Llegó la primavera. Los vientos del N. E., a modo de escoba gigantesca manejada por la mano de algún dios aficionado a la limpieza, barrían a menudo el polvo y la ceniza del firmamento. Los marineros que salían de madrugada a la pesca, al poner el pie en el muelle veían muchas veces un gran pedazo de cielo azul sobre las casas lejanas del Moral, que se iba extendiendo lentamente hacia los cuatro puntos cardinales, dejando suspensas sobre el horizonte algunas levísimas rayas de niebla de color violeta semejando grandes cejas. La vasta sábana de la ría, en vez de los tristes y metálicos reflejos del invierno, dejaba escapar ahora hermosos destellos azules, y las cáscaras de nuez, llamadas barcos por mal nombre, cabeceaban impacientes en la dársena como otros potros preparados a salir. Mas por las tardes todavía el invierno reivindicaba sus derechos, ora esparciendo sobre la villa y la ría una espesa capa de niebla, que no tardaba en deshacerse en cierzo, ora haciendo correr por el cielo furiosamente negras y colosales nubes que iban a descargar su peso a lo interior. Algunos días no obstante, a la puesta del sol, un soplo de aire tibio llegaba de la parte de tierra, que advertía deliciosamente a los pacíficos habitantes de Nieva de la presencia en aquel partido judicial de la más amable y coqueta de las estaciones. Y este soplo de aire cargado de perfumes, subiendo por la nariz al cerebro de los vecinos más inclinados a la poesía y a las dulces expansiones del corazón, se portaba como enemigo declarado del sosiego de los espíritus femeninos y perturbador de la paz de las familias.
La villa dormía plácidamente como una sultana, recibiendo la caricia halagüeña de este soplo. Sin embargo, debajo de sus techos el sosiego era más aparente que real. Una gran parte del vecindario seguía durmiendo como antes a pierna suelta, pero otra no menos numerosa y estimable, sin saber a qué atribuirlo, despertaba varias veces en el curso de la noche y se pasaba en ocasiones una hora con la luz encendida leyendo los artículos de El Tiempo, sin lograr conciliar el sueño. Bebíase gran copia de vasos de agua; soñábanse cincuenta mil disparates, que al recordarlos por la mañana hacían sonreír con enternecimiento a los honrados moradores, y más de uno y más de dos atraparon una fluxión de pecho por habérseles caído la ropa de la cama. Despachábase en las dos boticas del pueblo una cantidad extraordinaria de cebada perlada; algunos rechazaban a la mesa el vino, con sorpresa de sus consortes; y dulcificábase extremadamente el carácter de los señoritos en el trato con las criadas. El librero de la calle de la Industria pedía a Madrid algunas novelas de Paul de Kock por encargo de sus parroquianos, y el profesor de piano hacía análoga reclamación a los editores de música, de varias romanzas sentimentales con títulos apasionados como Vorrei morir, Tutto per te, Non posso vivere y otras de igual jaez, por empeño de sus discípulas. Las golondrinas comenzaban a instalarse en los corredores, y después de cortejarse unos cuantos días por el aire persiguiéndose con gritos descompasados y partiéndose solas las parejas a los sitios más escondidos de las huertas, sin respeto alguno al qué dirán y a las buenas formas, celebraban sus bodas con la misma grosería, sin consultar la voluntad de los papás, ni suplicar dispensa cuando la necesitaban, ni proclamarse por conducto del párroco, ni encargar trousseau a París, ni recibir un mal juego de café de los parientes, ni pasar papeletas impresas a los amigos y conocidos participando su efectuado enlace, ni siquiera insertar en La Correspondencia de España un suelto diciendo: «Ayer, ante numerosa y escogida concurrencia, en la que figuraba lo más eminente de la nobleza, la política y la literatura, se verificó en casa de la desposada el anunciado matrimonio de la bellísima y distinguida golondrina doña Fulana de Tal con el acaudalado golondrino don Zutano de Cual. Después de servirse un espléndido buffet, los novios partieron a su rica posesión de los Robledales, en Aragón». Y quien habla de las golondrinas claro está que se refiere igualmente a toda la caterva de pájaros que habían sentado sus reales tanto en las huertas de Nieva como en los inmensos pinares que bordaban las orillas de su ría.
