Capítulo 11

Claro que al acostarme y apelotonarme entre sábanas, al encontrarme frente a frente con mi gato; que más filósofo y cuerdo que yo, ni hace escapatorias ni se ocupa en lo que no le importa un pitoche; al contar las campanadas del French, al escuchar a lo lejos el ruido temeroso de las olas, volví sobre mí y me pesó de haber accedido tan fácilmente al ruego del afanoso padre. Bien mirado, ¿quién me mete a mí en libros de caballerías? ¿Qué me importaba que se casase o se quedase para vestir santos; qué se me daba de que León Cabello cantase dúos del alma con Argos divina; qué tengo yo con el compañero Sobrado, y qué me duele si Feíta se va por los cerros de Úbeda, ora llevada de la mano por la diosa Minerva, ora por el gobernador de la provincia, el del ambiguo reloj?

Lo que tranquilizaba algo mi conciencia era que en esta historia el único resorte que me impulsaba era la amistad. No estando interesado mi corazón por ninguna de las hijas de D. Benicio, y sintiendo en cambio una afición nobilísima hacia el buen padre, no entrañaba verdadero peligro mi ingerencia en los asuntos de la casa. Aquello había venido no sé cómo, rodando insensiblemente, y sin que yo me diese cuenta de que los hilos de dos o tres intriguillas iban reuniéndose en mis manos, y que se me habían enredado en los dedos, de tal suerte, que soltarlos me era difícil. No quería confesarme a mí propio que también me espoleaba la curiosidad, ese vicio de las vidas sin objeto, como lo era la mía.

Me dormí resuelto a poner en práctica un sistema mixto, o como suele decirse, a nadar y guardar la ropa; y sin duda por efecto del escrúpulo que me había asaltado (si ya no por culpa de unas exquisitas almejas con que me tentó doña Consola), recuerdo que aquella noche no gocé del sueño dulce y reparador que acostumbraba ofrecerme su blando regazo: al contrario, tuve pesadillas. En los sobresaltos de mi agitado dormir, soñé que se me colaba dentro de la alcoba una serpiente. ¡Nada menos que una serpiente, lector compasivo! La vi rastrear por el suelo, erguir y deprimir las curvas bonitas de su largo cuerpo flexuoso, de reflejos metálicos, y avanzar así, silenciosamente, vibrando la cabeza, aunque aplastada, no exenta de cierta gracia y hasta de cierto inexplicable candor… ¡Candor una serpiente! ¡Pero si he dicho que yo soñaba! El reptil, llegando al mullido tapete colocado al pie de mi cama, se enroscó, y sobre la espiral del cuerpo enderezó el cuello y me miró fijamente. Sus ojos despedían lumbres fosfóricas, su pecho blanquecino latía correo si encerrase un apasionado corazón… Y dulcemente, ondulando, apoyando la cabeza en el reborde de mi cama, el maldito ofidio, el que causó en el Paraíso la pérdida de nuestro padre Adán y de toda nuestra estirpe sentenciada a la concupiscencia y al dolor, fue ascendiendo, ascendiendo, hasta llegar cerca de mi cara, extenderse sobre mi colcha de damasco rojo, y apoyar la chata frente —¿podrá decirse frente?— sobre mi almohada de pluma y olán finísimo… Mi angustia fue tal que desperté pegando un respingo; encendí atropelladamente un fósforo, y estuve a pique de chillar porque, en efecto, dos pupilas metálicas, verdes y embrujadas, se clavaban en mí… pero eran, claro está, los ojos de mi prudente gato, acurrucado en el edredón y molestado sin duda por las vueltas que yo daba en el lecho…

Después de tan inquieta vigilia, amanecí descontento de mí mismo, azorado sin saber por qué, y, mal dispuesto a recrearme en las inocentes fruiciones de mi sosegada vida. Practiqué las operaciones del aseo sin gusto, sin la minuciosa atención que suelo otorgar a esta importante tarea, relacionada con la higiene y el bienestar del cuerpo y hasta del espíritu; hojeé distraídamente los periódicos de la mañana, y cuando acababa de enterarme de la verdadera actitud de Bismarck (que por otra parte me tenía sin cuidado), oí en el pasillo algo que me causó tal admiración, tal sorpresa, que me hizo pegar tal brinco, que creo que ni la serpiente de mi pesadilla me impulsa a saltar con más ímpetu si sume aparece sobre la mesa escritorio… Lo que resonaba a la puerta de mi propia habitación, era ¡figúrense Vds.!, ¡la voz de Feíta! Y no velada, ni tímida, ni ahogada por la emoción, sino al contrario, sonora, aguda, bien timbrada, imperiosilla, cubriendo enteramente la de doña Consola, con quien dialogaba y parlamentaba repitiendo:

