Apuntes Autobiográficos

Lector amigo: los beneméritos editores de la nueva Biblioteca de novelistas contemporáneos, que se estrena con mi novela Los Pazos de Ulloa, me piden que ponga al frente de ésta unos apuntes autobiográfico—literarios, más extensos que un prólogo, más sucintos que una autobiografía completa. Defiero muy de grado á la indicación de los señores Cortezo y Compañía, pues aparte del gusto que tengo en complacer á una empresa que por medio de los lindos tomitos de ARTE Y LETRAS tanto ha popularizado en España la escogida lectura, la propuesta cuadra bien con mis aficiones.

Siempre me agradaron los escritos de carácter confidencial, en que un autor se revela y descubre, dando al público algo de su propia vida, no como pasto de frívolas curiosidades, sino como alimento nutritivo, sazonado con la sal y pimienta de una franqueza decorosa. En países extranjeros he notado cuánto se aprecia este género, tenido en concepto de sabroso aperitivo y delicada golosina, estimadísima de los refinados sibaritas del entendimiento. Allí—dicen—se ve al escritor más desprevenido y espontáneo; se transparenta su complexión moral, y aún sus predilecciones, costumbres y manías; y por estos hilos se va sacando el ovillo y deduciendo consecuencias que el crítico más sagaz no trasluce con solo leer las obras externas. Casi equivalen semejantes escritos á tratar al autor. Y qué de datos interesantes; qué de pormenores inéditos; qué de documentos elocuentes permanecen allí para los futuros investigadores! Son las noticias literarias como el vino generoso, y al revés de las políticas: mientras más se añejan, más suben de precio. Vive un autor ó corre una época, y los contemporáneos, teniendo al alcance de la mano los informes, los desdeñan tal vez; pero que pase medio siglo y se dificulte la adquisición de detalles exactos, y estos adquirirán inmediatamente mérito especial. Y cuenta que no es indispensable para el caso que se refieran á escritores de primer orden y universalmente célebres.

Así es que en Francia, por ejemplo, no sólo abundan las Memorias, Autobiografías, Correspondencias y Diarios, sino que se agota la erudición en apurar los más oscuros y discutibles puntos biográficos de los escritores y poetas. Que si la esposa de Moliere cojeaba del pié derecho ó del izquierdo; que si el enredo de Diderot con Madama Puisieux le perjudicó ó no para su carrera, y si el que tuvo con la señorita Wolland le sirvió de estímulo y ayuda; si la riña de Andrés Chénier con su hermano José María duró unos cuantos meses, ó persistió hasta influir en el trágico fin del gran poeta; si Blas Pascal se opuso á la resolución de su hermana Jaquelina, de entrar monja, ó bien la inclinó á ello; y en suma otras particularidades del mismo jaez, que á veces ya rayan en nimias y se quiebran de puro sutiles.

Por acá en cambio ni el público ni los escritores se han mostrado hasta ahora inclinados al género confidencial. Sea modestia real ó, como siente Philaréte Chasles, orgullo, los autores españoles miran con prevención hasta los prólogos, excepto los de agena mano; y son tan parcos en hablar de sí, sobre todo claramente y al pormenor, que después de su muerte el más concienzudo biógrafo no consigue hacer revivir su personalidad, y el historiador literario ve dificultada su tarea si aspira á descubrir la íntima conexión que siempre existe entre el hombre y la obra.

¿Á quién no regocijaría hoy el hallazgo de algún apunte autobiográfico de Cervantes que aclarase puntos oscuros en su vida y hechos? Pero no tan sólo de este ingenio sin par; de los inferiores y medianos sería precioso regalo para el historiógrafo.

Ni debe considerarse alarde vanidoso el hablar de sí mismo, siempre que se haga oportunamente, observando moderación, no ultrajando á la modestia y procurando la sinceridad.—¿Sinceridad?—replicaránme:—¿pues cabe sinceridad en quien se analiza á sí propio, y no á solas con la conciencia, sino delante de miles de personas?—Respondo que sí, y aún añado que del pico de la pluma apoyado sobre la cuartilla en blanco sube por la mano al corazón, á manera de corriente eléctrica, un deseo de expansión, un afán irresistible de comunicar al público lo más recóndito de nuestro pensar y sentir. Bien mirado, el arte no es otra cosa sino la comunión del alma individual con el alma colectiva, si vale llamarla así. Y basta de exordio.

Mi primer recuerdo literario se remonta á una fecha histórica señalada y ya distante: la terminación de la guerra de Africa, acontecimiento al cual rendí las primicias de mi musa. Lo que los versos serían, puede calcularse sabiendo que yo frisaba en los años en que la Iglesia católica concede uso de razón á los parvulitos. No obstante, conservo indeleble memoria de aquel período, y del entusiasmo patriótico que dictó aquel gorjeo, mientras sucesos recientes se me borran del magín con suma facilidad.

En conversaciones, periódicos y libros hacía el gasto entonces la lucha con el imperio marroquí: y no hay duda que si los españoles como saben pelear y vencer supiesen aprovechar el triunfo, y comprender dónde está el verdadero campo de sus empresas actualmente, grandes ventajas pudo reportarnos la estéril campaña de O’Donnell, que sólo nos valió una carga de ochavos morunos. Entre los diarios á que estaba suscrito mi padre, descollaba La Iberia, que dirigía su amigo y correligionario Calvo Asensio; y yo devoraba (no he podido averiguar desde qué edad leí de corrido, pues no hago memoria de haber deletreado nunca) todos los artículos, sueltos, gacetillas, romances y cartas del campamento, y el relato de todas las proezas de Prim, Ros de Olano y demás caudillos que yo reputaba muy superiores á los Bernardos y Roldanes. Cuando se firmó la paz y se supo que desembarcaría en la Coruña parte del ejército vencedor, me sentí exaltadísima, y daría algo bueno porque me saliesen en los hombros alitas de golondrina, para ir á esperar mar adentro los barcos que conducían á las tropas.

Jamás olvidaré el día de sol de la entrada triunfal: un sol espléndido que reverberaba en las bayonetas y espadas desnudas; que hacía más gayos, vistosos é insolentes los colorines de la patria enseña agujereada por las balas; que daba reflejos como de esmalte á las hojas de las coronas de laurel; que se derramaba á torrentes, cual un baño de gloria, sobre las caras aceitunadas, curtidas y risueñas de los chicos y ágiles caladores, sobre su uniforme derrotado, en que por marcial coquetería se ostentaban el polvo, los remiendos y los desgarrones de la lid. Yo estaba en un balcón de la calle Real, cuyo antepecho me daba por la frente; y mientras las señoritas grandes, objeto de mi envidia, dominaban la situación, agitaban los bordados pañuelos y arrojaban á puñados ramilletes de flores, coronas con largas cintas de seda y hojas de rosas, me empinaba en las puntas de los piés ó intentaba embutirme entre los barrotes del balcón, para ver mejor el desfile y, á falta de otra cosa, enviar los ojos y el alma á los vencedores. No diga, no, que ha vivido, quien no presenció una vez siquiera el regreso de las huestes patrias trayendo cautiva entre los pliegues de su bandera la alada Victoria!

Todavía fué el júbilo mayor y más expresivo en la calle que en los balcones y galerías, cuando ya se desbandó la división. Abrazaban y besuqueaban á los soldados buenas vejezuelas, de esas que tuvieron hijos sirviendo al rey y conservan para la tropa entrañas maternales. Les sonreían las mozas, y los hombres á porfía les alargaban la petaca. Disputábase el vecindario la enfadosa carga de alojamiento, y nadie quería quedarse sin su correspondiente vencedor.

Nos tocaron á nosotros un sargento y dos voluntarios de los tercios vascongados, el cuerpo que menos hizo en la guerra marroquí, por haber sido organizado á última hora, con el fin de encubrir la ventaja que á las Provincias proporcionaba su organización foral eximiéndolas de la contribución de sangre. Cuando nuestros alojados se nos entraron por las puertas, asaz tímidos y respetuosos, yo creí ver unos seres sobrenaturales, descendidos de otro mundo superior al nuestro. ¡Qué bien les caía la veste azul oscura, el rojo pantalón bombacho, la negra polaina, y sobre todo la airosa boina! ¡Qué varoniles, con aquella tez asoleada, aquellas crecidas barbas, aquellos salientes pechos! Después comprendí que no pasaban de ser tres mocetones fornidos, con el aire de honradez y rudeza propio de los vascos; pero entonces se me figuraban el ideal de la bizarría masculina.

Dispúsose todo para tratarlos á cuerpo de rey, y se extremaron los obsequios, discurriendo lo que pudiese serles más grato. Primero se pensó en vino de Jerez, cigarros habanos, comida opípara; luégo se les arregló el dormitorio en la mejor habitación de la casa. En prueba del esmero con que se atendía á aquellos valientes—que lo eran de fijo, aunque no hubiesen tenido gran ocasión de probarlo—referiré un detalle que se me ha quedado impreso. Las amas de casa no ignoran que siempre se reservan en los armarios, para casos imprevistos, algunos juegos de sábanas superiores á los demás en riqueza de bordado ó finura de encajes. Las holandas más delicadas de nuestro guardarropa fueron las que se tendieron en las camas de los montañeses vizcaínos, y sobre ellas las colchas hereditarias, de crujiente damasco, con iniciales á realce. Media hora después de prevenido el dormitorio, nos llegó otro alojado, Uzuriaga, comandante de los tercios, y además amigo y compañero de mi padre en las Constituyentes del 54. Aquí de los apuros. ¡Uzuriaga iba á dormir en sábanas menos exquisitas que sus soldados! ( Se les quitarían á estos poniéndoles otras peores? Después de madura deliberación, se resolvió dejar las cosas en tal estado. Podían ofenderse los honrados vizcaínos.

Uzuriaga me produjo bastante menos impresión que los voluntarios, y en general se me figuraba (no sé la razón) que los héroes no se encontraban entre la oficialidad, sino entre los soldados rasos. Así es que me sorprendió ver preparado, en obsequio al oficial, un gran banquete. Rondaba yo por el comedor y pasillos, según costumbre de los niños cuando ocurre algo extraordinario en su casa, estorbando á todo el mundo, preguntándolo todo, admirando las adornadas fuentes, los ramilletes de confitería, los candelabros, palilleros y floreros de la mesa, las hiladas de botellas simétricamente dispuestas en el aparador. Sacaba en limpio que el desenlace de la guerra, y aquella entrada de las tropas en la Coruña, representaban algo muy grande y digno de ser celebrado, algo que no era del Gobierno—de quien solía yo oir pestes en mi casa—sino de otra cosa mayor, tan alta, tan majestuosa, que nadie dejaba de reverenciarla: la Nación. Y viendo que no me hacían caso ninguno, ni tenía con quién desahogar mi entusiasmo, me refugié en mi habitación y garrapateé mis primeros versos, que barrunto debían ser unas quintillas. ¡Ah! ¡Si yo pudiese soñar con el honor de verlas impresas en los periódicos, que venían entonces atestados de poesías encerradas en orlas!

Debió pasar bastante tiempo sin que brotase en mí otra chispa poética. Lo que afirmo es que el sublime escalofrío del amor patrio es anterior á todo conocimiento reflexivo de la idea que lo produce, y puede sentirse en la niñez lo mismo que enla juventud y edad madura. De mí sé decir que ese sentimiento es uno de los que no han modificado ni lecturas, ni estudios, ni azares de la vida, ni ciertos sofismas que hoy corren disfrazados de última palabra del desengaño filosófico, cuando no son más que atrofia del alma y signo infausto de decadencia en las naciones. Me encuentro en ese particular—lo digo con orgullo—á la altura de una mujer del pueblo.

Otro incidente, pero que no se relaciona con la historia moderna, se destaca entre mis primeros recuerdos. Solíamos veranear en la provincia de Pontevedra, en las Rías Bajas, comarca encantadora si las hay en el país gallego, presa en los cerúleos brazos de un mar digno de las costas partenópeas, y favorecida por una temperatura que también recuerda á Italia; país de playas finas, con menuda arena brillante y nacaradas conchas, y cercadas de setos de áloes; país en que el tono ceniciento del celaje gallego se aclara y enciende, y la raza humana se hace ligera de sangre, morena y pálida, derivando hacia el tipo meridional. En tan privilegiado suelo tenemos una posesión vasta y pintoresca, y una casa solariega muy antigua, la Torre de Miradores, en nada semejante á los sombríos Pazos de Ulloa; y mientras se le echaban no sé qué remiendos al desmantelado torreón, alquilamos una vivienda en Sangenjo, gracioso pueblecilio de pesca, situado al pié de la misma finca. El dueño nos dejó los muebles, y entre estos se contaba una biblioteca que me parece estar viendo, repartida en desorden por viejos estantes pintados de azul y picados de polilla. Qué hallazgo!

Era yo de esos niños que leen cuanto cae por banda, hasta los cucuruchos de especias y los papeles de rosquillas; de esos niños que se pasan el día quietecitos en un rincón cuando se les da un libro, y á veces tienen ojeras y bizcan levemente á causa del esfuerzo impuesto á un nervio óptico endeble todavía. Obra que cayese en mis manos y me agradase, la leía cuatro ó seis veces, y de algunas, señaladamente del Quijote, se me quedaban en la fresca memoria capítulos enteros, que recitaba sin omitir punto ni tilde. Declaréme pues en sesión permanente en aquel cuartito, hasta cuyas ventañas, que caían á la plaza de Sangenjo, subía á veces una desvergonzada riña de sardineras, una canturía melancólica de pescadores al halar sus barcas. Cualquiera me arrancaba de allí. ¡Libros, muchos libros, que yo podía revolver, hojear, quitar, poner otra vez en el estante!

De cuantos allí había, uno solo recuerdo: pero ese con tal viveza, que estoy segura de que si ahora encontrase la edición, la reconocería. Era una Biblia en varios tomos, con notas y preciosos grabados: me engolfé en su lección y no perdoné ninguna de las partes de tan incomparable todo. Gustábame en particular el Génesis, cuya grandeza sentía confusamente, el dramático Exodo, las primorosas y novelescas historias de Ester y Rut: en cambio no presté gran atención á la inspirada voz de los Profetas ni á los arrullos de la Esposa de los Cantares. Aquí conviene añadir algo que complete el esbozo de la chiquilla de ocho á nueve años que se embelesaba con tal lectura. Y es que la total inocencia posee en efecto la cualidad de la abeja, de sacar miel hasta de los cálices venenosos: pues puedo asegurar que, sintiendo entonces la magnificencia de la poesía bíblica con una intensidad que hoy me sorprendemos pasajes más crudos que cocidos que abundan en el Antiguo Testamento no me despertaron una curiosidad ni mancharon con una nube el claro azul de mi fantasía infantil, y vi desfilar á las terribles pecadoras orientales, las Tamares, las hijas de Lot, la que fué de Urías (como reza el sagrado texto) sin percatarme de sus diabluras.

