Mientras que la música, el amor y el regocijo habían reinado en lo interior del espléndido salón del teatro, la tempestad y los relámpagos habían surcado el cielo, y la lluvia había casi anegado las calles de la ciudad. Cuando Arturo salió del baile, los primeros rayos del sol comenzaban a disipar los negros nubarrones que durante la noche habían reposado sobre los edificios. El azul de las montañas con que termina la vista de las hermosas y rectas calles de México, estaba limpio y brillante, y por la cima de las mismas montañas asomaban los rayos de la luz nacarada de la aurora, que teñía de oro y de gualda las nubes que iban alejándose precipitadamente.
Las calles estaban mojadas, el viento húmedo y penetrante; muchas de las casas cerradas y silenciosas. Se veía una que otra anciana que salía de la puerta de su casa, o los criados y artesanos que, envueltos en sus largos sarapes, se dirigían a sus quehaceres. Se escuchaba el sonido de dos o tres campanas, que llamaban a misa, y a este sonido pausado y religioso se unía sólo el mugido de las vacas, que se ordeñan todos los días en las plazas de la ciudad.
El silencio, el frío, las misteriosas campanas que llamaban a los fieles a la oración de la mañana, el cansancio y la irritación febril que produce una noche de orgía, hicieron nacer en el alma de Arturo otro género de ideas. Al salir por las gradas del vestíbulo se desvaneció el prestigio y la fascinación que se apoderaron de él pocas horas antes, cuando entró por ese mismo vestíbulo iluminado con luces de colores y embalsamado por los aromas de las flores. Además, las últimas palabras de Rugiero lo habían desencantado de tal manera, que apenas hacía una noche que había entrado en el torbellino del mundo y sentía ya cansancio y fatiga.
—¡Miserable farsa! ¡Infame comedia la que se representa diariamente en la sociedad! —dijo entre sí y estregando con cólera la flor que Aurora le había dado, y que tenía prendida en su casaca—. Si esta mujer —continuó echando a andar maquinalmente por la calle— me amara, sería el hombre más feliz de la tierra; pero es ligera, frívola… y hermosa como un ángel, por mi desgracia.
Arturo, como arrepentido, comenzó a componer cuidadosamente las hojillas de la rosa que hacía un instante había maltratado.
—Y al fin de una maldecida diversión de éstas, ¿qué otra cosa queda sino hiel en el corazón y cansancio en el cuerpo? ¿Qué hace un joven apasionado de una mujer que ríe y que baila y que se vuelve una loca, sin hacer caso de otra cosa? Pero ¿y la flor y sus sonrisas… y el desafío? Ahora me pesa este compromiso; combatir y matar a un hombre por un insignificante pedazo de listón, es horroroso.
Arturo sacó el trozo de cáliga; lo miró un momento y lo acercó a sus labios.
—¡Oh!, el pie que ha ligado este listón es divino. Aurora me ama, no hay remedio o, mejor dicho, yo la adoro como un insensato. Sí, combatiré con el capitán, me fastidia, lo aborrezco con toda mi alma. Si le mato, me fugaré; me iré a Europa de nuevo. Si él me mata… mejor… la vida me es odiosa. Pero dejemos estas ideas tristes, lo que me importa ahora es dormir, y de aquí a la tarde hay diez horas de tiempo.
Iba distraído Arturo con los pensamientos tumultuosos y encontrados que agitaban su mente, que no advirtió que se había desviado del rumbo de su casa; y tal vez hubiera vagado por toda la ciudad si, al voltear una esquina, no lo hubiera sacado de su enajenamiento una voz tímida y temblorosa que dijo:
—¡Señor, una limosna!
Arturo volvió la cara y se encontró con una mujer tapada con un rebozo y unas enaguas blancas y delgadas, cuya vejez, a pesar de su aseo, se podía notar. Incómodo de verse así interrumpido en sus cavilaciones y detenido en su marcha, desvió con la mano a la mujer y con voz brusca contestó:
—¡Vaya a trabajar, y no moleste!
Un ligero sollozo salió involuntariamente del seno de la pobre mujer y con voz más fuerte dijo:
—¡Señor, mi madre y mi padre se mueren de hambre!
Había un no sé qué de profundamente doloroso y verídico en el acento de esta mujer, que Arturo se detuvo y, acercándose a ella, le dijo:
—¿Dónde están tus padres?
La mujer descubrió hasta la mitad su cara. Arturo quedó un momento confuso y sorprendido al notar que la miserable limosnera parecía un ángel.
—Bien, socorreré a tus padres, niña —le dijo Arturo—, pero deja que vea bien tu rostro; pareces muy hermosa.
La muchacha, con uno de esos movimientos admirables y divinos del pudor, cubrió un poco más su cara y sólo dejó contemplar al joven dos hermosos y apacibles ojos azules, de donde rodaban lentamente dos lágrimas, que brillaban como dos diamantes, en la seda finísima de sus mejillas. Una que otra madeja, de pelo rubio y brillante como el oro, se escapaba de entre el rebozo, y caían sobre una frente tersa, limpia y de la más pura encarnación. La pálida luz de la mañana daba más poesía y más interés a la fisonomía de esta pobre muchacha.
Arturo, preocupado contra el mundo y contra la sociedad, dijo entre sí:
—¡Vamos!, esta muchacha vale más, con sus pobres harapos, que todas esas coquetas vestidas de seda con quienes he bailado esta noche. Aunque probablemente la enfermedad de su padre y de su madre serán una fábula. Todo es mentira y engaño en este mundo… Pero ¿qué pierdo en seguir esta aventura? Sepamos dónde vive.
Y luego, volviéndose a la muchacha, le dijo:
—Perdona, niña, que te haya tratado con dureza; pero te creía una de esas mujeres ociosas y perdidas que vagan por las calles. Conozco que efectivamente tienes necesidad. Toma.
Arturo sacó de la bolsa un peso y lo dio a la muchacha.
—¡Cáspita! —dijo Arturo entre sí—, un par de duros se pueden gastar por ver la mano de esta criatura.
En efecto, al tomar la moneda de plata, había sacado la pobre limosnera una manecita rosada, perfectamente pulida y con unas uñas de rosa transparentes y delicadas.
—¡Señor —dijo la muchacha—, Dios recompensará a usted esta caridad!
—¿Podrías decirme tu nombre, criatura? —le interrumpió Arturo.
—Me llamo Celeste.
—¡Celeste!
—Sí, señor.
—Hermosísimo nombre. Positivamente eres celestial, niña.
La joven volvió a cubrirse con su rebozo y dijo tímidamente a Arturo:
—Señor, mis padres aguardarán que yo les lleve de comer. Dios haga a usted muy feliz.
Celeste dio la vuelta, y echó a andar. Arturo fingió tomar el camino opuesto; pero luego que la muchacha se alejó un poco, comenzó a seguirla por la acera opuesta.
—¡Vaya!, nueva aventura tenemos —decía Arturo mientras iba contemplando las magníficas proporciones de la muchacha, que si no se descubrían, se adivinaban fácilmente, merced a su pobreza, que le impedía usar esa multitud de ropa y de armazones con que hoy se usa disfrazar las más grandes imperfecciones de la naturaleza.
—Esta muchacha será probablemente una de tantas miserables que buscan en el vicio su modo de vivir. ¡Es una lástima!, su rostro es como su nombre… Pero puede ser que me equivoque; su acento, las lágrimas que caían en sus mejillas, su aire de recato… ¡Bah!, soy un tonto. Las mujeres se pintan en eso de hacerse gazmoñas e inocentes; y esto lo aprenden todas sin maestro, y antes que el abecedario. Sea lo que fuere; yo quiero desengañarme, y aunque estoy rendido de sueño y de fatiga, no quiero perder la oportunidad de saber dónde vive esta perla del pueblo, esta flor de los sucios y asquerosos barrios de México. Por Dios que, con su vestido pobre, es acaso más linda que todas las que estaban en el baile.
Mientras estas y otras reflexiones hacía Arturo, habían andado varias calles, torcido otra y se hallaban la muchacha y su galán, en unos de esos lugares de México que se llaman barrios, y los cuales apenas se puede creer que forman parte de la bellísima capital, reina de las Américas. No hay en ellos, ni empedrados, ni aceras; inmundos albañales ocupan el centro de la calle; y por toda ella está esparcida la basura y la suciedad, lo cual hace que la atmósfera que allí se respira sea pesada, fétida y, por consecuencia, altamente perjudicial a la salud.
