Capítulo 4

Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra. Sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen, él no perdía ripio, y cada pormenor de los tinglados famosos le daba pretexto para un chiste, que muchas veces no era tal sino en virtud del tono y acento con que lo decía, porque es indudable que si se escribiesen las ocurrencias de los andaluces, no resultarían tan graciosas, ni la mitad, de lo que parecen en sus labios; al sonsonete, al ceceíllo y a la prontitud en responder, se debe la mayor parte del salero.

Lo peor fue que como allí no había más personas regulares que nosotros, y Pacheco se metía con todo el mundo y a todo el mundo daba cuerda, nos rodeó la canalla de mendigos, fenómenos, chiquillos harapientos, gitanas, buñoleras y vendedoras. El impulso de mi acompañante era comprar cuanto veía, desde los escapularios hasta los botijos, hasta que me cuadré.

—Si compra usted más, me enfado.

—¡Soniche! Sanacabao las compras. ¡Que sanacabao digo! Al que no me deje en paz, le doy en igual de dinero, cañaso. ¿Tiene usted más que mandar?

—Mire usted, pagaría por estar a la sombra un ratito.

—¿En la cárcel por comprometeora? Llamaremos a la pareja y verasté que pronto.

Ahora que reflexiono a sangre fría, caigo en la cuenta de que era bastante raro y muy inconveniente que a los tres cuartos de hora de pasearnos juntos por San Isidro nos hablásemos don Diego y yo con tanta broma y llaneza. Es posible, bien mirado, que mi paisano tenga razón; que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el cuerpo y el alma como un licor o vino de los que más se suben a la cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra osadías peligrosas. De cualquier índole que fuese, yo sentía ya un principio de mareo cuando exclamé:

—En la cárcel estaría a gusto con tal que no hiciese sol… Me encuentro así… no sé cómo: parece que me desvanezco.

—Pero ¿se siente usted mala? ¿Mala? —preguntó Pacheco seriamente, con vivo interés.

—Lo que se dice mala, no: es una fatiga, una sofocación… Se me nubla la vista.

Echose Pacheco a reír y me dijo casi al oído:

—Lo que usted tiene ya lo adivino yo, sin necesidad de ser sahorí… Usted tiene ni más ni menos que… gasusa.

—¿Eh?

—Debilidad, hablando pronto… Y no es usted sola… yo hace rato que doy las boqueás de hambre. ¡Si debe de ser mediodía!

—Puede, puede que no se equivoque usted mucho. A estas horas suelen pasearse los ratoncitos por el estómago… Ya hemos visto el Santo; volvámonos a Madrid y podrá usted almorzar, si gusta acompañarme…

—No señora… Si eso que usted discurre es un pueblo. Si lo que vamos a haser es almorsá en una fondita de aquí. ¡Que las hay!…

Se llevó los dedos apiñados a la boca y arrojó un beso al aire, para expresar la excelencia de las fondas de San Isidro.

Aturdida y todo como me encontraba, la idea me asustó: me pareció indecorosa, y vi de una ojeada sus dificultades y riesgos. Pero al mismo tiempo, allá en lo íntimo del alma, aquellos escollos me la hacían deliciosa, apetecible, como es siempre lo vedado y lo desconocido. ¿Era Pacheco algún atrevido, capaz de faltarme si yo no le daba pie? No, por cierto, y el no darle pie quedaba de mi cuenta. ¡Qué buen rato me perdía rehusando! ¿Qué diría Pardo de esta aventura si la supiese? Con no contársela… Mientras discurría así, en voz alta me negaba terminantemente… Nada, a Madrid de seguida.

Pacheco no cejó, y en vez de formalizarse, echó a broma mi negativa. Con mil zalamerías y agudezas, ceceando más que nunca, afirmó que espicharía de necesidad si tardase en almorzar arriba de veinte minutos.

—Que me pongo de rodillas aquí mismo… —exclamaba el muy truhán—. Ea, un sí de esa boquita… ¡Usted verá el gran armuerso del siglo! Fuera escrúpulos… ¿Se ha pensao usted que mañana voy yo a contárselo a la señá duquesa de Sahagún? A este probetico… , ¡una limosna de armuerso!

Acabó por entrarme risa y tuve la flaqueza de decir:

—Pero… ¿y el coche, que está aguardando allá abajo?

