Capítulo 13

Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche a casa de su paisana y amiga la marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando, acalorándose, y en suma, pasando la velada solos, contentos y entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni sombra, aun cuando la gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que don Gabriel hacía tiro al decente caudal y a la agradable persona de Asís; si bien otros opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni a Pardo le importaba el dinero, por ser desinteresadísimo, ni las mujeres, por hallarse mal curada todavía la herida de un gran desengaño amoroso que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de Santiago.

Ello es que Pardo resolvió consagrar a la dama la noche del día en que la berlina echó la siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó a la puerta. Generalmente, los criados le hacían entrar con un apresuramiento que delataba el gusto de la señora en recibir semejantes visitas. Pero aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor, a quien Asís llamaba Imperfecto por sus gedeonadas) como la Diabla, se miraron y respondieron a la pregunta usual del comandante, titubeando e indecisos.

—¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.

—Salir… , como salir… —balbució Imperfecto.

—No, salir no —acudió la Diabla, viéndole en apuro—. Pero está un poco…

—Un poco dilicada —declaró el criado con tono diplomático.

—¿Cómo delicada? —exclamó el comandante alzando la voz—. ¿Desde cuándo se encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?

—No señor, guardar cama no… Unas miagas de jaqueca…

—¡Ah!, bien: díganle ustedes que volveré mañana a saber… y que le deseo alivio. ¿Eh? ¡No se olviden!

Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en bata y arrastrando chinelas finas, fue todo uno.

—Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda… Estoy, Pardo, estoy visible… Entre usted… Qué tienen que ver las órdenes que se dan así, en general, para la gente de cumplido… Haga usted el favor de pasar aquí…

Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca como la víspera; la pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y ensoñadora; en un talavera de botica se marchitaba un ramo de lilas y rosas blancas. Tropezó el pie del comandante, al ir a sentarse en su butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz turco arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo, maquinalmente. Asís extendió la mano, y a pesar de lo muy distraído y sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de observar la agitación de la dama al recobrar la prenda, que era uno de esos tarjeteros sin cierre, de cuero inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el tonto y entregó su hallazgo sin intentar ver la cifra.

—Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla… —murmuró, tratando de disimular mejor la sorpresa—. Están en Belén… ¿Se había usted negado, sí o no?

—Le diré a usted… Di una orden… Claro que con usted no rezaba; bien ha visto usted que le llamé… —alegó la señora con acento contrito, cual si se disculpase de alguna falta gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose también en no descubrirlo.

—¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?

—Sí… , bastante incómoda. (Asís se llevó la mano a la sien.)

—Entonces le voy a dar a usted la noche si me quedo. La dejaré a usted descansar… En durmiendo se pasa.

—No, no, qué disparate… No se va usted. Al contrario…

—¿Cómo que al contrario? Ruego que se expliquen esas palabras —exclamó el comandante, aprovechando la ocasión de bromear para que se le quitase a Asís el sobresalto.

—Se explicarán… Significan que va usted a acompañarme por ahí fuera un ratito… A dar una vuelta a pie. Me conviene esparcirme, tomar el aire…

—Iremos a un teatrillo… ¿Quiere usted? Dicen que es muy gracioso El Padrón Municipal, en Lara.

—Teatrillo… , ¿calor, luces, gente? Usted pretende asesinarme. No: si lo que me pide el cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme… Me planto un abrigo y un velo… Me calzo… y jala.

—A sus órdenes.

Cuando salieron a la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de su andar señaló la dirección del paseo.

El barrio de Salamanca, a trechos, causa la ilusión gratísima de estar en el campo: masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio libre, y una bóveda de firmamento que parece más elevada que en el resto de Madrid.

La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el centelleo de los astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa, compararlos a las joyas que solía admirar en los bailes.

—Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la marquesa de Riachuelo… cuatro brillantazos que le dejan a uno bizco. Esa constelación… ¡allí, hombre, allí!, hace el mismo efecto que la joya que le trajo de París su marido a la Torres—Nobles… Hasta tiene en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del centro. Aquel lucero tan bonito, que está solo…

—Es Venus… Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.

—Usted siempre confundiendo lo humano y lo divino…

—No, si la mezcolanza fue usted quien la armó comparando los astros a las joyas de sus amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid! —añadió después de breve silencio—. En esto tenemos que rendir el pabellón, paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito: pero la limpieza de esta atmósfera… Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.

Callaron un ratito.

En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante veían la misma cosa, un tarjetero de piel inglesa; y como por magnética virtud, sentían al través de sus brazos, que se tocaban, el mutuo pensamiento.

Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto a tales horas, con sus sillas recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la Cibeles, y allá en el fondo del jardincillo, tras las irregulares masas de las coníferas, destacaba el Museo su elegante silueta de palacio italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, a la luz de sus faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.

