Aunque México ha querido tomar hace años un lugar entre las naciones civilizadas, le falta mucho de lo que constituye la civilización y el progreso; entre otras cosas los medios de comunicación, pues los caminos son detestables, bien que la naturaleza no se presta muy fácilmente, pues siendo todo el país montañoso y desigual, y estando construidas las ciudades sobre la alta cordillera, los caminos de fierro y los canales son mucho más difíciles de hacerse que en cualquier otro país del mundo.
Con todo, hace algunos años que los únicos medios de comunicación eran unos voluminosos y pesados coches, tirados por ocho o diez mulas, que caminaban con la lentitud de una tortuga, mientras que hoy, en cuatro o cinco días se camina en las diligencias una distancia igual a la que en los tiempos de feliz recordación del sistema colonial, se atravesaba con mil trabajos en veinte o veinticinco días.
Casi no hay una persona que no sepa que en el callejón de Dolores, en México, está el despacho general de las diligencias, y que diariamente, a las cuatro, cinco, seis y siete de la mañana salen para Veracruz, para Puebla, para el Interior y para otros puntos cercanos a la capital. En uno de tantos días como salen estos carruajes, se agruparon al que partía para Veracruz hasta nueve pasajeros, acompañados de sus sacos de noche, maletas, sombreros y cajones, con lo cual quedó el coche enteramente lleno.
Como eran las cuatro de la mañana, estaba oscuro, y todos los pasajeros, soñolientos y de mal humor, se introdujeron en el carruaje, que al dar el reloj de la Catedral cuatro campanadas partió con la velocidad del rayo, turbando con su ruido el reposo de los habitantes de México, entregados todavía al descanso y al sueño.
Como sucede siempre, durante las horas de oscuridad los pasajeros no hicieron más que continuar su interrumpido sueño, y recargados unos en las portezuelas, otros en el respaldo, y otros sobre sus compañeros de viaje, guardaron por largo rato un completo silencio.
La diligencia atravesó la ciudad, pasó la garita, mudó caballos en el Peñón Viejo, y sólo al llegar a Ayotla fue cuando los primeros rayos del sol naciente, que iluminaban los volcanes, hirieron los ojos de los pasajeros, quienes, cambiando su cómica posición, limpiándose la vista y desperezándose, se dieron los buenos días; tomaron una poca de leche; se envolvieron en sus capotes y, encendiendo cigarrillos, continuaron el viaje de mejor humor.
—Parece que todos vamos a Veracruz —dijo uno de los pasajeros, que era un joven de franca fisonomía, de pelo y patillas rubias y de ojillos verdosos.
—Parece que sí —respondió otro.
—Pues en ese caso tenemos que estar todavía cuatro días juntos y es necesario trabar amistad, charlar y divertirse, para hacer menos fastidioso el camino. Conque convenidos, camaradas; yo me llamo Juan Bolao o Bolado; pero como parece que mi difunto padre era andaluz, siempre su merced me decía que nuestro apellido era Bolao. Y así, camaradas, yo soy Juan Bolao, para servir a ustedes. Estoy en el comercio, en la casa española de Fernández y Cía.; y voy a La Habana por asuntillos de la maldita casa de Revuelta, que ha quebrado, y el hijo de dos mil diablos nos ha llevado muy bien unos veinte mil pesos. Y voy a otra cosa más… pero ya es bastante. Conque, compañeros, aquí tienen mi historia. Ya saben que soy alegre y conversador como el que más.
Los pasajeros rieron de la franqueza y la jovialidad del dependiente de Fernández, y a su vez fueron diciéndole sus nombres y ofreciéndose como sus servidores. Sólo faltó a esta muestra de cortesía, uno que, envuelto en un capote militar azul, estaba recargado en un rincón de la diligencia y tenía trazas, o de estar enfermo o de tener mucho sueño. Bolao, que lo notó, sacó del bolsillo de un chupín de lana que tenía abrochado hasta el cuello, un rollo de puros habanos y comenzó a repartir a los pasajeros.
—Vamos, amigo —dijo al pasajero del capote azul—, la luz ha salido ya y es preciso dejar de dormir; fumad, fumad, y ya veréis cómo se os quita la modorra.
El pasajero tomó el puro y dio las gracias a Bolao con mucha urbanidad. Bolao, infatigable, sacó un cerillo, encendió su puro, comenzó a echar bocanadas de humo sobre las caras de los pasajeros, y a entonar en alta voz Suona la tromba…
—¡Eh! —dijo—, me cansé de cantar; ahora volvamos a la conversación. Pues, señores, estábamos en… ¡ah!, ya me acordé… en que cuando se trata de amor, las cosas son delicadas y todos son enemigos.
Los pasajeros, asombrados, se miraron unos a otros, pues no recordaban que Bolao hubiese comenzado a contar ninguna historia de amor; mas uno de ellos quiso excitar la charla del joven y le contestó:
—En efecto, en eso estábamos; continúe, usted.
—Pues, señores, es una cosa increíble, espantosa; figúrense ustedes que eran dos amigos, uno de ellos quería mucho a una muchacha y la citó a cierto paraje…
El pasajero taciturno del capote azul levantó la cabeza y se puso a escuchar atentamente. Bolao, sin notarlo, arrojó por la portezuela unos fragmentos del puro que fumaba y continuó:
—La muchacha era linda, según me dicen, y estaba muy enamorada de su amante, por supuesto; pero no se casaron, yo no sé por qué friolerillas que siempre se les ocurren a esos tunantes que se llaman tutores.
—¿Y usted conoce a la muchacha y al tutor? —preguntó con indiferencia el pasajero del capote azul.
