaba gran deleite en meter la cabeza dentro de ellos y hundirla entre la ropa, gozando de la frialdad del lienzo en el rostro y aspirando con voluptuosidad su aroma saludable. La luz que penetraba a torrentes por el blanco tul de las cortinas, la charla incesante y las sonoras carcajadas de los jóvenes llenaban la pieza de alegría y animación. Se le llamaba «el cuarto de la plancha», porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Las paredes que no ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente de blanco.

Carmen entró como un huracán por la puerta gritando:

—¡Señorita Marta, señorita Marta!

—¿Qué sucede?—preguntó ésta con sobresalto.

—¡Que el Menino se ha escapado, señorita!

La niña dejó caer la sábana que tenía en las manos y exclamó con estupor:

—¿Se ha escapado?

—Sí, señorita; al pasar ahora por la galería, voy a mirar a la jaula y me encuentro la puerta abierta y que el pájaro no está allí.

—¡Vamos allá, vamos allá!

Y todos corrieron en tropel a la galería. En efecto, el Menino se había fugado. Por un descuido deplorable, Marta, al darle de comer y colocarlo al aire libre en la galería para que se alegrara con la perspectiva de la huerta y el canto de los otros pájaros, había dejado abierta la puerta de la jaula. Hacía tres años que el Menino estaba en poder de nuestra niña y en todo este tiempo no había dado señal alguna de nutrir en su cerebro proyectos de evasión; antes por el contrario, el grandísimo hipócrita mostraba siempre que podía que se le daba un bledo por la libertad y que había renunciado a ella de buen grado en obsequio de su amabilísima ama. Desde mucho tiempo atrás salía de la jaula a tomar con ella el chocolate, se le ponía sobre el hombro, le picaba suavemente en las manos a guisa de caricia, brincaba de aquí para allá sobre los muebles, y cuando tocaban a retirarse se metía otra vez en la jaula tranquilo como un cordero. Todo hacía presumir que era un canario dichoso que daba por bien perdida la libertad a cambio de ser cuidado y atendido por una niña tan linda y estar facultado para dar cuando quisiera algunos picotazos en sus mejillas sonrosadas. Y dejando a un lado estos goces más o menos espirituales, por los que más de un muchacho en la villa haría estupendos sacrificios, y atendiendo únicamente al aspecto material de la existencia, o sea al bienestar del cuerpo, menester es dejar escrito que el Menino estaba en su jaula como un arzobispo y tratado a qué quieres cuerpo, y pide por esa boca; cañamón por aquí, alpiste por allá, unas veces lechuga, otras, sopas de chocolate, otras, migajas remojadas en leche; en fin, que pedir más era ofender a Dios. Y en orden al aseo y limpieza de la habitación, tampoco podía envidiar a nadie: todas las mañanas la misma Marta se encargaba de barrer lo que el puerco de él ensuciaba, dejándole la jaula como un espejo. Pues a pesar de que la opinión general era que se hallaba muy a su gusto y que no se cambiaría por el director de la Fábrica del Sello, lo cierto es que el Menino esperaba con impaciencia la ocasión de escaparse; se había dejado dominar por la melancolía, se le había agriado el carácter y tenía la bilis excitada por la falta de ejercicio. Si no hubiera salido a respirar el aire fresco, el día menos pensado se hubiese levantado la tapa de los sesos contra las rejas de la jaula.

Debajo de ella deliberaron brevemente nuestros jóvenes lo que habían de hacer. Marta estaba atribulada. Decidiose que Carmen, con la planchadora y el jardinero, irían a recorrer la huerta, pues se sospechaba que faltándole práctica, no había de volar muy lejos del primer arranque, mientras Marta y Ricardo lo buscarían por toda la casa en la contingencia de que se hubiese quedado dentro brincando por las salas, como lo había hecho ya otra vez. Marta se constituyó en guía y registraron desde luego la habitación contigua al corredor; una gran sala cuadrada con dos alcobas en el fondo, donde ella y María habían dormido de niñas con sus respectivas doncellas. El papel de la habitación representaba escenas de caza que impresionaban mucho a Marta cuando chiquita, sobre todo una que figuraba a un ciervo moribundo sujeto por media docena de perros feroces. Recorrieron después algunos gabinetes destinados a los forasteros que viniesen de huéspedes a la casa; pasaron a los cuartos de las muchachas; bajaron a la cocina, que estaba en un entresuelo, y tornaron a subir sin obtener resultado. Después se fueron al cuarto de don Mariano, que era un magnífico gabinete con dos balcones a la plaza, decorado con gusto severo y clásico; grandes sillones de cuero, ricos tapices, escritorio de ébano y armarios para los libros de la misma madera. En las paredes colgaban algunos retratos de familia pintados al óleo.