En Madrid, donde pasábamos los inviernos, me educaba en cierto colegio francés, muy protegido de la Real Casa, y flor y nata á la sazón de los colegios elegantes. Yo estaba de medio pensionista. La directora, una vieja muy adobada y peripuesta, con baterías grises que asomaban bajo el clásico tocado de su tierra, el gorro de puntillas y cintajos, nos trataba peor que á galeotes, dándonos de almorzar un guisote fementido, y de postres los más rancios cacahuetes, las más vanas avellanas, las castañas más fósiles que en toda la villa y corte se podían mercar. Yo creo que las guardaba á propósito en un armario,, hasta que estuviesen en punto de que no les entrasen los dientes de las alumnas. Francesa más tacaña no se ha visto, y eso que el género abunda. En cuanto á alimento espiritual, Telémaco por activa y pasiva, Fábulas de Lafontaine á pasto, mucha mitología, unos ribetes de geografía, y ver un eclipse de sol por vidrios ahumados, experimento que me pareció el colmo de la ciencia astronómica. Eso sí: como nos prohibían hablar español, las menos lerdas salimos de allí hechas unos loritos, parlando francés á destajo.

Vinimos á establecernos en la Coruña, y en el vasto caserón severo y silencioso, donde ningún niño de mi edad me convidaba á jugar y correr, descubrí un tesoro análogo al de Sangenjo. Al lado de las puertas de hierro que defendían el archivo, alzábanse otras no menos graves; un día se entreabrieron permitiéndome columbrar un nido de libros, que rondé incesantemente, hasta que lo dejaron á mi disposición, pues mis padres veían con gusto mi afán de lectura. ¡Qué tardes me pasé entregada al placer de los descubrimientos inesperados! Y sin embargo que la biblioteca no contenía gran cosa para mí: era la de un hombre ilustrado, que tiene aficiones de político, jurisconsulto y agrónomo, y á quien interesan más las cuestiones sociales que las literarias. Con todo eso, entre libros fastidiosos, tropecé otros que me cautivaron: he perdido la cuenta de las vueltas que di á la Conquista de Méjico, del elegante Solís; no sé tampoco cuántas docenas de repasos me llevarían los Varones ilustres de Plutarco. Por cierto que esta obra me costó grandes filípicas de un buen señor que concurría á nuestra tertulia, el cual ponía el grito en el cielo al ver que una mocosa de diez años, bachillera por añadidura, admiraba y celebraba á Bruto, Catón y otros furibundos paganos de la misma ralea. Mi refugio y consuelo cuando me oía tratar de muñeca era el rincón del sofá donde se sentaba otro de nuestros tertulianos, que aún vive hoy llamándome nena lo mismo que entonces. Este, á quien yo conocía por el naturalista y que se designaba á sí propio con el nombre de bichiólogo, es un entomologista de gran mérito, venido de la Habana á enterrarse en una aldea próxima á la Coruña. Traía en su equipaje cosas para mí seductoras: colecciones de mariposas tropicales, alimañas raras que había cazado y disecado diestramente: y contaba sus cacerías y excursiones y viajes y peligros con tal colorido, animación y gracia, que yo me arrimaba siempre á él, y tirándole del gabán le decía con voz suplicante:—Hábleme V. de bichos!

Tras las puertas de hierro hallé también las Novelas ejemplares de Cervantes, bostezando en la enfadosa compañía de La Etelvina, El castillo misterioso, Los huérfanos de la aldea, y algunos novelones más, del género terrorífico y lacrimoso, que tragué con el apetito de los pocos años. El bueno del Abate Barthelemy y su Viaje del joven Anacarsis me atrajeron; pero les llevó ventaja la Historia de cien años, de Gantú, y varias obras que trataban de la revolución francesa, que se me figuraba el más interesante drama del mundo. Por caso raro en la infancia, que es exclusiva en sus simpatías, lo mismo me gustaban los jacobinos feroces que los amables girondinos, y sentí la degollación de Madama Roland tanto como los martirios del pobre principito encerrado en el Temple.

Ya lo llevaba escudriñado todo: sólo quedaba tentándome el estante último y más alto, donde retirados atrás por mano de mi padre dormían algunos volúmenes. Eran estos la manzana del Paraíso, pues se me había dicho al retirarlos:—No toques aquí—sin insistir mucho en la prohibición, atendido que la distancia parecía obstáculo suficiente para que yo llegase al fruto vedado. Pero el diablo no discurre lo que una chiquilla curiosa. Aprovechando un momento de soledad completa, amontoné una docena de libros, entre Diccionarios é Ilustraciones encuadernadas; con ellos hice zócalo á una silla; sobre ésta puse otra, que quedó medio en el aire y bailando; hecho lo cual, me encaramé con inminente peligro de desnucarme, y agarrándome á los estantes y gravitando lo menos posible en el artificio, sentí con inexplicable gozo que mi mano asía ya los misteriosos volúmenes. Uno tras otro los arrojé al suelo, adonde salté y en donde me senté á la turca, para saborear mi presa. Abrí uno de los tomos, repasé la portada, miré la viñeta... No puedo explicar lo que sentí: pienso que más que rubor fué tedio, despecho y rabia. Sé que sin leer una línea de aquel ni de los demás, los fui disparando hacia arriba, con tan buena puntería, que quedaron en su antiguo rincón, en el fondo del estante.

Fué movimiento enteramente instintivo, pues en mis once ó doce años de niña criada sin amistades ni más compañía que la paterna, con confesor prudente y trato continuo de gentes formales, cabía bien poca malicia; así es que me sería imposible entonces decir la razón por qué arrojé con tanto enfado el libro. Añadiré que andando el tiempo he leído bastantes junto á los cuales aquel (El mozo de buen humor, de Pigault Lebrun) es flor de cantueso en punto á libertad de lenguaje y frescura de cuadros, pero que en cambio tienen lo que no sobra al impío autor del Citador: donaire verdadero y belleza literaria. Sin la perfección y la ironía de Petronio, sin las sales y sentencias del Arcipreste de Hita, sin la profunda observación de Delicado, sin la graciosa ingenuidad de Brantóme, los libros verdes me dan grima ó sueño. Exijo doble talento á sus autores, y si les falta prefiero cualquier vida de santo, el Año cristiano, ó un libro inocente y milagrero.

Más partido saqué del caudal custodiado por las férreas puertas, que de las lecciones que algunos profesores me daban en casa. Contra la de piano me rebelé en secreto, pareciéndome cosa inepta tanto moler con las escalas, arriba y abajo y vuelta y dale, y luégo salimos con que todo es ejercitar los dedos: mal año para Listz! Pedí encarecidamente que me enseñasen latín en vez del piano deseaba leer una Eneida, unas Geórgicas, y unas Elegías de Ovidio que andaban por el armario de hierro: no me hicieron el gusto, que reconozco era bastante raro en una señorita. Seguí tecleando y aún dicen que adelantaba. Creo que la mala ley que tengo á los pianos nació entonces.

La música, tal cual puedo yo apreciarla y gozarla, se me descubría ya en las estrofas de los poetas, en las no muy armoniosas octavas de Ercilla, en el martilleo de los alejandrinos de Racine, en la traducción de la Ilíada hecha por Malo (que tampoco se pasa de buena), y sobre todo en el mago Zorrilla, el rey de la melodía, el Verdi de nuestros poetas. No obstante, á pesar de lo bien que al oído me sonaban el Poema á Granada y los Cantos del Trovador, Homero me llenaba más el espíritu, y así que cogía un pedazo de papel y un lápiz, sin falta había de trazar en él cabezas de Aquiles con casco de ondeante penacho, siluetas de Minerva, de Apolo, viejos barbudos arrodillados que figuraban á Príamo rescatando el cuerpo de Héctor. Hoy cometo la tontería de ponerme muy hueca recordando que los tres libros predilectos de mi niñez, y esto sin que nadie me encareciese de propósito su valor, fueron la Biblia, el Quijote y la Ilíada.

Á escondidas, porque siempre hay su poquillo de pudor en esto de los versos, rimaba yo muchos; y no todos se quedaban en la penumbra que tanto les convenía; alguno fué á dar á los Almanaques de Soto Freire, ó á la Soberanía Nacional de Madrid. Por señas que al Almanaque de esta remití un cuentecillo ó esbozo de novela, acaso mis primeros renglones de prosa, y personas de nuestro trato creyeron ver en el cuento la relación de una tragedia verdadera ocurrida entonces, en la cual yo no había pensado al escribir, á menos que inconscientemente se me agolpasen á la pluma reminiscencias de lo que la gente decía.

Poco después vino de paso á la Coruña, teatro de alguna de sus aventuras de conspirador perseguido, el más hábil orador parlamentario del segundo período constitucional, don Salustiano Oló—zaga, grande amigo y leader político de mi padre. La tarde que paso en casa fué memorable para mí. Todo se me volvía mirar y admirar su cabeza cubierta de rizos blancos, su palidez mate, sus ojos velados y expresivos como suelen ser los de los miopes, su hermosa vejez tribunicia; y según suele ocurrir en los primeros años, no pudiendo tomarle la medida, le subía hasta el pináculo, y parecíame tener allí nada menos que uno de los ilustres varones de Plutarco en carne y hueso. Vergüenza, turbación y entusiasmo se apoderaron de mí cuando me rogó el caudillo progresista que le leyese cierto soneto donde yo le decía, con trasposición y todo, que la patria áncora en ti contempla salvadora. Así que terminé, sentí en el oído como unos acordes celestiales: Olózaga, en frases graves, escogidas y realzadas por una voz todavía vibrante y dominadora, me estaba poniendo á la altura de los Argénsolas y en parangón con los mejores soneteros del universo mundo. Bien veo que no tenía otra salida el pobre señor; pero considérese la impresión que me harían sus alabanzas. No era entonces como ahora, que cada verano hay trasiega de personajes políticos y celebridades de Madrid á provincias: en la época á que me refiero, para venir á Galicia se requería hacer intención y viajar largo en diligencia: el ferro-carril era como un sueño fantástico de las imaginaciones gallegas, y no se realizó hasta más de tres lustros después. No pasaba todos los días un Olózaga por la puerta.

En toda mi niñez apenas creo haber tratado más literato conocido que el agradable fabulista y viejecillo excelente don Pascual Fernández Baeza, senador del reino y condecorado con no sé cuántas cruces, á quien yo llamaba Baeza fábulas, y sobre cuyas rodillas (calcúlese dónde va la fecha del caso) me subía para oirle recitar sus versos y repetírselos al punto de memoria. Aquel anciano inofensivo, que parecía la imagen del clasicismo, y cuyo dorso encorvado y trémula cabeza estaban clamando por el respaldo de un académico sillón, fué—quién lo pensara!—mi primer maestro de indisciplina retórica.—Pequeña—me decía su boca benévola y desdentada—no leas nunca á Hermosilla! Y si lo lees, mándalo á paseo, me entiendes tú? Á paseo! Haz versos allá á tu modo... pero no con reglas! Nada de reglas! Sólo sirven para echarlo todo á perder. No cuentes las sílabas, estás? Mide al oído, que basta. Si no sabes medir al oído y te pones á contar por los dedos, qué saldrá? Un ciempiés. Sobre todo... cuidadito con Hermosilla!

—Yo llegué á persuadirme que Hermosilla era peor que un diablo del infierno, y á sentir una curiosidad de leer sus obras, mezclada de terror.

Con un episodio que se refiere á la idea que por entonces tenía yo de la novela cerraré la serie de recuerdos infantiles, por no caber en los límites de estos apuntes las mil menudencias que se me ocurren tentándome. Á la edad de catorce años se me había permitido leer de todo, historia, poesía, ciencias, novelas de Cervantes y letrillas de Quevedo; sólo estaban puestas en entredicho las obras de Dumas, Suë, Jorge Sand, Víctor Hugo y demás corifeos del romanticismo francés. Siempre que se nombraban delante de mí, era dando á entender que no había lectura más funesta para una señorita. Las censuras que en general se aplican á la novela sólo recaían en estas, como si no existiesen otras en el mundo. Del Judío Errante oía yo tales cosas, que llegué á tenerlo por quintesencia de la humana iniquidad. Sin embargo, como suele suceder, las mismas ponderaciones del veneno que destilaban semejantes lecturas, me encendieron en curiosidad irresistible, figurándome que debían ser cosa tremenda en efecto, cuando en una casa como la mía, donde se leía tanto y se conversaba de letras con amplia libertad, sólo aquello se condenaba. Hasta mi tío, el general de Artillería don Santiago Piñeiro, tipo muy curioso de hidalgo volteriano, dado á la numismática en términos que por un ochavo roñoso viajaba leguas y revolvía mundos, acrecentó mi preocupación condenando en larga diatriba las novelucas esas y aconsejando que me pusiesen en las manos las de Fernán Caballero, como en efecto se hizo, dándomelas en premio de un dechado de costura.

Cierto día hallábame yo en casa de una de las pocas amigas de mi edad que tuve. Por casualidad nos quedamos solas en el despacho de su padre, y atrajeron mis ojos las estanterías llenas de libros. Di un chillido de alegría: lo primero que había leído en el lomo de un grueso volumen, era el rótulo—Víctor Hugo: Nuestra Señora de París.—No hubo lucha entre el deber y la pasión: ésta triunfó sin pelear. Si pedía el libro, claro está que me lo negarían, ó al menos consultarían á mis padres, y entonces adiós Víctor Hugo. Lo cogí á hurto, escondiéndolo entre el abrigo y trayéndolo á casa, donde lo oculté en un bufetillo en que guardaba mis cintas y aretes. De noche pasó á cobijarse bajo la almohada, y hasta que se apuró la bujía leí sin contar las horas, j Qué bien me supo todo aquello de la Esmeralda con el capitán Febo, y las abnegaciones angelicales de Cuasimodo, y las tramas inicuas de Claudio Frollo! Esto sí que es novela, pensaba yo relamiéndome: aquí nada sucede por modo natural y corriente como en Cervantes, ni parece una cosa de las que á cada paso ocurren, como en Fernán: aquí todo es extraordinario, desmesurado y fatídico, y el entendimiento de quien lo ha escrito tampoco puede medirse con los demás, sino que es fénix y sin par. Esta consecuencia influyó en el concepto que por muchos años tuve de la novela, creyéndola fuera del dominio de mis aspiraciones, por requerir inventiva maravillosa. Si álguien me dijese que yo haría novelas andando el tiempo, se me figuraría que me pronosticaban algo tan inverosímil como una corona real.

