XI Los hermanos Goncourt

LLEGANDO á hablar de los hermanos Goncourt me ocurren dos ideas: la primera, que temo elogiarlos más de lo justo, porque me inspiran gran simpatía y son mis autores predilectos, y así prefiero declarar desde ahora cuánta afición les tengo, confesando ingenuamente que hasta sus defectos me cautivan. «La muchedumbre—dice Zola—no se prosternará jamás ante los Goncourt; pero tendrán su altar propio, riquísimo, bizantino, dorado y con curiosas pinturas, donde irán á rezar los sibaritas.»—Soy devota de ese altar, sin pretender erigir en ley mi gusto, que procede quizá de mi temperamento de colorista.—La segunda idea que me asalta es maravillarme de que haya quien califique á los realistas de meros fotógrafos, militando en sus filas los dos escritores modernos que con mayor justicia pueden preciarse de pintores.

En España apenas son conocidos los Goncourt. Llámase el uno Edmundo, el otro se llamó Julio; trabajaron en íntima colaboración produciendo novelas y obras históricas, hasta que Julio, el menor, bajó á la tumba. Tan unidos vivieron, fundiendo sus estilos é ingenios, que el público los creía un solo escritor. Edmundo, el vivo, en su bellísima novela Los hermanos Zemganno, simbolizó esta estrecha fraternidad intelectual en la historia de dos hermanos gimnastas que juntos ejecutan en el circo arriesgadísimos ejercicios y mancomunan su fuerza y destreza, llegando á ser un alma en dos cuerpos, y cuando el menor se quiebra ambas piernas en una caida, Gianni, el mayor, renuncia á trabajos que no puede compartir ya con su amado Nello. Dejaré al mismo Edmundo de Goncourt explicar el cariño que los enlazaba. «No solamente se querían los dos hermanos, sino que se sentían ligados entre sí por lazos misteriosos, por ataduras psíquicas, por átomos adhesivos y naturalmente gemelos—aun cuando la edad de ambos era diversa, y diametralmente opuestos sus caracteres.—Pero sus primeros movimientos instintivos eran exactamente idénticos… No sólo los individuos, sino los objetos inanimados, que sin razón fundada atraen ó repelen, les producían igual efecto. Y por último, las ideas, esas creaciones del cerebro que nacen no se sabe cuándo ni por qué y brotan sin saber cómo; las ideas, en que ni los mismos enamorados coinciden, eran comunes y simultáneas en los dos hermanos… Y su trabajo se confundía de tal modo, y de tal manera se mezclaban sus ejercicios, y lo que hacían era tan de ambos, que nadie elogiaba á ninguno de ellos en particular, sino á la sociedad.... Habían llegado á tener para dos un solo amor propio, una sola vanidad y un solo orgullo.»

Mucho tiempo transcurrió sin que los Goncourt lograsen, no diré el aplauso, pero ni aun la atención del público. Alguna de sus novelas fué acogida con tanta indiferencia, que el disgusto del mal suceso aceleró la muerte de Julio. Ahora sí que, gracias al estrépito que mueve el naturalismo, comienzan á ser muy leídas las novelas de los Goncourt, y Edmundo, que al faltarle su hermano quedó desanimado y abatido y quiso colgar la péñola, vuelve á trabajar, y pasa por el tercer novelista vivo de Francia, no faltando quien le antepone á Daudet.

Goncourt fué el primero que llamó documentos humanos á los hechos que el novelista observa y acopia para fundar en ellos sus creaciones. Pero los que imaginan que todo realista ó naturalista está cortado por el patrón de Zola, se admirarían si entendiesen la originalidad de Goncourt. Ni se parece á Balzac ni á Flaubert; y aunque discípulo de Diderot, no toma de él sino el colorido y el arte de expresar sensaciones. Stendhal estudiaba el mecanismo psicológico y el proceso de las ideas, y los Goncourt, alumnos del mismo maestro, sobresalen en copiar con vivos toques la realidad sensible. Son, ante todo (inventemos, á ejemplo suyo, una palabra nueva), sensacionistas. No poseen la lucidez de Flaubert, ni su estilo perfecto, ni su impersonalidad poderosa: al contrario, si toman por materia primera lo real, es para vaciarlo en el molde de su individualidad, ó como diría Zola, para mostrarlo al través de su temperamento.