Marta experimentaba siempre en este gabinete una sensación de bienestar y alegría que no gustaba en las demás habitaciones de la casa. Había en esta sensación una mezcla religiosa de respeto y enternecimiento en que se confundían todos los recuerdos de la infancia impregnados de ese amor filial exclusivo, fervoroso y absorbente, que produce la cólera rabiosa de los niños cuando la niñera les arranca de los brazos paternos y el ansia de ir a ellos cuando vuelven a tenerlos cerca. Así que tuvo fuerzas y habilidad para hacerlo, nunca permitió que nadie arreglara aquel cuarto más que ella. Por la mañana pasaba siempre media hora de amable sosiego y dulzura limpiando los enormes sillones, que le costaba gran trabajo mover de su sitio, y haciendo la vasta cama de don Mariano. Sentíase feliz en medio de aquella habitación grave y patriarcal. Los colosales armarios, la mesa, los sillones, los cuadros y las figuras circunspectas de los tapices posaban sobre ella una mirada silenciosa y benévola, en la cual sentía agitarse la gran sombra protectora de su padre.

Ricardo quedó parado ante un retrato.

—¿Esta es tu tía, eh?… ¡Cómo te pareces a ella!… Lástima fue que se hubiese muerto tan joven… Era una mujer muy simpática.

—¡Ya quisiera yo parecerme a ella!… Era alta y yo soy chiquita.

—¿Qué importa eso?… Te pareces y mucho… Y es natural, después de todo, porque se parece a tu padre y tú eres Elorza de los pies a la cabeza. ¡Qué grandes armarios de libros tiene don Mariano!… Hay aquí para entretenerse un rato…

—Pues María se ha leído la mayor parte.

—¿Y tú?

—¡Oh, yo leo muy poco!… Soy muy holgazana… Papá dice que me estorba lo negro—repuso la niña con su ingenua sonrisa y un poco avergonzada. Después añadió:—Mira tú, Ricardo, no es verdad completamente lo que dice papá. Aunque no tenga afición a los libros, algunos me gustan; pero apenas tiene uno tiempo para tomarlos en la mano… Yo no sé cómo me arreglo que no tengo una hora mía… , unas veces por uno y otras por otro…

—Confiesa, chica, que no te gustan y punto concluido.

—Si tú quieres lo confesaré, pero no es verdad; algunos me gustan.

—¿Y el Menino?

—¡Ay, sí, vamos, vamos!

Entraron en la habitación contigua, que era la de doña Gertrudis, la cual les aseguró que por allí no había parecido casta de Menino alguna, aun cuando ella tuviese en la cabeza una verdadera pajarera que le impedía sosegar un instante; y en su consecuencia pasaron al cuarto inmediato, que era el de Marta. Era una habitación que parecía forrada de espejos, pues todo estaba bruñido allí, desde el pavimento de madera hasta los hierros de los balcones. Lo que no estaba barnizado por mano del ebanista lo estaba a fuerza de trapo. La gran manía de Marta, la que le proporcionaba más alegría y más pesadumbre, era el lustre. Su inclinación exagerada a la limpieza le había llevado por una pendiente rápida a pretender sacar brillo a todos los objetos y muebles de la casa y muy particularmente a los de su cuarto. Todos los días, ayudada de la doncella, los frotaba con una bayeta bien seca, sobándolos con afán incansable hasta lograr que lanzasen vivos reflejos. Entonces, toda sofocada, a veces sudando como un río, con el cabello en desorden y las mejillas encarnadas, levantaba la bayeta y permanecía un rato contemplando su obra, los hermosos destellos que la luz producía en el objeto bruñido, con una satisfacción íntima y verdadera, con entusiasmo casi místico. En casa le daban mucha cantaleta, lo cual hacía que se ocultase para desempeñar esta tarea y que procurase cerrar su cuarto a todo el mundo. Ricardo no había entrado nunca en él. Así que sin pensar en el Menino se puso a contemplarlo con atención curiosa e impertinente. Pasaba revista a los cuadros, se detenía ante el tocador, abría los frascos, palpaba las cortinas y hasta entraba en la alcoba para ver la cama, dejando escapar exclamaciones de asombro por lo bien arreglado que estaba todo y especialmente por el lustre particular de los muebles.