—En un minuto se le avisa… Que procure cochera aquí… Y si no, que se vuelva a Madrid, hasta la puesta del sol… Espere usted, buscaré alguno que lleve el recao… No la he de dejar aquí solita pa que se la coma un lobo: eso sí que no.

Debió de oírlo un guindilla que andaba por allí ejerciendo sus funciones, y en tono tan reverente y servicial como bronco lo usaba para intimar a la gentuza que se desapartase, nos dijo con afable sonrisa:

—Yo aviso si justan… ¿Dónde está o coche? ¿Cómo le llaman al cochero?

—Este no es de mi tierra, ni nada. ¿De qué parte de Galicia? —pregunté al agente.

—Desviado de Lujo tres légoas, a la banda de Sarria, para servir a vusté —explicó él, y los ojos le brillaron de alegría al encontrarse con una paisana—. «¿Si éste me conocerá por conducto de la Diabla?», pensé yo recelosa; pero mi temor sería infundado, pues el agente no añadió nada más. Para despacharle pronto, le expliqué:

—¿Ve aquella berlina con ruedas encarnadas… , cochero mozo, con patillas, librea verde? Allá abajo… Es la octava en la fila.

—Bien veo, bien.

—Pues va usted —ordenó Pachecho—, y le dice que se largue a Madrí con viento fresco, y que por la tardesita vuerva y se plantifique en el mismo lugar. ¿Estamos, compadre?

Noté que mi acompañante extendía la mano y estrechaba con gran efusión la del guindilla; pero no sería esta distinción lo que tanto le alegró la cara a mi conterráneo, pues le vi cerrar la diestra deslizándola en el bolsillo del pantalón, y entreoí la fórmula gallega clásica:

—De hoy en cien años.

Libre ya del apéndice del carruaje, por instinto me apoyé más fuerte en el brazo de don Diego, y él a su vez estrechó el mío como ratificando un contrato.

—Vamos poquito a poco subiendo al cerro… Ánimo y cogerse bien.

El sol campeaba en mitad del cielo, y vertía llamas y echaba chiribitas. El aire faltaba por completo: no se respiraba sino polvo arcilloso. Yo registraba el horizonte tratando de descubrir la prometida fonda, que siempre sería un techo, preservativo contra aquel calor del Senegal. Mas no se veía rastro de edificio grande en toda la extensión del cerro, ni antes ni después. Las únicas murallas blancas que distinguí a mi derecha eran las tapias de la Sacramental, a cuyo amparo descansaban los muertos sin enterarse de las locuras que del otro lado cometíamos los vivos. Amenacé a Pacheco con el palo de la sombrilla:

—¿Y esa fonda? ¿Se puede saber hasta qué hora vamos a andar buscándola?

—¿Fonda? —saltó Pacheco como si le sorprendiese mucho mi pregunta—. ¿Dijo usted fonda? El caso es… Mardito si sé a qué lado cae.

—¡Hombre… , pues de veras que tiene gracia! ¿No aseguraba usted que había fondas preciosas, magníficas? ¡Y me trae usted con tanta flema a asarme por estos vericuetos! Al menos entérese… Pregunte a cualquiera, ¡al primero que pase!

—¡Oigasté… cristiano!

Volviose un chulo de pelo alisado en peteneras, manos en los bolsillos de la chaquetilla, hocico puntiagudo, gorra alta de seda, estrecho pantalón y viciosa y pálida faz: el tipo perfecto del rata, de esos mocitos que se echa uno a temblar al verlos, recelando que hasta el modo de andar le timen.

—¿Hay por aquí alguna fonda, compañero? —interrogó Pacheco alargándole un buen puro.

—Se estima… Como haber fondas, hay fondas: misté por ahí too alredor, que fondas son; pero tocante a fonda, vamos, según se ice, de comías finas, pa la gente e aquel, me pienso que no hallarán ustés conveniencia: digo, esto me lo pienso yo: ustés verán.

—No hay más que merenderos, está visto —pronunció Pacheco bajo y con acento pesaroso.

Al ver que él se mostraba disgustado, yo, por ese instinto de contradicción humorística que en situaciones tales se nos desarrolla a las mujeres, me manifesté satisfecha. Además, en el fondo, no me desagradaba comer en un merendero. Tenía más carácter. Era más nuevo e imprevisto, y hasta menos clandestino y peligroso. ¿Qué riesgo hay en comer en un barracón abierto por todos lados donde está entrando y saliendo la gente? Es tan inocente como tomar un vaso de cerveza en un café al aire libre.

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