En dos cosas descollaron los Goncourt: en conocer el arte y costumbres del siglo XVIII y manifestar los elementos estéticos del XIX. Estudiaron la centuria décimo-octava con fogosidad de artistas y paciencia de eruditos, comunicando al público el resultado de sus investigaciones en muchos y muy notables libros histórico-biográficos é histórico-anecdóticos; coleccionaron estampas, muebles, libros y folletos, todo lo concerniente á aquella época, no por reciente menos interesante; y de la actual mostraron en sus novelas multitud de aspectos poéticos en que nadie reparaba. Lejos de inventariar, como Flaubert, las miserias y ridiculeces de la sociedad moderna, ó de limitarse por sistema, como Champfleury, á describir tipos y escenas vulgares, los Goncourt descubrieron en la vida contemporánea cierto ideal de hermosura que exclusivamente le pertenece y no pueden disputarle otras edades y tiempos. Por boca de uno de sus personajes dicen los Goncourt: «Todo está en lo moderno. La sensación é intuición de lo contemporáneo, del espectáculo con que tropezamos á la vuelta de la esquina, del momento presente, donde laten nuestras pasiones y como una parte de nosotros mismos, es todo para el artista.» Y fieles á esta teoría, los Goncourt extraen de la vida actual lo artístico, como del obscuro carbón hace el químico surgiría deslumbradora luz eléctrica.

Esta simpatía por la vida moderna puede tomar forma harto trillada y convertirse en admiración hacia los adelantos y mejoras científico-industriales de nuestro siglo: en los Goncourt la tomó más desusada y nueva, enteramente artística. Su ideal fué el de la generación presente, que no se limita á admirar una sola forma del arte, sino que las comprende y disfruta todas con refinado eclecticismo, prefiriendo quizá las extrañas á las hermosas, como les sucedía á los Goncourt. Un párrafo de Teófilo Gautier sobre el poeta Carlos Baudelaire define muy bien este modo de sentir el arte, y es aplicable á los Goncourt: «Gustábale.... lo que impropiamente se llama estilo decadente, y no es sino el arte llegado á esa madurez extremada que produce el oblicuo sol de las civilizaciones vetustas: estilo ingenioso, complicado, hábil, lleno de matices y tentativas, que ensancha los límites del idioma, pone á contribución todo vocabulario técnico, pide colores á toda paleta, notas á todo teclado, y se esfuerza en traducir los pensamientos más inefables, las formas y contornos más vagos y fugitivos.... Tal es el idioma fatal y necesario de los pueblos en que la vida facticia sustituye á la natural, desarrollando en el hombre necesidades desconocidas. Y no es fácil de manejar este estilo que los pedantes desdeñan, porque expresa ideas nuevas con nuevos giros y palabras nunca escuchadas.»

¡Si es fácil ó no, sólo lo sabe quien lucha con el indómito verbo para domarlo! Edmundo de Goncourt cree que su hermano Julio enfermó y murió de las heridas que recibió batallando con la frase rebelde, á la cual pedía lo que ningún escritor le pidiera jamás: que sobrepujase á la paleta. Antes de escribir, se habían dedicado los Goncourt á la pintura al óleo y grabado al agua fuerte, y rodeádose de primorosos bibelots, juguetes asiáticos, ricas armas, paños de seda japonesa bordados á realce, porcelanas curiosas. Solteros y dueños de sí, se entregaron libremente á su pasión de artistas, y al cultivar las letras quisieron expresar aquella hermosura del colorido que les cautivaba y aquella complexidad de sensaciones delicadas, agudas, en cierto modo paroxísmicas, que les producían la luz, los objetos, las formas, merced á la sutileza de sus sentidos y á la finura de su inteligencia. En vez de salir del paso exclamando (como suelen los escritores chirles) «no hallo palabras con que describir esto, aquello ó lo de más allá», los Goncourt se propusieron hallar palabras siempre, aunque tuviesen que inventarlas.

