Cuando don Pedro entró a su casa, una especie de vértigo infernal se había apoderado de su cabeza: sus miembros temblaban; dos dientes grandes, únicos que tenía en la boca, asomaban por entre sus labios cárdenos, y su cabello cerdoso y negro, por la tinta con que acostumbraba teñirlo, estaba erizado y en desorden.
En cada una de las arrugas de su cara aparecía una línea roja, y sus anchas narices se abrían para dar paso a su respiración trabajosa. Sin embargo, este hombre tan repugnante, quería ser nada menos que el marido de Teresa.
Subió la escalera, y gruñendo y regañando a los criados que encontró al paso, se dirigió a su cuarto y se encerró.
Dio algunos paseos por la pieza, como si fuese un tigre encerrado en una jaula; sus ojos veían fantasmas sangrientos; la venganza llenaba su corazón, y hubiera sido su consuelo supremo el ver cubiertos de sangre y moribundos a Teresa y a su amante.
Tenía razón, si puede concederse razón a los instintos brutales y dañados de las pasiones; un gran caudal y una hermosa muchacha se le escapaban de improviso de entre las manos, y sus sacrificios y la constancia de muchos años iban a quedar estériles. Amaba el dinero como un avaro, y a la muchacha como un viejo.
Ya se comprenderá que estas dos pasiones tan fuertes, tan enérgicas, engendran en este caso la de la venganza; su primer pensamiento fue llamar a Teresa, asesinarla y fugarse en seguida. Así pues, buscó unas pistolas, sacó un puñal, desenvainó una espada; finalmente, recorrió todas las armas que tenía en su cuarto, pensando al tiempo de mirarlas, escoger la que causara más tormento a Teresa; pero después las arrojó con desdén y exclamó golpeándose la frente:
—¿Y él? No, es preciso que los dos sufran mi venganza. ¿Y si la justicia se apodera de mí, y embargan mis bienes y me encierran en una de esas infames prisiones de México? Si yo encontrara un medio de aniquilar sin comprometerme… ¡Oh!, daría mi alma a Satanás con tal de que mi venganza fuera terrible, inaudita.
Don Pedro se arrojó en su lecho; se retorcía como una culebra y mordía las almohadas de rabia y de desesperación. Después se quedó un poco quieto, meditando profundamente en los medios que debería poner en planta para lograr al menos quedarse con el dinero de su pupila.
El ruido de tres golpes suaves que sonaron en la puerta lo sacó de su éxtasis satánico, y precipitadamente se levantó, se compuso el vestido y el cabello, recogió las armas que había esparcido por el suelo, las colocó en su lugar y, procurando dar a su rostro un aire de calma y de serenidad, fue a abrir.
Rugiero se presentó.
—Mucho me alegro de ver a usted por aquí, amigo mío; pase y tome asiento —le dijo don Pedro.
Rugiero era antiguo amigo de don Pedro, y el mismo que le había aconsejado la conducta hipócrita y sumisa que debía guardar cerca de la madre de Teresa. Don Pedro le conocía de muchos años atrás y lo había escogido como su banquero; su influjo era tan grande en el alma de nuestro albacea, que cuando hablaba con él, quedaba fascinado como el pájaro con el aliento de la serpiente.
—Decía —continuó el albacea acercándole un sillón— que me alegraba mucho de ver a usted.
—¿Por qué? —interrumpió Rugiero, sentándose con el mismo desenfado con que lo había hecho en la casa de Arturo.
—Porque hoy tengo un asunto grave entre manos.
—¡Oh!, ya adivino poco más o menos… La niña estará enamorada y…
—Sí, sí, algo de eso; pero…
—Y querrá, naturalmente, llevarse consigo todo el caudal.
—No precisamente todo —contestó don Pedro afectando indiferencia—, pero sí alguna parte.
—Y después de tantos años de acercar la escupidera a la madre de Teresa, de hacer los oficios de un vil criado, de refrenar las pasiones y poner una cara de santo, y confesar y comulgar cada ocho días, os quedaréis en la miseria, reducido a pedir de limosna las migajas sobrantes de la mesa de Teresa, y los pantalones inútiles de ese capitán calavera y disipado.
—Es verdad, es verdad —exclamó don Pedro con los ojos encendidos de cólera— todo esto me va a suceder.
—Porque, naturalmente, en cuanto se case, el capitán reclamará los bienes de su mujer, y vendrán los escritos, los abogados y los escribanos; y como la muchacha es bonita, sus ojos tendrán con esa gente tanto influjo como vuestro dinero.
—¡Oh!, esto es atroz —exclamó don Pedro.
—Y os quedaréis pobre, y os lo predigo; y además ¿quién os libertará del tormento que os cause el considerar que Teresa y el capitán, ya casados, se entregarán a su amor, y que en la noche se reunirán para acariciarse, para decirse que se quieren, y que la aurora los sorprenderá abrazados, tranquilos y felices, mientras que vos quizá tenéis hambre y tenéis celos?
