XXII. Un jovencito del gran tono

Arturo y el capitán Manuel llegaron a México sin accidente alguno. Manuel se despidió de su amigo, a quien dijo que se retiraba a vivir a la casa de una tía anciana, única gente que tenía de su parte en el mundo; y convinieron en esperar las cartas de La Habana para obrar contra sus enemigos con toda actividad y energía.

En cuanto a Arturo, como tenía, no cariño, sino fanatismo por su madre, brusca e intempestivamente entró por todas las piezas de su casa hasta que se arrojó en brazos de la señora, que, más doliente con sus recientes pesares, hacía tiempo que permanecía en la recámara.

Cuando sintió la madre el contacto de los besos ardientes que su hijo le imprimía en la frente, sólo le fue dado mirarlo con mucha ternura, y quedó desvanecida en su sillón. Algunas sales aromáticas que le hicieron respirar le volvieron el uso de los sentidos, y entonces se abrazó fuertemente al cuello de Arturo, y pagó con usura sus besos y sus caricias.

Más de dos horas duró la entrevista, en la que hubo por parte de la madre dulces y amistosas reconvenciones, y por parte de Arturo caricias y disculpas. En cuanto al padre de Arturo, como era, según hemos dicho, un hombre enteramente preocupado con los negocios de agio y de comercio, sólo dio una palmada en el hombro de su hijo, cuando se sentaron a la mesa, diciéndole:

—Es menester que no botes tanto dinero, querido; estas idas y venidas y estas aventuras cuestan algo; y si no, dígalo la libranza que he pagado ayer, y que caminó más violentamente que tú.

Arturo, contento con salir tan a poca costa de sus apuros, siguió saboreando la confortante sopa, y tímidamente anunció a su padre que los señores Urigüen y Ragneau, sastres de París y de México, le presentarían dentro de pocos días una cuenta de ropa que tenía necesidad de mandar hacer.

El padre hizo un signo afirmativo con la cabeza, y concluyendo precipitadamente su comida, salió de su casa y caminó a palacio, en donde el ministro de Hacienda lo esperaba para concluir uno de esos negocios en que los reales se convierten en pesos.

Durante esa noche, Arturo acompañó a su madre, que sólo con la presencia de su hijo se mejoró visiblemente; mas al día siguiente, Arturo salió con un traje de mañana y se dirigió a la calle del Puente del Espíritu Santo, en donde está ese magnífico templo de la moda y del gran tono, dirigido por los más expertos cortadores de París.

Allí escogió los paños más finos, los casimires más caprichosos para pantalones, los terciopelos y sedas más ricos para chalecos, y ordenó que con tal de que hiciesen brevemente todo lo que escogió, no se parasen en precio.

Como en una gran ciudad donde todo se encuentra se hacen materialmente milagros, en pocos días su nuevo y flamante equipaje estuvo concluido, y Arturo se presentó tan elegante, como si en un globo aereostático hubiese caído procedente de París.

Parece que mudando de traje, Arturo había mudado también de sentimientos, pues sus pesares, sus esperanzas, sus amores, todo se había desvanecido completamente, excepto el cariño de su madre, que nunca disminuía; su indiferencia era completa, y aun había tomado un aire notable de fatuidad.

Se convirtió en lo que se llama un joven de tono; se levantaba a las diez, almorzaba, se vestía a la négligée, y salía por las calle de la Monterilla, Plateros y Portales, comprando alfileres, cadenas, polkas y otra clase de chucherías. A la una entraba en el café del Progreso, a jugar algunas treguas al billar o una partida de ajedrez, y a las tres y media de la tarde se retiraba a su casa, cuidando antes de entrar a la tercena de tabacos y rellenarse la bolsa de puros habanos.

En su casa se comía opíparamente; a las cinco se lavaba, se vestía y mandaba poner la carretela o ensillar el caballo, y se dirigía al paseo de Bucareli, a la Alameda o a esas pintorescas calzadas de Chapultepec, San Cosme o la Piedad.