Las casas presentan el mismo aspecto de abandono: unas son de adobe, otras de piedra volcánica, color de sangre o de ceniza; pero todas sin aseo exterior, sin vidrieras en las ventanas, sin cortinas en lo interior. Frente de estas habitaciones frías y tristes hay algunos edificios arruinados, o por los temblores o por los años y la incuria de los dueños. Se ve un lienzo de pared en pie, queriéndose desplomar; algunas vigas podridas medio caídas; los marcos de las puertas comidos por la polilla, y brotando la hierba de las hendeduras. Tal vez del piso bajo de esas casas se ve salir una nube de humo; y si el curioso asoma la cabeza al interior, verá unas paredes negras y cubiertas de telarañas, unos hornos o braseros, y algunas mujeres con unas enaguas azules hechas pedazos, muy afanadas en hacer tortillas o atole.
En cuanto a la población que habita por lo común estos barrios, no puede decirse sino que está en armonía con los edificios. Cruzaban como unas sombras varios personajes envueltos en una luenga tela cuadrada de lana de colores o blanca, que se llama frazada; un sombrero de palma, de una ala muy ancha, cubre su cabeza, que oculta parte de su cara bronceada, y que es más imponente y rara, porque a veces está oscurecida por un negro bigote o por grandes madejas de pelo negro y desordenado que caen sobre las mejillas. Un ancho calzón de manta blanca, y a veces unos burdos zapatos, completan el traje de esta gente, que se llaman léperos y que son siempre el objeto constante de la crítica de los extranjeros.
En la puerta de esas habitaciones sucias y miserables que dan a la calle, y que se llaman accesorias, hay a veces multitud de muchachos casi desnudos y revolcándose en el polvo de la calle, o entre las esteras que sirven de lecho a la familia. Dar una idea más exacta de la falta de policía, del desaseo, de la corrupción de algunos de esos lugares de México, sería fastidiar al lector y causarle acaso una repugnancia que debe evitar todo el que tiene por oficio escribir para el público.
Estas líneas son dirigidas a las personas influyentes en la sociedad y en el gobierno. ¿Por qué no se organiza una policía?; pero no una policía altanera e inútil, como la que hace años hay en la ciudad, que oprime y ultraja a los pobres indios y a las gentes pacíficas que se dedican a vender frutas u otros artículos de comercio, sino una policía preventiva que vigile por el hombre honrado; que aceche al ladrón y al asesino, sin incomodar con su presencia; que lleve a la escuela a esos pobres niños desnudos, que pasan todo el día en el fango de las calles; que vigile al vago y al ratero, que viven en esas tabernas llamadas pulquerías; que no arranque de su trabajo al labrador y al artesano para filiarlo en un regimiento, y enviarlo después a la costa a perecer de vómito o de fiebre; que en vez de llevar a una prisión indecente a ciertas mujeres desgraciadas, indague si la miseria, o tal vez la sórdida y criminal ambición de las familias, las ha conducido a la prostitución y al abandono.
¿Pero quién es capaz de comprender que la policía organizada de esta manera, es además de un deber que tiene indispensablemente que cumplir cualquier gobierno republicano, o monárquico, una obra de caridad? ¿No es caridad el darle a un niño, con la educación, un porvenir acaso de felicidad despertando sus buenos sentimientos e inspirando a su mente otro género de ideas? Qué, ¿no es caridad el quitar de una carrera de vicio a una pobre muchacha, que tal vez sería una madre tierna y una buena esposa? Qué, ¿no es caridad el libertar a la sociedad de hombres que no tienen ocupación y que viven a expensas de ella? Qué, ¿no es caridad proteger al artesano, al labrador, al ciudadano pacífico, asegurándole su vida y sus propiedades, tanto dentro como fuera del hogar doméstico?
Si los hombres se necesitasen unos a otros para auxiliarse de esta manera ¿se reunirían en sociedad? Y una vez reunidos, si no gozan de estas ventajas ¿qué han ganado? Reunirse en sociedad para ser robado al volver una esquina; para ser víctima de un asesino durante las horas de reposo y de sueño; para ser registrado por los guardas y alcabaleros; para ser arrancado de su casa y de su familia, y puesto a las órdenes de un cabo tiránico, cuyo lenguaje es la vara; reunirse en sociedad para que los bandidos impunemente asalten la casa en que se vive, la diligencia en que se camina…
¡Oh!, vale más por cierto la existencia bárbara de las tribus errantes. Es menester no cansarse en discutir teorías sobre las formas de gobierno; mientras no se examine con madurez y conciencia la organización de los ramos particulares, cuyo conjunto forma la máquina social, que da a los ciudadanos de un país seguridad, bienestar y por consecuencia felicidad, nada se habrá hecho sino perder el tiempo. ¿Dónde está en México la policía que persigue al malvado y protege al hombre quieto y laborioso? ¿Y no debería pensarse diariamente en organizarla?
¿No se juzga que es un asunto tan importante, el mejorar la condición de esa clase, única acaso en el mundo, que existe en México conocido con el nombre de léperos? ¿Puede creer nadie, que tenga siquiera sentido común, que México llegue a merecer el nombre de país civilizado, mientras los extranjeros que nos observen y visiten no vean al pueblo ocupado, los caminos seguros, la gente aseada y sin esos vicios asquerosos que tanto le degradan? ¿Qué viajero, que no sea un filósofo y un hombre profundamente observador, podrá conocer que debajo de la mayor parte de esos sucios y rotos harapos, que medio cubren a la plebe de la república, laten unos francos y buenos corazones, que no necesitan más que una acertada dirección para encaminarlos al bien y al trabajo?
En el momento en que escribimos estas líneas, la reacción del partido aristocrático se trata de efectuar. Sea enhorabuena; nosotros no somos del número de los que quieren ver los destinos de la nación en manos de hombres sin educación y sin capacidad. Pero todo ese partido aristocrático, que ahora asoma su cabeza con impunidad y con descaro, ¿tiene los elementos necesarios para hacer bienes positivos, para atender a la mejora material del país? Sobrepóngase y entronícese enhorabuena; pero que obre bien; que mejore la condición de ese pobre pueblo a quien todos halagan pero a quien ninguno beneficia, porque de lo contrario vendrá un día en que, pálidos y temblando, caerán de rodillas, cuando ese pueblo los llame a un juicio terrible y les diga: «Ricos orgullosos, aristócratas sin talento ¿qué habéis hecho por mí?»
Mas concluyamos este pequeño sermón, convencidos de que no hemos de lograr con él ni aun divertir a los lectores, y volvamos a nuestro personaje, que al cruzar por esos callejones y notar las cosas que arriba hemos rápidamente descrito, interrumpía sus pensamientos amorosos para preguntarse a sí mismo: ¿cómo en un país cuyo pavimento es de oro y de plata había tanta miseria? ¿Y cómo, mientras los lisonjeros cortesanos gastaban miles de pesos en adular a un magnate, tanto infeliz se levantaba con los rostros pálidos y cadavéricos… quizá de hambre?
Todos estos rápidos pensamientos filosóficos, por el estilo de los que hemos querido estampar, al llevar a Arturo por un barrio, acabando de salir de un baile espléndido, no impidieron que perdiese de vista a la gentil muchacha; ésta entró efectivamente en una casa cuya apariencia no era por cierto mejor que la de las de que hemos hablado. El frente era de adobe; el antiguo color blanco y rojo con que estaba pintada la fachada, había caído con la lluvia y el sol, y sólo podía reconocerse por algunos manchones que habían quedado.
Una angosta puerta daba entrada al interior, y sobre ella había dos balcones de unos marcos apolillados con tres o cuatro vidrios opacos, y una ventanilla que parecía más bien la de un calabozo. En los pisos bajos, había destruidos aposentos, cuyas puertas amarillas con el humo estaban cubiertas en su mayor parte con estampas de santos detestablemente grabadas. En el centro del patio se hallaba una fuente de agua limpia; en las puertas de los cuartos algunos muchachos casi desnudos, y mujeres de enaguas con el cabello desordenado, barriendo o sacudiendo sus lechos y su ropa.
Arturo permaneció frente de la puerta de esta casa. La muchacha entró en ella; volvió a salir y finalmente regresó al poco rato, con unas ollas y una canastilla de pan.
En vez de las lágrimas que empañaban sus lindos ojos, cuando encontró al petimetre, se notaba en ellos la alegría y el júbilo. Arturo, que no perdía ninguno de estos movimientos, notó que ya triste, ya alegre, tenía la fisonomía de un ángel. Todo el mundo sabe que un joven alegre, con dinero y aficionado a estos lances, no deja escapar una perla semejante, por más oculta que esté entre la desnudez y las miserias de la plebe.