—¡Qué cuarto tan lindo tienes, chica!… Parece una taza de plata… ¡Qué camita tan blanda y tan mona!

—Ricardo, no seas curioso… , anda… , vámonos. El Menino no está aquí.

La niña se sentía turbada por la atención del joven. Todas las mujeres bien nacidas tienen el pudor de su cuarto, si vale la frase; porque hay siempre en él como impregnado algo de lo íntimo de su alma y de su cuerpo que repugna mostrar a un hombre. Pero a este pudor se añadía en Marta la vergüenza de que se descubriesen sus manías infantiles y obstinadas como la del lustre, la de colocar los frascos del tocador con cierta simetría propia de un altar y otras tales que servían a los suyos para embromarla a la hora de comer. Por esto se empeñaba en hacerle salir tirando con fuerza de él.

—Anda, Ricardo… , no hay nada que ver aquí… , vámonos, vámonos…

—Déjame, niña, déjame contemplar esta monada de cuarto… ¡Qué precioso!—y metiendo la nariz por la cama decía con mucha seriedad:—¡Huele a Marta!

—¿Quieres callar, majadero?

—A ti no te costará trabajo conservar tu habitación de este modo; pero lo que es yo te aseguro, chica, que ni con pena de la vida podría tenerla así… ¡Si vieses mi cuarto, Martita!

—Sí, sí… , bueno estará… Siempre fuiste un adán… ¡Pero anda, criatura, vámonos!

—Vámonos cuando quieras… Mi cuarto es una cuadra comparado con éste; pero considera que allí entran los perros, los gatos, el jardinero con los zapatos sucios, el cochero con el olor de la cuadra y en fin todo bicho viviente… No es mía la culpa…

Después del cuarto de Marta recorrieron otras piezas, el comedor, el salón, la galería del patio, otra sala de confianza y algunas más sin que el dichoso Menino se dejase ver en ninguna parte. Como quedasen parados en medio de un pasillo sin saber adónde dirigirse, a Marta le vino de repente una idea y dijo:

—Vamos al terrado: aun no hemos estado allá.

El terrado no era a la sazón más que una vasta sala embaldosada de mármol y cubierta de cristales de color. Llamábase el terrado porque lo había sido en otro tiempo, pero don Mariano lo había cerrado con cristalería hacía pocos años, transformándolo en una hermosa y fantástica habitación de gusto árabe donde se iba a tomar café en las tardes de verano con sus hijas y algún amigo. Estaba por amueblar. Sólo había en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas cuantas mecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala se hallaba anegada en luz. El sol, desquitándose aquella mañana de sus largos y frecuentes encierros, salía fogoso y resuelto a visitar todos los rincones de la villa, y al tropezar con los mil cristales del terrado de Elorza, no queriéndola ver mejor, pasaba por ellos y se zambullía dentro con un esperezo vivo y ansioso que abrazaba enteramente el ámbito del salón. Era un mágico espectáculo. Millares de luces rojas, verdes, amarillas, carmesíes, grises y azules ardían dentro de él, poblando el pavimento, la techumbre y las paredes, descomponiéndose en infinitos matices que regocijaban los ojos y los deslumbraban. Sobre el mosaico del suelo caía una lluvia de rayos intensos donde flotaba un polvo ligero y coloreado, y estos rayos se cruzaban y tejían en el espacio formando una tela flamígera, sutil y vistosa, por cuyos intersticios pasaban los fugaces destellos de otros rayos más pálidos donde flotaba un polvo aun más aéreo. Y estos velos de polvo, de rayos, de destellos y de colores extendiéndose unos detrás de otros, a pesar de su transparencia apenas dejaban ver con vaga indecisión, como al través de una bruma, los cristales y arabescos de las paredes. El sol derrochaba sus tesoros de luz y color, como un bajá turco, en el recinto de aquella cámara oriental, demostrando una vez más que cuando él se empeña en formar una decoración brillante y fantástica, no hay tramoyista de teatro con todas sus lentejuelas, bengalas y telones que le ponga el pie delante.