Entre las personas en quienes la influencia de este soplo primaveral se ejercitaba de un modo más señalado (dejando aparte, por supuesto, a la señorita de Delgado, con quien nadie se atrevería a mantener competencia en materia de sensaciones, sentimientos, emociones y todo lo referente a la vida del corazón) contábase nuestro conocido Manolito López. Su apreciable familia observaba con grata sorpresa, no sólo que el carácter del chico se dulcificaba a ojos vistas, sino también que crecían y se propagaban en él de un modo inusitado la inclinación al aseo y los hábitos de compostura. Esta loable inclinación manifestábase en todas las prendas de vestir que adornaban su persona, pero muy particularmente en el calzado. Un tarro de betún superior cada quince días no era bastante para el consumo de sus botas, gastando mucha parte de la mañana y de sus fuerzas físicas en ponerlas relucientes como un espejo, y aun así no estaba contento. Hubiera necesitado Manolito que el brillo del diamante brasileño y el de todos los de las coronas reales europeas, el de los mares y el de los astros viniera a refugiarse a ellas para quedar enteramente satisfecho. Después de dar la última mano de gato a sus cabellos, Manolito salía siempre en la amable compañía de sus botas charoladas a pasear por delante de la casa de Elorza, y calle arriba, calle abajo, allí se estaba todo el tiempo que le permitían sus ocupaciones y alguna parte también del que le prohibían. Los balcones de la casa permanecían por regla general herméticamente cerrados, pero Manolito, a juzgar por el gracioso contoneo que adoptaba al cruzar por delante, debía de sospechar que unos ojos fijos y enamorados le estaban siempre observando por detrás de las rendijas. Tal vez que otra los balcones se abrían, apareciendo en ellos la figura de Carmen, de Genoveva, de Adela o de algún otro sirviente, que le dirigían miradas no bastantemente respetuosas, atendiendo a la edad (quince años y tres meses) y al carácter de nuestro joven. De raro en raro solía aparecer también la linda cabeza de Marta, que paseaba sus ojos un instante por los contornos de la casa con expresión indiferente; la cual, dicho sea en honor de la verdad, no se trocaba en apasionada y halagüeña a la vista de Manolito, antes bien continuaba de la misma suerte, apagada y severa, como si nuestro joven no tuviese más personalidad que una columna de los soportales, o que el reloj del Ayuntamiento o el letrero del café de la Estrella o cualquiera de los objetos inanimados sobre los que se espaciaban los ojos de la niña. Manolito quedaba algunos momentos turbado, como si hallándose navegando por los mares del Polo viese de improviso llegar hacia él una enorme montaña de hielo, pero no tardaba en reponerse, exclamando para sus adentros: «¡Qué disimulada es esta chica!» Y aunque los balcones se cerrasen inmediatamente con chirrido desdeñoso y permaneciesen tapiados todo el día, Manolito no dejaba de pasear arriba y pasear abajo, atrincherado siempre en su convicción de que por los intersticios de las cortinas unos ojos extáticos y húmedos de amor le clavaban mil saetas apasionadas.
Pero donde la primavera ejercía un imperio más absoluto y hasta despótico (dejando siempre a salvo, por supuesto, el espíritu poético de la señorita de Delgado) era en la huerta de los señores de Elorza. Allí, sin consultar para nada la voluntad de las flexibles mimosas ni de las redondas acacias, ni de las imponentes catalpas, ni la de ningún otro árbol o arbusto, flor o legumbre, por respetable que fuese, comenzó a vestirlos todos de verde, matizando los trajes cuidadosamente, a éste dándole uno obscuro y profundo, a aquél claro y deslumbrante, al otro pálido y amarillento, haciendo con ellos una especie de mascarada risueña y original que lisonjeaba la vista de los que aun persisten en tener afición a las obras de la naturaleza. Sobre este traje brillaban como honoríficas condecoraciones algunas flores, amarillas, blancas, azules o encarnadas, prestas a embalsamar el ambiente con los suaves aromas que guardan en su corazón.
