Capítulo 25

El gobernador no se había vestido aún para almorzar, y Neira le encontró de batín de pana verde entreabierto sobre la camisa con chorrera de encaje —afeminado atavío que hizo pasar por las venas del desdichado padre un escalofrío de repugnancia y de ira—. Sucede que si menudencias semejantes, en las personas que amamos, provocan interiores efusiones de ternura, efluvios de simpatía, una corriente de odio puede brotar de cualquier rasgo físico de las que detestamos. El cariño y el aborrecimiento se alimentan de todo. Neira, en aquel instante, creía aborrecer especialmente, no al gobernador, sino a la suave chorrera y al bien cortado batín. ¡Qué sentimiento tan extraño en Neira aquel odio sañudo, que serpeaba como veta de azogue por sus manos, haciéndolas temblar! ¡Qué catástrofe moral la que, por breves instantes, comunicaba el temple del hierro a un alma tan afectuosa, tan mansa, tan cristiana! Disimulando la extrañeza y un vago recelo… Mejía se levantó, y fue solícito y afable, a atender a Neira.

El departamento en que Mejía acostumbraba recibir en confianza, era un vasto y clarísimo gabinete, con vistas al muelle y al mar y gran alcoba interior; estas dos piezas las había arreglado con coquetería mundana, procurando que se distinguiesen del resto de la residencia oficial, donde abundaban los papeles a grandes dibujos rameados de oro, los estrados y colgaduras de damasco carmesí, las alfombras de terciopelazo, los relojes alegóricos y las arañas de vidrio. Mejía, en su refugio, vistió las paredes de una tela clara, sencilla y barata, pero de gracioso dibujo oriental, y sobre franela escarlata montó dos panoplias, una de pintorescas armas joloanas, y otra de pistolas, escopetas de caza y floretes modernos de ensayo y duelo, entreverados con guantes, petos y caretas. Fotografías de mujeres, algo ligeras de ropa y seguramente más de cascos, mezcladas con retratos de amigos y con grupos paganos de bronce, acababan de animar aquel despacho, análogo al de casi todos los solteros preciados de galantes y espadachines. En el mueblaje descollaba el ancho y profundo diván, el escritorio revuelto, con libros en francés y graciosos prensapapeles, las dos o tres butaquitas bajas, y la densa piel de oso blanco, ribeteada de paño, naturalizada con la cabeza y garras de la bestia feroz. Por la puerta abierta del dormitorio se columbraba el lecho amplio, bajó su colcha y edredón de raso azul, y la luna del armario fingía en lo más oscuro la superficie rasa y misteriosa de un agua profunda; un aroma de tabaco selecto y de foin coupé flotaba en la atmósfera, y sobre el escritorio se marchitaban rosas sin agua, en un barrigudo jarrón de Satsuma.

La mirada de D. Benicio abarcó este conjunto, vulgar en medio de su refinamiento, con una sublevación de alma, con un asco moral que en aquel instante tenía algo de fatídico. Contrastaba de tal suerte el gabinete con la manera de ser, los hábitos y las tendencias del padre de Argos; tenían para él significación tan escandalosa y reprobable los indicios de una vida voluptuosa y sin freno, fáciles de sorprender en la habitación de Mejía, que a no contenerse, Neira entraría hecho un vándalo; entraría destrozando, pateando y echando por el balcón muebles, retratos, alfombras y flores. Una lucidez dolorosísima, que a veces acompaña a las grandes crisis del sentimiento, le decía que allí, precisamente allí, donde él sentaba el pie, se había consumado la perdición de su insensata hija; que allí se había escarnecido su dignidad y su honra de padre… y el cuadro nefando y maldito se le representaba tan a lo vivo, que al acercase al diván con que le convidaba Mejía, reservado y en guardia, exhaló un gemido tétrico, el ay del sentenciado a tormento cuando le tienden en el potro…

En un rato no pudo hablar. Por su garganta oprimida no resbalaban la saliva ni el aire; la lengua no acertaba a moverse para dar forma a los discursos que aquel caso exigía… D. Benicio se encontraba a la vez colmado de derecho, harto de razón, como los mártires de una causa sagrada y justa, y ridículo, muy ridículo, como esos viejos de ópera y drama, que van a pedir reparaciones, a concertar por fuerza bodas, a hablar de inocencias, de fragilidades, de responsabilidades, a remendar torpemente la túnica inconsútil del honor… Antes de que Mejía la lanzase, escuchaba su carcajada mofadora, soportaba sus insolentes negativas, tragaba el acíbar de su desprecio, y se veía saliendo de allí burlado, con las orejas gachas, porque hay en el mundo ciertas grandes iniquidades que inclinan al suelo para siempre, no la cabeza del que las comete, sino la del que las padece y llora…