El joven, pues, olvidando a Aurora, a Teresa y a las otras muchachas que habían ocupado su atención en el baile, entró a la casa en pos de la desconocida. Su corazón abrigaba proyectos no muy virtuosos, su mente estaba llena de peligrosas ilusiones; su imaginación, ocupada enteramente con la belleza de la joven, no recordaba su desgracia.
Arturo tocó la puerta del cuarto de Celeste; ésta, inclinada en un brasero donde calentaba algunos alimentos, respondió maquinalmente:
—Adentro.
Arturo entró y se quedó de pie, a poca distancia del umbral. Las paredes del cuarto estaban negras y húmedas; el pavimento era de vigas podridas y desiguales; ningunos muebles se veían en el cuarto. En un rincón estaba un bulto acostado, y en el otro se reconocía la figura pálida y cadavérica de un hombre medio reclinado en la pared. Los lechos de estos infelices eran unas tarimas cubiertas con frazadas; una lanza, junto a la cama del enfermo, y algunos trastos perfectamente limpios, eran las únicas cosas que allí había.
Arturo en un momento sintió cambiado su corazón. El aspecto triste de dos enfermos en tanto abandono y miseria; la atmósfera húmeda y pesada de la habitación, y la vista de Celeste, tan resignada y tan hermosa, prodigándoles consuelos como un ángel, le hicieron penetrar la situación y la santa verdad de la joven.
—¡Vaya! —dijo entre sí—, sería una cobardía imperdonable el seducir a esta muchacha y quitarles a estos infelices el único amparo que Dios les ha concedido en medio de su infortunio. Cambiemos de ideas y obremos de otro modo.
Celeste, entre tanto, había acabado de calentar el alimento, y levantándose de la postura en que estaba, vio al joven y dio un ligero grito de sorpresa; mas recobrándose al instante, se dirigió cerca de los dos enfermos, y volviéndose hacia Arturo, con un dedo puesto en la boca en señal de silencio, le dijo en voz baja:
—Duermen, señor, y por Dios le ruego que se vaya antes que despierten.
—¿Y por qué, Celeste? —le dijo Arturo en voz baja.
—Porque mi pobre padre se asustaría de verme llegar con una persona así… decente como usted.
—¿Es tu padre, Celeste?
—Sí, señor, y mi madre es la enferma que duerme en el otro rincón. Está moribunda; poco vivirá ya, y a veces ni me conoce.
—¡Pobre muchacha! —dijo Arturo a media voz mirando que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de Celeste.
—Dios os llene de bendiciones y os haga muy feliz —continuó la joven, limpiándose los ojos—. Siempre me acordaré de que mis padres vivirán algunos días más por la caridad de usted; pero ya le he dicho… las vecinas van a hablar de mí, y mi padre… No diga usted que soy desagradecida… váyase.
—Mira, Celeste —le respondió Arturo— cuando me interrumpiste el paso creí que eras una mujer perdida, y te seguí por curiosidad, pero ahora me inspiras compasión. Eres una buena muchacha que cuidas a tus padres, que haces el sacrificio infinito de pedir para ellos, y esto merece mucho. Seré tu protector, y ni aun te pediré que me saludes en cambio; pero quiero que tus padres vivan algunos días más, y que tú seas menos infeliz. Esperaré, pues, que despierte tu padre.
Celeste, que no esperaba oír este lenguaje, clavó sus ojos en el joven con una expresión indecible de gratitud, y le tendió maquinalmente su mano. Éste no se atrevió a acercarla a sus labios y sólo la estrechó contra su corazón. Sintió con este solo acto un placer, si no tan vivo como el que experimentaba cuando bailaba con Aurora, sí más puro e inefable. Era la sencilla expresión de gratitud de una hija del pueblo, y no la falsa coquetería de una niña de la aristocracia.
—¿Hablabas, hija? —dijo el anciano cambiando penosamente de postura.
—Sí, padre —dijo la muchacha— daba las gracias a este señor que nos ha socorrido hoy. Aquí está el alimento.
—¡Caballero! —dijo el anciano suspirando—, será…
—¡Oh!, no tenga usted cuidado alguno; es un señor muy desinteresado y muy bueno. Háblele usted a mi padre; acérquese usted —continuó la muchacha, empujando suavemente a Arturo.
—La desgracia de ustedes y la virtud de esta niña son muy respetables, y no pienso más que en hacerles el bien que me sea posible.
—Hay mucha corrupción y mucha maldad en el mundo, caballero. Si de corazón quiere usted hacernos algún beneficio, Dios se lo pagará; si, por el contrario, hace usted mal a mi pobre hija, no haría usted más que abusar de la desgracia de un viejo moribundo, que no puede protegerla y no debe apelar sino a Dios, a quien cree justo, a pesar de los martirios que ha ordenado padezca en esta vida.
La voz del anciano, aunque apagada, tenía cierta solemnidad, cierta ternura religiosa. ¡Qué había de hacer en efecto, un pobre padre tirado en una cama, más que confiar a Dios la virtud de su hija y reclamar para el que fuese su seductor un castigo del cielo! En estas situaciones supremas de la vida, cuando no hay que esperar sino la ingratitud y el crimen, es cuando el corazón del hombre reconoce que hay un Ser superior a todas las miserables criaturas del mundo, a quien se necesita pedir y en quien se debe esperar únicamente.
Arturo tenía un nudo en la garganta.
La muchacha le acercó la única y desquebrajada silla que había, y le hizo sentar junto a la cama del anciano; luego tomó una taza con el alimento y una cuchara de madera, y ambas cosas las presentó a su padre, diciéndole con una voz sonora y cuya armonía resonó en lo íntimo del corazón del joven:
—Padre, este desayuno se lo debemos, después de Dios, a este señor. Pida usted por él, como yo lo haré a Nuestra Señora de los Dolores. Yo le deseo que tenga mucho dinero, que sea muy feliz, y que si se halla en una pobreza como la nuestra, todos hagan con él lo que hoy ha hecho con nosotros.
Acabando Celeste de decir estas palabras, hizo a su padre una muequilla cariñosa, dándole en la boca una cucharada del atole que contenía la taza, y clavando después una mirada triste en Arturo, murmuró a media voz y señalando al anciano:
—¡Pobrecita!, me quiere mucho.
—He aquí la naturaleza —dijo Arturo entre sí—, en verdad que me ha conmovido esta escena, más de lo que yo creía.
—Lo que yo he hecho hoy, no es nada —continuó en alta voz— y sólo estaré satisfecho si alivio en algo tu suerte y la de tus padres. Como mis ocupaciones podrán impedirme el venir en muchos días, quiero que entretanto no padezcan ustedes.
Arturo metió mano a sus bolsillos y sacó una porción de monedas de oro y plata, que puso debajo de la cabecera del enfermo, sin que éste ni su hija advirtiesen la cantidad de la limosna. Ni el anciano ni su hija pudieron dar las gracias sino con una mirada. ¡Cuánta gratitud se encerraba en esta demostración muda, pero elocuente!
—Celeste, vivo en la calle de… —continuó Arturo—, mi madre es una señora llena de virtudes, que está siempre dispuesta a socorrer a los desgraciados. Ocurre a ella por cuanto te haga falta; no habrá necesidad de que me veas, para que de esta manera no pierdas tu reputación y este anciano esté tranquilo.
—Mucho tiempo ha pasado sin que hayamos tenido más que miserias y desengaños —dijo el enfermo— pero hoy moriré resignado y con una idea menos mala del mundo, gracias a usted.
Habiendo concluido Celeste de dar el alimento a su padre, fue adonde estaba la madre a despertarla y a hacer igual cosa con el mismo cariño y amor, llenándola de caricias y besando sus descarnadas manos.
Arturo pudo notar, cuando la madre despertó y su hija le descubrió la cara, que no era mujer de mucha edad; pero su extremada palidez, sus ojos hundidos y sus labios blancos le daban un aspecto terrible. No era una calavera de las que se encuentran en los cementerios, sino una calavera que tenía movimientos lentos, pausados, como si la muerte, temerosa de dar a Celeste un pesar, hubiese querido ir quitando poco a poco la vida y la acción a las partes de este cuerpo.