A las oraciones tomaba el té en compañía de su madre, y a las ocho de la noche se le veía con otro traje en el magnífico pórtico del Teatro Nacional, dirigiendo el lente a todas las muchachas, que, elegantes, hermosas, llenas de aromas y de atractivos, concurren todas las noches a la comedia, con una constancia inalterable.

Los domingos eran los paseos a San Ángel o a Tacubaya, donde Arturo, con un desenfado heroico, apostaba buenas onzas de oro a los albures; ya se sabe que entre nosotros nunca falta una casa de juego en todos los lugares públicos de diversión.

Como el padre de Arturo hacía brillantes negocios de agio con el gobierno, no fijaba su atención en los gastos de su hijo, y sólo la madre, de vez en cuando, solía aconsejarle que no fuera disipado ni gastador, pero como el muchacho respondía a estas indicaciones con caricias, la excelente señora quedaba enteramente satisfecha de la conducta de su hijo.

Como Arturo era un joven de moda, su aventura con Teresa, su desafío con el capitán Manuel, su viaje a Veracruz y su enfermedad, se habían contado de una manera novelesca. Decían que Arturo había recibido un balazo que le había pasado dos líneas distantes de la cabeza, agujereándole su sombrero y chamuscándole el pelo; que después se había robado a Teresa, dando de cuchilladas al tutor, y que la había conducido con mil riesgos a Veracruz, hasta embarcarla para La Habana.

En fin, Arturo era un joven valiente a quien todos respetaban, y un calavera a quien todos querían, porque tenía la bolsa abierta para pagar todas las noches helados, chocolates y ponches a un círculo numeroso que se reunía en el café del Progreso, o en el Teatro Nacional. Un hombre así se granjea en muy poco tiempo muchos amigos; mas ya se deja entender que la mayor parte son de esos amigos elegantes que deben al sastre, a la lavandera y a la fonda, y algunos de los cuales traen constantemente en el bolsillo una onza, con la cual hacen ostentación de franqueza, sin que nunca llegue el caso de que la cambien.

Arturo visitaba las casas de moda, charlaba en el café destrozando reputaciones por vía de entrenamiento, y concurría, como hemos dicho, a todos los espectáculos públicos, ostentando siempre la elegancia de sus vestidos y el valor de sus cadenas, alfileres y anteojos; pero en el fondo de su corazón, ni era más feliz, ni tampoco había perdido los buenos sentimientos que formaban el fondo de su carácter.

Arturo, al entrar en este nuevo género de vida, olvidó todo lo pasado. Celeste no había una sola vez, venido a su memoria; a la linda Aurora la había encontrado algunas ocasiones en la sociedad, pero apenas se había dignado fijar la vista en ella; el mismo Rugiero, a quien sólo había visto dos o tres veces, había perdido mucha de su influencia en el ánimo del joven, quien sólo le había dicho que mandase cuando le pareciera por su fistol, que tenía guardado bajo siete llaves.

El capitán Manuel y Teresa le interesaban algo por su desgracia, y de Apolonia sólo conservó la ilusión que se tiene por un pajarillo que canta o por una flor que agrada al olfato.

Cómo el joven eminentemente sentimental y enamorado se volvió de repente incrédulo, estoico, mordaz, frívolo y charlatán, se explica acaso por la falta de amor, y porque el vacío que queda en el corazón sólo puede llenarlo la memoria o los encantos de una mujer que se ama.

Arturo encontró una noche a Rugiero, y pidiéndole, como tenía de costumbre, una explicación de la aventura de Teresa, éste le prometió ponerlo al alcance de todo si consentía concurrir a una tertulia, en donde tenía empeño en presentarlo; aquél, aunque temeroso siempre de alguna mala pasada, condescendió, y como estaba vestido convenientemente, se dirigieron en el momento al lugar convenido.

Ya que hemos fatigado al lector en el curso de dos capítulos con la descripción de lugares inmundos y horrorosos, justo será que lo traslademos ahora a uno de esos magníficos palacios que hay en México, en donde todo es lujo y elegancia.