Para comunicar al lector las impresiones de sus afinadísimos sentidos, los Goncourt amplían, enriquecen y dislocan el idioma francés. Indignados de la pobreza y deficiencia del habla al compararla con la abundancia y riquísima variedad de las sensaciones, le perdieron el respeto á la lengua, y fueron los más osados neologistas del mundo, sin reparar tampoco en tomarse otras licencias, pues no bastándoles la novedad de las palabras acudieron á colocarlas de un modo inusitado, siempre que así expresasen lo que el autor deseaba. Y no se limitaron á pintar lo exterior de las cosas y la sensación que produce su aspecto, sino las sugestiones de tristeza, júbilo ó meditación que en ellas encuentra el ánimo: de suerte que no sólo dominaron el colorido como Teófilo Gautier, sino el claro-obscuro, la cantidad de luz ó de sombra, que tanto influye en nuestro espíritu.

Los Goncourt se valen de todos los medios imaginables para para lograr sus fines: repiten una misma palabra con objeto de que la excitación reiterada acreciente la intensidad de la sensación; emplean dos ó tres sinónimos para nombrar un objeto; cometen tautologías y pleonasmos; inventan vocablos; sustantivan los adjetivos; incurren á cada paso en defectos que horrorizarían á Flaubert. á veces tales osadías dan resultados felicísimos, y un giro ó una frase salta á los ojos del lector grabando en su retina y transmitiendo á su cerebro la viva imagen que el artista, quiso mostrarle patente. Los procedimientos de los Goncourt, levemente atenuados, los adoptó Zola en sus mejores descripciones; Daudet á su vez tomó de ellos las exquisitas miniaturas que adornan algunas de sus páginas más selectas, y todo escritor colorista habrá de inspirarse, de hoy más, en la lectura de los dos hermanos.

¡Cuán bella y deleitable cosa es el color! Sin asentir á la doctrina de aquel sabio alemán que pretende que en tiempo de Homero los hombres veían muchos menos colores que hoy, y que este sentido se afina y enriquece á cada paso, no dejo de creer que el culto de la línea es anterior al del colorido, como la escultura á la pintura; y pienso que las letras, á medida que avanzan, expresan el color con más brío y fuerza y detallan mejor sus matices y delicadísimas transiciones, y que el estudio del color va complicándose lo mismo que se complicó el de la música desde los maestros italianos acá. En una Revista científica he leído no ha muchos días que existen sujetos que experimentan una sensación luminosa al escuchar un sonido, sensación luminosa y cromática que es siempre la misma cuando el sonido es igual, y varía cuando éste cambia. De modo que un sonido puede excitar la retina al par que el tímpano, y para el individuo dotado de tan singular propiedad, cada tono de sonido corresponde exactamente á un tono de color. Á obtener resultados análogos se endereza el método de los Goncourt: escriben de suerte que las palabras produzcan vivas sensaciones cromáticas, y en eso consiste su indiscutible originalidad. Aunque la traducción forzosamente ha de deslucir el esmalte policromo de tan caprichoso estilo, trasladaré aquí un párrafo de la novela Manette Salomon, donde los Goncourt describen las exageraciones de un colorista, pero más bien parece que declaran su propio empeño de vencer al pincel con la pluma.

«Buscaba incesantemente el pintor medios de animar su paleta, de calentar los tonos, de abrillantarlos. Parado ante los escaparates de mineralogía, con propósito de despojar á la naturaleza apoderándose de las luces multicolores de las petrificaciones y cristalizaciones relampagueantes, se embelesaba con los azules de azurita, de un azul de esmalte chino; con los lánguidos azules de los cobres oxidados; con el celeste de la lazulita que pasa del azul real al azul marino. Seguía toda la escala del rojo, desde los mercurios sulfurados, acarminados y sangrientos, hasta el negro rojizo de la hematites, y soñaba con el amalito, color perdido del siglo XVI, entonación cardenalicia, verdadera púrpura romana.... De los minerales se trasladaba á las conchas, á las coloraciones madres de la suavidad é idealidad del tono, á todas las variedades del rosa en una fundición de porcelana, desde la púrpura sombría hasta el rosa desmayado y el nácar donde el prisma se baña en leche. Inventariaba todas las irisaciones y opalizaciones del arco iris.... En su pupila recogía el azul del zafiro, la sangre del rubí, el oriente de la perla, las aguas del diamante. Creía el pintor que para pintar necesitaba ya de cuanto brilla y arde en mar, tierra y cielo.»