—¿Subimos hacia la Carrera? —interrogó Pardo.

—No, paisano… ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún conocido, y mañana… , chi, chi, chi… , cuentecito en casa de Sahagún o donde se les antojase. Bajemos hacia Atocha.

—Y usted, ¿por qué da a eso tanta importancia? ¿Qué tiene de particular que salga usted a tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado que son majaderas las fórmulas sociales. Yo puedo ir a su casa de usted y estarme allí las horas muertas sin que nadie se entere ni se ocupe, y luego, si salimos reunidos a la calle media hora… cataplum.

—Qué manía tiene usted de ir contra la corriente… Nosotros no vamos a volver el mundo patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus porqués, y en algo se fundan esas precauciones o fórmulas, como usted les llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!

—¿Está usted mejor?

—Un poco. Me da la vida este aire.

—Quiere usted sentarse un rato? El sitio convida.

Sí que convidaba el sitio, a la vez acompañado y solo: unos anchos asientos de piedra que hay delante del Museo, a la entrada de la calle de Trajineros, la cual si por su gran proximidad a la plazuela de las Cortes resulta céntrica y decorosa, a semejante hora compite en lo desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de declarar a la señora algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería así, porque después de tomar asiento se quedaron mudos ella y él; Asís, además de muda, estaba cabizbaja y absorta.

No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista a solas de hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles a los dos un estado de ánimo singular, a la vez atractivo y embarazoso. El comandante limpió sus quevedos, operación que verificaba muy a menudo, volvió a calárselos y salió por la puerta o por la ventana, juzgando que la señora desearía explayarse.

—A mí no me la pega usted con jaquecas, Paquita… usted tiene algo… alguna cosa que la preocupa en gordo… No se me alarme usted: ya sabe que somos amigos viejos.

—Pero si no tengo nada… ¡Qué ocurrencia!

—Mejor, señora, mejor, celebro que sea así —dijo don Gabriel retrocediendo discretamente—. Yo, en cambio, le podría confiar a usted penas muy grandes… , cosas raras.

—¿Lo de la sobrina? —preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos o tres veces en conversación familiar habían aludido de rechazo a ese misterio de la vida de don Gabriel.

—Sí: al menos la parte mía… , lo que me toca… , eso puedo contárselo a usted. Sabe Dios cómo lo glosa la gente. (Pardo se alzó el sombrero porque tenía las sienes húmedas de sudor.) Creo que se dice que la pobrecilla me detestaba y que por librarse de mí entró en un convento de novicia… Falso. No me detestaba, y es más: me hubiera querido con toda su alma a la vuelta de poco tiempo… Sólo que ella misma no acertó a descifrarlo. Cuando me conoció, estaba comprometida con otro hombre… cuya clase… no… En fin, que no podía aspirar a ser su marido. Y al convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa el mundo para ella y que no tenía más refugio que el convento. ¡Ay, Paquita! ¡Si supiese usted qué ratos… qué tragedia! Es asombroso que después de ciertos acontecimientos pueda uno volver a vivir como antes… , y vaya a tertulias y se chancee, y mire otra vez a las mujeres, y le agraden, sí… , como me agrada usted, por ejemplo… , y no lo eche usted a mala parte, que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe usted cómo digo yo las cosas.

Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba confusamente:

—Confíale algo… , al menos indícale tu situación… Ideas estrafalarias las tiene, y a veces es poco práctico, pero es leal… No corres peligro, no… Así te desahogarás… Tal vez te aconseje bien. Anda, boba… ¿No hace él confianza en ti? Además… no creas que callando le engañas… ¡Quítale ya la escama del tarjetero!

A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto, decía tan sólo:

—¿Conque la chica le quería a usted algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy particular! ¿Y cómo lo explica usted?

—¡Ay, Paquita! He renunciado a explicar cosa alguna… No hay explicación que valga para los fenómenos del corazón. Cuanto más se quieren entender, más se obscurecen. Hay en nosotros anomalías tan raras, contradicciones tan absurdas… Y a la vez cierta lógica fatal. En esto de la simpatía sexual, o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se ven mayores extravagancias. Luego, a los caprichos y las desviaciones y los brincos de esta víscera que tenemos aquí, sume usted la maraña de ideas con que la sociedad complica los problemitas psicológicos. La sociedad…

—Contigo tengo la tema, morena… —interrumpió Asís festivamente—. Usted le echa a la sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé cómo tiene espaldas la infeliz.

—Pues, figúrese usted, paisana. Como que de mi tragedia únicamente es responsable la sociedad. Por atribuir exagerada importancia a lo que tiene mucha menos ante las leyes naturales. Por hacer lo principal de lo accesorio. En fin, punto en boca. No quiero escandalizarla a usted.