Cuando la muchacha acabó de dar algunas cucharaditas de alimento a la enferma, la besó la frente, la abrigó de nuevo con las ropas de la cama, y volviéndose al joven dijo:
—Mi pobre madre no habla, ni oye y apenas puede moverse. Todos los miembros de su cuerpo están sin acción. Si usted viera, cuando le doy alimento, o le hago cariños, me mira y sonríe conmigo. ¡Pobrecita!
Arturo no tenía idea de una virtud y de una resignación semejantes, y juzgaba ya con más indulgencia al mundo desde que entró en la infeliz habitación de Celeste.
—Es menester —dijo entre sí— completar la obra.
Y luego en voz alta y dirigiéndose a la muchacha:
—Esta tarde vendrá un médico, y enviará mi madre una mujer para que le acompañe, y algunas sábanas y ropa.
Una lágrima se desprendió de los secos y empañados ojos del enfermo, y rodó por su mejilla húmeda y amarillenta.
Celeste se arrojó a los pies de Arturo, le tomó una mano y se la besó humedeciéndosela con su llanto.
—¿Qué haces, niña? —le dijo Arturo mortificado—, levántate. Debes darle gracias a Dios y no a mí. Soy calavera y disipado, pero no puedo ver con indiferencia estas miserias. Lo que yo dé a ustedes, ninguna falta me hará; y, por otra parte, yo sé que doy con esto a mi madre un verdadero placer. En recompensa, sólo quiero que me diga usted, pobre anciano el motivo de que se vea en esta situación.
—Celeste —dijo el viejo a su hija— retírate, mientras satisfago el deseo de este excelente caballero. Es muy justo, pues querrá saber si da su limosna a gentes honradas y que la merezcan.
Celeste aprovechó esta ocasión para tomar alguna ropa y salir al patio a lavarla en los lavaderos que cercaban la fuente.
El anciano comenzó a hablar.
—Cuando la guerra de Independencia, era yo un joven de veinticinco años. Mis padres habían muerto un poco antes, dejándome dueño de una finca de campo, que me daba lo necesario para mantenerme decentemente. Con todo y esto, estaba fastidiado y triste, a causa del pesar, pues yo amaba mucho a mis padres. En cuanto tuve noticia del pronunciamiento en Dolores, dije para mí: «¡Vaya!, ésta es una oportunidad de salir de penas; y yéndome a la guerra, o me distraigo o me matan, y de todos modos gano». Además, yo era mexicano, y no sé qué cosa sentía dentro de mi corazón, que me decía: Anselmo, ve y combate por tu patria.
»Dejé mi hacienda al cuidado de un viejo honrado; armé algunos mozos y, tomando el dinero que tenía disponible y mis mejores caballos, marché a reunirme con el cura Hidalgo. En Celaya me uní a él, y marchamos sobre Guanajuato. Usted habrá oído contar las crueldades que se cometieron y la sangre que se derramó en la toma de Granaditas. Me disgusté mucho, y concebí un horror invencible a la guerra; con las costumbres pacíficas y sencillas del campo, no podía habituarme a otro género de vida tan diverso. Retiréme, pues, con mis mozos, y encontré que mi buen viejo había cumplido con su obligación, y que mis cortos intereses no habían sufrido daño alguno.
»Poco tiempo duró mi tranquilidad. Conocido yo por insurgente, e inclinado siempre mi corazón a sostener la causa de mi país, los vecinos envidiosos comenzaron a perseguirme. Una noche, cuando descansaba tranquilamente, oí el galope de muchos caballos, y a poco una descarga de pistolas y el ruido de los sables, me convencieron de que estaba rodeado de enemigos. Salté de mi cama, tomé mis armas y salí gritando a mis sirvientes. Éstos, a la cabeza del buen mayordomo, combatían como unos hombres; pero los realistas eran muchos y al fin tuvimos que huir; dejando gravemente herido a mi valiente viejo, yo me dirigí por detrás de las trojes, y gracias a un hermoso alazán que montaba, logré escapar de mis enemigos, que me persiguieron más de cuatro leguas.
»Errante ya, sin gozar de seguridad en mi casa, no me quedó otro partido que tomar que irme a juntar de nuevo con el generalísimo. Corriendo mil riesgos y padeciendo fatigas inauditas me reuní con los insurgentes la víspera de la batalla del Puente de Calderón. Usted sabe lo desgraciada que fue para la causa de la Independencia esa acción. Yo luché como un león; me metí en lo más reñido de la pelea, y caí cubierto de heridas. Una bala me había atravesado un brazo; la espada de un realista había partido mi cabeza; una nube sangrienta empañó mi vista; un calofrío de muerte recorrió mi cuerpo, y apenas tuve tiempo para implorar con una palabra la misericordia de Dios; perdí el conocimiento.
»Cuando volví en mí, halléme en una buena cama, con un médico en mi cabecera y rodeado de gentes, entre ellas una muchacha hermosa y que me pareció el ángel de mi guarda. Tres meses dilató mi curación, al cabo de los cuales, habiendo recobrado un poco las fuerzas, traté de despedirme; pero la familia me instó para que permaneciera algún tiempo más. Inútil es decir a usted que yo me quedé, porque amaba a la muchacha. La había visto a mi cabecera, y en los momentos de delirio y de dolor siempre se habían encontrado mis ojos con los ojos llorosos de Paulita, que así se llamaba. Los amores siguieron, yo fui más adelante de lo que debía: la pobre muchacha me amaba tanto, que nada podía negarme.
»Yo quería casarme con ella; pero necesitaba saber si conservaba algo de mis intereses. Así es que partí para mi hacienda: la encontré arruinada, sin aperos, sin animales, sin nada. Yo no tenía dinero para aviarla; así es que mi desesperación fue grande al verme privado, por causa de los realistas, de casarme con la pobre Paula. Por lo pronto no abrigaba deseos de venganza. Sin apearme del caballo, seguí mi camino para buscar una partida de insurgentes con quienes reunirme. Vagué mucho tiempo por toda la Tierra-Adentro, reunido con algunas guerrillas, y teniendo cuidado de visitar de cuando en cuando a Paula y a su familia, esperando nomás que el país tuviese alguna quietud, y yo un poco de dinero para efectuar mi casamiento.
»En esto pasó tiempo y apareció al frente de la insurrección el gran Morelos. Inmediatamente me reuní con él, y durante algún tiempo me olvidé de Paula y de mis intereses, y no pensé más que en mi patria. El general supo infundirme tal entusiasmo, que rayaba en locura. Era el general Morelos de un carácter suave, al mismo tiempo que enérgico; sabía hacerse amar de sus amigos, obedecer de sus inferiores, y temer de sus enemigos; sereno en los peligros y atrevido en sus empresas, no perdió nunca esa bondad de corazón con los vencidos y con los desgraciados. Parece que estoy oyendo su voz y mirando su semblante grave, reflexivo e igual, ya en los peligros, ya en la fortuna. Yo lo amaba como a un amigo y lo respetaba como a un valiente. Por su parte, le merecí la mayor confianza; y en el sitio de Cuautla me regaló esta lanza, que usted ve aquí (que no he querido vender a pesar de mis necesidades) por yo no sé qué friolera que hice, que le agradó.
»Como asistí a la derrota del general Hidalgo, también fui testigo de los últimos momentos del más valiente y del mejor de los mexicanos. Disfrazado y confundido entre la multitud bebiéndome las lágrimas como si fuera una mujer, vi sus agonías y maldije a sus infames asesinos. Una vez que perdí a mi general, me consideré como solo y aislado en el mundo; y me pareció que nada me podía consolar ni volver la dicha.
»Recordé que tenía una obligación de conciencia con qué cumplir, y corrí a Guadalajara en busca de Paula. Mis diligencias fueron vanas: pregunté, indagué todo lo que pude, y sólo logré saber que había salido de la ciudad hacía un año.
»—Bien —dije para mí—, ahora que completamente estoy solo en el mundo, y sin esperanza de felicidad, es menester hacerme matar.
»Fuime, pues, a las montañas del Sur con el valiente general Guerrero; pero el clima me perjudicó: mis heridas volvieron a mortificarme, y vagué enfermo de pueblo en pueblo por toda la Tierra-Caliente. Cuando el general Iturbide proclamó el Plan de Iguala, yo estaba más aliviado; me di a conocer con él; puso en mis hombros las divisas de capitán, y entré a México ostentando el premio de mis fatigas; de veras estaba yo orgulloso, pero no tan contento como cuando estaba junto al general Morelos.
