Capítulo 5

He leído que los romanos, para quitar a sus hijos el vicio de la borrachera, hartaban de vino a un ilota, y así, completamente beodo se lo enseñaban, demostrándoles experimentalmente la fealdad y abyección a que se expone el que se deja dominar por sus pasiones desenfrenadas. Con un fin análogo (no lo tomen Vds. a mala parte) di yo este año en cultivar esmeradamente la amistad de mi convecino y ya antiguo amigo D. Benicio Neira, el caso más caracterizado del pater familias que entre mis relaciones conozco. Su vista, su lastimoso ejemplo, me parece que bastan para curar de tentaciones conyugales al más dejado de la mano de Dios, y creo que contribuirán a sacarme bien del difícil período que atravieso, antes de llegar al puerto de la calma definitiva.

Este D. Benicio Neira es un propietario de la provincia de Lugo, de buen linaje, dueño de una mediana hacienda, suficiente para que él solo se diese una vida de archipámpano, como la que se da un servidor de Vds., o mejor todavía. Pero mi hombre, a la edad de veintitrés o veinticuatro, no tuvo labor de más prisa que casarse, y desde entonces pesan sobre él mil y una calamidades, y su vida es un prolongado purgatorio, aunque a ratos lo niega y se alaba de haber encontrado fruiciones especiales en su terrible misión paternal.

Tuvo D. Benicio una esposa… Si consultan Vds. a las nueve décimas partes de los doctores que hablan de estas cuestiones de matrimonio lo mismo que hablarían de plantar espárragos, la mujer le salió buena a D. Benicio. Y en efecto: ella ni se la pegaba a su esposo (¡Dios nos libre! quizá no encontraría cómplice), ni derrochó la renta, ni fue amiga de lujos antes bien pecó de tacaña, según he oído por ahí. Pero también cuentan que traía a su marido en un puño; que le armaba broncas fenomenales, de puertas adentro, por celos, por avaricia, por manías que la entraban, y que don Benicio no se atrevía ni a respirar, hasta que poco a poco fue convirtiéndose en un sumiso, en un calzonazos, y se demostró una vez más que el matrimonio es incompatible con la dignidad del hombre.

Además, la infernal señora tenía el vicio de parir, y parió hasta los últimos instantes de su vida, dejándole al esposo una tribu, en la cual dominó el elemento femenino: de doce vástagos que le viven al pobre, once son hembras. Por no perder la costumbre, poco antes de su muerte la señora de Neira obsequió al esposo con unas robustas mellizas, lo cual pica en historia. Gracias que de estas mellizas se hizo cargo una señora andaluza, aquella famosa doña Milagros, la de la historia trágica —y como hijas suyas las tiene y cuida allá en Barcelona el matrimonio Llanes, lo cual me parece una ganga para D. Benicio.

Lo que le resta de prole basta para que el desdichado sufra continuos ahogos y miserias, sin saber cómo hacer frente, no al día de mañana, sino al de hoy, con sus exigencias de tienda y mercado. Si D. Benicio no fuese al mismo tiempo una persona tan regular, tan digna (lo es, no cabe duda), su amistad rayaría en peligrosa, pues suele verse con el agua al cuello, y en esos casos se pierde la vergüenza. Pero hagámosle plena justicia: D. Benicio es incapaz de sablazo. Como en el Casino (él no va a la Pecera, que considera centro de gente joven) suelen tomarle de guasa, y yo le defiendo y saco la cara por él y le espanto los chuscos bobos, el infeliz me quiere, y me ha elegido para paño de lágrimas.

—Mire V., D. Mauro —suele decirme— estoy tan acostumbrado a confiarle a V. mis penas, que si no lo hago, reviento. El espíritu necesita expansión, y como V. es discreto y formal, se le puede contar todo. ¡Ay, D. Mauro; V. es el hombre feliz! V. ha resuelto el problema. Por que los desprevenidos y los cándidos hemos entrado en el mundo como actores, y V., que la entiende, se ha parapetado detrás de un cristalito semejante al de la Pecera, para aislarse bien y ver desde el burladero cómo a los demás nos corren, nos pican, nos banderillean y nos rematan… Sus amigos no debían llamarle en chanza el Abad, sino el Espectador. Para V., la perra vida es un espectáculo.

