Capítulo 2

Hay que tomarlo desde algo atrás y contar lo que pasó, o por mejor decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, a la cual soy asidua concurrente. También la frecuenta mi paisano el comandante de artillería don Gabriel Pardo de la Lage, cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón, y sobre todo muy estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas, que a veces sostiene con gran calor y terquedad, si bien las más noches le da por acoquinarse y callar o jugar al tresillo, sin importársele de lo que pasa en nuestro corro. No obstante, desde que yo soy obligada todos los miércoles, notan que don Gabriel se acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar pendencia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien asegura que no le parezco saco de paja a mi paisano, aun cuando otros afirman que está enamorado de una prima o sobrina suya, acerca de quien se refieren no sé qué historias raras. En fin, el caso es que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas migas el comandante y yo. ¡Qué malas migas! A cada polémica que armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si sus mismas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesen cayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta bondad interior… Ello va mal expresado… , pero yo me entiendo.

Pues anteayer (para venir al asunto), estuvo el comandante desde los primeros momentos muy decidor y muy alborotado, haciéndonos reír con sus manías. Le sopló la ventolera de sostener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje como el África Central, que todos tenemos sangre africana, beduina, árabe o qué sé yo, y que todas esas músicas de ferrocarriles, telégrafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y periódicos, son en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cual están siempre despegándose, mientras lo verdaderamente nacional y genuino, la barbarie, subsiste, prometiendo durar por los siglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es de suponer. Lo primero que le repliqué fue compararlo a los franceses, que creen que sólo servimos para bailar el bolero y repicar las castañuelas; y añadí que la gente bien educada era igual, idéntica, en todos los países del mundo.

—Pues mire usted, eso empiezo por negarlo —saltó Pardo con grandísima fogosidad—. De los Pirineos acá, todos, sin excepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que los tíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más, por vergüenza, por convención social, por conveniencia propia; pero que nos pongan el plano inclinado, y ya resbalaremos. El primer rayito de sol de España (este sol con que tanto nos muelen los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquí llueve lo propio que en París, que ese es el chiste… ).

Le interrumpí:

—Hombre, sólo falta que también niegue usted el sol.

—No lo niego, ¡qué he de negarlo! Por lo mismo que suele embozarse bien en invierno, de miedo a las pulmonías, en verano lo tienen ustedes convirtiendo a Madrid en sartén o caldera infernal, donde nos achicharramos todos… Y claro, no bien asoma, produce una fiebre y una excitación endiabladas… Se nos sube a la cabeza, y entonces es cuando se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidad general…

—Vamos, ya pareció aquello. Usted lo dice por las corridas de toros.

En efecto, a Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y frecuentes asuntos de sermón. En tomando la ampolleta sobre los toros, hay que oírle poner como digan dueñas a los partidarios de tal espectáculo, que él considera tan pecaminoso como el padre Urdax los bailes de Piñata y las representaciones del Demimonde y Divorciémonos. Sale a relucir aquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera, que se deja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobra por matar; la tercera, que paga para que maten, de modo que viene a resultar la más feroz de las tres; y también aquello de la suerte de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones del Papa contra los católicos que asisten a corridas, y de los perjuicios a la agricultura… Lo que es la cuenta de perjuicios la saca de un modo imponente. Hasta viene a resultar que por culpa de los toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos guerras civiles… (Verdad que esto lo soltó en un instante de acaloramiento, y como vio la greguería y la chacota que armamos, medio se desdijo.) Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidad y barbarie, vendrían los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:

—Dejemos a un lado los toros, aunque bien revelan el influjo barbarizante o barbarizador (como ustedes gusten) del sol, ya que es axiomático que sin sol no hay corrida buena. Pero prescindamos de ellos; no quiero que digan ustedes que ya es manía en mí la de sacar a relucir la gente cornúpeta. Tomemos cualquiera otra manifestación bien genuina de la vida nacional… , algo muy español y muy característico… ¿No estamos en tiempo de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va la gente estos días a solazarse por la pradera y el cerro?

—Bueno: ¿y qué? ¿También criticará usted las ferias y el Santo? Este señor no perdona ni a la corte celestial.

—Bueno está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la que sus devotos le ofrecen. Si San Isidro la ve, él que era un honrado y pacífico agricultor, convierte en piedras los garbanzos tostados, y desde el cielo descalabra a sus admiradores. Aquello es un aquelarre, una zahúrda de Plutón. Los instintos españoles más típicos corren allí desbocados, luciendo su belleza. Borracheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfemias, robos, desacatos y bestialidades de toda calaña… Bonito tableau, señoras mías… Eso es el pueblo español cuando le dan suelta. Lo mismito que los potros al salir a la dehesa, que su felicidad consiste en hartarse de relinchos y coces.