Tres acontecimientos importantes en mi vida se siguieron muy de cerca: me vestí de largo, me casé, y estalló la revolución de Setiembre de 1868. Elegido diputado mi padre para las Constituyentes del 69, empezamos á pasar los inviernos en la corte y los veranos en Galicia. Mi congénito amor á las letras padeció largo eclipse, oscurecido entre las distracciones que ofrecía Madrid á la recién casada de diez y seis años, que salía de una vida austera, limitada al trato de familia y amigos graves, al bullicio cortesano y á la sociedad elegante de entonces, que aunque dispersa y mermada por la revolución, no parecía menos brillante á quien no la conocía dé antiguo. Todas las mañanas visitas, ó al picadero á aprender equitación; todas las tardes en carruaje á la Castellana; todas las noches á teatros ó saraos; en primavera, conciertos Monasterio, y á la salida del concierto, á ver matar al Tato: en verano, Retiro por la noche: á caballo algunas veces á la Casa de Campo ó la Ronda, y de higos á brevas una gira al Escorial ó Aranjuez. Pasatiempos muy gratos en verdad, y que en mí corrigieron cierta propensión al aislamiento y cierta timidez penosa fruto de mi vida y aficiones de la niñez; pero que haciéndose sistemáticos y prolongándose varios inviernos, empezaron á dejarme en el alma un vacío, un sentimiento de angustia inexplicable, parecido al del que se acuesta la víspera de un lance de honor, y le oprime entre sueños el temor de no despertar á tiempo para cumplir su deber.

Durante los veranos no me quedaba tiempo de recogerme y orientarme, pues los ocupaban diversiones y fiestas, y paseos á caballo, en coche y á pié á través de Galicia; excursiones encantadoras que empezaron á convertir mis ojos hacia el mundo exterior, me revelaron el reino de la naturaleza y me predispusieron á ser la incansable paisajista actual, prendada del gris de las nubes, del olor de los castaños, de los ríos espumantes presos en las hoces, de los prados húmedos y de los caminos hondos de mi tierra.

No puede dudarse que la revolución de Setiembre señala un período nuevo para nuestra literatura. Siempre los hondos trastornos políticos van de rechazo á influir en el arte, modificándolo: ley tan conocida no precisa demostración. Los últimos años del reinado de Isabel II fueron de postración para las artes: acaso convenía el rudo sacudimiento para que despertasen los que dormitaban, luchasen los despiertos, y una generación joven brotase del suelo sembrado de escombros y rociado con sangre. Aquel aire huracanado robustecía los pulmones; aquel incesante discutir maduraba rápidamente las inteligencias y arrancaba chispazos á la palabra y á la pluma. El mismo interregno literario de los primeros años de revolución—durante el cual enmudecieron las musas y sólo derramó á torrentes gracia y mordacidad la prensa satírica y despidió centellas la oratoria parlamentaria,—fué provechoso, como lo es el descanso del terruño en que ha de caer la simiente. Los que quedaban en pié de la época anterior, se rehicieron: los nuevos salieron á la palestra con el ímpetu irresistible de la esperanza.

Del movimiento literario que renacía me llegaban rumores lejanos envueltos en el delicado aroma del té de los saraos ó el torbellino de ruedas del paseo. Volvía la cabeza para atender un momento, y á cada vez prestaba más el oído. Los Gritos que empezaban á labrar la reputación de Núñez de Arce; los primeros dramas de Echegaray; los últimos de Tamayo, á cuyos estrenos, como al de la Carmañola de Nocedal hijo, acudían socios de la Juventud Católica á romper guantes, é individuos de la Partida de la Porra á romper costillas, me preocupaban algunos días. Sólo que entonces se propendía á dejar aparte la cuestión de mérito literario y otorgar la preferencia á la política. Era axiomático que la revolución había traído consigo la más espantosa decadencia del gusto, y no faltaban hechos que aducir en apoyo de esta opinión. Arreciaba la epidemia de can-can y bufos; no se oía tocar sino el Ojo huero ó los rigodones de Barba Azul: Offenbach reinaba, y en las tertulias íntimas del gran mundo, como protesta, leía Gabino Martorell sus quintillas, y una explosión de risas discretamente moderadas por el abanico acogía aquel pasaje:

¿Cuándo enseñaron los frailes

lo que hoy enseña un can-can?

Á Dios gracias quedaban teatros libres del contagio, arrostrando la indiferencia del público. Vi á Matilde Diez, en sus últimos arreboles, hacer con travesura seductora Mari—Hernández la gallega: me solacé con el sano gracejo de Mariano Fernández: Catalina aún no estaba desmoronado, y prometían mucho bueno la fogosa juventud de Rafael Calvo, y los años, pocos y floridos también, de Elisa Boldún. Yo no perdía estreno ni renuevo de drama ó comedia, y mis aficiones literarias remanecían. Excuso añadir que á ratos perdidos cometí dos ó tres dramas, prudentemente cerrados bajo llave apenas concluidos. Según puedo colegir hoy, no teniendo ánimos para exhumarlos del nicho en que yacen, eran imitaciones del teatro antiguo. Alguno estuvo á punto de alcanzar los honores de la representación sin yo pretenderlo. Un copista infiel lo dió bajo su nombre á un teatro de segundo orden, donde se lo admitieron y empezaron á estudiarlo. Por fortuna sorprendí á tiempo el enredo, y puse el manuscrito á buen recaudo.

No cabía derrochar mucho calor natural con las letras, estando tan enredada la madeja política, y viniendo á complicarla la terrible cuestión religiosa, la más grave de todas, digan lo que quieran gentes superficiales, que no distinguen los pasajeros móviles históricos de los factores trascendentales y eternos, é imaginan buenamente que se hace una guerra civil porque entran algunos millones de Inglaterra ó de Francia. Los brutales excesos de la demagogia clerófoba; el Congreso vuelto blasfemadero oficial; las imágenes fusiladas; los monumentos del arte derribados con saña estúpida; las monjas zarandeadas y tratadas con menos miramiento que si fuesen mozas del partido; la rapacidad incautadora, y en suma la guerra sistemática al catolicismo, tan arraigado y vivaz aquí, sobre todo cuando le pisotean, produjeron reacción inevitable, que ya se manifestaba en forma de triduos y funciones de desagravios, ya de partidillas carlistas. No sé en cuál de los primeros años revolucionarios presencié un espectáculo de esos que se graban en la memoria. Por la calle de Toledo, precedido de un enjambre de pilludos que trotaba á compás alzando las piernas desnudas, rodeado de chisperos y mujerzuelas que lo denostaban, escoltado por fuerzas de la Guardia civil y amarrado codo con codo, subía un sacerdote, del cual sólo pude ver un segundo, entre el remolino de la turba y la rapidez del paso, una aureola de cabellos blanquísimos al rededor de bien rasurada corona. Era un reo político, á lo que luégo averigüé; mejor dicho, ni reo siquiera; un sospechoso.

No son de este lugar los muchos recuerdos que me quedan del memorable período revolucionario, y por tanto omito lo que se refiere á la atmósfera reaccionaria de los salones, á la cruzada contra Amadeo de Saboya, y al espíritu de insurrección carlista, aunque no fui enteramente agena á todo ello. Lo indudable es que entre la marejada no acababa de salir á flote mi cara literatura, en la cual pensaba con nostalgia creciente. Ni puedo contar como indicio de mis mal satisfechas predilecciones ciertas poesías de circunstancias, que corrieron bastante y aún llegaron á verse impresas sobre sida con letras de oro, sin culpa mía. Literariamente, Dios sabe que me pesan en la conciencia: á bien que lo que nace del fragor político se extingue con él.

Más nublado que nunca el horizonte después de la marcha del italiano, y resuelto mi padre á morir para la política al mismo tiempo que moría el honrado partido progresista, cuyo ensueño fué conciliar los intereses religiosos y la libertad constitucional, pasamos á Francia, con ánimo de ver correr tranquilamente desde París las turbias aguas de la revolución, ya sin dique. Por casualidad cruzamos sin tropiezo la frontera; todos los viajeros creían que en Alsasua nos encontraríamos con las fuerzas carlistas, victoriosas el día anterior en Oñate.

Lejos del hervidero español; menos relacionada que en Madrid, y haciendo un género de vida más propio para despertar necesidades intelectuales, en los momentos de descanso, después de haber visitado un museo ó un monumento histórico, en las noches casualmente pasadas en el hotel, cogía libros y repasaba mis temas ingleses, porque me había propuesto leer en su idioma á Byron y á Shakspeare. Aquel mismo año pude saborear á las orillas del Po y en el canal de Venecia poesías de Alfieri y Ugo Foscolo, prosa de Manzoni y Silvio Pellico, y ver en Verona el balcón de Julieta, y en Trieste el palacio de Miramar, y en la gran Exposición de Viena los adelantos de la industria, que miré con algo de romántico desdén. Fué un hermoso viaje, bien aprovechado, y en el cual resurgió mi vocación llamándome con dulce imperio.

En efecto, sobre las mesas de las fondas, sobre mis rodillas en el tren, con plumas comidas de orín y lápices despuntados, tracé mis primeras páginas de prosa; el indispensable Diario de viaje, que no se me ocurrió publicar, ni lo merece. Mas desde entonces fué para mí como necesidad apremiante el tener emprendido algún trabajo ó estudio: señal de que la reflexión empezaba á sobreponerse á la perezosa alegría y vagancia de los tiernos años juveniles.

Al regresar á España observé que á vueltas de los azares cantonales, la guerra civil y demás peripecias de la tragedia política, preocupaba los ánimos un nuevo movimiento intelectual, que saliendo del dominio limitado de las gentes pensadoras y estudiosas, agitaba el de la prensa y hasta el de los corrillos, casinos y tertulias. Llamábase esta novedad filosofía alemana ó krausismo, y se contaban de sus adeptos mil particularidades extravagantes y contradictorias, propias para inflamar la curiosidad más incombustible. Quien los tenía por Mesías y redentores de la humanidad, iniciados en una especie de gnosticismo ó ciencia esotérica con la cual en un verbo se había de regenerar la sociedad corrompida y resolverse apaciblemente los arduos problemas de nuestro siglo; quien los juzgaba sofistas, farsantes y locos, y más dañinos que los descamisados de Cartagena. Unos los daban por materialistas, ateos ó panteístas capaces de adorar, como los egipcios, puerros y cebollas; otros aseguraban que eran excesivamente caritativos y piadosos, y aún rezadores. Lo que más soliviantaba á la gente era el lenguaje especial—la jerigonza, decían muchos—de la flamante secta, que empleaba términos abstractos, jamás usados, apestando desde una legua á germanismos. Aún me río de corazón si evoco la figura de uno de mis tíos maternos,—hidalgo campesino, persona muy cabal y discreta, de avanzadas ideas, diputado que fué en las cortes del 54,—y le veo entrar en mi habitación, en Compostela, procedente de su Pazo y cubierto del polvo del viaje, con un número de periódico en la mano, y exclamando antes de darme los buenos días:—Qué dice aquí, chica, qué dice aquí? Á ver si me lo puedes explicar. Catorce veces lo he leído, y no le saco sustancia.—Y con el dedo señalaba un párrafo que empezaba, si mal no recuerdo, en esta guisa:—«Atentos á la propia conciencia, nos hallamos en estados mudables de nosotros mismos, de los cuales somos, sin embargo, propia y verdaderamente íntimos»...

Como yo no me encontraba mucho más adelantada de noticias que mi buen tío, procuré enterarme leyendo los textos en que se encerraba la doctrina. Eran pocos los traducidos al castellano, y en su mayor parte de discípulos y comentadores de Krause. Á pesar de la licencia pontificia, tan heterodoxas lecturas alborotaban algo mi conciencia de católica ferviente, y á fin de poner la triaca al lado de la ponzoña, me di á leer otra clase de autores también desconocidos para mí, los místicos y ascéticos. Al soltar los Mandamientos de la Humanidad, me quitaba el amargor de boca con el azúcar de la Filotea, libro de sutil análisis pasional, amable breviario en que las rosas de la virtud no tienen espinas. Dejado El Ideal, de la humanidad también, me abrazaba con las Moradas. Y el resultado de este ejercicio fué cual podía presumirse en un alma donde el culto de la belleza y de la forma era innato. Los libros krausistas se me hacían de plomo, y me irritaba el castellano bárbaro en que andaban escritos, y en cambio cada vez me enamoraba más la divina perfección, la serenidad platónica y la luminosa poesía que irradiaban las páginas de Granada ó de la doctora avilesa.

El atractivo de la curiosidad desvanecióse presto; Krause leído me pareció un teósofo, un iluminado, de alma apasionada, soñadora; lo más opuesto á cómo concebía yo al pensador, cuyo tipo vi realizado en Kant. Ya las gentes serias que se picaban de filosofar á la alemana protestaban contra el impulso krausista, y le ponían un contrapeso de criticismo kantiano ó de hegelianismo. Así como el viajero que se pára á deletrear una inscripción aprende de ella la existencia, el valor de un monumento grandioso, mi rápida lectura de Krause traducido me sirvió para que conociese la poderosísima inteligencia de Kant, primer filósofo cuyas obras leí con admiración, sin que me desanimase la oscuridad de su forma, que, en mi humilde y desautorizada opinión, es transparente para quien sigue el hilo de aquel claro y enérgico razonar, y adivina bajo el pesado ropaje la valiente musculatura del pensamiento.

Cuando empecé á manejar libros de filosofía alemana, me honraba con la amistad de bastantes afiliados á la escuela, que entonces reunía muy lucido séquito. Distinguíanse por cierta rigidez moral unida á propósitos innovadores y extraños, y á diferencia de la generalidad de los filósofos, que se dejan los principios guardados entre las hojas de los libros en el gabinete, estos tenían empeño excesivo y á veces nimio de aplicarlos á todas las cosas de la vida. En opinión de un escritor de gran talento, eran los penitentes del diablo, ó sea los más ascéticos herejes que vieron los siglos. Manías son estas que suelen durar poco, dígalo la pronta disgregación y ruina de la escuela. Volviendo á mi asunto, como vi que los adeptos consideraban necesario el conocimiento de la lengua alemana, me dediqué á aprenderla, pero así que tuve una tintura, preferí consagrarme á Goethe, Schiller, Bürger y Heine, pues para las obras de metafísica declaro sin rebozo (aunque sería más lucido afirmar lo contrario), que á menos de estar versadísimo, son preferibles las buenas traducciones francesas, pues ofrecen el hipérbaton alemán ya reducido á construcción latina, lo que basta á dar al entendimiento paz y luz con que se apropie el fondo, si á tanto alcanza.

Hoy comprendo cuánto debo á la curiosidad aquella que me movió á revolver documentos krausistas. Merced á ella cobré afición á la lectura seguida, metódica y reflexiva, que pasa de solaz y toca en estudio. Mi cerebro se desarrolló, mis facultades intelectuales se pusieron en actividad, y adquirí el lastre que necesita todo artista para no flotar sin rumbo como un tapón de corcho en el mar. Verdad que corrí el peligro de aficionarme á Krause, que precisamente por lo que le falta de pensador riguroso y por la preponderancia que en su sistema disfrutan la ética y estética, no deja de ser insidioso y pegadizo; no sucedió así, ni asomos de ello; y Krause y su armonismo me sirvieron únicamente de tránsito para repasar, sin convencerme tampoco, pero con el placer que se siente al leer un hermoso poema, la famosa identidad de Schelling, el yo que se pone á sí mismo del elocuente Fichte, la razón pura de Kant, las discutibles pero magníficas teorías estéticas de Hegel, y ya tomado el gusto, para retroceder (hablo en sentido cronológico) á Santo Tomás, á Descartes, Platón y Aristóteles. Me guardaré de decir fatuamente que escogí de cada uno de estos lo que más me agrada, ni siquiera que estoy fuerte en el conocimiento de tanto sistema. El fruto que saqué es más modesto, pero basta á cubrir mis necesidades intelectuales. Me persuadí de que para lo de tejas arriba me convenía la filosofía mística, que sube hacia Dios por medio del amor; y para lo de tejas abajo, el criticismo, método prudente que no anda en zancos, pero no expone á caídas.