Esto mismo creen los Goncourt, y de ahí nacen las excepcionales condiciones—no me atrevo á decir cualidades, aunque tengo para mí que lo son—de su estilo. Me apresuro á añadir que los Goncourt no valen únicamente por eximios maestros del colorido y singulares intérpretes de la sensación, pues demostrado tienen también ser grandes observadores que saben estudiar caracteres. Es verdad que no proceden como Balzac, ni como Zola., quienes crearon personajes lógicos que obran conforme á los antecedentes sentados por el novelista, y van por donde los lleva la fatalidad de su complexión y la tiranía de las circunstancias. Los personajes de los Goncourt no son tan automáticos; parecen más caprichosos, más inexplicables para el lector; proceden con independencia relativa, y sin embargo, no se nos figuran maniquíes ni seres fantásticos y soñados, sino personas de carne y hueso, semejantes á muchos individuos que á cada paso encontramos en la vida real, y cuya conducta no podemos predecir con certeza, aun conociéndoles á fondo y sabiendo de antemano los móviles que en ellos pueden influir. La contradicción, irregularidad é inconsecuencia, el enigma que existe en el hombre, lo manifiestan los Goncourt mejor quizá que sus ilustres émulos.

Hay dos grupos de novelas que llevan el nombre de Goncourt al frente: uno es obra de los hermanos reunidos, otro de Edmundo solo; pero el método es igual en ambos. Nadie aplicó más radicalmente que los Goncourt el principio recientemente descubierto de que en la novela es lo de menos argumento y acción, y la suma de verdad artística lo importante. En algunas de sus novelas, como Sor Filomena y René Mauperin , todavía hay un drama, muy sencillo, pero drama al cabo: en Manette Salomon, Carlos Demailly, Germinia Lacerteux, apenas se encuentra más que la serie de los sucesos, incoherente al parecer, y lánguida á veces, como acontece en la vida: en Madame Gervaisais todavía es menor, ó más delicado si se quiere, el interés de la narración; no existen acontecimientos, y el drama íntimo y hondo de la conversión de una librepensadora al catolicismo se representa en el alma de la protagonista. Esta novela sorprendente no sólo carece de asunto en el sentido usual de á frase, sino también de diálogo.

Poseen los Goncourt un fuertísimo microscopio, y lo emplean, no tanto en registrar el alma humana y visitar los repliegues del cerebro, cuanto en observar en todos los objetos detalles menudos, exquisitos y curiosos, hilos delgadísimos que tejen la realidad. Para otros autores, la vida estela grosera; para los Goncourt, encaje primoroso cuajado de cenefas, flores y estrellitas delicadísimas que bordó diestra mano. Parece que bajo el cristal de su microscopio—como bajo el de los sagaces naturalistas que descubrieron el mundo de los infusorios y las regiones micrográficas—la creación se dilata, se multiplica y se ahonda.

Las novelas más celebradas de los Goncourt son Germinia Lacerteux y La Elisa. El éxito de ellas se debe quizá á la curiosidad y gusto depravado del público, que suele preferir ciertos asuntos y buscar en la novela la satisfacción de ciertos apetitos. Para mí las obras mejores de los Goncourt son el hermoso poema de amor fraternal titulado Los hermanos Zemganno, donde la poesía se cobija tras la verdad—como la perla en la valva del feo molusco; y sobre todo, la admirable Manette Salomon, donde los egregios escritores encontraron aquello que tanto aprecia el artista, la conformidad del genio con el asunto.

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