»Después, no habiendo querido mezclarme en las intrigas contra el emperador, permanecí aislado, sin lograr, por supuesto, ningún ascenso, ni que me devolvieran mi hacienda, que estaba en manos extrañas.
»No cansaré a usted con la relación poco interesante de lo que me sucedió desde esa época, hasta el año de 1828. Como era hombre solo y sin ninguna clase de obligaciones, no me faltó qué comer. El desgraciado mes de diciembre, cuando la revolución de la Acordada, era yo todavía capitán, mientras otros, que no habían ni siquiera olido la pólvora eran coroneles y aun generales; pero esto no es del caso ahora, sino lo que referiré a usted.
»Pasaba con algunos dragones por una calle donde la plebe se arrojaba furiosa a saquear; un lépero se pone a dar golpes a una puerta con un martillo; a poco se reúnen otros, y con palos y hachas continúan la operación hasta que logran romperla. Una joven y una anciana salen al balcón despavoridas, dando gritos y pidiendo auxilio. Alzo la cara y reconozco a Paula y a su mamá. En el acto disperso a la plebe con la tropa; subo y me encuentro en los brazos de aquella mujer, que si no era joven y linda, como cuando la vi por primera vez, vivía en mi memoria con el recuerdo de los tiempos de mi juventud, de mis aventuras y de mis desgracias.
»Como debe usted figurarse, me casé con ella al poco tiempo. Ella tenía algunos bienes; yo sabía buscar la vida; así, cuando después de un año nació esta criatura tan linda, que usted conoce, y a quien por su belleza puse el nombre de Celeste, poseíamos, si no riquezas, al menos las mayores comodidades posibles. Pedí, pues, mi retiro, y no molesté más a los gobiernos, pidiéndoles paga y ascensos, y fui feliz algunos años, los únicos de mi vida.
»Pero ¿qué quiere usted?, la fortuna es ingrata; yo tenía varios giros, pero los dependientes que tenía se malversaron, y de la noche a la mañana me vi sin nada. Se empeñaron primero algunas alhajas; se vendieron poco a poco los muebles; después la ropa; después nos redujimos a una casa de vecindad; y, por fin, me fue preciso ocurrir a la Comisaría a cobrar mi retiro, que jamás me pagaban. Mi mujer se bebía las lágrimas en secreto, al ver mi aflicción; yo pasaba las noches en vela, pensando que la miseria aguardaba a mi pobre hija, que, llena de gracias, iba creciendo y desarrollándose como las flores de los campos.
»Tras de la pobreza vienen forzosamente las enfermedades. Mi mujer, mi Paula, que es la infeliz que tiene usted tirada allí, fue la primera que cayó mala de una parálisis de todos los miembros; y como yo no tenía dinero, jamás he logrado que los médicos la asistan con cuidado. Hoy ya no tiene remedio; y de un día para otro se morirá… Tendré un placer, porque en el estado en que está me parte el corazón; además, se irá sin duda al cielo, y rogará por su hija…
»Algunos días, y como postrer recurso, iba yo a Palacio a hacer diligencias de que me pagaran algo; pero, Dios libre a usted de verse en tal situación: el Ministro de Hacienda, seguido de una cauda de agiotistas y de pretendientes, apenas se dignaba mirarme, y cuando fijaba la atención en mí, era para decirme con voz áspera: “No hay; no tengo; todo se lo lleva la guarnición”.
»Al atravesar los patios, multitud de capitanes, de coroneles, vestidos elegantemente, y que ni idea tendrían probablemente de lo que es la campaña y el servicio militar, miraban con desprecio mi viejo uniforme y mis ennegrecidas divisas. Pero, ¡vive Dios!, que era el mismo que llevaba yo al lado del general Morelos. Me retiraba a mi casa lleno de rabia y sin haber conseguido ni un centavo. Un día, agobiado y sufriendo de mis heridas, necesité compañía y llevé a Celeste. Entré a Palacio y noté que todos me saludaban; entré a la Comisaría, y el viejo portero se puso en pie para abrirme paso; en la oficina todos me rodearon, todos se interesaban por mi salud y mis desgracias.
»Uno, se ofreció a ponerme el recibo; otro dio papel; otro, contó el dinero; otro, llamó al cargador; todos, en fin, me dieron la mano y me ofrecieron su protección y servicios. Me llamaron el veterano de la Independencia, y hasta los ordenanzas, al salir, me hicieron honores y me llamaron su capitán.
»Me fui a mi casa con cien pesos en moneda de cobre; era la primera partida de importancia que había recibido, desde que cobraba mi pensión. En la tarde misma recibí las visitas de cuatro o cinco petimetres empleadillos; y mientras uno me platicaba, los otros se entretenían con mi hija. Cuando se marcharon, comprendí todo y maldije mi imbecilidad. Al día siguiente, para reparar esta falta mudé de habitación, y juré no volver a poner jamás los pies en ese maldito palacio.
»A pesar de las economías, el dinero se me acabó, y mis penas fueron más grandes. Un día, para colmo de mis desdichas, monté a caballo para ir a un lugar inmediato a buscar a una persona que me debía dinero; se espantó el animal y me tiró. Me trajeron a mi casa medio muerto, y hasta hoy no puedo levantarme de esta cama, donde he sufrido, por más de un año, operaciones dolorosas y tormentos que el Señor me tendrá en cuenta para perdón de mis pecados.
»Ahora, diré a usted lo más interesante —añadió, bajando la voz—, esta criatura que usted ve, nos ha mantenido; se ha pasado los días y las noches cosiendo; pero ve usted que el trabajo de una mujer produce muy poco y los médicos y la botica cuestan mucho. Hace algún tiempo que las costuras han escaseado, y hoy me he convencido de que sus salidas, por la mañana temprano, eran a pedir limosna… ¡Pobre hija mía!»
El viejo enfermo se puso a llorar.
—Vamos —dijo Arturo— tenga usted la misma resignación que hasta aquí… yo ofrezco a usted mis auxilios y…
—Perdone usted, caballero; pero quisiera, hasta el infierno mismo, antes que el pensamiento que me consume… que me mata… ¿No cree usted que una muchacha linda, ¡como mi hija!, sola en la calle y pidiendo limosna, puede perderse?
—Pero no habrá en lo de adelante necesidad de que haga eso.
—Caballero —dijo el viejo—, júreme usted, en nombre de Dios, que obrará con nosotros con buena fe y honradez; o de lo contrario, váyase de mi casa y déjenos morir de hambre; antes de morir, mataré a mi hija.
—Juro —dijo Arturo— que veré a la pobre niña de usted como a mi hermana, y que lo que haga con ustedes será sin ningún interés. Voy a contarlo todo a mi madre, y ella será la protectora de Celeste.
—Bien, muy bien —contestó el anciano conmovido—, creo todo lo que usted dice. ¡Gracias! ¡Mil gracias!
Arturo se puso en pie y se despidió. Celeste, con una expresión de reconocimiento, y podría decirse de amor, tendió su manecita al joven.
Arturo quería dejar a la familia, no sólo su dinero, sino hasta su frac. Estaba verdaderamente enternecido. Acordóse del alfiler de brillantes que Rugiero le había prestado, y quitándoselo con disimulo, lo prendió en el rebozo de la muchacha, mientras dirigía al padre sus últimas protestas y seguridades.
—¡Qué diablo! —dijo para sí—, yo diré a Rugiero que se me ha perdido el alfiler; le pondrá precio y mi madre lo pagará.
Al salir de la casa de Celeste, le dijo:
—Lo que encuentres en tu rebozo, es tuyo; haz el uso que quieras de ello.
Al terminar estas palabras, atravesó precipitadamente el patio; salió a la calle y torció por el primer callejón, con el fin de que Celeste no saliera a su alcance y le devolviera el regalo.
Las ideas de Arturo, cuando salió de la pobrísima habitación de Celeste, eran del todo diferentes, como debe suponerse. Su corazón estaba lastimado de ver tanta miseria ignorada, tanto sufrimiento oculto en las sucias paredes del cuarto de una casa de vecindad, y tantas y tan heroicas virtudes en una muchacha que todo el mundo tendría derecho de juzgar como una prostituta o, cuando menos, como una vagabunda.
