XIII Zola Su vida y carácter

RESERVÉ adrede el último lugar para el jefe de la escuela naturalista, y hablé primero de Flaubert, Daudet y los Goncourt, no tanto por ceñirme al orden cronológico, cuanto por no emprenderla con el discoidísimo novelista, sin estudiar antes las variadas fisonomías de sus compañeros, cuya diversidad es argumento poderoso á favor del realismo. Si Stendhal no se parece á Balzac, ni Balzac á Flaubert; si los hermanos Goncourt lucen tan peregrinas y nuevas condiciones artísticas, y Daudet es tan personal, Zola á su vez se distingue de todos ellos.

Trataré de Zola más despacio que de sus colegas, no porque le otorgue la primacía—sólo el tiempo decidirá si la merece—pero porque, cuando el valor de sus obras pudiera llegarse, no así el puesto de jefe y campeón del naturalismo, que ocupa. Zola es—además de novelista revolucionario que dispara libros á manera de bombas, cuyo estrépito obliga á la indiferente multitud á volver la cabeza y arremolinarse atónita— expositor, apologista y propagandista de una doctrina nueva que formula en páginas belicosas. En vano rehúsa el titulo de jefe de escuela, asegurando que el naturalismo es antiguo, que él no se lo ha encontrado en los bolsillos del gabán, que á nadie lo impone, y que antes que él lo siguieron otros autores. Claro está que un hombre sólo, por eminente que sea su genio, no improvisa un movimiento literario; pero basta para que le llamemos jefe, que las circunstancias ó sus propios arrestos le traigan á acaudillarlo, como acaudilla Zola con gran bizarría las huestes de lo que todo el mundo llama ya naturalismo.

Á Pablo Alexis, discípulo de los más adictos de Zola, debemos cantidad de pormenores biográficos referentes al maestro. Emilio Zola nació en París el año 1840: por sus venas corre sangre italiana, griega y francesa: su padre era ingeniero. El futuro novelista no se mostró de muy despejado entendimiento en sus primeros años y estudios: en las casillas de su cerebro no encajaba la retórica, y hasta dos veces fué reprobado en los exámenes del bachillerato en letras. Por fallecimiento de su padre, Zola se halló privado de recursos, y para no morirse literalmente de hambre, desempeñó humildes empleos y tuvo á gran fortuna poder ingresar en el establecimiento de librería de Hachette, donde ejerció funciones más manuales que literarias. Desde aquel modesto asilo, á la sombra de los estantes cargados de volúmenes, comenzó á escribir: sus ensayos pasaron inadvertidos, y aunque Villemessant, amigo de proteger á los principiantes, le confió la sección bibliográfica del Fígaro, no tuvieron mejor suerte sus artículos de crítica que sus trabajos de amena literatura. Los Cuentos á Ninon, donde no faltan páginas hermosas, fueron acogidos con indiferencia, y el pobre commis de librería, enterrado tras del pupitre, desconocido, anegado en el mar inmenso de las letras parisienses, sufría torturas no inferiores á las de Sísifo y Tántalo, al presenciar la rápida venta de libros ajenos y el estancamiento de los propios.

¡Cuántas vigilias, cuántas horas de cavilaciones febriles corren para el autor que siente pesar sobre su alma la obscuridad de su nombre, como pesa en invierno la tierra sobre el germen! Zola maduraba una idea que había de reportarle fama y bienestar; proyectaba escribir algo análogo á la Comedia humana de Balzac, un ciclo de novelas donde estudiase, en la historia de los individuos de una familia, las diferentes clases y aspectos de la sociedad francesa bajo el cetro de Luis Napoleón; pero necesitaba un editor que se asociase á sus planes y no temiera emprender la publicación de tan vasta serie de obras, de autor casi desconocido. Consiguió por fin que Lacroix se arriesgase á editarle una novela, y se comprometió á entregarle dos cada año, y que le pagase por ellas un sueldo de dos mil reales al mes: la propiedad del libro quedaba por diez años enajenada á favor del editor, y lo mismo los derechos de traducción é inserción en folletines. Así que Zola granjeó esta renta mezquina, retiróse á Batignolles, y allí, en una casita con huerto poblado de conejos, gallinas y patos, comenzó la vida de productor metódico é incansable que desde entonces lleva.