Nuestros jóvenes quedaron un instante absortos ante el caprichoso y mágico trabajo de la luz, enteramente olvidados del Menino, y sin decirse una palabra penetraron en la sala y llegaron hasta el medio con el paso lento y vacilante del que entra en un baño. En efecto, quedaron sumergidos y anegados en un vapor luminoso donde nadaban todos los colores posibles.

—¡Qué hermoso está el terrado hoy!—acabó por decir Marta.

—¡Parece la habitación de un palacio encantado!… Aquí estarían mejor que nosotros un moro con turbante blanco y una odalisca cubierta de brocado y pedrería… ¡Qué juegos de luz tan caprichosos!… Espera un poco, Martita, ponte aquí frente a este rayo de luz roja… ¡Si vieras qué semblante tan particular tienes ahora!… Pareces una gitana… , una hija del desierto.

En efecto, aquella luz tostaba el blanco rostro de la niña, lo encendía con reflejos de sol moribundo y lo animaba con la expresión ardiente y feroz de las naturalezas meridionales. Toda la inocencia de sus ojos, toda la pureza de sus contornos virginales se borraba bajo el poder de aquella llama maliciosa y lasciva, transformándola en un ser distinto, fiero y voluptuoso al mismo tiempo, bien lejano por cierto del verdadero. Ricardo lo comprendió y le dijo:

—No; este color no te conviene… Vente a este otro…

Y la puso debajo de un rayo de luz verde.

—¡Jesús; pareces una muerta!… No, no; éste tampoco… Aquí; a ver el color amarillo… No estás mal… , pero te hace rubia, y las morenas deben quedarse morenas, quiero decir, las pelinegras, porque ya sabemos que tú eres blanca. Vamos a ver el azul… ¡Oh, sorprendente!… ¡Maravilloso!… ¡Qué hermosa estás, criatura!

Tenía razón el joven marqués. El color azul, que es el más espiritual, el más puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablemente al rostro cándido de Marta. El rayo de luz caía sobre él como una caricia del cielo, bañándolo suavemente de una claridad diáfana. La negra cabellera quedaba teñida de azul profundo mientras el óvalo adorable de su rostro y el cuello firme y mórbido se coloreaban levemente por un azul celeste. La línea delicada y correcta de sus facciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante se transfiguraba con una expresión angélica de beatitud.

No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomía arrobada y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era la Marta verdadera, ingenua y modesta en su expresión como en sus rasgos, sino otra Marta afectada, teatral y fantástica. Ricardo concluyó por decirle que con ninguna luz estaba mejor que con la natural.

La niña exclamó de repente:

—¡Y el Menino, Ricardo!

—Es verdad; nos habíamos olvidado… ¿Pero dónde vamos ahora?… Ya lo hemos recorrido todo…

—Vamos a la habitación de María… Tal vez se haya subido allá…

—No me parece probable… , pero, en fin, vamos.

Subieron a la torre, sin lograr mejor resultado. Ni en la habitación de María ni en la de Genoveva descubrieron rastro del canario. Ricardo sintió cierta emoción al entrar en el cuarto de su amada, que no pasó inadvertida para Marta. Quedose grave y silencioso, y se puso a examinar con afán cuanto allí había, moviendo los objetos, destapando los frascos y hasta abriendo los cajones; de tal suerte que la niña se vio obligada a decirle:

—No enredes, Ricardo… Cuando venga María y vea sus cosas revueltas se va a enfadar.

—¡Y qué importa que se enfade!—respondió con alguna aspereza el joven.

—Es que me va a echar la culpa a mí.

—Bien, pues dile que he sido yo y asunto arreglado.

Entró en la alcoba, levantó las cortinas del lecho, tomó en la mano los libros que había sobre la mesa de noche, tornó a dejarlos y concluyó por tirar del cajón de la mesilla. Había dentro una porción de objetos hacinados, entre los cuales metió la mano, sacando uno por demás extraño.

Era una cruz ancha de cuero, llena de pinchos de bronce por uno de los lados y con un cordón para colgar al cuello.

—¿Qué es esto?—dijo dándole vueltas en la mano con asombro.

Marta adivinó lo que era.

—¡Déjalo, déjalo por Dios, Ricardo!… Se va a enfadar mucho María…

—¡Jesús, qué barbaridad!… ¡Esto debe de ser un cilicio!

—Puede ser… , pero déjalo, déjalo por Dios.

El joven lo arrojó otra vez con violencia dentro del cajón, haciendo un gesto de desprecio y repugnancia.