—Pues avísele V… . Avísele en seguida… Yo entraría: pero sabe Dios si está en calzoncillos…

Esto dijo: esta palabra inconveniente pronunció la boca de la salvaje… y yo me figuré la cara que pondría mi británica patrona, la alumna de la heroína, ¡el mismo recato hecho mujer! A mí también se me encendieron las orejas, me dio una vuelta repentina la sangre, y me levanté con temor pensando: «¡Pero qué es esto! ¡Qué ocurre aquí, Dios poderoso!».

Los dos golpecitos acompasados de doña Consola me avisaron de que se acercaba el enemigo… Hice por serenarme, fui a la puerta y la abrí de golpe, como el que se arroja de una ventana a la calle… Y antes de que tuviese tiempo de enterarme de nada, precipitose en la habitación, arrollando a la patrona, el torbellino: Feíta.

—Buenos días… Qué cara tan rara me pone V.! Pero, ¿qué le sucede, hombre, qué le sucede?

—Hija mía, la sorpresa…

—¡Ah, ya… la sorpresa! Es cosa que pasma verme aquí… Pues va V. a verme bastantes veces… —dijo— si no me muero, o doña Consolación no me echa con cajas destempladas…

—¡Oh asombro mayor que los anteriores! Doña Consola, que había entrado detrás de Feíta y que parecía la misma estatua de la circunspección, con su cuello blanquísimo, su vestidito angosto y sus grises bandós bien aplanchados, lejos de fruncir el ceño, sonreía… ¡Sí: una rígida sonrisa dilataba los secos pliegues de su acartonado y bigotudo rostro!

—¿Pero viene V. con su padre? —pregunté a la muchacha.

—No señor.

—¿Sola?

—Sí señor.

—¿Qué me dice V?

—Lo que V. oye.

—Don Mauro —intervino la patrona británica, con reposado acento y aquel énfasis que gastaba para evocar recuerdos de su querida heroína— no juzgue V. de ligero a la señorita; no sea V. mal pensado, que es el defecto de los hombres, que se malician de todo. La señorita no viene a lo que V. supone.

—¡Pero si yo no supongo nada! Con esta señorita es difícil suponer; esta señorita… En fin, ¿puede saberse en qué consiste que se la vea a V. por aquí llovida del cielo? Tome asiento, honre el sofá.

—¿Pero como quiere V. que me explique, si no me da lugar a estornudar siquiera con sus admiraciones? —contestó Feíta dejándose caer en el canapé Imperio, y soltando en una butaca próxima el cartapacio que debajo del brazo traía. Sólo entonces noté hasta qué punto se había exagerado en la muchacha su habitual aspecto de estudiantillo. Su pelo, más corto y revuelto que nunca, como si lo hubiese alborotado con los dedos, se escapaba del casquete o toca rusa, de piel; las líneas de su talle desaparecían bajo un chaquetón de paño, con bolsillos y solapas, prenda masculina; al cuello llevaba un pañuelo de seda arrollado y anudado al descuido; los guantes brillaban por su ausencia, y las botas eran grandes, duras, resquebrajadas, lo más opuesto a la coquetería y al arte de agradar, ¡lo que más desilusiona en una mujer!

—¡Si en vez de hacer aspavientos como un papamoscas —continuó— me hubiese V. permitido decir de qué se trata, ya estaría enterado! He venido aquí… porque hoy ¡gran noticia! ¡es mi primer día de libertad! y he querido, por primer día, ¡darme un buen verde de cumplir mi gusto! ¡Uf! ¡Parece mentira! ¡Debo de haber crecido tres palmos! ¡Ay, Abad, o demonio! ¡Qué bueno es hacer lo que a uno se le antoja!