La huerta era extensa, como pocas, dilatándose desde la plaza, donde se alzaba la casa de don Mariano, hasta el muelle, por un lado, y por el otro hasta las últimas casas del pueblo. Y ora porque no fuese muy fácil cuidar esmeradamente tan gran pedazo de tierra, bien porque don Mariano no quisiera, como hombre de gusto, imponer su ley a la naturaleza, estableciendo en su finca un régimen tiránico de tijeras y líneas geométricas, lo cierto es que ofrecía toda ella el vigor desordenado, la exuberancia y la espontaneidad que no suele verse ya sino en las huertas provincianas gobernadas aún por un sistema español amplio y tolerante. Las calles, aunque tiradas a cordel, según prescribía la moda en el tiempo en que se abrieron, estaban ya torcidas, gracias a las invasiones o a las deficiencias de los setos de membrillo, boj y rosal. Los árboles cerraban en muchos parajes estas calles con bóveda espesa, prestándoles un tinte de amable misterio, que digan lo que quieran, es el hechizo mayor de los jardines, y apelamos al testimonio de todas las almas ardientes elevadas, particularmente a la de la señorita de Delgado.
Por detrás de los árboles y al través de los setos se veía algún fauno o sátiro de piedra, deteriorado, con grandes manchas verdes por las espaldas musculosas, arrojando agua por narices y boca; en esta agradable ocupación había pasado toda su vida. Las flores no tenían en el jardín de Elorza los monstruosos privilegios que suelen gozar en los flamantes parques modernos, sino que se habían establecido en un pie de igualdad con las modestas cuanto suculentas legumbres. Al lado de un grupo o cesto de dalias crecía una esparraguera, y a la vista de un magnífico macizo decannas índicas y calladium prosperaba un bosque de alcachofas y un cuadro de berzas de la Alsacia. En una de las esquinas había un gran tendejón donde yacían hacinados muebles viejos de la casa, algunos coches estropeados, aperos de jardinería, etc., etc. Circundaba toda la huerta una tapia de bastante espesor y elevación por donde trepaban la yedra y la madreselva cautelosamente hasta asomar sus hojas por encima como pilluelos que entrasen a robar fruta y tratasen antes de espiar al jardinero. Sobre uno de los lienzos de la tapia se alzaban los palos de los barcos del muelle, que con sus numerosos cables, enlazándose y cruzándose en todos sentidos, semejaban de lejos arañas monstruosas. Una gran puerta enrejada de hierro ponía en comunicación a la huerta con el muelle.
La hija menor de los dueños de esta huerta se hallaba una mañana en ella cortando flores con las tijeras que pendían de su cintura y colocándolas después con mucha delicadeza en un cestillo de mimbre. Las iba eligiendo de un lado y de otro, parándose a veces a reflexionar delante de algunas, y dejándolas intactas para ir en seguida hacia otras y volver más tarde a las primeras, dando un sinfín de vueltas en todas direcciones con paso vacilante. Se hallaba tan embebida en las profundidades de alguna combinación referente al ramo de jardinería, que se dejaba tostar sin piedad por un magnífico sol iracundo y soberbio, como pocas veces solía estarlo. Desde la última vez que la vimos había experimentado en su figura algún leve cambio, no muy fácil de definir. Acababa de cumplir los catorce años. Su desarrollo físico, siempre exuberante y vigoroso, había dado una sacudida en los últimos tres meses, no estirándola y enflaqueciéndola a la par, como sucede generalmente con las niñas en esta edad, sino acabando de modelarla como un hermoso juguete. Marta iba a quedarse pequeñita. La naturaleza estaba dando los últimos toques a su figura, abultando la línea de su cadera, redondeando sus brazos, hinchando su seno virginal y perfilando la elipse de su rostro, sin acordarse para nada de otorgarle tres dedos más de estatura, que eran los que le hacían falta. Por eso un teniente de caballería andaluz, al hacerle un favor y un disfavor en el juego de prendas, le había dicho recientemente: «—Ez uzté mu bonita, pero ez uzté mu redondita». Y esto había servido para que los amigos de la casa la llamasen festivamente la redondita y la mareasen a la continua con el «ez uzté mu bonita, etcétera». La expresión del rostro continuaba siendo tan plácida, tan grave y dulce como antes. No obstante, sus grandes ojos negros, serenos y límpidos, que, como hemos dicho, ofrecían cierta singular inmovilidad semejante a la de los que padecen de gota serena, adquirían un movimiento tan sosegado y tan dulce que una de las señoritas de Ciudad, la misma que la había presentado al ingeniero Suárez, no pudo menos de exclamar la noche anterior:
—¿No repara usted qué mirada tan suave tiene Martita?