—Paisano… Pero si me da mucha curiosidad eso que iba usted diciendo… No me deje a media miel… Todas las cosas pueden decirse, según como se digan. No me escandalizaré, vamos.

—Bien, siendo así… Pero ya no sé en qué estábamos… ¿Usted se acuerda?

—Decía usted que lo principal y lo accesorio… Eso será alguna herejía tremenda, cuando no quiso usted pasar de ahí.

—Sí, señora… Verá usted, la herejía… Yo llamo accesorio a lo que en estas cuestiones suele llamarse principal… ¿Se hace usted cargo?

Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de zarzuela y mirando de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se perdió de vista, pronunció la dama:

—¿Y si me equivoco?

—¿No se asusta usted si lo expreso claramente?

La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso. Acaso la valla que existía para que ni pudiese serlo ni llegase a serlo jamás, era un delgado y breve trozo de piel inglesa, la cubierta de un tarjetero.

—No, no me asusto… Vamos a hablar como dos amigos… francamente.

—¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene usted derecho para reñirme si se me va la lengua… Procuraré, sin embargo… En fin, entiendo por accesorio… aquello que ustedes juzgan irreparable. ¿Lo pongo más claro aún?

—No, ¡basta! —gritó la señora—. Pero entonces, ¿qué es lo principal según usted?

—Una cosa que abunda menos… , en cambio, vale más… La realidad de un cariño muy grande entre dos… ¿Qué le parece a usted?

—¡Caramba! —exclamó la señora, meditabunda.

—Le voy a proponer a usted una demostración de mi teoría… Ejemplo; como dicen los predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado, estamos en Tierra de Campos, a dos leguas de un poblachón; que yo soy un bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso de la fuerza, y le falto a usted al respeto debido… ¿Hay entre nosotros, dos minutos después, algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que si ahora se trompica usted con una esquina… , se hace daño… , procura apartarse y andar con más cuidado otra vez… y acabose.

—Pintado el lance así… , lo que habría, que usted me parecería atroz de antipático y de bruto.

—Eso sí… pero vamos a perfeccionar el ejemplo, y pido a usted perdón de antemano por una conversación tan shocking. Pues no señora: suponga usted que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es explotar con maña la situación y despertar en usted ese germen que existe en todo ser humano… Nada de violencia: si acaso, en el terreno puramente moral… Yo soy hábil y provoco en usted un momento de flaqueza…

Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y el azoramiento de la dama se le meterían por los ojos al comandante. —Lo sabe, lo sabe —calculaba para sí, toda trémula y en voz alterada y suplicante, exclamó interrumpiendo:

—¡Qué horror! ¡Don Gabriel!

—¿Qué horror? ¡Mire usted lo que va de ustedes a nosotros! Ese horror, Paquita del alma, no les parece horrible a los caballeros que usted trata y estima: al marqués de Huelva con su severidad de principios y su encomienda de Calatrava que no se quita ni para bañarse… , al papá de usted tan amable y francote… , yo… , el otro… , toditos. Es valor entendido y a nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de ustedes es cuando por lo más insignificante se arma una batahola de mil diablos, que no parece sino que arde por los cuatro costados Madrid. La infeliz de ustedes que resbala, si olfateamos el resbalón, nos arrojamos a ella como sabuesos, y o puede casarse con el seductor, o la matriculamos en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte. Ya puede después de su falta llevar vida más ejemplar que la de una monja: la hemos fallado… , no nos la pega más. O bodas, o es usted una corrida, una perdida de profesión… ¡Bonita lógica! Usted, niña inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía de los afectos y las inclinaciones naturales, púdrase en un convento, que ya no tiene usted más camino… Amiga Asís… ¡Tonterías!

Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del jardincillo, le representaba otras masas sombrías de follaje, robles y castaños; y el olor fragante de las flores de acacia le parecía el de las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en el valle de Ulloa. La dama que tenía a su lado, por otro fenómeno de óptica interior, veía el rebullicio de una feria, una casita al borde del Manzanares, un cuartuco estrecho, un camastro, una taza de té volcada…

—Tonterías —prosiguió don Gabriel sin fijarse en la gran emoción de Asís—, pero que se pagan caras a veces… Sucede que se nos imponen, y que por obedecerlas, una mujer de instintos nobles se juzga manchada, vilipendiada, infamada por toda su vida a consecuencia de un minuto de extravío, y, de no poder casarse con aquel a quien se cree ligada para siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los siglos de los siglos amén… Es monja sin vocación, o es esposa sin cariño… Ahí tiene usted donde paran ciertas cosas.

Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la silueta gentil del Museo, veía las verdosas tapias del convento santiagués, las negras rejas de trágicos recuerdos, y tras de aquellas rejas comidas de orín una cara pálida, con obscuros ojos, muy semejante a la de cierta hermana suya que había sido el cariño más profundo de su vida.

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