—¡Oh, eso es peor que el infierno! —exclamó don Pedro, cerrando los puños, y dejándose caer convulsivamente en un sillón.
—Vamos, responded, amigo mío —dijo el hombre del paso de Calais.
—Mi resolución está tomada; los mataré a los dos.
Rugiero soltó una estrepitosa carcajada, y dijo:
—Ésa es una tontería. ¿Y la cárcel, y los jueces, y los abogados, y la horca? Entonces el tormento será para vos, porque ellos, una vez muertos, cesan de padecer, pero…
—Pero ¿qué hacer entonces? —preguntó don Pedro.
—¿Qué hacer? —replicó Rugiero—. Vengarse, pero procurando la impunidad.
—En eso pensaba yo cuando entrasteis, amigo mío. Dadme una idea, un plan… Os daré lo que queráis…
—¿Daríais, por venganza, vuestra alma a Satanás?
—Sí; lo daría todo, mi cuerpo y mi alma.
—¿No os asusta esta proposición?
—Amigo, tengo el infierno dentro del pecho, y en este momento, no me asustan ni Dios ni el diablo.
Rugiero, con sus ojos de ópalo, se quedó mirando fijamente al albacea; éste tuvo miedo y apartó la vista e inclinó la cabeza.
—Vamos, don Pedro —le dijo Rugiero—, alzad la cabeza, no hay que desanimarse, que todo tiene remedio en esta vida, y no hay necesidad de hacer esas promesas locas; basta obrar, para que el diablo quede contento, sin necesidad de que le prometamos nada.
—Bien dicho —dijo don Pedro, levantando tímidamente la cabeza y lanzando su vista de soslayo a su interlocutor.
—Empecemos por partes. ¿Estáis celoso?
—Los he visto abrazados.
—¿Queréis quedaros con el dinero?
Don Pedro no contestó, pero se sonrió amargamente.
—Pues todo se puede hacer.
—¿Cómo, cómo? —interrumpió con ansiedad.
—Tenéis un criado mudo.
—Es cierto.
—¿Se han citado los amantes?
—Para mañana a las nueve, en la misma casa.
—Pues procedamos a obrar.
Rugiero se acercó a la mesa, tomó una pluma y un papel y escribió; luego que concluyó, pasó la carta a don Pedro y le dijo:
—Leed.
—Juraría yo que esta letra es de Teresa —dijo don Pedro asombrado y pasando los ojos por la carta.
—Leed —dijo Rugiero sonriendo.
Don Pedro leyó:
Manuel mío:
Esta noche te aguardo a las nueve y media en la calle de… número… Allí estará un padre que nos casará. Si no damos este paso, mañana ya no será tiempo. Recibe el corazón de tu
Teresa.
—¿Pero qué quiere decir esto? —preguntó don Pedro.
—Lo que quiere decir es, que con vuestro criado mudo enviaréis esta carta a la casa de la lavandera, donde se hallará dentro de una hora el capitán.
—Sí; pero quiere decir que esta noche acudirá…
—Imbécil —murmuró Rugiero, y se sentó de nuevo a la mesa y escribió.
—Tomad y leed —dijo echándole arenilla a la carta.
Don Pedro leyó:
Teresa idolatrada:
Esta noche a las ocho y media, procura estar en la calle de… casa numero… Allí estará un sacerdote que nos casará. Tú tutor debe salir esta noche a un asunto muy urgente a las siete y no volverá hasta las once; si no vienes, mañana será ya tarde. Es preciso que el criado de tu casa, que es mudo, y que será quien te entregue esta carta, te acompañe esta noche.
Tu amante que te idolatra
Manuel.
—No comprendo todavía —dijo don Pedro— y antes veo que si se reúnen, se casarán, y todo será perdido.
—Escuchad, don Pedro, ya que sois tan falto de inteligencia.
—Escucho, hablad.
—Dirigidas estas cartas, es claro, que cada uno de los amantes, va a la hora señalada; la calle está desierta, la casa está deshabitada, pues en el barrio corre la fama de que espantan en ella; así, aunque haya gritos y ruido, ni serenos ni alcaldes acudirán pronto.
—Y bien ¿qué sucederá?
—A las ocho y media os envolvéis en vuestra capa, tomáis un par de pistolas, una espada, un puñal; no importa la clase de arma; apartáis al mudo y Teresa queda sola; llamáis a un padre, con el pretexto de confesar a un moribundo, y, o consiente en casarse o… Si consiente en casarse, ya no hay caso; os volvéis con vuestra mujer a gozar delicias angélicas… si se niega absolutamente, entonces… dejáis al mudo en una pieza y el cadáver de Teresa en la otra. A las nueve, llega el capitán, y en vez de una novia se encuentra con una muerta; la justicia procederá contra él y contra el mudo; el primero, si sobrevive al pesar, le costará largos años de prisión y de martirios; y en cuanto al mudo, como no puede hablar, es claro que lo ahorcarán o lo condenarán al grillete. ¿Quedará, con esto, satisfecha vuestra venganza?