—En efecto—repuso el ingeniero—, esa niña parece que acaricia con los ojos cuanto mira.
Al mismo tiempo propendían a quedársele húmedos, lo cual aumentaba aún más su brillo y su ternura. Vestía en aquel momento un traje morado obscuro extremadamente ceñido y plegado al cuerpo, y si bien, a petición suya, se los hacían ya un poco más largos, todavía al bajarse para cortar las flores enseñaba gran parte de unas espléndidas y bien torneadas pantorrillas, que corrían pareja con los brazos de marras.
Después que hubo cortado, a su juicio, las suficientes flores, fue a sentarse en un banco de piedra a la sombra, y poniendo el cesto a su lado y sacando un ovillo de hilo, se dispuso con gran calma a hacer un ramillete. Tomó primero una magnífica rosa blanca de las llamadas de té, le quitó todas las espinas y foliolos y ató en torno suyo una serie de hojas de malva. Al llegar a este punto de la operación apareció Ricardo. Marta levantó la cabeza al oír los pasos y la bajó rápidamente para continuar su obra.
—Te andaba buscando, Martita.
—¿Para?
—Para nada… , para verte… ¿Te parece poco?
—Si no es más, me parece poco, sí.
—¿Acaso no quieres que te vea?
—No digo eso… , pero como no hace aún veinticuatro horas que has estado en casa…
—De todos modos tenía ganas de verte.
Marta calló y siguió su tarea poniendo en torno de la rosa y apoyados en las hojas de malva tres pensamientos obscuros. Ricardo había cambiado también un poco desde la última vez que le vimos. Su rostro estaba levemente descaecido, y a la ordinaria expresión de alegría había sucedido otra como de fatiga, que a veces rayaba en triste y amarga. Indudablemente no había sido muy feliz en los últimos meses. Ya sabemos que no tenía motivos para serlo. La perpetua lucha que necesitaba sostener con los escrúpulos de María y el desvío sincero o fingido que observaba en ella constituían un disgusto sordo y continuado que le amargaba la existencia. Los breves ratos en que conseguía hablar con su adorada, en vez de dedicarlos a las dulces expansiones del amor, se pasaban ordinariamente en reyertas y reconvenciones o cuando menos en largos discursos suasorios de la una y la otra parte; Ricardo convenciendo a María de que sus prácticas piadosas eran una exageración incompatible con la naturaleza humana; María tratando de persuadir a Ricardo a que abandonase las frivolidades del mundo y emprendiese el camino de la virtud, que es el de la salvación.
Después que hubo contemplado silenciosamente por un momento la obra de Marta, le preguntó:
—¿Para quién es ese ramo?
—Para María, que quiere empezar esta tarde sus flores a la Virgen. Me ha pedido que le hiciese dos y ya tengo uno en casa.
Un relámpago de alegría pasó por los ojos del joven al oír el nombre de su amada y empezó a interesarse en el arreglo del ramillete. Marta notó perfectamente la alegría y el interés de su futuro hermano.