Apenas pueden los hombres formarse idea de lo difícil que es para una mujer adquirir cultura autodidáctica y llenar los claros de su educación. Los varones, desde que pueden andar y hablar, concurren á las escuelas de instrucción primaria; luégo al Instituto, á la Academia, á la Universidad, sin darse punto de reposo, engranando los estudios. Harto se me alcanza que mucho de lo que aprenden es rutinario, y algo tal vez estorboso ó superfluo: con todo, semejante gimnasia fortalece y siempre queda la base de lo aprendido para las futuras direcciones. Ejercítanse en partir de lo conocido y elemental á lo superior; se familiarizan con palabras é ideas que por punto general no maneja la mujer, como no maneja el florete de esgrima ni las herramientas del artesano. Hoy atienden las lecciones de un profesor eminente y célebre; mañana se preparan á un examen, á una oposición, y como el púgil antes de entrar en la palestra, prueban y ensayan la agilidad y vigor de sus miembros. Todas ventajas; y para la mujer, obstáculos todos.

Viendo lo mal fundado de mi instrucción, mi erudición á la violeta y el desorden de mis lecturas, me impuse el trabajo de enlazarlas y escalonarlas, llenando los huecos de mis conocimientos á modo de cantero que tapa grietas de pared, señalándome tarea lo mismo que de chiquita en la labor de costura, y distribuyendo las horas, pues creía más á propósito para el estudio las de la mañana, en que el sueño ha despejado y refrescado la cabeza. Eran momentos de sereno bienestar los que consagraba á esta ocupación, que me hacía echar de menos los muros caleados, la poltrona de cuero, el crucifijo, la calavera y la mesilla ennegrecida por el uso de alguna celda de convento.

Por efecto del método á que me sujeté, hube de prohibirme severamente la lectura de novelas, y en general de todo libro de puro entretenimiento—que así juzgaba yo á la novela entonces.—Mentira me parece esto que voy á escribir, y sin embargo, es una gran verdad, para mí muy significativa. Allá por los años de 74 y 75, no sólo no manejaba yo sus obras, sino que ignoraba la existencia de Galdós y Pereda, y apenas tenía noticia de la de Valera y Alarcón. Cierto día, en Santiago, cruzando los soportales de la Rúa del Villar, atrajo mis miradas en el escaparate de una librería una fila de tomos con cubierta amarilla y roja, y el rótulo Episodios Nacionales.

¿Qué tal es eso?—pregunté á un señor que me acompañaba.—Obra histórica, ¿eh? Será preciso comprarla.

—Pch...—me contestó.—No es obra histórica, no... Son unas novelas... No valen gran cosa.

Dejo á su autor la responsabilidad del juicio crítico, pero asumo la de no haber vuelto á acordarme de los tomitos de pisto más que cuando pasábamos casualmente por allí y bromeábamos acerca del plato de huevos y tomates, excitados por aquella nota viva, insólita en cubiertas de libros.; Novelas á la lectora asidua de Espinosa y Kant! Si leyese alguna, me parecería que perdía el tiempo y la formalidad, como un profesor encanecido y respetable cuando le obligan á valsar ó jugar á prendas.

La única distracción que me permitía era rimar algún verso ó escribir algún articulejo. Si bien los poetas conservaban todo el influjo que siempre ejercieron en mis sentidos por el elemento rítmico y musical, y eran tan señores de mis nervios como lo son hoy, poseyendo el privilegio de sumirme en cierta melancolía mórbida, desde la cual al desahogo del llanto es fácil la transición, empezaba ya á saborear, al menos en circunstancias normales, el deleite mucho más sano y espiritual de la prosa, y los ejercicios de traducción de diversos idiomas me iban enamorando del habla castellana, descubriéndome sus arcanidades y tesoros, su relieve y numerosa armonía, y convirtiéndome en coleccionista infatigable de vocablos, en cuya sola hechura (aislada del valor que adquieren en el período) noto bellezas sin cuento, color, brillo y aroma propio, bien como el lapidario antes de engarzada la piedra preciosa admira su talla, sus luces y sus quilates.

Por entonces me prestó Núñez de Arce un señalado servicio, al cual estaré reconocida mientras viva: y fué no cumplirme una palabra empeñada espontáneamente. Voy á contarlo, aunque sólo sea para que el vate insigne, al leer estos renglones, deje asomar al rostro su escasa y apenada sonrisa. Seguía yo pasando la mala estación y aún las primaveras en Madrid, y habiendo salido en conversación con un amigo de Núñez de Arce lo que me agradaban sus Gritos del combate, prometióme traerme al autor para que lo conociese. Vino en efecto, y mi primera impresión tomó forma de sorpresa de que hombre tan chico hubiese creado tan ancha, resonante y varonil poesía, hecha de molde para recitada por algún Simónides moderno, de pié sobre una roca, dominando el rumor de la alborotada multitud y el estrépito de la lid político-religiosa. Á poco ya me parecía ver en la faz biliosa y entristecida del poeta castellano algo que reclamaba un traje del siglo XVII y el pincel de Pantoja, y cuadraba bien con el carácter grave de su musa. Departimos amigablemente, y le recité de memoria composiciones suyas, cosa que le halago, porque, según dijo, sus versos no solían gustar á las señoras. Llegó mi turno, y salió mi repertorio. Ocioso me parece añadir que Núñez de Arce lo puso en las nubes, porque esto de suyo se cae entre hombre cortés y dama poetisa; lo que importa es que me animó á no dejar inéditos aquellos primores, y con la más generosa eficacia me brindó un prólogo de su pluma que les sirviese de introducción y pasaporte. Acepté el ofrecimiento como de quien venía, y se convino en que yo enviase desde Galicia el mamotreto, previa la indispensable lima. Recorté, pulí y mondé el matorral de versos, lo dividí, lo hice trasladar en letra clara y rasgueada, y remití á su destino los cuadernos. Pero el calor era pasado, la buena intención del poeta se había ido á do suelen ir las mejores, y del prólogo no llegó jamás á escribir una línea. ¡Con cuántas veras se lo agradezco al cantor de Luzbel!

He notado un curioso fenómeno: y es que los escritores, sean medianos ó excelentes, tengan ó no gran caudal de sagacidad crítica, cobran tan ciego cariño á los partos de su numen, se aferran con tal energía á la ilusión de contarse entre los predilectos de las nueve vírgenes consabidas (que si llevan palma no será por no haber coqueteado con el universo entero), que es poco el resto de sus obras; el dedo meñique son capaces de dar por el lauro poético. Ni basta á curarles de este achaque el convencimiento de que en España hay un rimador á la vuelta de cada esquina, verdad archivada por la sabiduría popular, ni el ya divulgado axioma de que la esencia vaga y divina de la poesía no se encierra forzosamente en los moldes del metro, pudiendo difundirse también por la libre amplitud de la prosa, como se ve en Cervantes, más poeta en el Quijote que en el Viaje al Parnaso. ¡Qué más! Ni la frialdad, indiferencia y silencio del público ó los desdenes de la crítica son parte á desengañarles, pues apelan de la actual generación distraída ó descaminada á la posteridad justiciera, y mientras menos caso les hace el lector, más se aficionan ellos á sus caras rimas, como las madres á los hijos desgraciados. Pocos días hace que hablando con mi amigo Luís Vidart, este diligente y notable polígrafo me confesaba su especial debilidad por los versos que ha compuesto, y su propósito de coleccionarlos é imprimirlos esmeradamente. ¿Quién ignora la preferencia que Menéndez Pelayo concede á sus rimas entre todos los frutos de su entendimiento? ¿No sucede una cosa análoga con Valera? ¿ Se resigna Cánovas del Castillo á colgar la lira? ¿ No se preció de poeta sobre todo el primer prosista español, el mismo Cervantes?

Pues sin que esto sea juzgar los versos de los autores que nombro, ni menos compararlos á los míos, que doy por los peores del mundo, diré que ando exenta de la flaqueza que padecen tan brillantes ingenios, y de ahí nace mi gratitud á don Gaspar. Lejos de defender mi hacienda poética, hasta caigo en la manía de ocultar mis rimas como si fuesen pecados. Y es que por pecados las tengo. La poesía no me satisface sino cuando se acerca á la perfección y además es original, en el sentido en que entiendo yo la originalidad: cuando expresa cumplida y sinceramente la personalidad de un poeta. Bien sé que nadie nace como piensa el vulgo que nacen los hongos, sin semilla, y que en prosa y en verso todo el mundo tiene antepasados y maestros: pero en poesía hay más peligro de adocenarse imitando. Yo poseía facilidad para rimar, y después de leer tres ó cuatro veces á un autor, parecíame que podía tomarle unas vislumbres... Recuerdo que el salado y discreto Campoamor gastó una mañana entera en demostrarme muy seriamente lo sencillo que era para mí hacer doloras y pequeños poemas como él: fundábase en unos ensayos que yo le enseñé con la mayor inocencia, y de los cuales tomó pié para darme aquella broma y yo para recibirla muy divertida, pero también advertida, pues de sobra conozco el genio del poeta asturiano y sus humoradas en prosa.

Sin embargo, á impulsos de un sentimiento nuevo y profundo, tuve un desahogo lírico, al escribir los breves poemitas reunidos bajo el título de Jaime. Aunque yo sabía que eran poesía sincera y en tal concepto tenían algún derecho á la vida, como dudaba de la forma, por esto y por su carácter íntimo y personal, acaso los hubiera dejado inéditos á no ser porque un amigo muy querido, Francisco Giner, los leyó y encontró publicables y me obsequió regalándome una monísima edición de trescientos ejemplares, que no se envió á periódicos y críticos. Otro amigo residente en París, Leopoldo García Ramón, los ha reeditado este año, cincelando una joya tipográfica, digna del estante de una princesa bibliófila: edición á dos ejemplares, sobre papel japonés, tirada en máquina á brazo, con caracteres Basquerville del siglo XVIII, y encuadernada en tafilete blanco de Esmirna salpicado de flores de lis de oro. Primor que jamás soñé para mis rimas, y que sería mayor si se pudiesen cuajar en aljófares y sembrar por la cubierta las muchas lágrimas que el librito ha hecho derramar, por comunicación inevitable, á las mamás que lo leyeron.

Jaime, mi primogénito, nació en Julio de 1876, y apenas espiró la cuarentena, á pesar de mis padecimientos y fatigas de nodriza y madre, realicé el proyecto, que traía formado desde Madrid, de optar al premio del Certamen que se celebraba en Orense para honrar la memoria del Padre Feijóo. En unos veinte días escribí el Ensayo Crítico, que un escribiente iba copiando apenas salía de mis manos la página llena de tachaduras. Concurrí á aquel Certamen por timidez, lo confieso: al hacer mis primeras armas, parecíame más modesto dirigirme á nueve jueces de un jurado que al público, entidad moral que siempre me ha infundido gran respeto. No creía tener que medirme con adversarios muy temibles, lo cual incitaba al combate á mi cobardía. En esta parte me engañé, pues salieron también á la palestra una escritora de varonil entendimiento y serios estudios, una pensadora hecha á cosechar lauros en la Academia de ciencias morales y políticas, y un profesor de la Universidad Central, causador de recientes motines escolares. Hubo en el Jurado división de pareceres, y luégo empate de votos entre la señora Arenal y yo: la resolución del empate se encomendó en última instancia al Claustro de la Universidad de Oviedo, y su veredicto me fué favorable.

No quiero omitir que tan bien ó mejor que mis benignos jueces, veo los lunares y defectos gravísimos de mi trabajo. Al escribirlo no conocía yo al pormenor, según requiere el asunto, el siglo XVIII, la época literaria española más ignorada, pues se acostumbra sacrificarla sin misericordia á los dos áureos siglos anteriores. Así es que, no dominando el tema, mi libro se espaciaba y perdía en divagaciones, desbordándose en él la inquieta savia de la primer juventud literaria, y notándose muy claramente la inexperiencia del cerebro, incapaz de sujetarse á severo plan, y de la pluma, inhábil para ceñirse á la materia que trata y ahondarla y apurarla. Hoy no podría reimprimir mi Estudio crítico sin refundirlo totalmente, conservando de él bien poca parte. Sirva esto de respuesta á las personas indulgentes que dan en preguntarme cómo no hago nueva edición de aquel trabajillo sin fundamento.

En el mismo Certamen gané el primer premio poético, una rosa de oro, por una oda dedicada también á cantar las glorias de Feijóo. Suelen los premios de certámenes ser de tan escaso gusto como valor, pero este mío salió muy lindo; bastante más que la oda laureada. Trabajado en Santiago, donde aún se conserva la tradición de los grandes orífices españoles del Renacimiento, es una joya de arte: una rosa de tamaño natural, con la grácil curvatura y menudas espinas del tallo, con las venillas y matices del follaje sobre fino esmalte verde, y con el cáliz entreabierto y las hojas unas dobladas y otras extendidas, como naturales, dejando ver en el fondo los estambres y la simiente. Esta flor de oro macizo, muy pesada en la mano, es, prendida en el pecho ó en la cabeza, tan delicada y airosa cual si acabasen de cortarla del rosal.

Jamás se me ocurrió volver á ningún Certamen después de aquel. Á causa del nacimiento de mi hijo nos habíamos establecido en la Coruña, y corrieron casi tres años en que no interrumpí mis estudios sino para emborronar artículos sueltos, pues seguía teniendo un miedo vago á la publicidad arrostrada en forma de libro, y como el niño que da titubeando los primeros pasos, me ensayaba en escribir de varios asuntos, sin conceder la menor importancia á aquellas páginas sueltas. Fácil me hubiera sido enviarlas á la corte: preferí la discreta penumbra de las revistas regionales. Hice sin embargo una excepción con La Ciencia cristiana, revista que en Madrid dirigía el sabio filósofo don Juan Manuel Orti, y en la cual salieron mis artículos sobre el Darvinismo y los Poetas épicos cristianos. Tenía la publicación de Orti y Lara más carácter apologético que literario, si bien la distinguía un loable culto de la pureza y tersura del habla castellana, que celaba tanto como la ortodoxia. Allí escribían muy graves y calificados varones, Fray Ceferino González, entonces Obispo de Córdoba, el Padre Mir, el Padre Mendive, Navarro Villoslada, el mismo Director (sin hablar del Papa, cuyas Encíclicas llenaban á veces la tercera parte de la revista). De faldas, á no contar las eclesiásticas, creo que las mías solamente. Todo escrito se revisaba y acendraba en el crisol teológico antes de hacer gemir la prensa, y sus ideas y frases se pesaban en la balanza más sensible del mundo, no dándoles cabida si discrepaban un átomo. De arte no se podía escribir directamente, sino refiriéndolo á la edificación y ejemplaridad; y hasta las imágenes y colores vivos del estilo se hacían sospechosos. Con esto ya se deja entender que un temperamento literario tan curioso, desenfadado y libre como el mío tenía que derramarse fuera de las medidas angostas de la Ciencia cristiana, por muy buenos propósitos que de no traspasarlas alimentase.

