Capítulo 19

 

El epílogo de mi historia con doña Milagros coincidió con muy importantes acontecimientos para mi familia. Perdí a dos hijas casi al mismo tiempo… Clara, acompañada del Penitenciario, salió hacia Compostela dispuesta a que ciñese su frente la toca de las novicias. Y Tula, ¡nada menos que Tula!, con toda su severidad, su acritud, sus principios de orgullo y sus altivas frases fielmente calcadas en las de mi pobre esposa… , cogió al aguilucho de la familia y lo chapuzó… ¿dónde diréis que chapuzó al mísero pajarraco? ¡En la bacía del barbero Redondo! Sí: con el hijo del rapista, con el pintorcejo de puertas y ventanas fue con quien Tula se resolvió a renunciar a su honesta soltería, y a entrar en el amor y el matrimonio, paraísos desconocidos para ella hasta entonces…

Me avergüenza esta página. Quiero pasarla por alto o punto menos, corriendo un velo sobre el error de una doncella a quien tuve, no solamente por recatada e invencible, sino por preciada de su calidad y deseosa de conservar siquiera el prestigio de un distinguido nacimiento… Los chismes de Feíta no habían hecho mella en mí; juzgué que eran invenciones de aquella cabeza caliente y destornillada… La caída de Tula me recordó que el hambre de amor, como la obra, hace olvidar las facticias jerarquías sociales, y conduce a la más democrática igualdad, a la nivelación más absoluta… Bajo el impulso de esta necesidad, apremiantísima; bajo la fuerza de esta ley, todo lo convencional desaparece, y sólo quedan en pie Adán y Eva, la primitiva pareja del Edén, el varón y la hembra atraídos el uno hacia el otro merced a instintos que a veces ni saben definir… Tula no encontraba su media naranja, y se moría por dar con ella, hasta que se la brindó la embadurnada mano del vástago del rapabarbas. Y verla y asirla fue todo uno.

Hemos ignorado siempre cómo se desenvolvió el idilio. Yo bien noté que el pintor venía muy a menudo a mi casa; pero lo consideraba efecto de su carácter solícito y servicial. Queriendo Sobrado cumplirnos su palabra de adecentar el piso donde vivíamos, envió al hijo de Redondo para que diese una mano de pintura gris perla a las maderas -puertas, ventanas y galerías- con lo cual el mozo se pasó una quincena dentro de nuestro hogar, tanto más libremente, cuanto que nadie sospechaba que sus brochas gordas fuesen flechas del carcaj de Cupido. Así que se difundió por la ciudad la noticia de que Tula, la almidonada y remilgada Tula, descendía hasta el pintorcejo; los comentarios versaron principalmente sobre un punto tan delicado como difícil de esclarecer: ¿de qué manera habían principiado a entenderse los amantes? Dada la condición social del muchacho, casi todos suponían que la iniciativa no habría partido de él. Regaladita Sanz, con su voz dulce y melosa y su chancera suavidad de devota aristocrática, declaró en la tertulia de la marquesa de Veniales que sin duda alguna mi hija se había declarado de un modo indirecto, y que probablemente, colocándose delante del pintor en ocasión en que este embadurnaba con más brío, habría exclamado suspirando hondo:

-¡Ay! ¡Quién fuera puerta!

Así o de otro modo, es lo cierta que la pareja se arregló, y que la descendiente de los antiguos señores de Villalba entregó su mano seca y febril al nieto de cien Fígaros. En la activa desintegración que se verifica en la sociedad contemporánea, mi hija, procedente de la vieja aristocracia de aldea, y perteneciente ya, por nuestra escasez de recursos, a la modesta clase media, se perdía, por ansia amorosa, por obediencia a ineludibles leyes naturales, en las filas obscuras del populacho… Casada con Redondo, mi hija encendería la lumbre, la soplaría, arrimaría el puchero, barrería ella misma su cuarto, y tal vez, ¡perspectiva afrentosa!, tendría que bajar al lavadero para retorcer los pañales de mis nietecillos… Estando yo, muy abatido, en lid con estos pensamientos, díjome Feíta:

-¿Ve, papá? ¿Ve la gracia de Tula? ¿Ve cómo caen primero las torres más altas? ¿Ve el afán de casarse? ¿Ve el no haber más Dios ni más Santa María que encontrar marido? ¿Se convence ahora de que tengo razón?