—Puede que tenga V. razón, D. Benicio —le contesto yo—. En efecto; procuro tomar este mundo como una comedia, y lo es, créame V.; o mejor dicho una farsa, un fandango sucio. Sin embargo, tenga V. por cierto que, si asistimos a la ópera, todos volvemos a casa tarareando; y en la mojiganga del vivir, a todos se nos ocurre salir a las tablas a echar nuestra relación… aunque sepamos que a la vuelta está la silba.

—Dichoso quien se reprime presintiendo los patatazos —suspiró Neira encogiéndose resignadamente de hombros—. Para mí, cada salida… un chiflido.

—¿Cambiaría V. su suerte si pudiese?

—Pues ahí tiene V. lo extraño: se me figura que no la cambiaría. Es cierto que he sufrido y sufro muchas penas, como que tengo diez o doce corazones donde sentirlas; pero también tengo otros tantos para gozar y deleitarme en esa cosa inefable y rara, en esa prolongación de nosotros mismos que se llama la paternidad. ¡Ah, sí! He experimentado placeres que V. no puede sospechar siquiera. En cuanto a dolores… ¡Mire V. que ver estrellado en la calle a mi mayorcito, a una criatura que era un pasmo de talento! ¡Ahora sería, lo menos, ministro!¡Aquel muertecito lo veo yo siempre apenas cierro los ojos… aquel muertecito llama por mí… !

—Nada, que tiene V. vocación de mártir.

—De padre, que es igual —respondió melancólicamente el corazón de manteca.

—En cambio, posee V. unas hijas superiores.

—Favor que V. las dispensa —respondió él babándose, con el rostro dilatado y tal expresión de dicha, que entendí que no mentía al asegurar que la paternidad, en medio de sus calvarios, proporcionan goces generosos que no comprendemos los que vivimos acorazados en nuestra prudente abstención.

—Pero —añadió el padre— calcule V. los desvelos que cuestan tantas hijas en edad de establecerse… y los que dan las que ya se establecieron, que es la más negra. ¿No parece increíble que teniendo yo siete chicas conmigo, no me pueda habituar a la ausencia de Clara, de mi Clara, sabiendo como sé que es dichosa con sus tocas de benedictina? ¡Mi Clara! ¡Tan parecida la pobre a mi difunta Ilduara; tan seria, tan decente, tan formal, tan persona como era mi Clarita! Nada; ella comprendió que una señorita, o se casa con arreglo a su clase… o no se casa, y decidió tomar el velo, conservando su dignidad, su posición, su señorío… lo que ha recibido en la cuna. Las Benedictinas de Compostela son muy damas, no crea V… . Ellas ni guisan, ni barren, ni se dedican a otros menesteres bajos: tienen sus legas servidoras. Rezar en el coro y preparar esas mermeladas exquisitas que hacen chuparse los dedos… son las ocupaciones de las Benedictinas. Clara, con su tacto y su buen juicio, se ha creado tal atmósfera en el convento, que si llega a faltar la madre abadesa, que es una anciana demás de ochenta años, creen todos que la reemplazará mi hija.

Y D. Benicio sonrió con la misma complacencia babosa e infantil que había demostrado antes al escuchar que yo llamaba a sus otras hijas superiores.

—¿Y cómo le va a Tula en su nuevo estado? —pregunté sabiendo que esta era la pena que más le gustaba comunicar y explayar a D. Benicio.

—¡No me hable V.! —respondió próximo a hacer pucheros—. ¡Esa tontuela es la que nos ha matado a todos! A no verlo, jamás hubiese creído posible en lo humano que mi Gertrudis, la mayor, la que había heredado de mi esposa un bien entendido orgullo y una extraordinaria rigidez de carácter, y había sido amamantada en los más austeros principios y en las doctrinas más rigurosas, fuese a caer así, ¿… y con quién? V. no lo ignora… A mí me repugna pronunciarlo.