No por eso dejo de reconocer que me fueron muy provechosos mis trabajos para la Ciencia Cristiana, por lo mismo que eran difícil gimnasia del pensamiento y de la frase, y había que mirar cada renglón de frente y de perfil y pedirle á cada vocablo fe de bautismo y cédula de vecindad. Tales ejercicios me adiestraron indudablemente para el San Francisco de Asís. Y por cierto que el capítulo de este libro que trata de los Filósofos franciscanos dió ocasión á mi definitivo desacuerdo con el respetable Sr. Orti. Tomista hasta la médula, el traductor de Jungmann desaprobó mi adhesión á la filosofía místico-crítica representada por San Buenaventura, Escoto, Ockam y Rogerio Bacon. Nadie ignora con qué acaloramiento se debate aún hoy la eterna cuestión que agitó á la Edad-media; díganlo las polémicas entre Fray Ceferino y el franciscano Padre Malo, entre el dominico Padre Fonseca y Menéndez Pelayo.

Me había reclinado en el dulce seno de la filosofía mística, fatigada de mi larga excursión por los dominios de los pensadores alemanes y griegos, y de los escolásticos. El cansancio que á veces engendra en el ánimo la lectura continuada de obras graves, me obligó á fijar con gusto los ojos en la vida exterior, y no sólo me concedí permiso para leer poetas, sino que pensé en la novela, á título de ameno solaz. Por lo mismo que la había desdeñado mi severidad juvenil, la encontré deliciosa y atractiva, y sin premeditación fui modificando la idea extraña que de ella tenía, suponiéndola campo abierto en que brinca y retoza la inventiva suelta y desenfrenada la imaginación. Como leía más en idiomas extranjeros que en el propio, comencé por los Novios de Manzoni y las Cartas de Jacobo Ortis; seguí por Walter Scott, Litton Bulwer y Dickens; pasé luégo á Jorge Sand y Víctor Hugo; y todo sin sospechar la existencia de la novela española contemporánea!

Para explicarse esta ignorancia, hay que formarse idea de lo que es la vida de una señora en una capital de provincia, y más si está absorbida por estudios especiales á que dedica todo el tiempo que le dejan libre la sociedad y la familia. Sabía yo entonces al dedillo cuántos y cuáles eran los impugnadores de Draper; seguía los adelantos de la termodinámica; recibía la Revue Philosophique y la Revue Scientiphique; me enfrascaba en libros como El Sol, del P. Secchi, ó la Historia natural de la creación, de Hseckel; los diarios que hojeaba eran La Fe y El Siglo Futuro; y mi época literaria pasaba á mi lado, y oía su voz como uno de esos rumores lejanos que no encuentran eco en nuestro distraído espíritu.

Hablando un día de Amaya ó los Vascos en el siglo VIII, curiosa novela histórica que publicaba entonces la Ciencia cristiana, un amigo menos metido que yo en la redoma me recomendó las novelas de Valera y Alarcón, y celebró también algunos de los Episodios, aunque en conjunto le parecían largos y poco movidos. Con Pepita Jiménez empecé mi función de desagravios á las bellas letras nacionales; siguió el Sombrero de tres picos, y ya en lo sucesivo no necesité que nadie me pusiese sobre la pista.

El parecido que se nota entre un retrato antiguo de familia, vestido á la vieja usanza, y un descendiente con traje moderno, observé yo entre mis antiguos conocidos Cervantes, Hurtado y Espinel y los actuales noveladores. Prodújome el descubrimiento gran satisfacción y me infundió la idea de probar á escribir también algo novelesco, idea que no se me pasaba por las mientes cuando creía que el busilis de la novela estaba en echar al héroe desde lo alto de un torreón al mar, vivo, envuelto en un sudario y con una bala de cañón atada á los piés, ó en meterlo de hoz y de coz, apenas llegado de su provincia, en la mismísima cámara de la reina, enterándose de sus amoríos y disgustos, y cumpliendo inauditas hazañas para salvar el honor de la buena señora. Si la novela se reduce á describir lugares y costumbres que nos son familiares, y caracteres que podemos estudiar en la gente que nos rodea, entonces (pensé yo) puedo atreverme; y puse manos á la obra.

Titulé mi primer ensayo Pascual Lopez, autobiografía de un estudiante de medicina, y lo envié á Madrid por conducto de un amigo que lo recomendase á la Revista de España, prevención no excusada, pues mi nombre apenas era conocido fuera de la región gallega, á no ser entre el reducido círculo de lectores de la Ciencia cristiana, y aun muchos de estos lo creían pseudónimo de un escritor barbudo y hasta tonsurado. Terminada la impresión en la Revista, hízose la edición en el mismo formato, aprovechando las cajas. Tipográficamente hablando, no han visto más fea cosa los siglos: un libro luengo y achatado como una solía, con cubierta de color azul sucio, plagado de erratas, y por contera hasta equivocada la paginación. Un crítico algo nervioso le pegaría un palo, como ahora se dice, no más que mirándolo por el forro. Á pesar del mal traje, le fueron los hados propicios, y empecé á gozar esas satisfaccioncillas que conoce (pero no siempre confiesa) todo autor cuyo primer trabajo se recibe bien. Hoy la halagüeña carta del respetado maestro; mañana el apretón de manos del nuevo compañero; ya el inesperado y elogioso artículo; ya el suelto corto, que parece el grito con que en el Circo se animan unos á otros los acróbatas; la observación del docto; el distraído que se vuelve y nos mira un momento; y hasta el primer arañazo del envidioso, que también estimula la piel y hace circular caliente y presurosa la sangre.....todo es júbilo, todo es vidal

Al recordar la época en que publiqué Pascual López, no me admira tanto la rapidez con que vuela el tiempo, sino la mutación y renovación que un período muy corto produce en todas las esferas del arte. Poco más de un lustro va corrido desde entonces, y ¡cuán diferente aspecto presenta el movimiento literario español!

El crítico militante de aquellos días era don Manuel de la Revilla, muerto poco tiempo después de la aparición de mi novela, á la cual dedicó uno de los últimos artículos que salieron de su pluma. Aunque libre ya de influencias krausistas, sus mayores atrevimientos estéticos no pasaban de tal cual alarde positivista; en realidad de verdad, era un conservador literario, un ecléctico inclinado al clasicismo por instinto de orden, y desorientado apenas tropezaba con lo que hoy se llama un temperamento—Echegaray, por ejemplo—y no podía aplicarle la medida común del buen gusto y la sensatez. Ignoro la actitud que adoptaría el malogrado y distinguido crítico antela transformación actual, pero tengo para mí que no hubiera sido jamás abanderado del naturalismo, ó por lo menos que protestaría contra buena parte de sus dogmas.

En aquellos años de 1879 á 1880 empezaba á destacarse ya la generación hija de la revolución de Setiembre del 68 (hija de la revolución digo, no porque en política se le adhiriese toda, sino porque sintió despertarse su inteligencia y definirse sus aspiraciones al rudo embate de los acontecimientos revolucionarios). Las corrientes metafísicas á la alemana cedían el paso á las de positivismo francés y psico-física; la novela se aprestaba á disputar su popularidad al drama y á la poesía lírica, los dos géneros predilectos del público bajo el romanticismo, y á recobrar su brillante puesto en la literatura nacional.

Los nombres de los que iniciaron esta regeneración, desde Mesonero Romanos hasta Pereda, son tan conocidos y tan ilustres, que está de más hacer aquí la lista; vengamos á lo más próximo. En 1879 pues, corrían, semejantes á los tibios soplos que en tardes de Febrero ó Marzo anuncian la estación germinal, unos vientecillos realistas. De naturalismo no se hablaba todavía, si bien circulaban ya novelas de Zola, á título de curiosidad escandalosa, como circula un grabado libertino ó un libelo infamatorio. La primera que vino á mis manos, L’Assommoir, traía una dedicatoria desenfadada, donde previas muchas protestas de respeto, me ofrecían el volumen por conocer mi afición á toda novedad, fuese del género que fuese, y ser ésta la que más privaba entre «títulos, banqueros, bohemios literarios y otras gentes de mal gusto. » Traigo á cuento esto de la dedicatoria, porque encierra un juicio crítico fechado, hoy una persona ilustrada, como la que lo escribió, no tomaría tan por alto á Zola.

Mas lo importante en la novela española de entonces no era tanto su tendencia realista como su propósito declarado de restaurar el habla castellana, maltratada así por los libros krausistas como por los zarzueleros bufos, novelistas por entregas, traductores de folletín, periodistas noticieros, y el chaparrón de literatura y prensa política del período revolucionario. De aquí se engendró la reacción purista y arcaísta en la novela, sobre todo en la de Valera, ya por ser éste el autor de espíritu más culto y literario, y por consiguiente más dispuesto á obedecer á principios críticos, ya por cierta disposición y gracia que Dios le ha concedido para remozar vejeces y sacar á luz donosas antiguallas, giros y voces añejas á las cuales su ingenio comunica frescura y quita el sabor pedantesco. Pascual López no se eximió de esta tendencia restauradora, por lo cual fué muy elogiado su estilo, y al par que me afiliaron entre los realistas, me entroncaron con los escritores picarescos, no siendo Revilla, aunque tan acérrimo enemigo de las hembras escritoras, quien menos encareció mi novela.

Bebidos los primeros sorbos de miel, y así que pude olvidar su dulzor y examinarme y criticarme á mí misma, acto de severidad á que tienen virtud de moverme más las alabanzas que las censuras que recojo, me asaltaron graves dudas acerca del estilo arcáico de Pascual López. Recordé que á veces, al tratar de embutir en moldes de Cervantes ó Mendoza mi pensamiento moderno, habían trabado reñida lid el fondo y la forma, en vez de combinarse. Pensé en cómo departían los héroes de mi novela, y en cómo se habla realmente en Santiago hoy día. Ningún crítico me había puesto semejante reparo: y sin embargo yo veía algo de falso y artificioso en todo ello. Bueno es, pensaba para mí, lo de volver por el habla, y lo de empaparse en los escritores clásicos; pero también importa no echar en olvido la lección del fabulista:

Ora pues, si á risa provoca la idea

que tuvo aquel sandio moderno pintor,

¿no hemos de reirnos siempre que chochea

con ancianas frases un novel autor?

Lo que es afectado juzga que es primor;

habla puro á costa de la claridad;

y no halla voz baja para nuestra edad,

si fué noble en tiempo del Cid Campeador.

Propuse en mi corazón de no hacer más retratos de golilla: pero me distrajo de la novela, á pesar del buen estreno, un nuevo proyecto literario. Siempre que iba por algunos días á Compostela, dedicaba largos ratos á la portería del convento de San Francisco, que por su melancólica situación, su aire de recogimiento y austeridad, tiene para mí singular encanto. Horas he pasado allí que cuento entre las más hermosas y apacibles de la vida. Oíase en el patio el rumor monótono y argentino del caño de la fuentecilla, que ritmaba las conversaciones de los frailes: de qué hablábamos? Allá fuera el mundo rodaba, los trenes corrían envueltos en fuego y humo, funcionaban los laboratorios, resonaba la voz de los oradores, las carcajadas del aquelarre mundano, el chirrido de la máquina y la explosión de la dinamita; pero todo lejos, muy lejos, que aquí no llegaba ruido alguno más que el gotear del agua, el religioso tañido de la campana’, prolongado en la serena atmósfera, y el roce imperceptible de la sandalia del novicio, que pasaba con los ojos bajos y las manos ocultas en las mangas del sayal. Se había detenido por milagro el tiempo: estábamos en plena Edad-media: por la puerta entreabierta se veía, completando la ilusión, un trozo de claustro ojival, un encaje de granito: hablábamos del Patriarca, de las Florecillas, de los cinco estigmas, de la leyenda maravillosa, y un aura del cielo me purificaba el corazón. Jamás me cansaban aquellos fantásticos coloquios: jamás entré allí triste ó turbada que no saliese llena de consuelo, envidiando la paz absoluta y el candor infantil que veía renacer hasta en las almas de los pecadores que entraran allí cargados de malicia y amargura!

Empecé por aquel tiempo á escribir el San Francisco, y lo hubiera terminado sin levantar mano, á pesar de la extensión de la obra, áno alterárseme la salud, caso en mí extraordinario, pues soy de robusta y vigorosa complexión. Se me declaró un padecimiento hepático—cuyos primeros síntomas debieron ser las hondas tristezas y las ideas oscuras que iba á olvidar en la portería del convento—y habiéndome recetado el médico las aguas de Vichy, salí para Francia en Setiembre del 8o.

Ya los bañistas se retiraban del elegante balneario, y mi hotel, con su vestíbulo enramado de viña virgen, hiedra y clemátida, su magnífica avenida de plátanos y castaños de Indias, me pertenecía por entero. Me sobraban horas, como suele suceder en las temporadas termales, y allí, al compás de las hojas de viña que arrebataban las ráfagas de Octubre, escribí las primeras páginas de Un viaje de novios, y leí por vez primera á Balzac, Flaubert, Goncourt y Daudet. Por las mañanas, al pasear el vaso de la Grande Grille, entraba en la librería y me echaba en el bolsillo una novela: por la tarde la saboreaba, con esa felicidad intelectual y física á la vez que sienten los convalecientes, cuando reposa el cuerpo y se espacia tranquilamente el alma.

Al cabo comprendía lo que tanto me había dado que cavilar después de publicado Pascual López. los rumbos que sigue la novela moderna, su importancia, su papel principalísimo en las letras contemporáneas, su fuerza incontrastable y su obligación de vivir y reflejar, como epopeya que es, la naturaleza y la sociedad, sin escamotear la verdad para sustituirla con ficciones literarias más ó menos bellas. Deduje de aquí que debía cada país cultivar su tradición novelesca, y más cuando la tiene tan ilustre como España, sin perjuicio de aceptar los métodos modernos, basados en principios racionales y adecuados á la actual manera de entender el arte, que ciertamente no es ya la misma que en el siglo XVII. Y me pareció que no se debían rechazar los progresos en el arte de hacer novelas por su procedencia traspirenáica, atendido que basta saludar la historia de la literatura para saber que las tres naciones latinas, Italia, Francia y la Península Ibérica, tienen de tiempo inmemorial establecido el cambio de ideas estéticas y la reciprocidad de influjo literario. Influyeron los romanos en nosotros y luégo nosotros les enviamos allá oradores y poetas que les comunicaron nuestro pomposo estilo; influyó Francia aquí por los trovadores, y en desquite le impusimos nuestro drama. La lista de préstamos de nación á nación es interminable y no habrá de cerrarse nunca: ni préstamos pueden llamarse: son fecundaciones.