Los ojos de don Pedro, que se habían ido animando por grados, brillaron con una alegría infinita, cuando Rugiero acabó de anunciar estas palabras.
Rugiero, que lo observaba, aunque fingía distraerse en jugar con una campanita que estaba sobre la mesa, seguía con disimulo las emociones de don Pedro y sonreía maliciosamente.
—¿Y si Teresa desconoce la letra del capitán?
—Ya está previsto eso; la he imitado muy bien.
Don Pedro recorrió la carta de nuevo y observó que, en efecto, había una notable diferencia en la escritura de las dos cartas. Esto completó su satisfacción, pero habiendo súbitamente cruzado un pensamiento por su cabeza, dio otro aspecto a su fisonomía y dijo:
—Es muy hábil, amigo mío, y me ha divertido su proyecto.
—¿De veras, don Pedro? —replicó Rugiero con ironía.
—Positivamente —respondió riendo el albacea—, y me ha quitado toda la cólera y malhumor que tenía; es ingenioso, en efecto, aunque le faltan algunas precauciones.
—¿Pero supongo que lo pondrá en planta?
—De ninguna suerte —respondió el viejo—. Yo soy así… en los primeros momentos quisiera asesinar, pero después de que pasa un rato… Voy a pensar sólo en evitar un escándalo judicial, y esto es todo.
—Bien hecho don Pedro —dijo Rugiero con tono de convicción— si yo os propuse este plan, fue por pasar el rato, por divertirme… pero en la realidad sería infernal, si se llevara a efecto.
—¡Oh!, imposible que yo pensara seriamente en eso…
—Y que al fin, si los dos muchachos se quieren, vale más que se casen y que sean felices… Una transacción con ellos, lo compone todo.
—Todo absolutamente —dijo el albacea con el tono del más completo convencimiento.
—¡Vaya! Ahora que ya logré calmar a mi amigo —dijo Rugiero levantándose del asiento—, me voy…
—¡Gracias, muchas gracias! —le respondió el viejo tendiéndole la mano.
—Con que, hasta otro rato.
—Hasta más ver.
Rugiero salió diciendo entre dientes: este hombre es peor que el demonio, o peor que yo, que es cuanto se puede decir.
Luego que Rugiero salió, volvió el albacea a cerrar la puerta y, restregándose las manos con júbilo, dijo:
—Este hombre ha tenido la inspiración de un ángel, Teresa será mía y su dinero será mío… o si no, tampoco será de ese miserable calavera.
Sonó una campanilla y a poco entró un criado.
—Llámame a José el mudo —le dijo con voz afable.
José el mudo se presentó al instante; era un muchacho como de veinte años, con una fisonomía robusta y agradable, aunque falta de animación.
Don Pedro dobló y pegó con lacre la supuesta carta del capitán a Teresa, y acercándose al oído de José le dijo:
—Sal a la calle un rato, vuelve luego, y sin que nadie te vea, entrega esa carta a la niña, y vuelve a verme.
El mudo sonrió sencillamente. Tomó la carta y salió. Al cabo de un cuarto de hora volvió a entrar al gabinete del albacea.
—¿Has entregado la carta a la niña?
El mudo hizo una seña afirmativa.
Don Pedro le dio la otra carta de Teresa para el capitán, instruyéndolo de las señas de la casa de la lavandera, y lo despachó.
Era ya en esto, hora de comer. Don Pedro se sentó a la mesa; nunca había estado tan amable como entonces con su pupila, a la que le prometió no forzar su voluntad, si quería casarse; cuidarle sus bienes y vigilar por su felicidad. No hizo ninguna insinuación de amores, y le dio tantas seguridades, que la muchacha estuvo a pique de contarle su historia con el capitán, y pedirle sus consejos y su aprobación.
Al concluir la comida, el mudo regresó, y con sus señas afirmativas dio cuenta a su amo del resultado de su comisión.
Don Pedro, radiante de alegría, se despidió de Teresa y le dijo que iba a asistir a una procesión.
En efecto, don Pedro con una vela de cera en la mano, un gran escapulario en el pecho y con los ojos bajos, recorrió varias calles de México, incorporado en una solemne procesión: todos los que lo veían, exclamaban:
—¡Qué buen señor, qué virtuoso!
A las siete regresó a su casa, después de platicar sobre moral y sobre la corrupción del siglo con algunos cortesanos del cielo y de la tierra.
Saludó con mucha amabilidad a Teresa, y le dijo que asuntos de grave importancia le obligaban a salir, y que volvería tarde. Recomendó a ella y a los criados que se recogieran y se marchó.
Teresa se metió a su cuarto y se puso a llorar de alegría. Pensaba en Manuel: iba a ser tan feliz con él, que le parecía que Dios abría las puertas del cielo.