Entre los tres pensamientos colocó tres claveles, uno rojo, otro de color de rosa y otro blanco. Después tomó algunas hojas de almoraduj y rosal, y ciñó con ellas el naciente ramo. En seguida colocó alrededor una faja de margaritas alternando los colores: encarnada, blanca, azul y jaspeada.
—Ahora debes poner más claveles—apuntó Ricardo con la osadía del ignorante.
—Cállate, Ricardo; no sabes lo que dices… Ahora se pone un relleno de almoraduj y malva para que las margaritas tengan donde apoyarse… Es necesario que las flores vayan sueltas y no se toquen unas a otras para que cada cual conserve su forma dentro del ramo… ¿Lo ves?… Ahora ya puede agregarse una faja de rosas sin temor de chafar las margaritas, una blanca, otra encarnada… , una blanca… , otra encarnada… Basta…
El hilo daba vueltas entre sus dedos, apretando suavemente las flores. El ramillete iba tomando una forma piramidal bien proporcionada. Ricardo, al dirigir la vista al cestillo, vio unos geranios de color rojo extremadamente vivo y exclamó:
—¡Oh qué geranios tan hermosos!… Este color tan vivo debe convenirte muy bien, Martita… Ponte uno en el pelo…
La niña, sin hacerse de rogar, cogió el que le presentaba y se lo colocó entre sus negros cabellos por encima de la oreja. Esta combinación tan vulgar de lo negro con lo encarnado que todas las niñas conocen se manifestó más armoniosa que otras veces por la intensidad excepcional tanto de lo obscuro como de lo rojo. El geranio, al trasladarse a aquel sitio, pareció haber cumplido su destino en la tierra, brillando más hermoso y satisfecho que nunca.
Ricardo contempló la cabeza de Marta con verdadera admiración, mientras por los labios y los ojos de ésta vagaba una inocente sonrisa de triunfo.
En torno de las rosas colocó en vez del relleno verde de almoraduj y malva otro de alelíes blancos y morados y en seguida una faja de geranios de todos colores, combinándolos graciosamente. Estaba hecho el ramillete. Para cerrarlo cogió algunos puñados de tomillo y los fue agregando a fin de que le sirviesen de apoyo. Las flores todas, artísticamente combinadas, aparecían sueltas, ostentando cada cual su propia forma perfectamente unidas al todo.
Marta levantó el ramo en alto, diciendo con orgullo infantil:
—¿No está bien?… , ¿no está bien?
—¡Admirable!… , ¡admirable!—prorrumpió Ricardo, y en el colmo del entusiasmo tomó el ramo, le dio una porción de vueltas y poniéndolo después en el cestillo cogió una mano de la niña y se la llevó a los labios.
Marta se puso tan encarnada como el geranio que llevaba en el pelo y la retiró velozmente. Ricardo, mirándola con sonrisa burlona, le dijo:
—¿Qué es eso, señorita? ¿Qué es eso? ¿Se avergüenza usted ya de que le besen una mano cuando no hace todavía cuatro meses que la besábamos todos en la mejilla?… No paso por ello… De ningún modo paso por ello…
Y tomándole a la fuerza las dos manos empezó a repartir besos en ellas a toda prisa sin darse punto de descanso hasta que creyó percibir algo raro sobre su cabeza y la levantó. Marta estaba llorando. La sorpresa del joven fue tan grande que soltó las manos sin decir palabra. La niña se tapó con ellas la cara y comenzó a sollozar con vivo sentimiento.
—Martita, ¿qué te pasa?… ¿Qué tienes?—le preguntó todo asustado, bajándose para verle el rostro.
—Nada, nada… , déjame.
—¿Pero por qué lloras?… ¿Te he lastimado?… ¿Te he ofendido?…
—No, no… , déjame, Ricardo… , déjame, por Dios.