—La mujer que es una hija tan excelente —decía Arturo para sí— y que sigue con su amor a sus padres hasta el grado mayor de la pobreza y de la desgracia, no puede menos de ser una excelente esposa. Si por dos viejos enfermos hace los oficios de un ángel, ¿qué haría por un hombre que la amara y que la llenase de caricias y de beneficios? ¡Bah! quizá esta mujer tan buena y tan resignada hoy, no será mañana sino lo mismo que todas; falsa, frívola, ingrata…
»Es terrible, terrible —continuó Arturo abreviando el paso— desconfiar en el amor; amargar con la duda y la incertidumbre el más puro y hermoso sentimiento del corazón… Sea lo que fuere, yo estoy en este instante verdaderamente satisfecho: el alfiler de Rugiero vale más de mil pesos; la muchacha lo venderá, y una suma semejante la sacará de la miseria. Si ella rehusa tomarlo, vendrá naturalmente a mi casa; la presentaré a mi madre, y de esta manera la obligamos a aceptar cuantos auxilios necesite; decididamente quiero ser el protector de Celeste, pues sería una lástima que se extraviase.
»Sí, es buena, y… acaso pensaría yo en ella… Pero es una locura; ella no puede amar… Y, por otra parte, yo necesito del esplendor, del lujo, del brillo de Aurora. No concibo el amor sino rodeado de espejos, pisando alfombras, reclinado en mullidos sofás… ¡Demonio de ideas! Mi cabeza es un volcán. ¡Y el desafío de esta tarde! ¡Si muriera yo, ahora que me considero con ciertas obligaciones respecto de Celeste! Veremos.»
Mientras hacía estas y otras reflexiones, Arturo llegó a su casa. Su padre ya había salido, así es que saludó a su mamá, sin contarle su última aventura, porque sus ojos estaban cargados de sueño. Entró en su cuarto, almorzó ligeramente, cerró las ventanas y se metió entre las sábanas de holanda y los mullidos colchones de su lecho.
—¡Pobre muchacha! —dijo al tenderse en la cama y zambullirse en la ropa—, ella duerme en el suelo húmedo y en el invierno temblará de frío. Aurora es viva y linda como un colibrí; Teresa, melancólica e interesante, pero Celeste es desgraciada; el infortunio tiene simpatías vivas y profundas en mi corazón.
Arturo se durmió mirando en sus ensueños los rostros de las tres muchachas que más le habían interesado. Entre las figuras agradables de sus queridas solía divisar la cara del capitán de caballería y escuchaba el trueno de una pistola. Sobresaltado entonces, sentía que sus nervios se estremecían involuntariamente, y volteándose del otro lado, se zambullía de nuevo entre las ropas deshechas de su lecho.
A las cuatro de la tarde entró un criado y lo despertó. Vistióse, se lavó, se rasuró, pidió algo de comer, y mandó traer un coche. Un cuarto de hora antes de las cinco bajó y se metió en él, provisto de una caja con un par de pistolas y de una buena espada toledana.
—A Chapultepec, cochero —le dijo subiendo a un simón desvencijado—. Detente antes de llegar a la puerta del bosque.
—Muy bien, señor —dijo el cochero, y montando en sus flacas mulas, comenzó a andar, con el paso lento y trabajoso que distingue a los coches de alquiler de México.
Al atravesar por las frondosas calles de árboles de la Alameda y ver la alegría con que algunos grupos de niños jugaban en los prados verdes y cubiertos de rosas, un pensamiento triste pasó rápidamente por la imaginación del joven; pero hemos dicho que era animoso, y muy pronto una sonrisa de seguridad y de triunfo vagó por sus labios.
¿Quién no es animoso y valiente a los veintidós años de edad, cuando se trata de quedar bien y de ganar el corazón de una mujer? En realidad, lo que molestaba algo al joven era el pensamiento de Celeste, que no podía apartar de su imaginación. ¿Estaba, por ventura, enamorado de ella? ¡La desgracia de la muchacha le inspiraba interés! ¿Había en ese interés alguna idea de esas profundamente secretas que ni uno mismo se atreve a confesar? Esto es lo que no podremos decir, pues ni el mismo joven lo podía averiguar.
Arturo sacó el reloj y notando que era ya dada la hora de la cita, dijo al cochero que apresurara el paso. Éste, obedeciendo, aunque con repugnancia, comunicó a las mulas la orden del amo por medio de repetidos cuartazos y espolazos, con lo cual el coche, envuelto en una nube de polvo blanco, volaba materialmente por la hermosa calzada que se llama de los Arcos de Belén.
Cuando el coche de Arturo llegó al punto designado, otro coche estaba allí ya, y dentro el capitán Manuel, que sacando la cabeza se dio a conocer a su adversario.
—Capitán —le dijo Arturo bajando del coche— siento haber hecho aguardar a usted, pero estos simones tienen demasiada paciencia; y además, la vela del baile ocasionó el que durmiera hasta las cuatro dadas. Espero que me disimulará usted.
—Acabo de llegar en este momento —contestó con voz seria, pero no agria, el capitán, bajando de su coche— y veo que es usted un joven de educación, y que, después de que pase este lance, acaso podremos ser amigos.
—Gracias, capitán —le interrumpió Arturo tendiéndole la mano—, por mi parte acaso no habrá inconveniente, pues creo a usted más racional que anoche…
—Supongo que usted, con esto, no quiere dar a entender otra cosa —dijo el capitán retirando la mano que le tenía estrechada Arturo y poniéndose ligeramente encendido.
—Ninguna otra cosa, capitán; mis palabras son sencillas y sin doblez alguno, lo cual protesto a usted para que le sirva de gobierno en la corta conversación que quiero tener antes. Venga usted por acá.
Arturo tomó al capitán del brazo y ambos se dirigieron hacia los arcos que llaman de San Cosme, habiendo tomado antes sus capas, sus espadas y la caja de pistolas.
—¿Usted ama a Aurora, capitán? —le preguntó Arturo luego que se hubieron alejado un poco.
—No tengo que contestar a esta pregunta sino lo que dije a usted anoche.
—Vamos, capitán, es menester una poca de calma; le protesto a usted que combatiré; pero antes quiero arreglar un poco mejor mis negocios amorosos, que se me han complicado más de lo que yo creía. Así, prométame usted hablar con franqueza.
—Muy bien, responderé a usted con franqueza a todo lo que me pregunte, porque a mi vez necesito arreglar este asunto lo mejor posible, para dedicarme a otras empresas.
—Perfectamente, entonces nos entendemos. Dígame usted, en primer lugar, el estado de sus relaciones con esa joven del baile.
—¿Con cuál? —preguntó el capitán algo alarmado.
—Con Aurora —respondió Arturo sin darse por entendido—. ¿No venimos a combatir por ella?
—Es verdad —repuso Manuel, aparentando indiferencia—, por ella venimos a combatir.
—¿Aurora ama a usted, capitán?
—Francamente… no lo sé. El corazón de las mujeres es incomprensible: hace un mes fui presentado en su casa, donde visitan multitud de jóvenes elegantes. Como la hermosura de la muchacha es sorprendente, me interesó sobremanera, y mis acciones y mis miradas le habrán hecho conocer el interés que me inspira. Por lo demás, cuando la oportunidad se ha presentado, he procurado hablarle de mi amor; pero ella se ha reído como una loca, sin mostrarse ofendida, pero tampoco interesada.
»Otras veces, dándome una flor, sonriéndose conmigo, mirándome con amor, me ha hecho el hombre más feliz de la tierra. La idea de ser amado verdaderamente por ella me ha quitado muchas noches de sueño. Entusiasmado cada día más, me atreví a darle en el baile una carta, la cual tomó; pero el resultado ya usted lo sabe. Ha humillado mi amor propio; me ha despreciado, y esto pone a los hombres casi fuera de juicio.»
—Pues mi historia, capitán, es más corta que la de usted. Es de cuatro horas. La vi entrar en el baile, seductora como una maga, la seguí; bailé con ella; se arrancó una cáliga y la tiró al suelo, y yo la levanté. Después me dio una flor, rio conmigo; pero el baile la enajenaba, y yo no tengo más que una pasión frenética, pero sin esperanza.
—¿Y qué piensa usted hacer en lo sucesivo? —preguntó el capitán.
—Una cosa muy sencilla: seguir enamorando a Aurora.
—¿En ese caso quiere usted humillarme?
—De ninguna suerte; pero francamente, no me hallo con el valor suficiente para prescindir de ella, cuando en una sola noche me ha hecho concebir tantas esperanzas.
—Pues por mi parte tampoco pienso abandonar el campo; tanto más, cuanto que eso sería imposible hoy. Mi amor propio está empeñado, y yo no cedería por todo el oro del mundo.
—En este caso —contestó Arturo resueltamente— uno a otro nos serviremos de obstáculo.