Desde la entrada se podía notar una puerta grande y sólida de labrado cedro, con un mascarón de fierro que servía para llamar al portero; el patio era espacioso, formado por cuatro corredores sostenidos por delgadas y elegantes pilastras, y una gran lámpara daba una claridad más que suficiente para notar una línea de macetones y de tibores de china, con naranjos y laurel rosa, cuya presencia se habría reconocido aun sin necesidad de la luz, pues el aire que se respiraba al pasar era embalsamado.

La escalera estaba pintada al óleo con primorosas labores, y una barandilla de fierro labrado con adornos de reluciente bronce, y un pasamanos de caoba, permitía a los que subían y bajaban apoyar su mano en una superficie lisa y reluciente; otra lámpara de limpios cristales daba luz a este paso.

Una vez que se subía al corredor el aroma de las rosas, las azucenas y los claveles casi embriagaba, y la vista se recreaba con tantas y tan caprichosas macetas chinas con las plantas más exquisitas. Del corredor, que estaba cubierto por un toldo de yedras, madreselvas y campánulas se pasaba a una antesala formada de cristales de colores, cuyas paredes estaban cubiertas de muy buenas copias de cuadros de Murillo, Rafael, Rivera y de otros maestros antiguos.

La sala era espléndida, los sillones, mesas y sofás de madera de rosa, con asientos de brillante seda, nácar y oro; una alfombra, con caprichosos dibujos y florones cubría el suelo, y los grandes espejos, con marcos dorados, reproducían por todos lados las imágenes. Una lámpara de metal dorado y alabastro pendía del techo, y pesados y curiosos cortinajes de seda y muselina, sostenidos por unas flechas, dejaban apenas percibir los cristales de las vidrieras que durante el día, estaban cubiertas por vistosos transparentes; las demás piezas de esta habitación correspondían, como debe suponerse, al lujo de la sala.

En tiempos pasados, sólo las casas que se llamaban de los títulos de Castilla estaban adornadas con suntuosidad; las demás, por lo general, presentaban un aspecto triste y monótono, y una total ausencia de gusto y de elegancia. En este punto, México ha ganado; las casas de los que tienen dinero están indudablemente tan bien decoradas y amuebladas como las de Europa, y en la gente de medianas proporciones se observa un deseo de mejora y un hábito de aseo que evidentemente no reinaba antes, por más que se ponderen las comodidades y la felicidad de los tiempos pasados. En todos tiempos y en todos los países, el que ha tenido dinero ha vivido con comodidades, así como los pobres siempre han estado sujetos a la miseria y a las privaciones.

—¿Y quién vive aquí? —preguntó Arturo a Rugiero al entrar a la antesala.

—Es la nueva casa de una íntima conocida vuestra, caballero Arturo.

—¿Es posible?

—Entrad y lo veréis.

Rugiero hizo anunciarse por medio de una criada, joven y graciosa, que salió al leve toque que nuestros dos amigos dieron en la vidriera, y que a poco volvió a salir rogando a las visitas que pasasen a la sala. Arturo y Rugiero, con mucho silencio, entraron y tomaron asiento en un sofá.

A poco se escuchó el crujido de unos vestidos de seda y, abriéndose una puerta, se presentaron Aurora y su mamá. Aurora estaba hermosa como nunca; un traje de seda blanco, con leves listas azules, hacía resaltar admirablemente su flexible cintura; queriendo aparentar languidez y sufrimiento, a su pesar, asomaba a sus labios una amable y coqueta sonrisa, y su fisonomía tenía tal encanto y atractivo que Arturo no pudo disimular su sorpresa, pero al mismo tiempo sintió un movimiento de cólera contra esta mujer tan alegre y tan opulenta, mientras él se moría en una miserable cama en la posada de las Diligencias de Veracruz.

Aurora se inclinó ligeramente, y con la gracia y finura propias de su buena educación, los saludó y tomó asiento. Rugiero presentó a su amigo, y después de los cumplimientos de estilo, todos ocuparon sus lugares.

—Supimos que se enfermó usted gravemente en Veracruz —dijo Aurora dirigiéndose a Arturo— y esto nos causó el sentimiento que era natural.

