Capítulo 9

Tres meses hacia que este había llegado a Marineda, donde se hablaba mucho de él, a pesar de que se le tachaba de retraído y entonado. Era uno de esos hombres a quienes el público, al negarles ya la juventud, les sigue otorgando los privilegios a ella inherentes, y encontrando muy natural que dediquen la vida a perseguir el goce, a empalmar las aventuras, a la baraja y a la broma entre amigos. Para decirlo de una vez, el gobernador de Marineda, que por cierto, se llamaba nada menos que don Luis Mejía, era todo un juerguista, pero con ribetes y collar de romanticismo: tipo bastante común en nuestra raza meridional, tan sobrada de idealismos malsanos como falta de sencillez y seriedad verdadera; y me pareció la más insigne prueba de inadvertencia y descuido en D. Benicio que dejase penetrar a semejante gavilanazo en aquel palomar repleto de palo más arrulladoras y lindas. Es verdad que entraba bajo el patrocinio de Sobrado, del soñado yerno, objeto de la codicia paternal de Neira, y rodeado del prestigio que da en provincia un puesto oficial que parece entrañar responsabilidades, y obligar a quien lo ocupa a observar una conducta, si no ejemplar, cuando menos formal y discreta.

A primera vista, Mejía guardaba las apariencias y conservaba su dignidad de funcionario y de personaje. Era grave al parecer, y en realidad guasón y motador de todo; hablaba con respetuoso acento de la religión, de la patria, del arte y de la mujer, cosas de que se reía allá por dentro, daba limosna fácilmente y se corría en las propinas, pero jamás se familiarizaba con los inferiores. Era de mediana estatura, delgado, airoso, y vestía casi siempre de un modo correcto y muy a lo señor, aun cuando algunas veces le delataban ciertas osadías del traje, que indican más de lo que se cree el desorden moral de la persona: una corbata de seda roja, anudada a lo torero; las botas achuladas, que usaba por la mañanita; un sombrerillo de delicado fieltro, pero de hechura manolesca; un perfume cursi y exagerado que salía de su ropa interior… Observándole bien, hube de fijarme en cierto detalle, para mí altamente significativo: su reloj, maravilla admirada por todos los snobs locales que se reunían en la Pecera, y, a mi juicio, rayo de luz que iluminaba por completo la ambigua faz de aquel representante de nuestra podrida burocracia. Procedía el reloj de la más renombrada casa inglesa, y era de oro, liso, riquísimo bajo apariencias de modestia, de intachable gusto, de máquina infalible, y de tan exquisito trabajo en sus cinceladas tapas, que el heredero de un —trono podría ufanarse con él. Pero examinado despacio el relojito, mirando detenidamente la tapa que cubre la esfera, podían verse cruzadas, entre los arabescos elegantes que trazó el cincel, dos iniciales, una L y una R, que no correspondían enteramente al nombre y apellido que usaba el gobernador. L, Luis, era su nombre de pila, pero ¿y el apellido?

Todos, sin querer, somos un poco polizontes y otro poco jueces, de afición y sin sueldo. Todos, cuando una ráfaga de antipatía o de sospecha cruza por nuestra alma, espiamos, instruimos proceso y lo fallamos allá en nuestro interior. Aquellas dos iniciales, que una correspondía y otra no con el nombre de monsieur le préfet, me indujeron a grandes cavilaciones. Me asaltó la idea de que Mejía era dos hombres: uno que el público veía y respetaba en su posición actual, otro que anteriormente se llamó de distinta manera y vivió, sabe Dios dónde y cómo, hasta que alguna tragedia o algún sainete le obligó a echar piel nueva, a mudar nombre y a huir de sí propio. ¡Cuántas cavilaciones, cuánto temerario juicio a propósito de una inicial sobre la tapa de un reloj! Qué, ¿no podría el reloj ser regalo de un amigo? ¿No podría haberlo comprado de lance? Sin embargo de estas posibilidades, la sospecha no se me quitaba.

Otra menudencia, notada en el mismo reloj, contribuyó a arraigar en mí la convicción de la duplicidad de Mejía. Una noche que a última hora nos encontrábamos reunidos en la Pecera algunos de los habitués, y en que se había bebido ponche, el gobernador, animado por las libaciones, habló de la farsa o comedia humana, sostuvo la tesis de que nadamos en un mar de mentiras, e insinuó con intencionada picardía que el mundo era como su reloj. Prestaba yo oído, incitado por mis recelos, y siguió diciendo Mejía: —«¿Vds. ven? No cabe chirimbo lo más respetable que este. Exacto, británico, la misma formalidad, la imagen de una existencia regularizada, honrada, clara, sin una nube… ¡Pero aprietan Vds… . así… un resortillo… y ¡alsa! verán lo que aparece!… ».