—Es claro.
—¿El desafío no se puede evitar entonces?
—Creo que no —dijo el capitán con energía.
—Entonces, no perdamos el tiempo.
Los dos rivales apresuraron el paso, y entrando por los arcos de San Cosme en unos prados llenos de verdura y de florecillas silvestres, que pertenecen a la hacienda de la Teja, se quitaron las capas y se dispusieron a combatir.
—Un desafío a espada —dijo Arturo con serenidad— tiene algo de cómico; y si un escritorcillo de costumbres nos viera, no dejaría de echarnos una buena dosis de ridículo encima, llamándonos galanes de Calderón. Para evitar esto he traído aquí un par de buenas pistolas, que puede usted examinar.
Arturo dio la caja de las pistolas al capitán, el cual las examinó cuidadosamente y, devolviéndoselas a su adversario, le dijo:
—En efecto, son muy buenas, y estoy dispuesto a lo que usted quiera.
En este momento, el capitán pensaba en Teresa, y Arturo en Celeste. Como se deja suponer, ninguno de los dos tenía gana de batirse.
—Capitán —dijo Arturo—, si quiere usted que le diga lo que siento, me parece que el lance no vale la pena de que suceda una desgracia. Además, yo tengo cierta aventura… Así, si usted me da una amistosa satisfacción de la acritud con que me reconvino anoche, yo la recibiré, y quedaremos, si no amigos, al menos no enemigos. En cuanto a la linda muchacha que ocasionó nuestra disputa, lo más acertado será que los dos sigamos nuestra instancia; que pasado algún tiempo, ella decidirá. ¿Le convendría a usted, por ventura, tener una querida de quien tuviera usted que desconfiar continuamente?
—Pienso que no dice usted mal, caballero; y ahora que veo su buena disposición, le ofrezco dejarlo absolutamente en libertad. Yo tengo también otra aventura, y muy interesante: es una mujer que adoro con todo mi corazón y con toda mi alma, y que es muy desgraciada. Hacía mucho tiempo que no la veía y la juzgaba ya muerta. Figúrese usted cuál sería mi placer al volverla a ver, al hablarla, al escuchar su dulce voz, la voz armoniosa y suave que sonó en mis oídos y que penetró en mi corazón cuando era yo niño. Estoy loco, y sólo porque no dijera usted que era un cobarde, he venido a la cita; pero en verdad no tenía ganas de reñir ya, ni con usted ni con nadie… Miento; tendré que reñir, pero no será en un desafío, será para castigar.
—Capitán, ¿esa mujer será acaso Teresa? —le preguntó Arturo.
—¿Y cómo sabéis que se llama Teresa? —interrumpió el capitán alarmado.
—Ella me lo dijo…
—¿Pero de qué manera?
—Bailé con ella; me interesó su rostro pálido, y su desgracia…
—¿Le dijisteis por supuesto que la amabais? —interrumpió Manuel con muestras de cólera.
—¡Oh, no haya cuidado! —continuó Arturo sonriéndose—, yo no tuve valor para decirle nada. Es de aquellas mujeres con quienes no puede divertirse nadie… Y, por otra parte, sería ya el extremo de la inconsideración el que yo tratara de enamorar a sus dos novias. Quédese, pues, con la interesante Teresa, y déjeme habérmelas con la ligera e inconsecuente Aurora.
—Gracias; me habéis tranquilizado enteramente. Si en vez de la cáliga de Aurora hubiese sido la de Teresa, créame, lo hubiera matado en el mismo teatro.
—Pero decidme algo más de vuestros amores con Teresa, ahora que ya me intereso con un amigo.
—Perdonadme, pero es imposible por hoy; dentro de dos días todo lo sabréis, y acaso necesitaré de vuestra ayuda.
—Muy bien, contad conmigo —le contestó Arturo, tendiéndole la mano—. Y ahora —continuó— ya que nos hemos entendido, os diré que saliendo del baile tropecé con una muchacha que me pedía limosna; la seguí, y me encontré con que vivía en un cuarto miserable, y que su padre y su madre estaban tirados en la cama muriéndose de hambre. Naturalmente me dieron lástima; les di el dinero que tenía en los bolsillos, y dejé a la muchacha un hermoso prendedor de brillantes que me había prestado un amigo. A decir verdad, no estoy enamorado de la criatura; pero me inspira tanta compasión que deseo hacerle todo el bien posible. Venirse a pelear por frioleras, cuando tiene uno tales ideas, es cosa triste, y éste es el motivo por que me habéis visto tan prudente. De lo contrario, nos habríamos roto la cabeza probablemente.
—Ya que poco más o menos sabemos nuestra historia, es menester que seamos amigos. ¿Cómo os llamáis?
—Arturo H…
—Venga esa mano, Arturo. Mi nombre es Manuel B…
—Perfectamente, Manuel. Desde ahora te considero como mi mejor amigo; me gusta tu carácter.
—Y a mí tu excelente corazón —contestó el capitán—. Dentro de dos o tres días sabrás todos mis amores y toda mi vida. Por ahora despediremos un coche y en el otro nos iremos al Progreso a comer y a beber una copa de champaña.
—¡Feliz idea!, pero yo soy quien te convido —dijo Arturo.
—¡Imposible! —replicó el capitán—. Hace tres días que he recibido mi paga. Hoy sólo tengo una onza en la bolsa, y es fuerza que acabe con ella: así lo hago todos los meses. Tres o cuatro días fumo puros habanos de a peseta; bebo buen vino; como en las mejores fondas y me habilito de ropa. El resto del mes ni fumo, ni bebo, y sólo como lo necesario. La ropa la vendo en mitad de lo que me costó, y ocurro a los usureros. Todo esto, Arturo —continuó tristemente Manuel—, es por falta de una mujer a quien amar. Si Teresa hubiera sido mi esposa, indudablemente que hubiera yo sido un buen muchacho; pero como he sufrido tanto, necesito distraerme.
—Cabeza desatornillada —dijo Arturo— como la mía; pero yo ahora comienzo. Veremos cómo acabamos.
Los dos amigos subieron en uno de los simones y se dirigieron al Progreso.
Luego que llegaron a la fonda, mandó el capitán al criado a comprar un peso de los mejores puros habanos y pidió de los más exquisitos vinos. Los dos amigos comieron alegremente, discurriendo teorías y sistemas para enamorar a las mujeres; y cuando se levantaron de la mesa, el capitán preguntó cuánto importaba la comida: le contestó el criado que doce pesos. El capitán tiró sobre la mesa los doce pesos y dio dos al criado.
Al salir, un limosnero se acercó a él y le pidió un medio para comer. El capitán sacó dos pesos y los echó en el sombrero del mendigo. El mendigo abrió tamaños ojos, tomó las monedas, las besó varias veces y cayó de rodillas. No podía creer lo que le pasaba: para un mendigo dos pesos eran una fortuna.
—Levántate, buen viejo —le dijo el capitán—, y no te arrodilles más que ante Dios.
—Mira, Arturo; este limosnero es hoy más rico que yo. He concluido con mi paga; ahora, Dios dirá.
—Capitán, toma entre tanto la mitad de lo que tengo —le dijo Arturo, dándole un par de onzas.
—¿Te he convidado acaso para que me pagues con usura la comida, Arturo? —le dijo Manuel con seriedad.
—Es que…
—Cuando necesite, sé que puedo contar con un amigo. Por ahora he comido; tengo que fumar; he hecho a un limosnero feliz, y voy a ver a mi Teresa. Nada más necesito.
Luego que Arturo se separó de su original compañero, se dirigió a su casa, y con el rostro radiante de alegría se introdujo a la recámara de su madre. Era ésta una buena señora como de 45 años de edad, y de rostro extenuado, a consecuencia del estado habitual de enfermedad en que quedó desde que dio a luz a su hijo único.
El padre de Arturo era un hombre que había pasado por todas las alternativas de la vida, y que al fin había logrado hacer su fortuna con especulaciones de crédito del gobierno; mas la manía de meterse en negocios, no le abandonaba, y todo el día lo pasaba en la Lonja, en Palacio, y en la calle de Capuchinas, que, como todo el mundo sabe, es en donde viven los banqueros de México y en donde se fraguan los negocios de más importancia, y acaso también las revoluciones que en momentos cambian la faz política del país.