Entre tanto Mejía, encontrando cada vez más escamativa la actitud del papá, turbada además la conciencia, vibrantes aún los nervios de las devoradas y complicadas caricias que la víspera le devolviera la hija infeliz; impaciente y enervado, presintiendo la tabarra… rompía por todo y formulaba concretamente una pregunta. ¿Qué se le había perdido en el gobierno civil a D. Benicio Neira… ? Y el padre, cual si le desatasen la lengua, contestaba del modo más terminante, en breves e imperativas palabras.

—¿Que me case con su hija de V.? —respondía fingiendo admiración el hombre doble—. ¿Y esto me lo dice V. así, sin preparación, sin antecedentes, sin enterarse de cuáles son mis circunstancias, sin estudiar si tengo o no tengo, como caballero, el deber de ofrecer a esa señorita mi mano?

D. Benicio miraba a Mejía, sintiendo otra vez el dolor penetrante, que bajaba del omoplato directamente al corazón. La punzada aguda le revelaba la gravedad de un achaque que, según le decía el doctor Moragas para quitarle aprensión, era una friolera, cuestión de digital… En aquel momento conoció que la mano certera de la muerte, tendida hacia su presa, apretaba y comprimía un corazón donde la paternidad hiciera brotar recias y ensangrentadas espinas. La más aguda, entonces era la idea de dejar a sus hijas huérfanas y sin amparo. —«Nada he hecho por ellas; de nada las he servido. Mi debilidad las consintió perderse, y mi poquedad no acierta a salvarlas… ». La voz de Mejía, que resonaba dulzarrona, afectadamente respetuosa, la escuchaba Neira como si viniese de lejos, de muy lejos… Mejía amontonaba embustes para desorientarle.

—Toda oficiosidad se comprende en un padre —murmuraba el hombre doble, con el mismo tono falso en que solía hablar de otras cosas, de Dios, de la patria, de la verdad, del deber— y nada me extraña tratándose de tan delicada materia como el buen nombre de una señorita; pero crea, Sr. Neira, que en este caso ha padecido V, una alucinación, un error… excusable… y si su señora hija le incitó a dar este paso, estaba ofuscada. Porque yo haya tenido la satisfacción de concurrir a su casa de V. varias noches; porque admire como se merece la belleza de la señorita María Ramona, no se desprende que…

—Déjese V. de farsas —respondió el padre haciendo un gran esfuerzo para emitir la voz, pues por momentos creía que se asfixiaba—. No vengo a que V. me toree, ni a que V. se ría de mí. Al asunto: o se casa V. con Argos, o…

—¿O qué? —contestó Mejía en tono ya desdeñoso, levantándose y cruzando sobre el pecho los abrazos.

—¡O… le castigará Dios! —exclamó Neira con acento solemne y sin cólera.

El modo que tuvo Mejía de encoger los hombros fue el más impío reto a la Providencia que puede lanzar una criatura humana. Era Mejía del número de los que no creen en el orden providencial, pecado que lleva en sí el castigo de la desesperación, pues quien nada cree nada espera, y quien no espera sufre como un demonio en las horas de adversidad y de desastre; sufre en el lecho, entre las tinieblas, y sufre también cuando la luz radiante del sol acaricia a los que la juzgan enviada por Dios para hermosear la vida y alegrar y confortar el espíritu… Mejía, en medio de su árida sequedad, de su condición de pirata implacable, tenía momentos —los periodos de cansancio y melancolía que siguen inevitablemente a los accesos de libertinaje— en que se encontraba muy solo, muy desorientado, pues a veces la vida es más de plomo para los que quieren hacerla más leve y gozosa y pasarla en continuo triunfo. Aunque la conciencia calle, ratos amargos no faltan nunca a quien registra en su historia páginas que quisiera borrar con sangre de las venas; y el texto de estas páginas, en ocasiones, se escribe en caracteres de fuego en la pared. Mejía experimentaba la inquietud, el azoramiento secreto del que guarda en un armario algo que le conviene ocultar a toda costa… ¡Cosa extraña, que aquello de que Mejía se burlaba frescamente, aquello que desacataba, fuese lo que solía infundirle pavor a las altas horas de la noche! Acaso, analizando bien el modo de ser del gobernador, descubriríamos que el pasado, el turbio pasado, la repugnancia a mirarlo frente a frente, era lo que lanzaba muchas veces a Mejía a excesos de carácter orgiástico, a delirios de la materia en que el hombre cree huir de sí mismo agotando los últimos residuos del placer, cuando en realidad sólo agota las fuentes del consuelo y los tesoros de la naturaleza… Como todos los desesperados, Mejía se desquitaba silbando al alto poder que distribuye la justicia, y su movimiento sarcástico al oír el nombre de Dios, tan sencillamente invocado por Neira, fue un desahogo de la bilis, un arranque de misantropía, un testimonio de mal acallados pesares…