—No, no los conozco; pero lo que digo a ustedes me lo contaron a mí con mucha reserva, y con la misma lo cuento. Prosigo. Pues, señores, como iba diciendo, el amante tuvo la tontería de comunicar a su amigo sus amores, y el amigo…
—El amante fue un imbécil —dijo con una voz concentrada el pasajero del capote azul.
—¿Os interesa esta narración, caballero? —dijo Bolao—, pues bien, ya veréis. Continúo. Pues, señores, el amante cometió además la tontería de decir a su amigo el lugar y la hora de la cita…
—¡Oh!, es imposible —dijo con voz entrecortada el pasajero—, una infamia semejante no puede cometerse entre caballeros.
—¿Parece que sabéis algo de la historia, camarada? —dijo Bolao—. Entonces, ayudadme a contarla a estos señores.
—No, no, eso es imposible —interrumpió el pasajero del capote azul.
—¡Bah!, ¿y por qué no?
—Porque más bien es de creerse que el amigo fue el infame —repuso el pasajero con tranquilidad.
—Todo puede ser, caballero; en cuanto a mí, no me fío ni de la madre que me parió. Y si me ven ustedes tan alegre, es porque soy como las abejas; chupo la miel sin cuidarme de la rosa, y vuelo de flor en flor, sin aficionarme a ninguna, porque el día que un bribón viniese a robarme mi querida, no quedaría de él ni el polvo.
—Continuad, caballero —dijo el del capote azul.
—Pues, señores —dijo Bolao—, lo más original es que después de haber el amigo robado a la muchacha, lo esperó en la puerta, y le dio tantos palos que, según dicen, se está muriendo.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó con voz ronca el pasajero del capote azul, rechinando los dientes.
—¿Os sigue el dolor? —dijo Bolao—. Tomad, y sacó de su bolsillo un frasco de aguardiente y lo alargó al enfermo.
—Sí, dadme, dadme —respondió el pasajero, y tomando el frasco lo aplicó a sus labios y de un solo trago vació la mitad.
—En efecto, estáis pálido —dijo Bolao— el aguardiente os hará bien. Ahora recostaos un poco sobre mi hombro.
—¿Y la historia? —preguntó otro pasajero.
—¡La historia! Buena es esa, pues rato hace que se acabó…
—¡Cómo! ¿Pues y la muchacha?
—Sepa el diablo dónde la escondió el pícaro amigo.
La diligencia continuó caminando, y Bolao los ratos que no cantaba, fumaba y bebía traguitos de aguardiente. Juan Bolao entró en conversación con los postillones y con los otros compañeros de viaje; y siempre con su buen humor y con su charla, entretuvo el tiempo hasta que la diligencia llegó a Río Frío.
Allí, como es costumbre, se detuvieron una media hora para almorzar en una fonda establecida por un viejo alemán, a quien Dios ha dado por recompensa de sus honrados trabajos culinarios, unos robustos chicuelos, que vagan confundidos entre los perros y los caballos, los que se han mostrado siempre de un excelente carácter, sin darles nunca una patada.
Juan Bolao almorzó más y con mayor presteza que los demás viajeros, y limpiándose los dientes salió al cobertizo de la posada, donde a falta de gentes continuó la conversación con los caballos ya uncidos en el coche.
—¡Eh! —les dijo—, hijos de la selva, portarse bien y cuidado con volcar el carruaje, porque va en él todo un Juan Bolao, personaje tan importante como el mismo Santa Anna; porque han de saber, camaradas, que Juan Bolao se ama tanto, que en todas circunstancias preferirá su salud a la de cualquier magnate. Con que, ¡eh!… —Y esto diciendo, dio tres o cuatro palmadas en el anca de uno de los caballos, el cual quiso dar una buena coz a su interlocutor; pero Juan Bolao, ligero como un gamo, dio un salto y evitó el golpe. Vuelto en sí de la sorpresa, notó dentro del carruaje al pasajero del capote azul, y subiéndose al estribo, asomó su cara dentro del coche.
—¡Eh!, amigo —le dijo—, parece que tiene usted poca apetencia. Le aconsejo que baje a almorzar pues no dilata un momento en venir el diablo de Juan, y sabe usted que ese yanqui no espera mucho.
—Como estoy algo indispuesto —dijo el pasajero—, el almuerzo me haría mal; y así me reservo para comer en Puebla.
—¡Eh! —interrumpió Bolao— buenas pistolas… ¿Qué diablos hace usted con ellas?
—Las cargo —respondió el pasajero, quien en efecto tenía una hermosa pistola inglesa en las manos—, porque sabe usted que este monte es peligroso y pueden los ladrones hacernos alguna visita.
—Bien, muy bien —repuso Bolao—, si se ofrece un lance, ayudaré a usted con un par de trabucos cargados hasta la boca que están debajo del cojín. Pero ya vienen los pasajeros y Juan está ya listo… Con que, adentro, camaradas.
En efecto, los pasajeros se acomodaron. Juan subió al pescante, tronó su látigo y los caballos, llenos de ardor y de furia, partieron como un relámpago. A poco entraron en el monte; las nubes posaban en las copas de los altos pinos, el aire era húmedo y frío, y pequeñas gotas de lluvia comenzaban a caer.
Los viajeros echaron las persianas y vidrios; se envolvieron en sus capotes y, tomando la posición más cómoda, si es que esto es posible en una diligencia, comenzaron a dormitar.
Juan Bolao que, se nos había olvidado decir, había vaciado en su estómago una botella de Burdeos, entró también en muda; se recostó en un antepecho, y al cabo de media hora dormía con la tranquilidad del justo. A las cinco y media de la tarde, la diligencia de México entraba en las calles de Puebla sin haber tenido mayor novedad.