Capítulo 18

Salvó la escalera como pájaro a quien abren el postigo de su penitenciaría, y con el mismo paso vivo, echó calle abajo hasta Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado donde Pacheco había tirado el puro: casi frente a la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice de todo aquel enredo sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La dama registró con los ojos las arboledas, los jardincillos, la entrada en la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vio a nadie. ¿Se habría cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería… ! De pronto a sus espaldas una voz cuchicheó afanosa:

—Allí… Entre aquellos árboles… El simón.

Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado carricoche. Era uno de esos clarens inmundos, con forro de gutapercha resquebrajado y mal oliente, vidrios embazados y conductor medio beodo, que zarandean por Madrid adelante la prisa de los negocios o la clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, a fin de no molestarla pasando a la izquierda, subió por la portezuela contraria, y al subir arrojó al regazo de la dama un objeto… ¡Qué placer! ¡Un ramillete de rosas, o mejor dicho un mazo, casi desatado, mojado aún! El recinto se inundó de frescura.

—¡Huelen tan mal estos condenaos coches! —exclamó el meridional como excusándose de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de gratitud. El indecente vehículo comenzaba a rodar: ya debía de tener órdenes.

—¿Se puede saber adónde vamos o es un secreto?

—A las Ventas del Espíritu Santo.

—¡Las Ventas! —clamó Asís alarmada—. ¡Pero si es un sitio de los más públicos! ¿Vuelta a las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?

—Es sitio público los domingos: los días sueltos está bastante solitario. Que te calles. ¿Te iba yo a llevar a donde te encontrases en un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla, me he enterado yo de toas las maneras de almorsá en Madrid… Se puede almorsá en un buen restaurant o en cafés finos, pero eso es echar un pregón pa que te vean. Se puede ir a un colmado de los barrios o a una pastelería decente y escondía, pero no hay cuartos aparte: tendrías que almorsá en pública subasta, a la vera de alguna chulapa o de algún torero. Fondas, ya supondrás… No quedaban sino las Ventas o el puente de Vallecas. Creo que las Ventas es más bonito.

¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las frondosidades del Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos, el coche se metía, lento y remolón, por una comarca la más escuálida, seca y triste que puede imaginarse, a no ser que la comparemos al cerro de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición parecía sorpresa escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del limbo, allí estaba la estatua de Espartero, tan mezquina como el mismo personaje, y la torre mudéjar de una escuela parecía sostener con ella competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y solares marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún grandioso y feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón semidesierto —a dos pasos del corazón de la vida elegante— se habían refugiado edificios heterogéneos, bien como en ciertas habitaciones de las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la maquina de limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus: así, después del circo taurino y la escuela, venía una fábrica de galletas y bizcochos, y luego un barracón con este rótulo: Acreditado merendero de la Alegría.

Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del estorbo y la importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico cargado de liebres y conejos, y un tío de gorra peluda buscaba en su cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un descampado amarillento, jugaban a la barra varios de esos salvajes que rodean a la Corte lo mismo que los galos a Roma sitiada. Y seguían los edificios fantásticos: un castillo de la Edad Media hecho, al parecer, de cartón y cercado de tapias por donde las francesillas sacaban sus brazos floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa tanto monta, y por último, una franja rojiza, inflamada bajo la reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En los términos más remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos coronados de eternas nieves.

Lo que sorprendió gratamente a Asís fue la ausencia total de carruajes de lujo en la carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo encontraron un domador que arrastraban dos preciosas tarbesas; ten carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que cruzó muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gentes; otro simón con tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán de su amo. ¡Ah! Un entierro de angelito, una caja blanca y azul que tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro se dirigía hacia la sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como deben de ir los querubines camino del Empíreo…

Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos cogidas; Asís respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y remiraba hacia fuera, porque así creía disminuir la gravedad de aquel contrabando, que en su fuero interno —cosa decidida— llamaba el último, y por lo mismo le causaba tristeza sabiéndole a confite que jamás, jamás había de gustar otra vez.

Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos, hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las Ventas.

—¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí? —preguntó Pacheco.

—Aquí… Ese merendero… Tiene trazas de alegre y limpio —indicó la dama, señalando a uno cuya entrada por el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso.

Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: —Fonda de la Confianza. —Vinos y comidas. —Aseo y equidad.— El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes. ¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno! Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de plantaciones entecas y marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima, sostenidos en armadijos de postes, las salas de baile, los corredores, las alcobas con pasillos rodeados de una especie de barandas, que comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello —justo es añadirlo para evitar el descrédito de esta Citerea suspendida— muy enjabelgado, alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida a secar al sol, como nido de jilguero colgado en rama de arbusto.

Un mozo frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa, con cara de mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó apresurado al divisar a la pareja.

—Almorsá —dijo Pacheco lacónicamente.

—¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo? El gaditano giró la vista alrededor y luego la convirtió hacia su compañera: esta había vuelto la cara. Con la agudeza de la gente de su oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.

—Vengan los señoritos… Les daré un sitio bueno.

Y torciendo a la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba un grupo de acacias y castaños de Indias, llevándoles a una especie de antesala descubierta, que formaba parte de los consabidos corredores aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose a un lado y murmuró con unción:

—Pasen, señoritos, pasen.

La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita. Era pequeña, recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban gruesos postigos y enteramente blanqueada; los muebles vestían también blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el centro, lucía un mantel como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través de ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un reflejo dorado y quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas cuando hace frío y hay nubes en el cielo. Mientras salía el mozo, el gaditano miró risueño a la señora.

—Nos han traído al palomar —dijo entre dientes.

Y levantando una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida estancia, descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo mueble, blanco también, más blanco que una azucena…

—Mira el nido —añadió tomando a Asís de la mano y obligándola a que se asomase—. Gente precavida… Bien se ve que están en todo. No me sorprende que vivan y se sostengan tantos establecimientos de esta índole. Aquí la gente no viene un día del año como a San Isidro; pero digo yo que habrá abonos a turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?

No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación, no afrentaba; lo cierto es que la señora sintió una sofoquina… vamos, una sofoquina de esas que están a dos deditos de la llorera y la congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza, y el varón más delicado no acertará a no lastimar alguna vez su invencible pudor.

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