—¿Conque va a castigarme Dios? —respondió gozando un deleite irónico y maligno que le hizo abandonar su diplomacia archicortesana—. ¿Conque va a castigarme? —replicó complaciéndose de antemano en la idea de la risotada que le arrancaría la estupefacción de D. Benicio—. Pues se equivoca V., Sr. de Neira; no tiene que castigarme… Me ha castigado ya. —No abra V. tanto los ojos. —V. venía a que me casase, ¿eh? Llega V. con retraso… ¡Soy casado desde hace tiempo… !

Neira vio como una luz lívida serpeando ante sus pupilas dilatadas. Hay momentos en que las facultades se centuplican, en que la memoria, el entendimiento, la voluntad, se asocian y funden, se integran, por decirlo así, para que veamos con evidencia lo que antes apenas sospechábamos. D. Benicio recordaba haber entreoído un día, en el Casino de la Amistad, entre varias especies desfavorables al gobernador y echadas a volar por gente del partido contrario en horas de oposición sistemática, la versión referente al estado de Mejía, casado en Filipinas, donde dejaba a una mujer y dos niños en la indigencia; y allí se habló también de un cambio de nombre, de la venida, de la esposa a reclamar sus derechos, del modo cómo fue despachada otra vez con rumbo al Archipiélago… hasta que todo lo desmintió enérgicamente el secretario del gobierno civil, declarando que era una insigne paparrucha. En aquel momento Neira sentía que se trataba de una gran verdad, y que Argos, lo mismo que Rosa, no tenía medio de restaurar la fama y el honor. Este convencimiento, en lugar de abatir al padre, le inspiró una repentina furia, una especie de insania. Levantándose de un brinco, crispando los puños, marchó sobró Mejía, ciego como el toro que se precipita a embestir. Mejía no dio espacio a que la diestra del agraviado padre cayese sobre su rostro. Adelantando los brazos, rechazó a Neira, y le empujó vigorosamente hasta hacerle caer caían, largo era en el diván. Un júbilo malicioso y satánico animaba sus facciones, al acordarse de que en aquel propio mueble, cabalmente sobre el cojín bordado de sedas como los mantones manileños, había reposado pocos días antes la hermosa cabeza de la hija, y que algunos cabellos negros se enredaban todavía entre las rosas de realce… D. Benicio, mientras tanto, sujeto, tendido, rugiendo, se sentía tan chafado, tan risible, que dos lágrimas de brasa asomaron a sus lagrimales, evaporándose al punto, y contrastando con la sonrisa de burla que dilataba los pálidos labios del gobernador, descubriendo los limpios y cuidados dientes y animando las pupilas, donde el picaresco y sensual recuerdo encendía chispas diabólicas… Al fin, con un movimiento de afectada magnanimidad, Mejía alzó las manos, se enderezó, y dejó incorporarse a D. Benicio… Agarrándole del cuello del gabán le puso en pie, manejándole como se maneja a un pelele, y sin omitirla soflama, le dijo vendiéndole compasión:

—Vamos, retírese, tranquilícese, refrésquese… Aquí no ha pasado nada… Salude V. de mi parte a aquellas señoritas…

D. Benicio se tambaleó un instante; afirmose después sobre los talones; en seguida saltó como un gato al diván y arrancó de la panoplia un florete de desafío; y antes que Mejía tuviese tiempo de prevenirse a la defensa, se lo pasó impetuosamente al través del pecho, a la altura de los pulmones.

Share on Twitter Share on Facebook