Champagne

AL destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, la prógima se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese vino me costó muy caro... el día de mi boda.

—¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?—preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no—repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa.—Por haberme casado ando como me veo.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de duros... miles, sí, ó cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah!—murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.

—Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares, pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino... y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar.

—¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?

—Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de mujer... de uno de infantería, un teniente pobre como las ratas... y se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra—que no me dejaba respirar—me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas tenía de lloriquear que de probar bocado...

—Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.

—Aguarda, aguarda—advirtió amenazándome con la mano.—Ahora entra lo ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos, que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...

Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los ojos, y que estaba sofocadísima.

Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la boda.—Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,—pero lo cierto es que apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á mi casa.—Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro borrachina... de nada me enteré.

—¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?

—Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien hablaba por mi boca era el maldito espumoso...

—¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?

—¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!

—¿Y... el teniente?

—¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se casó con ella poco después.

—¿Sabes que has tenido mala sombra?

—Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de ocho se verían peor que esta individua.

—¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.

—¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.

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