En cuanto a la madre, siempre doliente y disgustada, se había retirado completamente de la sociedad; y sólo de vez en cuando se la veía salir al paseo en su elegante carretela inglesa; pero por el tápalo de lana y la cofia con que abrigaba su cabeza, en la languidez de sus ojos y en lo extenuado de su rostro, se reconocía al momento que no era una de esas señoras que, a pesar de sus años, pretenden brillar como las jóvenes y competir con ellas, sino una mujer que por medicina y por distracción salía a tomar el aire saludable del campo.
Como Arturo se había separado muy pequeño de su lado, y permanecido muchos años en Inglaterra, el afecto de la madre se había debilitado; mas apenas lo vio de nuevo, cuando su cariño maternal renació con más fuerza y vigor, y se propuso conservar su salud y vivir sólo para amar a su hijo; el corazón de una madre encierra siempre un tesoro de amor que no se agota nunca.
Apenas la pobre madre vio entrar a su hijo, cuando su rostro se animó con una expresión indefinible de alegría, y sonriendo le tendió la mano.
—Vengo lleno de contento, madre —le dijo Arturo besándole la mano—. He hecho hoy, si se quiere, una calaverada, pero una calaverada en orden.
—¿Qué has hecho, Arturo? Cuéntame —dijo la madre algo alarmada—, me has tenido con sumo cuidado, pues has entrado muy tarde, y ni siquiera viniste a saludarme.
—No hay cuidado, madre. Lo que he hecho es socorrer libremente a una linda muchacha que estaba en la miseria.
—¡Arturo!
—Yo contaré a usted todo y quedará satisfecha. Quiero que busque usted una vieja que la acompañe; que mande usted cualquiera de esos médicos que le sacan tanto dinero para no aliviarla nunca; en fin, que usted tome bajo su protección a esta joven.
—¡Arturo!, esto es demasiado —dijo la madre algo enfadada.
—¿Por qué, madre mía? —le preguntó Arturo abrazándole la frente.
—Porque… porque… en fin, una protección tan decidida a una muchacha, no puede menos de ser peligrosa…
—¡Oh!, no crea usted que hay nada malo en eso, más que un deseo de hacerle bien; pero, en fin, ahora me voy al teatro, y oportunamente contaré a usted todo lo que me ha pasado. Se va usted a divertir, es una novela: desafío, enfermos, una flor…
—¡Desafío! —dijo la madre poniéndose pálida.
—Que terminó en una espléndida comida.
—¡Bendito sea Dios! —murmuró la madre en voz baja.
—¡Adiós! ¡Adiós!, madre mía.
Arturo salió de la sala brincando y tarareando una aria de la Sonámbula, mientras la madre, mirándolo con ternura, le enviaba su bendición.
Arturo no quiso decir a su madre todo lo relativo a Celeste, pensando que si al día siguiente le enviaba los auxilios prometidos, devolvería naturalmente el alfiler de brillantes.
En el teatro vio a Aurora en un palco, vestida sencillamente con un traje blanco y una flor prendida en el pecho. Toda la noche Arturo dirigió el anteojo a la joven. Ésta se dio por entendida y pagó la galantería con algunas miradas y sonrisas. Arturo era tan feliz que se olvidó completamente de Celeste y de Teresa. Esa misma noche tomó la pluma y le escribió:
SEÑORITA:
Es fuerza que declare a usted de nuevo mi pasión. Los desdenes de usted no han hecho más que aumentar mi amor; he obedecido a usted, y el capitán y yo hemos quedado amigos. Déme usted alguna esperanza que mitigue mis tormentos; seré el esclavo de usted; amaré a usted sola en el mundo; será usted la dueña de mi corazón, la señora de mis pensamientos, mi universo, mi diosa, mi ángel en la tierra.
Lo que siento en mi corazón no es amor, es fuego que quema mi sangre; mis tormentos son crueles, e imploro su piedad y compasión. No sea usted, pues, insensible, y tenga la bondad de contestar dos letras a quien la amará hasta más allá de la tumba.
A.
Esta ardorosa misiva fue envuelta en una cubierta perfumada, y al día siguiente, luego que Arturo se levantó, se fue a la casa donde la noche antes le habían dicho que vivía la muchacha. Buscó al cochero; el cochero a la recamarera; la recamarera a la costurera de la niña, y la carta fue encaminada a su dueño por estos conductos. Ya se deja entender que el joven gratificó liberalmente a estos agentes.
Concluida esta importante operación, Arturo volvió a su casa; se puso una elegante bata de cachemir y seda, un gorro griego, y se sentó al piano a estudiar la Bohemia Girl, ópera nueva que había sido representada más de sesenta veces en Inglaterra.
No hacía media hora que Arturo se había puesto a tocar, cuando le avisaron que le aguardaba un caballero. Arturo se dirigió a su cuarto y se encontró a Rugiero.
Éste, después de saludarlo, miró con sus ojos de ópalo a la camisa de Arturo, y sonrió maliciosamente.
—Cabalmente deseaba que vinieseis —le dijo Arturo algo embarazado— porque el fistol se me ha perdido, y deseo saber el precio…
—¿De veras se ha perdido? —preguntó maliciosamente Rugiero.
—Positivamente —respondió el joven con seriedad.
—Entonces no hay cuidado; lo encontraremos, pues en cuanto al precio… es muy subido. Figuraos, Arturo, que pertenecía a un virrey de Egipto… Pero con un amigo nada se pierde; tranquilizaos, Arturo. Eso es poca cosa y no merece que hablemos más sobre el particular.
—Eso es imposible —dijo Arturo— yo no podré estar tranquilo, si no pago ese prendedor, aunque fuera necesario vender hasta mi camisa…
—Pero ¿de veras se ha perdido? —volvió a preguntar Rugiero con un tono muy marcado de duda.
—De veras —contestó Arturo algo cortado.
—Pues en ese caso, haremos una cosa, puesto que absolutamente queréis pagármelo.
—¿Cuál?
—Esperemos quince días. Si expirado este tiempo, no parece, entonces diré el precio, y nos convendremos.
—Muy bien —dijo Arturo—, quedo satisfecho con esto.
—Hablemos ahora de otra cosa.
—De lo que queráis.
—¿Cómo ha ido de campañas amorosas, de desafío, de todo?
—Perfectamente —respondió Arturo alegrísimo—, voy viento en popa.
—Me alegro; pero os diré, joven, que no es oro todo lo que reluce.
—¿Por qué?
—¿Queréis acompañarme esta noche?
—¿A dónde?
—Ya lo sabréis; tendremos aventuras, aunque no sé si tan divertidas como las del baile.
—Estoy listo… ¿A qué hora?
—A las nueve de la noche estaré aquí…
—Muy bien.
—Llevad algunas armas, como, por ejemplo, un bastón con un grueso puño de plomo u otra cosa semejante.
—¿Es cosa de campaña? —preguntó Arturo.
—No precisamente; pero acaso tendremos que retirarnos tarde, y por los barrios de México no es muy acertado el andar sin armas a deshoras de la noche.
—Muy bien, a las nueve os aguardo, y tengo positivamente curiosidad…
—Ya veréis, será una cosa muy divertida —le dijo Rugiero, sonriendo irónicamente y despidiéndose.
A las ocho de la noche un hombre buscó a Arturo. Era el cochero de Aurora que traía la contestación. Arturo, con sobresalto y ansiedad, entró a su cuarto a ver la carta; el corazón le latía violentamente.
Abrió la carta y vio que era la misma que él había enviado a la muchacha, y la cual no había sido aún leída, pues estaba pegada con la oblea.
Arturo se quedó petrificado. Llamó al cochero y le hizo mil preguntas; pero no recibió más contestación sino que la niña le había dado a la costurera, ésta a la recamarera y la recamarera a él, la carta que le había entregado en respuesta a la suya.
Arturo despidió al criado, y luego que estuvo solo hizo mil pedazos la carta, y arrojándolos al suelo, los pisoteó. Después en alta voz, y como frenético, llamó a Aurora frívola, inconsecuente, ingrata, coqueta; maldijo su estrella; renegó de todo el sexo femenino y se echó despechado en su catre, pronunciando el nombre de Aurora, y diciendo:
—La amo, la adoraré toda mi vida.
Rugiero entró a la hora convenida, y en el momento en que vio a Arturo en tal abatimiento, y en que observó que sus ojos estaban algo húmedos, se echó a reír a carcajada abierta.
Arturo se incomodó un poco; pero no queriendo sacrificar su amor propio, contando su derrota, disimuló diciendo que tenía un dolor de cabeza, y levantándose de la cama se vistió y salió en unión de su compañero.