No protegía la suerte al editor Lacroix, y hubo de liquidar, y traspasó los negocios emprendidos al fénix de los editores, llamado Charpentier. Ya en poder de éste, Zola, que es muy despacioso en idear y escribir, se retrasó en la entrega de los dos tomos anuales estipulados, y hallóse debiendo al editor dos mil duros adelantados por éste: grata sorpresa causóle, pues, Charpentier cuando, llamándole á su despacho, le declaró que sus libros producían dinero, que no quería abusar de un contrato leonino, y que no solamente se daba por cobrado de su anticipo, sino que le ofrecía otra suma igual, asociándole además á sus ganancias futuras y asegurándole un lucido rédito sobre los volúmenes anteriormente publicados. Esto era para Zola, más que dorada medianía, riqueza; animóse, y en vez de gastar en alegre y poética holganza sus fondos, se aplicó á trabajar con más ardor que nunca.

Á fuer de enemigo de los románticos, se propuso Zola vivir enteramente al revés que ellos y llevar una existencia ordenada, en prosa, por decirlo así. Su huerto, su gabinete de estudio, sus contados amigos, su familia, alguna reunión en casa del editor Charpentier, son las ocupaciones que le absorben y las distracciones que goza. Levántase siempre á la misma hora, se sienta al escritorio, y despacha sus tres cuartillas de novela, ni más ni menos; echa su siesta para restaurar el sistema nervioso y no gastar más cerebro del necesario; despierta, hace ejercicio, ensarta un fulminante artículo crítico de los que tanto escuecen á sus compañeros en letras, y después asiste al teatro ó pasa la noche recogido en su hogar; y este método es invariable y exacto como la marcha de un reloj.... cuando rige bien, por supuesto.

Recordando el modo de vivir de la generación que precedió á Zola, se advierte el contraste. Devorados por su ardiente fantasía, la mayor parte de los poetas y literatos del romanticismo pudieron decir con nuestro Espronceda: «siempre juguete fui de mis pasiones». La inspiración, que para Zola es una criada fiel y laboriosa, que todas las mañanas á la misma hora viene á cumplir su obligación de hilar tres cuartillas, era para los románticos una amante caprichosa y coqueta, que cuando menos se percataban acudía á otorgarles dulcísimos favores, y luego se volaba como un pájaro; al sentir el roce de sus alas, Alfredo de Musset encendía las bujías y abría de par en par el balcón para que entrase la musa. Otros la invocaban sobreexcitando sus facultades con el abuso del café, del opio ó de la cerveza, y para todos era feliz aventura lo que hoy para Zola es función natural, digámoslo así, ó costumbre adquirida, como la de la siesta que duerme.

Los rostros, la apostura y hasta el traje, poseen una elocuencia no accesible quizá á los profanos, pero clarísima para el observador. Al comparar los retratos de algunos corifeos del romanticismo con el único que de Zola pude procurarme, comprendí, mejor que leyendo un tomo de historia de la literatura moderna, cuánta distancia separa á Graziella del Assommoir. El pensamiento se graba en la faz, las ideas se filtran, se transparentan bajo el cutis, y los semblantes de la generación romántica descubren aquellos entusiasmos y melancolías, aquel ideal poético y filosófico que caldea sus obras. El largo cabello, las facciones finas, expresivas, más bien descarnadas, lo caprichoso del traje, el fuego de los ojos, el porte altivo y meditabundo á la vez, son rasgos comunes á la especie; pueden darse estas señas lo mismo de la apolínica é imberbe faz de Byron ó de Lamartine, que de las elegantes y soñadoras cabezas de Espronceda, Zorrilla y Musset. En cuanto á Zola....

Su cara es redonda, su cráneo macizo, su nuca poderosa, sus hombros anchos como de cariátide, tiene trigueña la color, roma la nariz, recia la barba y recio y corto también el cabello. Ni en su cuerpo atlético ni en su escrutadora mirada hay aquella distinción, aquel misterioso atractivo, aquella actitud aristocrática, un tanto teatral, que poseyó Chateaubriand en sus buenos tiempos, y hace que al contemplar su retrato se quede uno pensativo y vuelva á mirarlo otra vez. Si algún rasgo característico ofrece el tipo de Zola, es la fuerza y el equilibrio intelectual, patentes en el tamaño y proporciones armónicas del cerebro, que se adivinan por la forma de la bóveda craneana y el ángulo recto de la frente.