—Mi madre me escribió una carta, en efecto, y me decía que…

Aurora, que adivinó que Arturo iba a referirse al recado que ella había mandado para informarse de él, le hizo una seña con los ojos, que el joven comprendió, y sin cortarse continuó:

—Me decía que había tenido el gusto de cerciorarse que muchos de mis amigos se habían interesado por mí.

—¿Conocíais al señor ya? —preguntó la mamá de Aurora.

—Tuve la honra de conocerla en el último baile del teatro —dijo Arturo— y la señorita, la bondad de concederme una contradanza. Entonces acababa de llegar de Londres, y tenía el encogimiento y candor de un muchacho que sale del colegio; creo que importuné demasiado a la señorita.

—De ninguna manera —dijo Aurora bajando la vista y poniéndose ligeramente encarnada.

—Parece que ya me he enmendado, ¿no es verdad, señorita? —interrumpió Arturo riendo irónicamente.

—No recuerdo que usted haya cometido ninguna falta —contestó la muchacha con alguna soberbia.

—Faltas graves, no, en verdad —repuso Arturo—, pero, francamente, mis movimientos eran torpes y embarazados, acaso pondría mi pie sobre el de usted, porque el calor, las luces, todo me incomodaba, y creía hallarme en una atmósfera nueva y desconocida. La sociedad inglesa, que, por otra parte, conozco poco, es fría, grave, reservada, mientras que la mexicana es ardiente, entusiasta por el baile, y evidentemente, un joven que acaba de salir de un colegio de Inglaterra, hace una figura un poco triste en ella.

Aurora, que conoció que los sarcasmos le iban dirigidos y expresamente, con una habilidad admirable interrumpió a Arturo y le dijo:

—Ya que habláis de baile, os diré que me contaron que dos calaveras se desafiaron por cierta muchacha, y que el desafío tuvo el fin que ambos se fueran a comer a una fonda; es esta una aventura que da risa. ¿No es verdad, Arturo? —añadió Aurora, mirando maliciosamente al joven—. Dígame usted ¿los desafíos son así en Londres?

Arturo se mordió los labios de cólera, pero reponiéndose inmediatamente, respondió con una calma perfecta:

—No llegó a mis oídos semejante lance, pero si los dos adversarios tomaron el partido de beberse una botella de champaña en vez de tirarse de balazos, juzgo que hicieron muy bien, porque acaso la muchacha sería tan insignificante que no merecía que expusiesen su vida por ella. Por lo demás, repito, que hasta ahora sé la aventura.

Aurora, a su vez, se mordió los labios y replicó vivamente:

—Me parece que las mujeres permanecemos quietas, y que los hombres son los que nos van a buscar.

—No siempre —dijo Arturo, sonriendo maliciosamente.

—¿Podría usted citarme casos? —repuso Aurora algo amoscada.

Rugiero, que platicaba con la madre de cosas generales y de poco interés, se mezcló en la conversación de los jóvenes, y con marcada intención dijo:

—Vamos, es buen principio de una amistad sólida el hacer ostentación del talento, y ya veo que tanto la hermosa niña de usted como Arturo, hace rato que se ejercitan en una conversación que haría furor en los hoteles de mejor tono de París. Profetizo que ustedes serán buenos amigos, y más diría, si malas lenguas no propagasen ya que Aurora está próxima a contraer enlace.

Aurora se puso encarnada, y Arturo hizo un movimiento de cólera que no se escapó a la penetración de Rugiero, mientras la madre, con aire cándido, dijo:

—Aurora es muy joven todavía y no piensa en casarse. Lo que hay es que las gentes suponen ya que don Gustavo es su novio, sin más motivo que sus frecuentes visitas a nuestra casa; es un hombre que hasta ahora no ha dado nota de su conducta, y no veo motivo para no apreciarlo.

—¿Con que a don Gustavo le atribuyen —contestó Rugiero— la honra de ser amado de Aurora? Debe tenerse por muy feliz.

Aurora iba a responder, pero la llegada de algunas visitas los puso en movimiento. Entraron dos muchachas espléndidas, llenando el salón con su belleza y con su lujo; Aurora las abrazó y se dieron recíprocamente sonantes y amorosos besos en las mejillas. A una de ellas la llamó Aurora con el nombre de Elena, y a la otra, con el de Margarita.