Y levantándose del banco echó a correr en dirección de la casa, limpiándose los ojos. Ricardo la vio alejarse, cada vez más sorprendido, y permaneció algún tiempo en el banco tratando inútilmente de explicarse la conducta de la niña. Después se levantó y comenzó a pasear por la huerta. Al cabo de un rato se había olvidado enteramente del llanto de Marta. Otras memorias más punzantes vinieron a turbarle el ánimo y a embeber su atención. Una hora lo menos pasó dando vueltas por el parque meditando en ellas, cuando al cruzar por delante del banco donde estuviera sentado con la niña se fijó en que el ramo de ésta aun permanecía dentro del cesto, como lo había dejado, y ocurriéndosele que no estaba bien allí quiso llevarlo a casa. A la primera sirvienta con quien tropezó le preguntó dónde se hallaba la señorita.
—Me parece que debe de estar en la habitación de la señora.
Se encaminó hacia allá. A la puerta misma del cuarto de doña Gertrudis encontró a Marta, que salía de evacuar sin duda algún encargo de su madre. La niña, que aun llevaba el geranio rojo en el pelo, así que le vio dirigiole una sonrisa dulce, con señales de hallarse avergonzada.
—¿Estás enfadada todavía, Martita?—le preguntó en voz baja.
—Nunca lo estuve, Ricardo.
—¿Y aquel lloriqueo?…
—No sé yo misma lo que ha sido… Hace algunos días que no me encuentro bien… y sin saber por qué se me sueltan las lágrimas…
—Pues lo celebro en el alma, preciosa. No puedes figurarte lo que sentía haberte disgustado.
—¡Bah!…
—¡Y con qué sentimiento llorabas!… Creí que te pasaba algo grave de veras… ¿Has tenido algún disgusto hoy?
—No, no, no he tenido nada. Vuelvo en seguida… Hasta ahora.
El marqués de Peñalta entró en el cuarto de doña Gertrudis, donde se hallaban a la sazón conversando don Mariano y don Máximo, que no manifestaban de modo alguno en su rostro la zozobra angustiosa, la palidez y el espanto de los que presencian la agonía de un moribundo; lo cual irritaba de tal manera a doña Gertrudis, que casi se hubiera alegrado de morir en aquel momento sólo por darles un susto. Estaba, como siempre, arrellanada en su butaca, tapadas las piernas y los pies con una magnífica piel de cabra selvática, repartiendo miradas de amarga desolación entre el cielo raso y una copa de leche que tenía en la mano. De vez en cuando la acercaba a los labios y tragaba parte de su contenido alzando en seguida los ojos y exclamando interiormente: «¡Dios mío, que pase de mí este cáliz!» Tal vez que otra posábalos también con inefable serenidad en sus verdugos, expresándoles de una manera conmovedora que si Dios les perdonaba su crueldad, ella, por su parte, no tenía inconveniente en otorgarles un amplio y generoso perdón; aunque mucho dudaba que el Supremo Hacedor se lo concediera.
Ricardo fue a sentarse cerca de los verdugos sin ceremonia alguna, porque ya había tenido ocasión aquella mañana de disertar profundamente una buena hora sobre los nervios de doña Gertrudis. Ésta, haciéndose cargo de que quien alterna con delincuentes está muy expuesto a caer en el crimen, le comprendió de antemano en la omnímoda y liberal amnistía que tenía decretada a favor de sus malhechores.
—Yo no consentiría ni periódicos facciosos como La Tradición, ni autoridades que no obedeciesen puntual e incondicionalmente al Gobierno, don Máximo.
—Estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto; aun nos encontramos en un período de lucha y es menester apelar a procedimientos excepcionales. Pero no me negará usted que bajo un régimen normal, la libertad…
—¡Qué libertad ni qué calabazas!… Libertad para trabajar… , ésa es la única que nos hace falta… Caminos, puentes, fábricas, saneamientos de terrenos, ferrocarriles y puertos; eso es lo que pide nuestra desgraciada nación… La libertad que ustedes los progresistas ambicionan es la libertad de morirse de hambre… Cuando considero que si no hubiera sido por la Gloriosa nuestro ferrocarril estaría ya a punto de terminarse, me acomete tal desesperación…
—Esto no es más que un sacudimiento pasajero, don Mariano… ¡Ya verá usted qué pronto luce el iris de paz!