En resumen: el físico de Zola corresponde al prosaísmo, al concepto mesocrático de la vida, que domina en sus obras. No se entienda que al decir el prosaísmo de Zola me refiero al hecho de que trate en sus novelas asuntos bajos, feos ó vulgares. Goethe siente que no hay tales asuntos, y que el poeta puede embellecer cuantos adopte. Aludo más bien al carácter, vida y actos del escritor naturalista, donde falta del todo eso que los franceses llaman rêverie (la palabra española ensueño no lo expresa bien), y aludo, en suma, á la proscripción del lirismo, á la rehabilitación de lo práctico, que supone la conducta de Zola.

Como los antiguos atletas, Zola hace profesión de limpieza y honestidad de costumbres, y se jacta de preferir, como Flaubert, la amistad al amor, declarándose un tanto misógino ó aborrecedor del bello sexo, y desdeñando á Sainte-Beuve por apegado á las faldas en demasía. A este alarde de continencia añade Zola otro de conyugal ternura, y habla siempre de su mujer de un modo no galante ni apasionado, que eso no está en su cuerda, pero sí cariñosote y cordial en extremo. Su vida interior es pacífica y ejemplar, y huyendo de la sociedad, se complace en la compañía de su madre, su mujer y sus hijos, acariciando la esperanza de retirarse, andando el tiempo, á alguna aldea, á algún rincón fértil y sosegado.

Tales el terrible jefe del naturalismo, el autor diabólico cuyo nombre estremece á unos, y á otros enfurece; el novelista cuyas obras encienden en rubor el semblante de las damas que las leen por casualidad; el cronista de las abominaciones, impurezas, pecados y fealdades contemporáneas. Él dice de sí propio: «Soy un ciudadano inofensivo, y nada más. ¡Ay de mí! Ni siquiera tengo un vicio.

A San Agustín le compararon con un águila; Zola compara á Balzac con un toro: ¿por qué no he de permitirme también un símil zoológico, diciendo que el animal á quien más se asemeja Zola es el buey? Como él, es vigoroso, forzudo y lento. Como él, abre despacio el surco, y se ve el esfuerzo de su testuz al remover la tierra hondamente arrancando piedras y estorbos. Como él, no tiene gracia, ni finura, ni alegría, ni son airosas sus formas, ni su paso es ágil. Como él, hace labor sólida y duradera.

En lo que no se parece Zola al buey es en la mansedumbre. Para la lucha se convierte en toro, y toro furioso, que arremete á ciegas al adversario, soportando impertérrito en su dura piel los pinchazos de la crítica. Una persona sensible, tímida y cosquillosa, estaría ya muerta si sobre ella descargasen los insultos y ataques que llovieron sobre Zola; mientras él los recibe, no ya con indiferencia, sino como estímulos y espolazos que más le animan al combate. Cuando publicó el Assommoir levantóse un somatén general: no quedó injuria que no le prodigasen; como suele suceder, él público confundió al autor con la obra, y le atribuyó las groserías y delitos de todos sus personajes, lo mismo que á Balzac se le acusó de libertinaje porque reseñaba costumbres licenciosas. Hasta creyeron á Zola viejo, feo y ridículo, y le supusieron parroquiano de la innoble taberna que describe, jurando que debía hablar la jerga de los barrios-bajos; como si para conocer esa jerga y poder trasladarla al papel en un libro como el Assommoir, no se necesitase ser, ante todo, literato, y hasta filólogo sagaz.

Zola se creció ante los ataques, que debieron lisonjearle mucho, según su teoría de que sólo las obras discutidas valen y viven. Desdeñando la opinión así del público que le admira como del que le insulta, prescinde del juicio de la multitud y se propone domarla é imponerle el suyo propio. En sus labios no brilla la dulce sonrisa de Daudet, sino un mohín de reto y orgullo. No seduce, desafía; no se reporta ni se corrige, antes acentúa su manera en cada libro. Ediciones innumerables, celebridad ruidosísima, traducciones á todos los idiomas, las columnas de la prensa llenas del sonido de su nombre, la trasformación literaria que sufrimos vaciada en sus moldes, son motivos suficientes para que Zola, á despecho del lodo que le arrojan á la faz, crea que el triunfo está de su parte y que él es quien acertó con el gusto de nuestro siglo.

Share on Twitter Share on Facebook