—Si me habla usted de la gente ordinaria…

—No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el instinto vive allá en el fondo del alma; el problema es de ocasión y lugar, de poder o no sacudir ciertos miramientos que la educación impone: cosa externa, cáscara y nada más.

—¡Qué teorías, Dios misericordioso! ¿Ni siquiera admite usted excepciones a favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?

—También, y acaso más que los hombres, que al fin ustedes se educan menos y peor… No se dé usted por resentida, amiga Asís. Concederé que usted sea la menor cantidad de salvaje posible, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sensata de España.

Aquí la duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el principio de la disputa estaba entretenida dando conversación a un tertuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de un antiguo amigo del duque, el cual, según me dijeron, era un rico hacendado residente en Cádiz. La duquesa no admite presentados, y sólo por circunstancias así pueden encontrarse caras desconocidas en su tertulia. En cambio, a las relaciones ya antiguas las agasaja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, que todos se hacen lenguas alabando su perseverancia, virtud que, según he notado, abunda en la corte más de lo que se cree. Advertía yo que, sin dejar de atender al forastero, la duquesa aplicaba el oído a nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella: la proporción le vino rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.

—Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos toca a los andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua a su sardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, así como quien no quiere la cosa.

—¡Oh duquesa, duquesa, duquesa! —respondió Pardo con mucha guasa—. ¡Darse por aludida usted, usted que es una señora tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted que entiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted que posee colecciones mineralógicas que dejan con la boca abierta al embajador de Alemania! ¡Usted, señora, que sabe lo que significa fósil! ¡Pues si hasta miedo le han cobrado a usted ciertos pedantes que yo conozco!

—Haga usted el favor de no quedarse conmigo suavemente. No parece sino que soy alguna literata o alguna marisabidilla… Porque le guste a uno un cuadro o una porcelana… Si cree usted que así vamos a correr un velo sobre aquello del salvajismo… ¿Qué opina usted de eso, Pacheco? Según este caballero, que ha nacido en Galicia, es salvaje toda España y más los andaluces. Asís, el señor don Diego Pacheco… Pacheco, la señora marquesa viuda de Andrade… el señor don Gabriel Pardo…

El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino a apretarme la mano haciendo una cortesía; yo murmuré entre dientes eso que se murmura en casos análogos. Llena la fórmula, nos miramos con la curiosidad fría del primer momento, sin fijarnos en detalles. Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le encontré más bien trazas inglesas: se me figuró serio y no muy locuaz ni disputador. Haciéndose cargo de la indicación de la duquesa, dijo con acento cerrado y frase perezosa:

—A cada país le cae bien lo suyo… Nuestra tierra no ha dado pruebas de ser nada ruda: tenemos allá de too: poetas, pintores, escritores… Cabalmente en Andalucía la gente pobre es mu fina y mu despabilaa. Protesto contra lo que se refiere a las señoras. Este cabayero convendrá en que toítas son unos ángeles del cielo.

—Si me llama usted al terreno de la galantería —respondió Pardo—, convendré en lo que usted guste… Sólo que esas generalidades no prueban nada. En las unidades nacionales no veo hombres ni mujeres: veo una raza, que se determina históricamente en esta o en aquella dirección…

—¡Ay, Pardo! —suplicó la duquesa con mucha gracia—. Nada de palabras retorcidas, ni de filosofías intrincadas. Hable usted clarito y en cristiano. Mire usted que no hemos llegado a sabios, y que nos vamos a quedar en ayunas.

—Bueno: pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellas son de la misma pasta, porque no hay más remedio, y que en España (allá va, ustedes se empeñan en que ponga los puntos sobre las íes) también las señoras pagan tributo a la barbarie —lo cual puede no advertirse a primera vista porque su sexo las obliga a adoptar formas menos toscas, y las condena al papel de ángeles, como les ha llamado este caballero—. Aquí está nuestra amiga Asís, que a pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeres son reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz, al darle un rayo de sol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hija del barrio de Triana o del Avapiés…

—¡Ay, paisano!, ya digo que está usted tocado, incurable. Con el sol tiene la tema. ¿Qué le hizo a usted el sol, para que así lo traiga al retortero?

—Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disuelto en la sangre y que a lo mejor nos trastorna.

—No lo dirá usted por nuestra tierra. Allá no le vemos la cara sino unos cuantos días del año.

—Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el caso es que los gallegos, en ese punto, sólo aparentemente nos distinguimos del resto de la Península. ¿Ha visto usted qué bien nos acostumbramos a las corridas de toros? En Marineda ya se llena la plaza y se calientan los cascos igual que en Sevilla o Córdoba. Los cafés flamencos hacen furor; las cantaoras traen revuelto al sexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor es que se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han aprendido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre a mares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo; una parodia ridícula; corriente; pero parodia que sería imposible donde no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones. Convénzanse ustedes: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos a nosotros mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra don Amadeo: lo de las peinetas y mantillas, los trajecitos a medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó; y ahora es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con madroños colorados y amarillos, y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo y Mazzantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya o sainete de don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y a seguirla. Aquí tiene usted a nuestra amiga la duquesa, con su cultura, y su finura, y sus mil dotes de dama: ¿pues no se pone tan contenta cuando le dicen que es la chula más salada de Madrid?

—Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría! —exclamó la duquesa con la viveza donosa que la distingue—. ¡A mucha honra!, más vale una chula que treinta gringas. Lo gringo me apesta. Soy yo muy españolaza: ¿se entera usted? Se me figura que más vale ser como Dios nos hizo, que no que andemos imitando todo lo de extranjis… Estas manías de vivir a la inglesa, a la francesa… ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos; bueno; no ha de salir uno por ahí espantando a la gente, vestido como en el año de la nanita… De Inglaterra los asados… y se acabó. Y diga usted, muy señor mío de mi mayor aprecio: ¿cómo es eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto del género humano? En primer lugar: ¿se puede saber a qué llama usted salvajadas? En segundo: ¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz, que no hagan también los demás de Europa? Conteste.

—¡Ay!… , ¡si me aplasta usted!… , ¡si ya no sé por donde ando! Pietá, Signor. Vamos, duquesa, insisto en el ejemplo de antes: ¿ha visto usted la romería de San Isidro?

—Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entretenido y pintoresco. Tipos se encuentran allí, que… Tipos de oro. ¿Y los columpios? ¿Y los tiovivos? ¿Y aquella animación, aquel hormigueo de la gente? Le digo a usted que, para mí, hay poco tan salado como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracheras y broncas? Pues eso pasa aquí y en Flandes: ¿o se ha creído usted que allá, por la Inglaterra, la gente no se pone nunca a medios pelos, ni se arma quimera, ni hace barbaridad ninguna?

—Señora… —exclamó Pardo desalentado—, usted es para mí un enigma. Gustos tan refinados en ciertas cosas, y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo explico sino considerando que con un corazón y un ingenio de primera, pertenece usted a una generación bizantina y decadente, que ha perdido los ideales… Y no digo más, porque se reirá usted de mí.

—Es muy saludable ese temor; así no me hablará usted de cosazas filosóficas que yo no entiendo —respondió la duquesa soltando una de sus carcajadas argentinas, aunque reprimidas siempre—. No haga usted caso de este hombre, marquesa —murmuró volviéndose a mí—. Si se guía usted por él la convertirá en una cuákera. Vaya usted al Santo, y verá cómo tengo razón y aquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubierto que sólo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡angelitos de mi vida!, ¡qué habían de ajumarse nunca!

—Señora —replicó el comandante riendo, pero sofocado ya—: los ingleses se achispan; conformes: pero se achispan con sherry, con cerveza o con esos alcoholes endiablados que ellos usan; no como nosotros, con el aire, el agua, e l ruido, la música y la luz del cielo; ellos se volverán unos cepos así que trincan, pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra en el cuerpo un espíritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemos a cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar al populacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si a mano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excepto con la ordinariez, duquesa.

—Hasta la presente —declaró con gentil confusión la dama—, no hemos salido ni la marquesa de Andrade ni yo a trastear ningún novillo.

—Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño —respondió el comandante.

—A este señor le arañamos nosotras —afirmó la duquesa fingiendo con chiste un enfado descomunal.

—¿Y el señor Pacheco, que no nos ayuda? —murmuré volviéndome hacia el silencioso gaditano. Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó su neutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y maldita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró el reloj, se levantó, despidiose con igual laconismo, y fuese. Su marcha varió por completo el giro de la conversación. Se habló de él, claro está: la Sahagún refirió que lo había tenido a su mesa, por ser hijo de persona a quien estimaba mucho, y añadió que ahí donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y un inglés por la sosería, no era sino un calaverón de tomo y lomo, decente y caballero sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido práctico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para trastornar la cabeza a las mujeres. Y entonces el comandante (he notado que a todos los hombres les molesta un poquillo que delante de ellos se diga de otros que nos trastornan la cabeza) murmuró como hablando consigo mismo:

—Buen ejemplar de raza española.

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