-Bueno, bueno… Chiquilla, que me duele la cabeza… ¿En qué quieres tener razón tú?

-En mis proyectos de buscarme la vida sin aguardar el mosiú que venga a sacarme de penas. ¿Qué le parece, los asquitos y las monadas? Mucho de señoritas y mucho de que nos rebajaríamos trabajando y ejerciendo una profesión… Ya me dirá qué bonita profesión la que va a ejercer Tula ahora. El estropajo y la escoba sean con ella. Más le valiera… aunque fuese… ¡pintar puertas como su marido! y con lo que ganase pagar una criadita. ¡Ay papá! Lo que es a mí… A mí no me cogen. Yo me las arreglaré: yo les haré a todos la mamola.

-Tú estás más loca y más en Belén que la misma Tula -contesté severamente.

-No, papá: yo soy la única persona que está aquí en su juicio… Guíese por mí, que tengo revelaciones… como dicen los libros que leía Argos. Tula ya hizo la trastada; Clara se buscó la vida a su manera; yo… yo… soy yo. Mire ahora por Rosa y por Argos. No se duerma: le advierto que están las dos muy en peligro. ¡Muy en peligro! A Rosa… no quiero asegurarlo aún… pero me parece que la ronda un pez… ¡Qué pez! En fin, chito… atiéndalas, papá… Son bonitas… no tanto como les dicen los memos, pero en fin, son bonitas… Argos tiene además esa voz… Mándela a Madrid a estudiar, aunque sea haciendo un sacrificio. Que cante, ¡que salga a las tablas! ¿No vale más salir a oír aplausos, que repasarle los calcetines a Redondo? ¡usted no me da crédito! Tampoco me creyó cuando le avisé que Tula estaba dispuesta a casarse con el mismísimo diablo… Pues acerté.

Las reflexiones que debieran sugerirme estas advertencias de la muchacha, se borraron entonces porque sobrevino otro suceso que embargó mi espíritu. Los esposos Llanes habían sido trasladados a Barcelona. Todo el mundo aplaudió y comprendió el traslado: se imponía, era de cajón; resolvía una situación embarazosa. Aunque el terrible drama había valido al matrimonio bastantes manifestaciones de simpatía (pues en el fondo la gente marinedina es buenaza y afectuosa), con todo eso, después de ciertas catástrofes, aunque no alcance a las personas que en ellas intervienen responsabilidad alguna, se diría que en el ambiente que las rodea flota una nube de siniestra obscuridad, y que se les hace indispensable respirar otra atmósfera, ver otras caras y residir en otros lugares, que no recuerden el pasado. El matrimonio Llanes debió de comprender que no había más camino; marido y mujer se habían quedado muertos… «Nos han dao cañaso», decía la señora… La populosa capital y sus distracciones tenían que hacerles un bien muy grande. Así lo reconocían todos… Sólo yo no podía acostumbrar mi corazón a la perspectiva de no ver más a doña Milagros; sólo yo, que había erigido a aquella señora un templo, que ya había logrado purificar mi pasión enteramente y llevara a tal grado de decantación espiritual que ni al mismo sol ofendería, no acertaba a resignarme a que desapareciese para siempre de mi vida aquel atractivo, aquel estímulo, aquel sueño, aquella mujer que triste, enferma aún, sin su charla y su vivacidad de antaño, me interesaba cien veces más, y despertaba en mí tal efusión de ternura y engendraba tales ilusiones purísimas, que mientras la mirase y oyese su voz, no me creería viejo.