Practicó el movimiento indicado, y levantándose una sutil tapa de oro, invisible antes y adherida a la cubierta principal, divisamos en el fondo una miniatura… de la cual, a pesar de su mérito artístico, apartarás los ojos, lector, con verdadero hastío, a poco de fijarlos en ella. Aquella doble faz del reloj, por fuera símbolo del orden y del decoro, por dentro santuario de la Venus libidinosa, confirmó en mí la idea de la dualidad de aquel Mejía, en quien era equívoco hasta el nombre.

Por supuesto que me guardé bien de manifestar mis aprensiones a nadie, pues entre las enseñanzas de mi santo egoísmo contaba la de no tener amigos íntimos, ni pecho abierto para persona alguna. Sabía que la mitad más uno de los disgustos que se sufren en pueblos chicos, viene por la lengua, y que la palabra es una peste, y oro el silencio. Además, el gustillo de charlar y confiarse quita el de observar, que es mucho mayor. Me prometí con Mejía un divertido espectáculo, siempre que yo tuviese la constancia de oír, ver y callar, disimulando el verdadero concepto que de él formase.

La opinión de Marineda, por entonces, no era desfavorable a Mejía. Su buena presencia, su mejor ropa, su liberalidad, le habían captado simpatías. Los de su partido le ponían en las nubes. Los del bando contrario, o sea los conservadores, esperaban que aquel gobernador que olía a brisas de violeta fuese blando en la brega electoral. De su historia sabíase poco: se le creía cordobés, ahijado y hechura de cierto prohombre que no gozaba fama de muy escrupuloso en elegir sus paniaguados, y constaba que había desempeñado cargos en Puerto Rico y Filipinas, y habitado bastantes años en la corte, a la sombra y en la secretaría de su padrino. Primo Cova, en su afán de dar a todo carácter folletinesco, aseguraba que Mejía era hijo del prohombre y de «una encopetada señora». En resumen, no se veía muy claro en el pasado de monsieur le préfet, pero se entreveían buenas relaciones y antecedentes no deshonrosos, y mi extrañeza al verle admitido en casa de Neira carecía de fundamento.

Conferenciando sobre este punto con D. Benicio, pocos días después de la presentación, del gobernador, díjome el bondadoso padre:

—¡Qué quiere V.! Teniendo hijas que casar, y según están las cosas hoy en día, no hay más remedio que hacer la vista gorda. Ya comprendo que estas moscas vienen al panal de miel… pero ¿quién sabe si se les enredarán las patas? Mayores milagros se han visto, D. Mauro, yo con V. hablo como hablaría con un hermano, si lo tuviese. Me siento muy envejecido, muy gastado, muy achacoso, y mi sueño sería dejar casada una hija con persona de cierto viso y posición, a fin de que protegiese a las otras y metiese en costura a Froilancito, que como no le da la gana de estudiar, tendrá que arrimarse al presupuesto para vivir.

—Comprendo sus móviles de V. —respondí con la sinceridad que me infunde este hombre digno de consideración y lástima—: sólo temo que pueda alguna de sus hijas sufrir una decepción…

—¡Qué se le ha de hacer! Para decepciones hemos nacido —murmuraba resignadamente el padre.

—¿O quién sabe si algo peor? Tal vez un amargo desengaño… un humillante chasco de esos que hunden a una mujer para siempre…

Apenas hube pronunciado estas palabras, cuando me sorprendí, casi me asusté, del efecto que produjeron en D. Benicio. Su rostro lacio y apacible se enrojeció violentamente, y sus ojos, que siempre rebosan indulgencia, chispearon repentino furor.