La huella de estas reflexiones mías se advierte en el prólogo y texto del Viaje de novios; el prólogo, si no me engaño, fué de los primeros ecos, acaso el más resonante hasta entonces, que en

España tuvo el movimiento naturalista francés, al cual contraponía yo el realismo nacional, prefiriéndolo. No quisiera atribuirme prioridades quiméricas, y si estoy equivocada, que los mejor informados rectifiquen la noticia: después de todo, no supone gran mérito mi iniciativa, puesto que yo venía de París.

Y antes de proseguir referiré cómo al detenerme en esta capital de vuelta de las aguas, quise conocer á Víctor Hugo, último y grandioso resto de la generación romántica. El autor de Hernani me convidó á su tertulia, mejor dijera á su corte, pues no parecía sino monarca destronado en el suntuoso salón alumbrado por resplandeciente araña de veneciano cristal, vestido de seda y decorado con soberbios tapices, donde á un lado y á otro, sentados en doble hilera, sin chistar ó conversando entre sí muy bajito de pié, cual si no osasen acercarse al Maestro, estaban los postreros cortesanos de la majestad caída, neófitos tardíos y rezagados del romanticismo. Víctor Hugo me dió asiento á su lado, y empezó á dirigirme la palabra, estableciéndose al punto silencio y atención general, mientras se cruzaba el diálogo de indulgentes preguntas y tímidas respuestas que es de rigor en audiencias semejantes. Yo trataba de ampararme tras un gran ramillete de heliótropos que en la mano tenía, para llevar mejor lo embarazoso del interrogatorio y el respeto que me embargaba ante el viejo representante del pasado. Pero llegó un momento en que Víctor Hugo, después de declarar que miraba á España como una segunda patria, lamentó su atraso, y añadió que no podía ser de otro modo, puesto que el tribunal de la Inquisición había achicharrado sin piedad escritores y sabios. Con todos los miramientos que dicta la educación para contradecir, y más á Víctor Hugo, le respondí que precisamente nuestras épocas de esplendor literario eran las inquisitoriales, y que ni la Inquisición se entrometía en asuntos de letras, ni había tostado á sabio ó escritor alguno, sino á judaizantes, brujas é iluminados. No se dió por convencido, y yo, arrastrada por mi inveterado apasionamiento en defender á España de acusaciones gratuitas, me deslicé á armar polémica con el anciano! Lo hice en buenos términos, con respetuosa y cariñosa frase, eso sí; y cuando el poeta afirmó que en 1824 todavía se verificaban en España autos de fe, me guardé de decirle que cometía un magno anacronismo, y sólo le rogué que apurase la noticia y ya se convencería de que la Inquisición, suprimida de derecho el año 12, lo estaba de hecho mucho antes. Frente á mí y haciendo los honores de la casa se sentaba una señora, creo que Madama Lockroy, la cual me preguntó con cierto retintín si yo había estudiado la historia en los Dominicos: y pensando para mi sayo «aquí que no peco» le repliqué, sin dejar de respirar el perfume de los heliótropos y de jugar con el abanico, que en Michelet, Thiers y otros historiadores franceses había leído las dragonadas, la Saint Barthelemy, el Terror y demás episodios de la historia de Francia, al lado de los cuales eran tortas y pan pintado las terriblezas de la Inquisición: añadiendo que ésta no hubiera perseguido á Clemente Marot, ni enviado al patíbulo á Andrés Chénier, porque en España nos preciábamos de estimar á las Musas, como lo probaba mi presencia en su casa.—Voila bien l’espagnole—murmuró Víctor Hugo sonriendo á medias, y al punto empezó á echar incienso á España, país, según decía, el más romancesco de Europa, y á preguntarme por los poetas y escritores contemporáneos, de los cuales no sabía media palabra. La noche pasó en un soplo, y los discípulos parecían desencantados, y se movían y hablaban, porque en aquel salón del trono—¡verdadera inquisición poética!—sólo un incidente casual, como la venida de un extranjero, podía infundir la animación de la controversia y romper el hielo de un respeto casi hierático. Á las doce me despedí para siempre de Víctor Hugo. Me regaló retratos suyos y de sus nietos, con autógrafo, y me dió paz en la frente, costumbre francesa que si en otra ocasión, á fuer de española neta, me parecería de mal gusto, me conmovió en el octogenario más rendido todavía al peso de los laureles que al de la edad, que le agobiaba hasta empujarle al sepulcro, donde ya duerme. Paz también á su alma.

Por no comprometer el éxito de mi cura termal, no me dediqué á trabajar seguido en los primeros meses de mi vuelta á España, limitándome á terminar el Viaje de Novios. Restablecida enteramente, y veraneando en la Granja de Meirás, dí cima al San Francisco de Asís, en el grato retiro de la vida campestre, tan favorable á la concentración del pensamiento en una sola idea desarrollada al través de los capítulos de un libro.

Publicados los dos tomos de San Francisco, empecé á pensar en una Historia de la literatura mistica española, hermoso asunto por nadie tratado, y que yo veía allá en mi magín interesantísimo y merecedor no de mi pluma tosca, sino de una de oro fino, con incrustaciones de brillantes. Meditándolo mejor, comprendí que acaso sería más largo, pero no mucho más difícil, ensanchar el programa y abrazar el conjunto de las letras castellanas: y como por entonces entretenía un mes de invierno en Santiago, me dediqué á revolver la Biblioteca de la Universidad, tarea no muy ardua, con ese afán de los primeros momentos de concebir un proyecto, en que desearía uno que los días tuviesen cuarenta y ocho horas. Cedióme el Rector galantemente su propio despacho, ordenando que me llevasen cuantos libros eligiese. Una tarde que había caído nevada copiosa, caso raro en Santiago, el portero, arrecido de frío, con la nariz hecha una remolacha, me aguardaba en la puerta cumpliendo su consigna, pero esperando que yo no apareciese. Al verme llegar, el pobre hombre exclamó desde el fondo de su corazón:—Señorita, si tuviese sus rentas, lo que es por los libros no salía hoy de casa.

Pues bien, en aquellas glaciales tardes y entre una lectura de Masdeu y otra del Cancionero de Baena—ambas á cual más recreativas—emborronaba yo mis artículos de La Cuestión palpitante, enviando cada ocho días uno á La Epoca, en cuya hoja literaria salían. Mi objeto era decir algo, en forma clara y amena, sobre el realismo y naturalismo, cosas de que se hablaba mucho, pero con ligereza y sin que nadie hubiese tratado el asunto de propósito. Creí pues conveniente acudir á la prensa y salir al palenque sin más armas que una delgada coraza de erudición anedóctica, que no asustase á los profanos, antes bien les sirviese de cebo, y no me estorbase los movimientos á mí. El éxito subió á donde nunca la esperanza. Siempre me sorprenderá el extraordinario dinamismo de aquel librejo trazado al correr de la pluma, en que lo único calculado es la impremeditación y espontaneidad, que procuré para quitarle todo sabor didáctico. Al ver que unos artículos ligeros, batalladores é improvisados han dado origen á tantas polémicas, provocado tantas adhesiones entusiastas, tanta contradicción, tanto alboroto, y son traducidos y analizados seriamente por la prensa extranjera, y hasta consiguen, al cabo de los años mil, volver á poner en manos de Valera su nunca oxidada pluma, yo que debo á Dios la discreción necesaria para no cegarme acerca de mis propios méritos, y los veo tan insignificantes como son, explico la fortuna del libro por su oportunidad, y me aplico aquello de que más vale llegar á tiempo que rondar un año.

La fuerza de las cosas, en literatura como en todo, es superior á la acción del individuo. Indudablemente, si yo no hubiese escrito la Cuestión palpitante, no por eso dejaría de conocerse é influir en la literatura española el naturalismo francés, como influyó á su hora el clasicismo francés también, y el romanticismo.

Todo cuanto pueden apasionar cuestiones literarias en este país donde sólo se habla de política, toros y mujeres, apasionó la palpitante. No cabe aquí la reseña de lo escrito y manifestado—en los cuatro años escasos que hace que publiqué mis artículos—á favor y en contra de sus teorías: sería de cierto un libro curioso, y no sin enseñanza para los novadores literarios. Nada quiero decir de los escritores que ya estaban ó se han puesto más ó menos explícitamente á mi lado, porque parecería sandia pretensión de afiliarlos, cuando entre ellos hay quien puede enseñarme en todo y ninguno ha dejado de pensar por cuenta propia; de los adversarios es distinto. Entre los primeros espadas que me escribieron haciéndome objeciones ó desaprobando por completo mi modo de pensar, cuento á Núñez de Arce, Alarcón y Campoamor: la opinión de Valera puede verse en los artículos de la Revista de España, titulados Apuntes sobre el arte nuevo de hacer novelas y en que á juzgar por lo ya publicado, el problema queda reducido á una protesta en nombre del aticismo y corrección de gusto, hecha con la cortesía propia de tan cumplido caballero, y reconociendo la independencia de mi libro respecto á las teorías estéticas de Zola. Sostuvo Alarcón una especie de polémica epistolar conmigo acerca del naturalismo, poco antes de su desapacible diatriba en la Academia, donde llamó á esta escuela literaria «mano sucia de la literatura» sin el menor distingo caritativo; y á pesar de que yo no dejé de mostrarle ni en cartas ni en la misma Cuestión palpitante toda la consideración que merece su ingenio, se ha enojado y puesto la venda siendo otros los descalabrados: en recientes escritos suyos se queja de que los naturalistas le niegan el agua y el fuego... cuando él niega al prójimo el agua y jabón.

En Campoamor y Núñez de Arce ya ha observado la crítica alguna tendencia realista, dificultada en ambos, en el primero sobre todo, por la índole especial de su genio poético. Ninguno de los dos se manifestó completamente adverso á las novedades, si bien Campoamor en sus escritos filosófico-estético-humorísticos entiende el asunto de un modo desviado del naturalismo doscientas leguas. Cuando se publicaba La Cuestión palpitante, el autor de las Doloras tuvo, según me escribió, pensamiento de impugnarla. ¡Lástima grande que no lo llevase á cabo, pues lo haría con la sal del mundo!

La marejada vino, como suele venir contra toda innovación, coronada de iracundos espumarajos y acompañada de roncos mujidos de cólera. Se dijo del naturalismo en general lo que del romanticismo en otro tiempo, con muchos dicterios de añadidura; y no fueron los menos indignados los que, por confesión propia, ni habían leído ni pensaban leer una sola de las vitandas novelas discutidas, y hablaban de las malas doctrinas defendidas en La Cuestión palpitante sin hojear el libro. De esto último tengo un ejemplo recientísimo, y por ser el más fresco lo citaré. Encima de la mesa en que escribo descansa el discurso del Sr. D. Guillermo Estrada, presidente de la Juventud Católica de Oviedo: discurso que versa sobre la novela y su influencia actual, y también sobre La Regenta de Leopoldo Alas. Conozco al Sr. Estrada—acaso él recuerde el lugar en que nos vimos: era en Pau, en el salón de una augusta señora—y le tengo por persona ilustradísima, bien intencionada, formal en suma é incapaz de alistarse en la hueste insultadora. ¿ Cómo no he de sorprenderme viendo que dice de mí que me ha dado (sic) por ser campeona del naturalismo, lo mismo que si dijese que me había dado por tirar piedras? Verdad que dos renglones más adelante habla de mi «sincero deseo de mantenerme fiel á la idea religiosa», palabras que siempre me suenan bien, y más en boca del Sr. Estrada; pero si hubiese leído La Cuestión palpitante, supongo que añadiría que en vez de abrazarme á bulto con los pareceres de Zola, é ir á remolque de naciones extranjeras, como piensa él que va nuestra novela, yo examino la estética naturalista á la luz de la teología, descubriendo y rechazando sus elementos heréticos, deterministas y fatalistas, así como su tendencia al utilitarismo docente, é intentando un sincretismo que deja á salvo la fe. No alardeo de haberlo conseguido, pero sería justo que el Sr. Estrada y los que como él sienten me tomasen en cuenta la tentativa.

Ni el pontífice máximo de la escuela francesa, Emilio Zola, ni ninguno de los críticos extranjeros, ya numerosos, que han juzgado La Cuestión palpitante en la excelente traducción que acaba de publicar en París Alberto Savine, dejaron de reconocerle esa independencia y originalidad, añadiendo que es muy propio de un escritor español el fundar un naturalismo católico basado en las tradiciones literarias de su patria. Bien sabe Dios que cuando en el frío despacho rectoral de la Universidad santiaguesa tracé á escape unas cuartillas, nada estuvo más lejos de mi ánimo que el ambicioso y absurdo sueño de fundar sistema, escuela, ni otra cosafundable; pero también es verdad, y cualquiera que repase mi libro se convencerá de ello, que no me limité á traducir para el público español el naturalismo francés, sino sólo lo que de él me parecía sensato y recomendable, combatiendo lo demás reiteradamente. Esta misma protesta que hoy elevo envalentonada por la opinión de fuera de España, elevé al sostener polémica con Luís Alfonso en La Época, el año de 1884. «No vuelvo del asombro—decía—viendo que se intenta hacer de mí un Zola femenino, ó por lo menos un discípulo activo del revolucionario francés... Donde radicalmente me aparto de Zola es en el concepto filosófico: ya sabe usted que en La Cuestión palpitante, hace año y medio, me adelanté á rastrear sus doctrinas deterministas, fatalistas y pesimistas, declarando que por esos cerros ningún católico podía seguirle. » Y dicho se está que el concepto filosófico de un sistema es su base, es su tuétano.

Tengo menos cariño que nadie al exclusivismo de escuela, y opino que esta palabra debiera sustituirse con la de método, y entenderse por método la mayor suma de verdades críticas y principios estéticos en que Concuerdan los artistas de una generación misma: para mí es indudable que estos principios cambian y se modifican en período breve, y sólo en ese sentido, aceptando los modos corrientes de expresarse, hablo á veces de nueva escuela, ó de renovación. Pues bien, he visto que en el extranjero las pocas personas que conocen nuestra literatura actual perciben en las obras de los mejores novelistas españoles recientes el signo común, el algo que caracteriza un momento literario nuevo, pero á la vez reconocen que el naturalismo español, ó verismo, ó realismo, ó lo que fuere, que no es ocasión de dilucidarlo, se diferencia tanto del naturalismo francés como éste del ruso. Y sin embargo, aquí seguirán repitiendo, con la terquedad del sordo voluntario, que nuestra novela está echada á perder porque imita servilmente á la francesa.

