IV

Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.

—¡Perucho! —murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.

—¿Qué quieres? —contestó él sacudiéndole el brazo.

—Qué me dices de todo eso?… ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!

—Está peneque, y chocho además.

—¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?

—No tienes que volverte… Ya Dios te dió rosa y clavel y cuantas flores hay.

—No empieces á meterte conmigo… ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?

—Muchos ratos también se me pone á mí aquí —murmuró Pedro deteniéndose y señalando á la frente— que hay una cosa muy grande… ¡y tan grande!… Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo aciertas?

—Yo qué sé? ¿Soy bruja ó echo las cartas como la Sabia?

El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.

—Aquí, aquí, aquí —repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.

—Majadero, brutiño, que me lastimas.

La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, ó resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies á las eras.

—Manola, no corras tanto… —exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le escapase—, ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?

—No sé á qué he de tener miedo.

—Pues entonces, anda á modo, mujer… ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, ó viendo cómo arreglan las medas\ mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo… las chiquillas ya dormirán… ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.

Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y á veces un obstáculo, seto de maleza ó valla de renuevos de árboles, les obligaba á soltarse de los dedos, á levantar mucho el pie y tentar con la mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas. Pedro se lanzó á sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.

—Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.

—Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.

—Para irte á la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?

—Podías dar un repaso á los libros, haragán.

—Mujer… ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba contigo todo el año… ¿no te acuerdas? Siempre, siempre andábamos juntos… ¡Qué vida tan buena! Y bien aprendíamos reunidos, más de lo que aprendo ahora en clase… ¡Apenas tenemos leídos^ libros de la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que tiene estampas?

—Pero de la mitad nos quedábamos á oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.

—Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?

Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.

—¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?

—No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.

—Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los sembrados?

—Sí, hombre, sí.

—Manola?

—Quée?

Deslizábase á la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba espacio á una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse á la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vió la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos á la cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretóle la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:

—Me quieres, eh?, me quieres?

—Sí, sí —tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.

—¿Como antes?, ¿como allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Como si yo viviese aquí?

—Ay!, me ahogas… me arrancas pelo —murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo tono que diría: —Apriétame, ahógame más—. No obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron frente á sí el carrerito que llevaba en derechura á la era de los Pazos. Pero el mancebo torció á la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si á la luz del sol un trigal es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida á tomar asiento el florido ribazo alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.

Dejóse caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos ó tres minutos, sin pronunciar palabra.

—Debe de ser muy tarde —articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto á la cara de Pedro.

—Silencio… ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿O tienes sed?

—No —contestó lacónicamente.

Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.

—¿Qué haces, babeco?

—Te estoy mirando.

—Vaya una diversión!

—Ya se ve. Como á ti ahora te ha dado por no mirarme. Parece que te van á enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.

Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas é hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar malhumor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando á los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oír la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.

—¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea? —decía para sus adentros Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.

—A casa, á casa enseguida, que son las tantas de la noche —murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse descaradamente de sus apuros… Ahora no se atrevería á hacerla rabiar: él era el esclavo.

Volvieron á tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor, las medas ó altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento ó la ranchería de una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha del día.

Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose á cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.

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