—Es el hijo de aquel barbero Redondo, ¿verdad?

—Sí, ese infeliz… por no llamarle otra cosa más dura… Un pintorcejo de puertas y ventanas, un artesano, un hombre sin educación y sin principios, que trata a zapatazos a mi hija… ¡Ah! ¡Qué castigo tan cruel y tan largo para un momentáneo error!

—El más castigado creo que habrá sido su bolsillo de V.

—¡Figúrese! —gimió el padre—. A cada apuro (y los apuros son diarios), se acude a mí. Para arrimar el puchero a la lumbre tengo que suministrar los garbanzos y la verdura. El marido de mi hija, a pretexto de que casó con una señorita, se ha tumbado a la bartola, desdeñando el trabajo manual. Dice que debo brujulearle un destino, ¡yo, que jamás me he mezclado en política! Y los tiempos, cada día peores; los impuestos subiendo, los frutos bajando, los ingleses sin comprarnos ganado, porque creen que tiene la glosopeda… Todo mal, todo desastroso… ¿Sabe V. lo que se me ocurre con suma frecuencia? Que mi yerno me enseñe a pintar puertas y ventanas; me dedico a eso, y le dejó a él que dirija mi hacienda y tape con ella los agujeros que tapo yo.

Y el pobre se quedaba con los ojos fijos en el suelo, mirándose a las puntas de las botas. Su estado de ánimo verdaderamente infundía compasión. Porque yo sabía que, a pesar de la gran confianza que depositaba en mí, no me contaba ni la mitad de las tribulaciones, de los secretillos de familia. ¿Cómo había de hablarme, por ejemplo, de las manías de aquella seductora histérica María Ramona, Argos divina, que tiempos atrás era la más exaltada mística y no sabía salir de la iglesia ni desviarse de la reja del confesionario, y ahora, habiendo pasado de extremo a extremo con la volubilidad propia de su desequilibrado temperamento, no pensaba sino en ventaneo, carteo, romanzas, dúos y aporreaduras de piano? ¿Cómo hablarle de la derrochadora Rosa, que en trapos y moños se gastaba lo que no tenía ni había de tener nunca, mientras su padre iba hipotecando la mitad de sus rentas al implacable Baltasar Sobrado, que le prestaba primero sobre los lugares de Cardobre, y después sobre otros no menos saneados y productivos? ¿Cómo recordarle su mayor contrariedad, la ineptitud para el estudio del único hijo varón que tenía la familia, aquel Froilancito tan inútil, al cual ni a pescozones se le convencía de que abriese un libro? ¿Cómo insinuarle nada acerca de la extravagante Feíta, otra insensata de diferente temple que Argos, —una de esas calamidades domésticas que es imposible clasificar?

Lo cierto es que Neira, después de arrancar del pecho un lastimado suspiro, exhaló estas quejas tristes:

—Lo que yo quisiera haber sido, si el destino de los hombres se pudiese escoger, sería fraile. Profunda tranquilidad debe de gozarse en el claustro, y cuando pienso que con dominar una pizca mis pasiones hubiese vivido tan libre de angustias, me conceptúo un bolo…

—Se puede ser casi fraile en el siglo, D. Benicio. Míreme V. a mí.

—No crea V. que lamento principalmente mis propios disgustos. Conozco que el eje de mis sentimientos está fuera de mí: yo siento y sufro por ellas, por el porvenir que las aguarda si no encuentran marido, por la estrechez que han de padecer cuando yo falte… ¡o quién sabe si antes!

—No hay que acongojarse. Acaso encuentren el día menos pensado una excelente proporción. Por ahí dicen con gran insistencia que a Baltasar Sobrado le marea Rosa. Ya ve V. que eso resolvería en gran parte el problema.

D. Benicio, al oír esto, se puso blanco de emoción. Sin duda él había pensado mil veces en la contingencia de que cayese el millonario yerno, pero como se piensa en que nos caiga el premio mayor de la lotería cuando ni hemos jugado siquiera. Y con un acento que redobló mi lástima, pronunció esta frase expresiva:

—¡San Antonio glorioso!

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