—Pues cada vez la entiendo a V. menos, criatura —respondí—; ¿a qué llama V. libertad.

—¡A salir, a andar sola… a no depender de nadie! ¿Lo oye V? ¡De nadie!

Y se puso a tararear:

Libertad, libertad sacrosanta
nuestro numen tú siempre serás…

mientras doña Consola, entusiasmada al escuchar la música del himno progresista, repetía por lo bajo, acariciando reminiscencias inolvidables:

podrán vernos morir en tus aras,
mas vivir en cadenas, ¡jamás!

—Vamos, le enteraré a V. de los hechos —continuó Feíta, viendo que yo exageraba mis demostraciones mudas de incredulidad y explícita desaprobación—. Ya sabe V. que meditaba hace tiempo este golpe de estado. Papá, que se lo cuenta a V. todo, no habrá dejado de contarle esto y mucho más. Pues sí, meditaba el gran acto, y lo iba retrasando… ¿por qué dirá usted?

—¿Por natural respeto a la autoridad de su padre?

—¡Quia! Por temor… a mí misma. Yo pensaba: «¿A que después de sublevarme salgo con la fantochada de que no aprovecho las conquistas de la revolución?¿A que armo la gorda y luego me falta coraje para dar cima a la empresa?».

—Pero ¡qué empresa ni qué alcachofas! —exclamé—. ¡Ay, Feíta! Usted está muy mala. Doña Consola, ¿querría V. preparar una taza de tila caliente? ¡Aunque… ahora que me acuerdo! no puede V. dejarnos solos.

Feíta se echó a reír con toda su alma y con toda la frescura virginal de su alegría.

—¡Sí puede dejarnos solos, hombre… ! pero yo no quiero que nos deje, ni necesito infusiones… a menos que la tila sea para V. Doña Consolación, ¡no haga caso de ese farsante! Pues iba diciendo que no estaba segura de mi denuedo en el momento crítico. He tenido la grata sorpresa de que soy más valiente de lo que creía; mucho más. He dado la batalla y la he ganado en toda la línea. Ah, ¿V. no sabe de qué se trata? Mi amigo, el Doctor Moragas —ese si que es un hombre de pro, y sin repulgos— me había buscado entre su clientela dos lecciones. Dos lecciones de a cinco duritos… ¡No es el Potosí; pero ya iremos progresando, y con diez duros al mes… no le costarán un céntimo a mi padre mis libros ni mis botas!

—¡Y que no la vendría a V. mal un par nuevecito! —respondí, mirándola de soslayo.

—Sí, si, ya sé que estoy muy derrotada y muy fachosa —contestó ella convirtiendo los ojos a su toilette—. Pero me importa un pito. No me mire V., o mire para el techo. Bien; pues una de las lecciones es allá, en el barrio del Ensanche, donde Cristo dio las tres voces… ¡Buena caminata! Me la soplé mientras V. estaría roncando… Me dio la vida. ¡Qué sano es andar! Me siento otra. Andar aprisa, andar solo, sin apéndices, sin rodrigones… La otra lección… ¿a que no adivina V.? Es la del chiquillo de las de Boliche…

—¿En el piso de arriba? —exclamé empezando a ver claro.

—Ajajá… Ya la he despachado también. Y como es temprano y me sobran horas y hace tiempo que suspiro por registrar la librería de la duquesa de la Piedad… me he venido junto a doña Consola, que es persona racional y ha vivido en países donde la gente no es tan boba como aquí…

Sonrió doña Consola, visiblemente halagada en sus manías, y dijo con dignidad cortés:

—Ya sabe esta señorita que de mí y de la librería puede disponer como guste; me complazco en servirla, porque si la señora duquesa levantase la cabeza, había de alegrarse de ver a una joven marinedina tan instruida y tan amiga de libros como lo era la señora, no despreciando a nadie… Sólo que como V. tiene la llave de los armarios de los libros, le advertí a doña Feíta que iba a pedírsela a V… . y ella quiso hacerlo en persona… porque dijo así, dice: «Vamos a revolverle el cuarto a D. Mauro: venga V., venga V., que veremos el retrato de la señora duquesa y los muebles y lo demás de su ajuar… ». Y por eso le hemos molestado, D. Mauro… Con que si me da V. esa llavecita…

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