—María se ha vuelto loca… ¡Esto es una atrocidad que a nada conduce!

—¡No digas eso, que es pecado!… María es muy virtuosa…

—¡Virtuosa!… , ¡virtuosa!—murmuró con cólera el joven—. También tú lo eres sin necesidad de tales extravagancias…

—¡No me compares a mí con María!

Ricardo se puso a dar paseos por el cuarto, agitadamente y sin pronunciar palabra. Después volvió a la alcoba y tornó a sacar el cilicio del cajón, examinándolo con más cuidado.

—Parece que estos pinchos forman letras… Mira… ¿Tú sabes lo que dicen?

—No, yo no leo nada; será aprensión tuya.

—Sí, sí; aquí hay una inscripción… Pero, en fin, no quiero molestarme descifrándola… Todas estas cosas no son más que ridiculeces… Vámonos, chica, vámonos… Dejemos a cada loco con su tema…

Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta. Al cruzar por delante de una de las ventanas del gabinete, la niña lanzó un grito de sorpresa y alegría:

—¡Mira, mira, Ricardo!… , ¡mira dónde está el Menino!

El joven se abalanzó a la ventana, y vio sobre el tejado de la casa, no a mucha distancia, dando brinquitos de satisfacción, muy orondo y espetado, al Menino en persona.

—¡Qué bribón, adonde se ha ido!… Es menester cogerle… ¿Por dónde se sale al tejado?

—Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a la buhardilla.

—Pues, vamos.

Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaron la escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estaba sumamente obscura y el joven subía con mucho trabajo.

En el segundo tramo dio un tropezón.

—¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!… Te vas a lastimar; dame la mano que yo te guiaré.

Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la de una amazona. No tenía la suavidad del raso como las de María, porque los trabajos de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía la tersura amable de una epidermis rebosando de salud y de sangre. No estaba ardorosa tampoco como aquélla, sino siempre tibia y serena, y apercibida a toda molestia como las de una hija del pueblo.

El joven marqués no pudo hacer estas observaciones, porque marchaba atento solamente a no caerse. Entraron en un desván, débilmente esclarecido aquí y allá por algunos delgadísimos rayos de sol, que por los intersticios de las rejas se colaban. Después de caminar un rato, Marta soltó la mano, diciendo:

—Aguarda ahí; voy a abrir la ventana.

Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro joven.

—¡Aquí está, aquí está el Menino!—gritó Marta desde arriba con entusiasmo—. ¡Está muy cerca!… ¡Menino! ¡Menino!… ¡Ven acá, tonto!… ¡Toma, toma!… ¿No me conoces?…

El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír la voz de su dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como para escuchar. Los rayos del sol que caían de plano sobre él bañaban su plumaje amarillo, haciéndole resaltar de tal suerte sobre el color rojo del tejado, que parecía un pedacito de oro animado. Dio tres o cuatro brinquitos en son de acercarse a Marta y dijo pipii.

—¿Quieres que suba a ver si le cojo?—preguntó Ricardo.

—No; aguarda un poco… , parece que viene él… Menino, Menino… , ven acá, mono… , ven acá… , toma…

El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró, ladeando otra vez la cabeza para escuchar. No es fácil saber lo que entonces pasó por su cerebro; algo de ruin y de bajo y de deshonroso para la raza a que pertenece debió de ser, porque olvidando en un punto los cariñosos cuidados de su ama, sus continuas caricias, los muchos chocolates que con ella compartió, el regalo de los bizcochos y los copiosos tarros de alpiste, se espulgó con grande indiferencia ante su vista, dijo varias veces pii, pii, con cierta sorna, y abriendo las alas se tendió por el espacio yendo a perderse entre el follaje de las huertas vecinas.

Marta lanzó un grito de dolor.

—¡Dios mío, se ha ido!

—¿Se ha ido?

—¡Sí!

—¿Muy lejos?

—Se perdió de vista.

—¡Pues señor, la hemos hecho buena!

Ricardo subió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de la niña miró y remiró hasta sacarse los ojos, sin ver absolutamente nada que semejase de una legua a canario. Cuando volvió la vista a Marta observó que por sus mejillas rodaba una lágrima.

—¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta?

—Tienes razón—repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándose la lágrima con el pañuelo—. Pero me había encariñado con él como con una persona… Ya ves… , ¡hacía tres años que le cuidaba!…

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