—Sí, sí… , ¡ya escampa!… ¿Ha leído usted el artículo de entrada de La Tradición? (La Tradición era un periódico que se publicaba en Nieva los jueves.) Pues cuando lo lea ya verá usted qué arcos iris nos preparan los partidarios del altar y del trono…
—¿Está muy fuerte?
—Poca cosa… Dice que todos los buenos católicos deben empuñar las armas, para exterminar la caterva de impíos y desalmados que hoy nos gobiernan…
En aquel momento entraba Marta en el gabinete. Al pasar por delante de Ricardo, éste la cogió de una mano y la obligó a sentarse sobre sus rodillas, haciéndole una muda caricia con los ojos, sin dejar de atender a la conversación. La niña se sentó sin resistencia y escuchó también en silencio.
—¿Pero de veras dice eso?—preguntó don Máximo.
—¡Y tan de veras!… Léalo usted y se edificará… Para mí, los carlistas de acá están meditando y aun fraguando algún golpe de mano. El comandante general descuida demasiado esta región y distrae todas las fuerzas en perseguir las partidas de la montaña… La Fábrica necesita siempre una fuerte guarnición por lo que pueda acaecer… ¡Pues apenas es presa codiciada por ellos!…
—Yo no creo que se atrevan nunca a intentar nada por ese lado. Y si no que lo diga el marqués…
Ricardo no oyó bien las últimas palabras de don Máximo porque estaba saludando con sonrisa apasionada a María, que entraba a la sazón. Después que se hubo sentado cerca de doña Gertrudis y cambiado con él algunas miradas, fue cuando se acordó de la pregunta que le dirigían.
—¿Qué decía usted, don Máximo?
—Que yo no creo que los carlistas intenten nada contra la Fábrica… Sería una empresa ridícula.
—¡Oh!, no tanto… , no tanto como usted se figura, don Máximo… Hoy por hoy con la escasa guarnición que tenemos no sería un imposible ni mucho menos el sorprenderla… ¡Cuántas veces he pensado, haciendo la guardia de noche, que treinta hombres decididos me podían poner en un apuro!… Si lograsen entrar, la cosa estaba resuelta, bien pueden ustedes creerlo…
—¿Lo oye usted, hombre inconvencible, lo oye usted?… Ya verá usted cómo nos hemos de acordar de Santa Bárbara después que caigan rayos y centellas… Pero escucha una cosa, Ricardo, ¿por qué no aprovecháis para la defensa de la Fábrica los últimos adelantos que se han hecho en la luz eléctrica?
—¿Cómo?
—A mí se me figura que colocando en distintos parajes de ella unos cuantos focos de luz eléctrica que el oficial de guardia pudiese encender con sólo apretar un botón, se podría evitar muy bien el peligro de una sorpresa; y si al mismo tiempo se colgasen una buena cantidad de campanas poderosas, movidas igualmente por la electricidad, que produjesen alarma instantánea en la población y despertasen a los obreros, que por lo común viven cerca… Martita, ¿qué tienes?—exclamó de improviso cortando el hilo del discurso.
Todos acudieron a ella. La niña, que continuaba sentada sobre las rodillas de Ricardo, se había ido poniendo pálida sin que nadie se hiciese cargo. Cuando don Mariano se fijó en ella, casualmente, estaba blanca como el papel.
—¿Qué te pasa, hija mía?
—¿Qué tienes, Martita?
—Me siento un poco mal. Dadme un vaso de agua. María corrió por ella. Don Máximo le tomó el pulso y dijo:
—No es más que un amago de vahído, que se cortará con el agua.
En efecto, después que la bebió y se hubo sentado en el sofá empezó a serenarse, y a los pocos minutos ya estaba completamente bien. Siguió la conversación.