Era preciso, sin embargo, separarse. El día se aproximaba, y cuanto más cerca lo veíamos, más patente era el desconsuelo y la pasión de ánimo de doña Milagros. ¿Cabía atribuirlo a la herida? No; la herida era un rasguño; apenas había causado fiebre. El susto y la aflicción sí que explicaban racionalmente el que doña Milagros apareciese tan decaída. Huía de mí; todo mi afán de tener con ella una conversación a solas -de esas pláticas en que se desahoga el alma-, fue inútil; la señora me evitaba cuidadosamente, y dos o tres veces, al dirigirla la palabra, oí que reprimía un sollozo, y noté su fatiga y su angustia.

La víspera del día fijado para la marcha, en ocasión de hallarme reclinado sobre el antepecho de mi ventana favorita, junto al tiesto de heliotropos en flor, se me representó con más fuerza que nunca la imagen de doña Milagros, la santa mujer calumniada por todos… y hasta por mí; víctima de su deber y juguete de la injusticia del mundo; reflexioné sobre las causas de su misteriosa tristeza, de su profunda depresión física y moral; medité por centésima vez en si podía darla algún consuelo, serla en algún modo útil o grato -porque comprendía en aquel instante que lo único que podría aplacar el dolor de la separación sería un gran sacrificio, una ofrenda… - y de pronto, mientras mis ojos seguían el gracioso columpiarse de un esquife blanco sobre las ondas de la bahía, sentí algo como llamarada súbita, el escalofrío de la inspiración… Se me había ocurrido la idea feliz, la idea que debía servir de consuelo a doña Milagros, expresarla cumplidamente mi respeto, mi veneración, mi idolatría, y, por último, estampar la ceniza en la frente a los que se habían atrevido a murmurar de la señora. Sí: aquello, y sólo aquello, podía simbolizar de un modo adecuado lo que representaba doña Milagros en la sencilla y corta historia de mi corazón. Y la idea me infundió al instante tal alborozo, que no quise tardar ni un minuto en ponerla por obra.

Entré en el cuarto donde dormían las gemelas, destetadas ya y reunidas en la misma camita de hierro. Detúveme un instante a contemplarlas. Sobre la almohada descansaban las cabezas encantadoras, y se esparcía una hojarasca de rizos castaño alborotados, confundidos, tocándose las dos frentes que el sueño humedecía de ligerísimo aljofarado sudor. Las respiraciones se mezclaban; un brazo de Zita rodeaba el cuello de Media; esta, adelantando el hociquito, mamaba en sueños, como suele suceder a los niños recién despechados; y la otra, sonriendo vagamente, muy sofocada, veía sin duda en el aire a sus hermanos los serafines… Miré alrededor; cogí el pañolón de lana que las abrigaba los pies; y sin temor a que se despertasen, las eché el mantón encima, las enrollé en él, y me las cargué al hombro… Seguían durmiendo. Sólo Zita gruñó y entreabrió los párpados, que se volvieron a cerrar de suyo.

Bajé las escaleras a escape; había recuperado todo el vigor juvenil, la fuerte agilidad de los veinte años… Pegué a la puerta de doña Milagros un campanillazo arrollador, triunfal; entré de súbito en el gabinete, donde la señora doblaba ropa que iba a colocar en una maleta; con impulso delirante, llorando y riendo, la presenté las criaturas, los dos seres por quienes y en quienes nos habíamos amado.

¿Que qué la dije? Maldita la cosa: no hizo falta. El presentimiento y la esperanza la habían iluminado a ella, como la devoción y la ternura a mí… Abrió los brazos y estrechó a las gemelitas y a su padre a su vez; y su boca trémula, impensadamente, rozó mi boca, y nuestros ojos mezclaron sus lágrimas, mientras ella balbucía:

-¡Querío… querío! ¡Dio te lo pague!

Si en Marineda armó alboroto el que se llevase a mis dos niñas doña Milagros, lo dejo a tu penetración, amigo que esto lees. La opinión más general fue que yo había querido redimir un censo. Estuve en la cama varios días; se me apagaron las pupilas; se me dobló el espinazo; aumentaron mis canas como si nevase en mi pobre cabeza… pero no me valió. Yo era un mal padre… y además, un viejo chocho.

 

 

 

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