Á veces el intríngulis de tales acusaciones se cifra en la declaración final del Sr. Estrada, quien se atiene al dictamen de San Francisco de Sales, de ser las novelas como las setas, que la mejor no vale nada. Haber empezado por ahí, y ahorraríamos tinta, saliva y malas razones. La persona que tocada por Dios en el corazón se da á la vida interior y pone la mira tan sólo en ganar el cielo, diciendo con lógica rigurosa «loco debo de ser, pues no soy santo», puede aplicar lo de las setas á infinitas manifestaciones del ingenio y arte, y pensar así de los dramas, de la poesía, de las estatuas y cuadros, de los amenos jardines, de los muebles ricos y cómodos, de los saraos y fiestas, de la blanda música, de la voz de un gran tenor, de los trajes de las damas, de la belleza física, y hasta de la moral, que puede provocar, y provoca muchas veces en efecto, á enamoramiento y concupiscencia del espíritu. Sólo que no hay que confundir las especies: esto no es crítica literaria.

En la hostilidad contra el naturalismo así francés como hispano, sin distinguirlo cuidadosamente como pide la justicia, están de acuerdo, por lo general, tradicionalistas y conservadores, tan mal avenidos en otros puntos. En la Ciencia cristiana lo ha impugnado el instruido y elegante escritor señor Díaz Carmona, y en su libro sobre El Solitario, Cánovas del Castillo; el capítulo en que lo hace es el único lunar de una obra tan nutrida y preciosa para la moderna historia literaria. La Epoca sigue celebrando funciones de desagravio al idealismo, aún después de la campaña antinaturalista de Luís Alfonso, que representa la opinión oficial del periódico de los salones. En estos la palabra naturalismo es de muy mal efecto y shocking en grado sumo; y en las Academias, huele á azufre.

Menéndez Pelayo, al fin contemporáneo de la generación joven, simpatiza con buena parte délas modernas doctrinas, á pesar de su profesión de fe y sus restricciones en el hermoso y elocuente prólogo á la segunda edición de mi San Francisco. Está muy á mal, eso sí, con que las ideas estéticas se traigan de Francia como las modas, y la fuerza del sentido nacional le lleva á ser injusto con la actual novela francesa, cuyas obras maestras desconoce y hasta creo que no puede apreciar (á despecho de su clarísima inteligencia y comprensión admirable) por cierta repugnancia que profesa al modernismo: cuestión de temperamento. Su mayor placer es descubrir en algún estético español de los siglos XVII ó XVIII los mismos principios que hoy proclaman Zola ó Goncourt, y demostrar que el Padre Arteaga conocía perfectamente todos estos enredos idealistas y naturalistas, siendo nuestra pereza en leer á los autores españoles la causa de que hoy nos parezcan nuevas tales disputas. No digo yo que Menéndez Pelayo, inteligencia nutrida con el jugo de Horacio y Platón, vaya ahora á sujetarse á Zola, cuando tampoco lo hacemos los demás: pero sí que su libre entendimiento llegará de fijo, tarde ó temprano, á discernir estas materias sin preocupaciones. Ya en sus obras recientes concede tanto, que yo, incansable en repetir que no estoy atada á escuela alguna, á veces me encuentro separada de él por un pelo.

Acaso se creerá, leyendo lo anterior, que sólo los conservadores miran de reojo á la novela moderna. Nada de eso. También los muy avanzados en política, que suelen ser rabiosos idealistas en arte, la tienen en entredicho. Ahí está Montalvo, el notable prosista ecuatoriano, autor de los Siete Tratados y la Mercurial eclesiástica y enemigo de las novelas actuales. Cuando el Sr. de Calcaño nos trató de piratas, llamó en su ayuda, para exterminarnos, á Pi y Margall: y en efecto, de un pensador empapado en Hegel y Proudhon no puede el realismo esperar cosa buena.

Tiene su explicación este fenómeno, si recordamos que el empeño de los novelistas contemporáneos es retratar fielmente sin que se manifieste en el retrato el modo de pensar del pintor. Los correligionarios de un novelista le aplaudirían hasta desollarse las palmas, si no cesase de arrimar el ascua á su sardina abogando por sus ideas, procedimiento del cual resultarían libros por el estilo de Bororquia ó la víctima de la Inquisición. Verbigracia: saco yo á la escena un librepensador, que lo son hoy las tres cuartas partes de la gente que uno trata y conoce: pues á afearlo, á suponerle capaz de todos los vicios y crímenes, y á aplicarle condigno castigo en la página final. Dibujo luégo un párroco de aldea, un pobre hombre que tiene dotación escasísima, que vive entre labriegos y es hijo de labriegos también; pues á atribuirle más ciencia que al Padre Secchi, más virtudes y dón de gobierno que á San Vicente Ferrer, y á crear un tipo angelical y canonizable. Y si no procedo así, y cuento las cosas como ellas ocurren, soy apóstata y tránsfuga, estoy con los otros. Ahora el reverso de la medalla. Los otros, para recibirme con los brazos abiertos, me exigen que los represente hechos unos Gracos y victimas de la inicua persecución de la teocracia, personificada en un cura capaz de comerse los niños crudos, ó algo por el estilo. Todo esto es, como diría Pereda, pintar el caso: lo siguiente es ya hablar por experiencia.

Quien pasee la carretera de mi pueblo natal al caer la tarde, encontrará á docenas grupos de operadas de la Fábrica de cigarros, que salen del trabajo. Discurría yo al verlas:—¿Habrá alguna novela bajo esos trajes de percal y esos raídos mantones?—Sí, me respondía el instinto: donde bay cuatro mil mujeres, hay cuatro mil novelas de seguro: el caso es buscarlas.—Un día recordé que aquellas mujeres, morenas, fuertes, de aire resuelto, habían sido las más ardientes sectarias de la idea federal en los años revolucionarios, y parecióme curioso estudiar el desarrollo de una creencia política en un cerebro de hembra, á la vez católica y demagoga, sencilla por naturaleza y empujada al mal por la fatalidad de la vida fabril. De este pensamiento nació mi tercer novela, La Tribuna.

Dos meses concurrí á la Fábrica mañana y tarde, oyendo conversaciones, delineando tipos, cazando al vuelo frases y modos de sentir. Me procuré periódicos locales de la época federal (que ya escaseaban); evoqué recuerdos, describí la Coruña según era en mi niñez, desde la cual ha mejorado en tercio y quinto, y reconstruí los días del famoso Pacto, episodio importante de la historia política de esta región. Ni el más leve conato de sátira encerraba el libro; lejos de recargar los efectos cómicos, hasta se me figura que los atenué, y con los periódicos que conservo lo demostraría fácilmente: en tales sucesos, cuando el escenario es chico, hay siempre mucho elemento humorístico, por la ley de los contrastes. Pues bien, La Tribuna descontentó á tirios y á troyanos. Los republicanos se creyeron puestos en caricatura, y los conservadores, gente almizclada, se sublevaron contra la descripción sincera y franca del pueblo y la vida obrera. Un libro que no escandalice á nadie tiene que componerse de imaginación, retórica y verdad á dosis hábilmente calculadas: en La Tribuna la suma de verdad no guarda proporción con la de retórica. Su traductor francés, Carlos Waternau, decíame este año en París que le había interesado el libro como documento donde conocer la Revolución española, vista al través de la imparcialidad artística y sin exageraciones de partido, ¡Cuán distinto juicio formó por acá mucha gente!

En España se han estudiado poco los centros fabriles, sea porque no abundan, sea porque en efecto es más poética y atractiva la vida del campo. Al entrar en las casucas de nuestros labriegos, míseras moradas donde el aire y el frío penetran libremente y duermen los terneros revueltos con los chiquillos, se experimenta no obstante impresión consoladora. Compadeced al niño preso en el tugurio urbano, no al que diariamente toma un baño de sol, otro de lluvia, y á falta de chuletas come oxígeno. El verdadero infierno social á que puede bajar el novelista, Dante moderno que escribe cantos de la comedia humana, es la fábrica, y el más condenado de los condenados, ese sér convertido en rueda, en cilindro, en autómata. Pobres mujeres las de la Fábrica de la Coruña! Nunca se me olvida todo lo bueno instintivo que noté en ellas, su natural rectitud y su caridad espontánea. Capaces son de dar hasta la camisa si ven una lástima, como ellas dicen.

Tampoco se me ha borrado una impresión que ahora se me representa vivísima. El día que presencié la curiosa saturnal de mujeres solas que describo en La Tribuna bajo el título de Carnaval de las cigarreras, llamó mi atención por su garbo y donosura una muchacha como de veinte años, que vestida de estudiante de la tuna, bailaba sobre el angosto espacio de una mesa, repicando una pandereta rota. Era delgada, trigueña, airosísima: sus ojos negros, dulces y grandes, rechispeaban con la animación de la danza: su pelo flotaba en mechones de azabache, escapándose del tricornio; y á cada instante, con ademán juvenil, alzaba un brazo y sujetaba una flor tras la oreja. Cantaba con fresca voz improvisadas coplas, dirigiéndome graciosos requiebros estudiantiles; y como yo me riese de muy buena gana, ella me acompañaba en la risa luciendo unos dientes de piñón, y decía guiñando un ojo y aludiendo á su inexperiencia para rimar:—En toda mi vida las he visto más gordas!—Pasó tiempo, y supe que se había suicidado una «chica de la fábrica» por amores mal correspondidos. Era el alegre estudiantino, la bailadora de luminoso reir, semejante á un pájaro. Con sus economías había comprado el revólver, diciendo en la tienda que quería regalárselo á un primo suyo: el tendero receló al pronto, pero viendo que la muchacha tenía su acostumbrada cara de pascua y su animada sonrisa, vendió el arma. El tiro se lo pegó en el corazón. El pobre cuerpo, de formas tan indecisas y puras bajo el disfraz de estudiante, fué tendido en la mesa de autopsias... Ninguna aldeana he visto aún capaz de este género de muerte: la media cultura fabril, la afinación de los nervios, el empobrecimiento de la sangre y el continuo y malsano roce de la ciudad, crean una mujer nueva, mucho más complicada, y más desdichada por consiguiente, que la campesina.

Aún no se había publicado La Tribuna, si bien estaba ya en manos del editor, cuando por primera vez corrió la locomotora desde Madrid á la Coruña, y tuve el gusto de conocer personalmente á muchos periodistas de la corte, entre los cuales se contaban literatos distinguidos, y de poder agradecerles la indulgencia con que siempre me habían tratado. En España, la prensa en conjunto está absorbida por dos de las cosas que preocupan á los españoles, á saber la política y los toros; no quita para que individualmente domine en ella un elemento literario, y aún hablando de toros y política y relegando al sótano lo concerniente á letras, se derroche ingenio y discreción en nuestras hojas.

Después de La Tribuna escribí El Cisne de Vilamorta, otra novela, que ya quedaba en poder del editor cuando salí para Francia á pasar el invierno del 85,—como también la colección de novelas breves que lleva por titulo La dama joven. —Ni en El Cisne ni en Bucólica, que creo la menos floja de las coleccionadas, procedí como en La Tribuna: ausente hace años del país que allí describo, me ha sido necesario apelar al recuerdo, siempre más vago que el estudio inmediato de la realidad: lo mismo me sucede con Los Pazos de Ulloa y su segunda parte La Madre Naturaleza.

Suelen preguntarme algunas personas por qué cambio el nombre á las localidades en que pasan mis novelas, y ya que va de confidencias novelesco-biográficas, diré las razones á que obedezco. Primera: precaver objeciones fundadas en cualquier inexactitud material que yo cometa, como si, por ejemplo, supongo que la feria de Cebre está á la entrada del pueblo cuando dista de él un cuarto de legua, ó cosa por el estilo. Segunda: eximirme del realismo servil, que detesto tanto cuanto amo la verdad sentida que deducimos de la impresión del conjunto y no de particularidades triviales. Tercera: más libertad para crear el personaje; pues aunque la afirmación sorprenda, yo no he copiado jamás ninguno de los que en mis novelas figuran. Sobre que en ocasiones no es lícito ni delicado copiar, no es artístico nunca.

Se hará duro creer esto que escribo, pero trataré de explicarlo con un caso práctico reciente. He averiguado no há mucho en París que Zola no copia tampoco, y sé cómo se las compuso para diseñar á Souvarine, el interesante nihilista ruso de Germinal. Zola se guardó bien de elegir entre los muchos nihilistas que en París existen uno cualquiera y seguirle la pista y tomar apuntes de su físico, hábitos, vida y hazañas. Lo que hizo fué estudiar las tendencias é ideas más generales entre los nihilistas, preguntar á los rusos que conoce, informarse de las condiciones de la raza eslava, oir hoy una historia, ver mañana una fisonomía; y reuniendo en haz esos rayos de luz dispersa, proceder como artista, creando el inolvidable tipo del socialista demente.

Tiene sus dificultades este método de Zola, ya lo sé, y si el insigne autor de Germinal va por ese camino al simbolismo violento de La Obra, á qué despeñadero no podemos ir los mínimos? Pues sin embargo, andando con tiento, lo considero preferible al que vulgarmente se cree propio de un naturalista sistemático: apuntar lo que vemos sin omitir punto ni coma, y sacar al libro tal ó cual persona existente, con su edad, figura, modo de hablar, y sucesos de su vida. Por curioso que nos parezca el caso que ayer nos contaron ó presenciamos; por cómica ó dramática que se nos antoje la historia de algún conocido nuestro, de la cual hemos sido testigos ó acaso actores, si la trasladamos al papel con nimia exactitud, resultará deslavada biografía ó insípida reseña. Una crónica puede ser narración fiel y exacta de sucesos verdaderos y nada más: á la novela entiendo que no le basta, ni tampoco á la historia. Ni en una ni en otra caben falsedades: todos los elementos han de ser reales: sólo que la verdad se ve y resalta mejor cuando es libre, significativa, y creada por el arte.

Esta teoría es aplicable sobre todo á los personajes, que admiten más iniciativa del autor, porque en el hombre obran la libertad y la fatalidad, y en la naturaleza la fatalidad sola. El medio ambiente se impone, y á su imposición debemos el conocer la montaña santanderina en Pereda, las costumbres madrileñas en Galdós, la región asturiana en Armando Palacio y Leopoldo Alas, los pueblecillos catalanes y la segunda capital de España en Oller. Cada novelista, por natural impulso, acota su pedazo de tierra, sea provincia natal ó residencia acostumbrada.