—¿Chasco humillante a mis hijas? —balbució—. He pensado en eso mil veces… y eso sí que no lo verán los nacidos… o por lo menos no lo verán quedar sin el castigo justo. Yo soy un cordero: hombre menos batallador dudo que exista bajo las estrellas. He deseado siempre que, al morir, se pudiese escribir sobre mi sepulcro, por único elogio, que a sabiendas no hice mal a nadie. Pero Dios, que me ha dado estas hijas, sin darme el carácter enérgico que se necesita para guiarlas bien, no me negará, llegado el caso, resolución para ampararlas. Es más fácil tener un arranque que constancia en el mando. El arranque sé que lo tendría. Espero —añadió serenándose— que no ha de ser necesario llegar a tales extremos. Crea V. que tiemblo sólo de pensar que pueda verme en situación tan crítica. Y tiemblo, porque… el diantre de la costumbre de ser moro de paz… Diga V., D. Mauro: ¿qué opina V? ¿Tendría yo ánimos para… para hacer una hombrada?

Echeme a reír, por no confesar que le juzgaba absolutamente incapaz de hombrada alguna; y a fin de torcer la conversación le hablé de León Cabello y de su asiduidad con Argos.

—Eso salta a la vista —respondió D. Benicio— pero juzgo inofensivo al musiquín. Argos, con su imaginación volcánica, necesita experimentar algún entusiasmo, dedicarse con ímpetu a cualquier cosa… y ahora es la música lo que la trae sorbido el seso. Así que se canse de piano y de cavatinas se me figura que dará despachaderas al melenudo. ¡Es tan feo! ¿Sabe V. por qué demuestro yo esta tranquilidad? ¿Se admira de verme tan aplomado? Es que he consultado el asunto con Feíta. Ella me ha quitado la aprensión. Dice que no durará ni tres meses la privanza del músico.

—Feíta tiene un talento macho —respondí, deseoso de sonsacar a Neira—. ¡Y cuánto ha estudiado! Va a ser una mujer notabilísima.

—¡Calle V.! Déjeme de notabilidades… Feíta es listísima, demasiado lo sé; cuando discurre, discurre mejor que nadie… pero no está en caja. Esa sí que me dará guerra. Las otras tienen sus adoradores, como es natural que los tenga a su edad una muchacha; se despepitan por galas, por diversiones, por lo que alborota a todas las chicas del mundo; están dentro de su edad, dentro de su sexo, se ajustan a las leyes de la sociedad y de la naturaleza… Feíta… con dolor lo declaro… es un monstruo, un fenómeno aflictivo y ridículo, y si Dios no lo remedia… Ha hecho cuanto cabe para salir de su esfera y del lugar que Dios la ha señalado; como si fuese un hombre, ha leído los libros más perniciosos; ha desgarrado velos que conviene a toda señorita respetar, y por efecto de sus disparatadas lecturas y de sus atrevidos estudios, piensa, habla y quiere proceder como procedería una mujer emancipada, y temo que por ella, ¡por ella, sí, y no por las otras criaturas! vamos a ser la fábula de la población. Ahora se le ha metido en la cabeza el mayor de los absurdos: pretende, fundándose en el supuesto de que las mujeres deben ganarse la vida lo mismo que los hombres, dar lecciones a domicilio a los chicos, prepararlos para el bachillerato… ¡qué sé yo! Delirios todo. ¡Y para esta hazaña, quiere salir sola, ir sola adonde se le antoje, volver a la hora que le acomode, disponer de lo que gane, y por este estilo! ¡Ay, D. Mauro! Si en un momento supremo seré capaz de alguna valentía, como le dije a V. antes, me falta fuerza de voluntad para sosegar a diario este gallinero… ¡Pobre Ilduara! ¿Por qué te perdí tan pronto? ¡Hágase V. cargo de mi situación: que Feíta se me vaya por ahí… precisamente cuando el tal gobernador, desde que entró en casa, parece que no tiene ojos sino para ella!

Acertaba D. Benicio: todas las noches que el gobernador concurría a la tertulia, buscaba la conversación y el lado de la extravagante, discutía y bromeaba con ella, y no la soltaba un minuto. Yo había advertido lo que juzgué capricho momentáneo del hombre doble, pero al decírmelo el padre, me pareció que podría ser tenebroso y siniestro plan contra una virtud ya tan puesta en riesgo por las atrevidas lecturas y las genialidades de la muchacha. Y sentí un interés repentino, un deseo de contribuir a salvarla, que me impulsó a decir a Neira:

—Cuente V. conmigo para seguirle la pista al galán. Le tendré a V. muy sobre aviso. Y a Feíta, prohíbala V. redondamente que salga. ¡Carácter, carácter! Yo la aconsejaré. ¡No faltaba otra cosa!

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