Á mí me ha tocado en suerte el país gallego, digno de mejor pincel por su romántica hermosura, sus variados aspectos, sus tradiciones y costumbres pintorescas, sus razas antiquísimas. En Pascual Lopez di alguna idea de la vida escolar y de la Galicia vieja, medioeval, representada por Santiago; en La Tribuna, de la Galicia joven, industrial y fabril donde nací, la Coruña: en El Cisne estudié un pueblo pequeño, con sus intrigas, su política menuda; en Bucólica, una aldeana, Graziella en germen, pobre, ignorante y entregada al instinto; en Los Pazos la montaña gallega, el caciquismo y la decadencia de un noble solar. En La Madre Naturaleza doy rienda á mi afición al campo, al terruño y al paisaje. El campo me gusta tanto, que mi aspiración sería escribir una novela donde sólo figurasen labriegos; pero tropiezo con la dificultad del diálogo, tan inmensa, que Zola, el novelista de los atrevimientos, no osa arrostrarla, según acabo de leer en un periódico, y á los campesinos que describe en su obra actual La Tierra, no les hace hablar en patois, sino en francés. Todo lo puede el genio, y Zola orillará la dificultad; pero yo siento que las cosas gráficas, oportunas y maliciosas que dicen nuestros labriegos, son inseparables del añejo latín romanzado en que las pronuncian, y que un libro arlequín, mitad gallego y mitad castellano, sería feísimo engendro, tan feo como lindas las poesías, gallegas todas, en que resalta la frase campesina.

No he escrito en gallego hasta la fecha una línea sola, y creo que por la misma razón, no teniendo pretensiones por cuenta propia, saboreo mejor todo lo que en gallego se escribe, y muy en especial la poesía, sin meterme á ahondar si está ó no conforme piden la ortografía y sintaxis ortodoxa, y prefiriendo aquello que más me recuerda el hablar, pensar y sentir de los aldeanos. Así es que, cuando el año pasado la Sociedad de Artesanos de mi pueblo me distinguió llamándome á presidir una velada muy solemne dedicada á la memoria del primer poeta regional, Rosalía Castro, no necesité para encomiar la poesía en dialecto más que recordar mis impresiones y darles forma de discurso. Si la redacción no me costó gran trabajo, en cambio me arredraba la idea de tener que leerlo ante un auditorio de tres mil personas, y en un recinto vasto, pues mi recelo no procedía del temor de cortarme, como suele decirse, sino de no poseer voz suficiente. En esta ocasión se duplicó la deuda de gratitud que ya tenía contraída con Emilio Castelar desde el banquete que me habían ofrecido muchos ilustres escritores y cariñosos amigos en Madrid, en Junio del mismo año. El célebre orador, invitado también por la Sociedad á tomar parte en la velada, vino á la Coruña algunos días antes del señalado para ella, y aproveché la ocasión de leerle el discurso y manifestarle mis temores de que se quedase el secreto entre la mesa y yo. Sería poco cuánto aquí ponderase del interés, de la bondad, del empeño con que Castelar procuró darme aliento y consejos, de la indulgencia con que juzgó el discurso, de todos los estímulos que me prodigó. La víspera de la solemnidad, sentado Castelar en el sillón de mi estudio, se devanaba los sesos discurriendo si sería preferible para mí leer de pié ó sentada, y tener ó no en la manólas cuartillas al ir leyendo: á fuer de artista nato, le preocupaba la parte escénica del asunto, y sospecho que de buena gana me haría ensayar posturas ante el espejo. Á mí la posición no me parecía cosa tan importante: lo que me intimidaba era que Castelar iba á hablar por vez primera enla Coruña, y semejante acontecimiento tenía que predisponer muy desfavorablemente al público contra los que le retardasen el placer. Y presidiendo, no había medio de reservarse para el final.

No sólo estaba el Teatro tan cuajado de gente que ni una cabeza de alfiler cabía en él, formando por consiguiente la multitud un relleno que rechazaba toda sonoridad, sino que para ganar asientos habían colocado la mesa presidencial y los sillones del Jurado en sitio donde los mismos actores necesitarían esforzarse mucho para hacerse oir: allá en el fondo del escenario. La concurrencia, lejos de cohibirme, me animaba; también los actores dramáticos experimentan esta impresión y sienten la electricidad que comunica un numeroso concurso, y la enervación que produce en cambio un local semi-desierto. Sólo me asustaba no contar con mi laringe. Me levanté á leer (pues había prevalecido la idea de hacerlo en pié) y no sabré decir lo escaso, lo indócil, lo duro que se me figuró mi acento resonando en medio del silencio repentino, ese silencio imponente de millares de personas en una atmósfera impregnada de calor y aliento humano y donde sin embargo se podría escuchar el vuelo de una mosca. Esta emoción me empañó la garganta, pero apenas terminado el primer párrafo, oí á mi derecha la voz de Castelar, baja, llena de ardor y alegre sorpresa, diciéndome repetidas veces:—Muy bien, muy bien, ese es el tono! Así, así !—Respiré: la garganta se me había calentado, la emisión del sonido era cada vez más fácil y valiente, y el concurso, lejos de impacientarse, me concedía una atención y una aprobación doblemente grata para quien no alimentaba más aspiración que la de no hacer ruidoso fiasco. Siempre creeré que la mayor parte de esta buena dicha se la debo á Castelar, á sus excitaciones, que nada tenían de frívolas ni calculadas, y respiraban convencimiento y afecto. Cuando él terminó su magnífica perorata, en el momento en que el Teatro se hundía á aplausos y vivas, me apretó la mano, y con la expansión de su naturaleza heleno-latina, artística ante todo, con los abultados ojos brillantes de regocijo, el rostro chorreando sudor y los labios dilatados, entreabiertos aún por el torrente de la palabra, recuerdo que me dijo:—Debemos estar contentos, Emilia; hemos proporcionado un goce estético, puro y elevado; alegrémonos, pues.

Una vez que he hablado de la mayor parte de mis escritos, de algunos sin publicar todavía, y hasta de los proyectados, no quiero omitir que este año me he metido á lo que nunca pensé: á traductora, y traductora del francés, que es oficio bastante humilde. Casi todos los domingos que concurría en París, este invierno y el anterior, al desván de Edmundo de Goncourt, hablaba con el viejo maestro de la dificultad de traducirle, por las infinitas delicadezas, novedades, osadías, matices, filigranas y lentejuelas de su quintesenciado estilo. No esperaba él tampoco ser traducido en España, cuando llegó á su noticia que en Barcelona existía una versión de La Fille Elisa, y me rogó que se la proporcionase. Traspasé el encargo á Narciso Oller, y á los pocos días llegó aquel horror á mis manos y á las de la víctima. ¡Vaya un gesto que puso al ver su novela gratificada con el apéndice de unos Estudios sobre el sistema penitenciario, y traducida é impresa cual puede suponerse! Conociendo los nervios y el refinamiento de Goncourt, es cómico el episodio. Si él supiese español, yo le hubiera citado la moraleja de Iriarte:

Unos traducen obras celebradas

y en asadores vuelven las espadas;

otros hay que traducen las peores,

y venden por espadas asadores.

En resumen, se me ocurrió trasladar en castellano Les frères Zemganno, no sólo per experimentar si es dable hacerlo sin robarle á Goncourt la flor ni al castellano la honra, sino por simpatía personal y antigua admiración hacia el artista exquisito.

Su lindo desván es uno de mis mejores recuerdos parisienses: allí se reúnen la espada, la mala y el basto de la moderna novela francesa, Zola, Goncourt, Daudet; allí concurren también muchos de los jóvenes, como en París se dice, que descuellan: Huysmanns, Rod, Maupassant, Alexis; yo les oigo hablar, refugiada en un diván turco, cerca del amo de casa; y las pocas veces que meto baza es para recordar á aquellos galos vencedores que España existe, que tenemos novela, y que los buenos novelistas no son muchos más por allá que por mi patria. Á esto de que uno se acuerde con amor de su país y lo encomie, llaman ellos calvinismo. Goncourt me preguntó cierto día si por acá batallaban la novela idealista y el naturalismo; respondíle que no se podía llamar batalla, puesto que los idealistas, con gran sentimiento nuestro y daño del arte, habían cesado de escribir.—No tienen ustédes tampoco por allí—me dijo—ningún Jorge Ohnet?—Nada de eso—le contesté. Volvióse hacia los circunstantes, riéndose con su risa peculiar, bondadosamente irónica, y exclamando:—¿ Han visto ustedes qué suerte la de los españoles? No tienen Ohnet l

No sigo hablando de París porque son impresiones demasiado recientes y numerosas, y alargarían desmesuradamente estas páginas. Ni tampoco de la novela, cuyo estado actual conoces mejor que nadie tú, lector, que sin cuidarte del mal humor de algunos críticos, ni del escándalo que el naturalismo produce, ni de escolásticas distinciones, aprecias á los que más valen y te deleitas con ellos; y poco á poco, por la sola virtud de tu sencillo instinto, vas prefiriendo el sano manjar nacional, servido en fina loza, á tanta comida indigesta como solían darte novelones socialistas á lo Eugenio Suë, mascaradas de moros y cristianos, buñuelos históricos á lo Dumas, merengues morales y edificantes, enredadas y soporíferas madejas de algodón inglés, y por último, la nunca bien ponderada novela por entregas, ese género vivaz, que todavía colea, pero en el cesto de los desperdicios, entre la pringue;—y acaso, en un arranque de indignación, exclamas como el asno de la fábula:

............. Yo tomo

lo que me quieres dar: pero, hombre injusto,

¿piensas que sólo de la paja gusto?

Dame grano, y verás si me lo como.

Si yo pudiese jactarme de haber contribuido, de cualquier modo y en cualquier grado que fuese, á esta prosperidad relativa de la novela española, tendría por muy bien empleadas las horas que paso, pluma en ristre, y cuartilla enfrente, en este rincón de las Marinas, en esta celda de la vieja Granja de Meirás—el lugar donde siento más de continuo la ligera fiebre que acompaña á la creación artística.—Y no es que la Granja tenga aspecto romancesco, ni se parezca á ningún castillo de Escocia, ni á esos modernos palacetes que el dinero y la vulgaridad mancomunados siembran por los caminos de San Sebastián y Biarritz. La Granja es toda rústica; ni piedra de armas tiene, porque la hizo quitar de la fachada un mi abuelo, liberal aforrado en masón, que era entonces el aforro más caliente del liberalismo. Á la casa, baja é irregular aunque extensa, se la come la vegetación cubriéndola por todas partes. Al levantarme y abrir la ventana de mi dormitorio, veo un asunto de abanico de Watteau, tentador para un acuarelista: sobre el fondo del cielo que por lo regular tiene ese adorable tono de ceniza de cigarro caro que sólo en el celaje gallego se observa —el ingles suele ser mas oscuro y frío—se desvanece como una gasa el follaje del árbol del amor, hibiscus para los botánicos, en trazos de un verde pálido salpicado de floricones rosa, que parecen la caricia y el jugueteo de caprichoso pincel encima de un paisaje lavado á suaves medias tintas. Si salgo á respirar el fresco después del trabajo, tengo á dos pasos el bosquete, cuyas calles pendientes y herbosas se abren entre grupos de arabas, paulonias, castaños de Indias y retamas fragantes. Poco más abajo, el surtidor del pilón de piedra, á media villa, desgrana gotitas sobre la tersa superficie, donde náda siempre alguna hoja amarillenta, despojo de los arbustos, ó un barquito de muñecas, quilla arriba, naufragio producido por los combates de Trafalgar que Jaime no cesa de hacer desde que leyó los Episodios Nacionales. En el jardín, y alrededor del pilón, las magnolias entreabren su urna de alabastro, los granados su flor de rizo coral, y las enredaderas suben por el emparrado y trepan hasta las ventanas, entre cuyas vidrieras se estrangula á veces un tallo de fusia ó un sarmiento de pasionaria. Más allá el reguero de agua, orillado de frescos berros, va á perderse en el amplio declive que forma el prado, y el vasto circuito de la tapia es una cenefa de frutales, que está llamando por los golosos con sus perales y manzanos rendidos al peso de las pomas y sus abridores y duraznos que destilan ámbar.¿Cómo no recordar al poeta contemplador, y repetir los tan sabidos versos:

El aire el huerto orea

y ofrece mil olores al sentido:

los árboles menea

con un manso ruido

que del oro y el cetro pone olvido.

Y lo de los mil olores no es hipérbole. En este huerto de la Granja pienso que hay de todas las flores y plantas del mundo, desde el cedro hasta el hisopo: y en las noches serenas que tanto gustaban á Fray Luís de León, cuando el cielo se tachona de innumerables luceros y el aire se sosiega y cesan todos los ruidos del campo, parece brotar del silencio misteriosa sinfonía de aromas, unos conocidos y vulgares, los de madreselvas, don diegos, heliótropo, azucena, alecrín, verbena, clavo, guisante de olor y rosa de Alejandría; otros exóticos, que recuerdan países orientales, comarcas de sol, salones alfombrados y bailes espléndidos: el ilang ilang que desvanece, la gardenia aristocrática, la magnolia jaquecosa, la datura, que es un ánfora llena de esencia de nardo, el soñador heliótropo blanco, la pasiflora que vierte efluvios de miel, el caracolillo cubano que trasciende á vainilla, la rosa te y la glicinia, de desmayado perfume, semejante á un vago recuerdo.

La celda en que escribo no da á los jardines, sino á la era. á mi izquierda tengo el inmenso horreo y palomar, desde el cual descendían poco há miles de palomas á beber en el estanque grande, y aún á bañarse, no sin gran susto y consternación de los rojos y plateados ciprinos que en él bogan: á la derecha, el murallón y la higuera fecunda, cuyos renuevos mordisca una pareja de chivos, tan lucios y blancos, que merecerían ser inmolados en el ara del dios Pan; enfrente la puerta por donde cruza, con melodioso repique de esquila, el ganado que va al monte; en el centro el pajar de paja trigal, inmenso montón de oro pálido, mullido, seco, que convida á hundirse en él para sestear cuando el calor abrasa. No despide la era olor de flores, pero sí de la recién segada hierba que se marchita en el herbeiro, de las mentas, gencianas, hinojo y otras plantas silvestres que vienen enredadas entre los haces de miés, de la resina de los eucaliptus, del pan que se cuece en el horno, del humo, sí, del humo, tan grato y leve cuando lo tamiza el aire libre, y de los establos, ese olor que insufla vida nueva en los pulmones enfermizos y la ensancha en los sanos.

Por las tardes ofrece dilatado horizonte la ancha calle de camelios, que domina toda la extensión del valle y el mar de Sada, caído entre dos montañas como un fragmento de espejo roto. Melancólico y hermoso paisaje al anochecer, cuando se alza tras los negros castañares el globo de fuego de la luna; pero risueño como pocos de día, cuando se ve entre las camelias y yucas la fuga precipitada de un ejército de patos, húmedos aún de sus chapuzones en el pilón, ó el paso de algún niño, sobre todo de la traviesa de cuatro años, criatura de luz y de alegría, amasada con leche morena y hojas de rosa, vestida con escotada y blanca blusa—que descubre sus bracitos más lindos aún desde que el sol les ha comunicado tonos de ágata,—las rodillas al aire, un sombrero viejo de paja en la cabeza, la melena castaña flotando en tirabuzones deshechos, un hoyo en cada mejilla, y la risa derramada por las facciones todas.

Desde este oasis te escribo, lector, amigo incógnito, que con tanta paciencia me has oído narrar mis recuerdos del tiempo nuevo, y á quien guarde Dios.

EMILIA PARDO BAZÁN.

Granja de Meirás, Setiembre de 1886.

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