Elena tenía cosa de diecinueve años, pálida, con grandes y rasgados ojos negros, y labios un poco gruesos, pero que daban a su boca un aire extremadamente gracioso y provocativo; su pelo negro, pequeñas sus orejas, su cara ovalada, su talle gentil, y sus manos y pies como de niña.

Margarita representaba veintidós años, blanca, no como el alabastro, sino blanca y rosa como son las mexicanas y las españolas que han tenido la fortuna de que la naturaleza les conceda ese color que Murillo daba a sus vírgenes; sus ojos pequeñitos y negros brillaban como dos luceros, una ligera tinta rosa pintaba sus mejillas, y un marcado bozo dibujaba una encantadora sombra sobre sus labios encarnados y frescos. No tenía el talle airoso de Elena, pues era mucho más baja de cuerpo, pero en cambio, brazos redondos, pecho levantado, y un cutis tan fino que se transparentaban sus venas azules, y materialmente se le veía circular la sangre.

Alegres, espléndidas, y esparciendo aromas, y derramando la dicha y el placer, aparecieron las dos muchachas en aquel templo, que así podía llamarse al espacioso salón en donde Aurora aparecía como una diosa. Se sentaron, ocupando un ancho espacio del sofá con el vuelo de sus trajes. Arturo y Rugiero tomaron otras sillas, y la conversación se volvió a entablar después de un rato de silencio.

Se comenzó a hablar de cosas muy comunes y generales; del tiempo, de las dalias, de los geranios, de las capotas, del almacén de Goupil y de las barzorinas de Clement. Afortunadamente esta conversación no duró mucho, porque nuevas visitas se presentaron; una de ellas era nada menos que Apolonia, acompañada de Florinda y de su tío. Arturo se sorprendió, pues no tenía noticia de que pudiese venir a México; pero ella, después de saludar a todos, le dijo a Arturo al oído:

—¿He sorprendido a usted, no es verdad?

—No aguardaba yo a usted, Apolonia.

—Y mucho menos en compañía de tan hermosas muchachas. Decía yo muy bien cuando pensaba que en México pronto olvidaría usted a las jalapeñas.

—No la he olvidado a usted, Apolonia.

Aurora miró con cólera a Arturo, y Elena y Margarita se dieron con el codo. Rugiero platicaba tranquilamente con la madre, sobre el modo de evitar que los gusanos verdes se comieran las hojillas de las dalias.

—¿Se halla usted muy contenta en México? —dijo Aurora a Apolonia, con intención visible de interrumpirla.

—Muy contenta —contestó Apolonia—. Jalapa es un pobre pueblecillo y ésta es una gran ciudad.

—¿Ha ido usted al teatro, Apolonia? —le preguntó la madre de Aurora.

—Dos veces, señora.

—¿Al Nacional? —interrogó Elena.

—Sí, señorita, y me ha parecido muy suntuoso.

Nuevas y repetidas visitas interrumpieron la conversación, que no pudo establecerse de una manera interesante.

El piano se abrió y Elena tocó bastante bien algunos valses de Marzan y de Wallace. Después de muchas instancias, Aurora se sentó a su vez al piano, y comenzó a cantar un aria de la Sonámbula con alguna timidez; mas a poco sus facciones se animaron, y de su garganta salieron deliciosas melodías.

Arturo con los ojos fijos y como enajenado, se mordía los labios, y Rugiero, que lo miraba de soslayo, sonreía.

En un extremo de la sala se formó una mesa de tresillo, donde se agruparon varios viejos. Los mozalbetes, después que concluyó Aurora de cantar, promovieron que se bailaran unas cuadrillas; arrinconaron tanto como fue posible a los jugadores de tresillo, y las cuadrillas comenzaron.

Arturo no dirigió ni un cumplimiento a Aurora, y tomando de la mano a Apolonia, se puso en baile, para hablar en términos de moda.

—¡Pobre Celeste! —dijo entre sí, al oprimir suavemente la mano de Apolonia—, quizá es más desgraciada que criminal.

Aurora hablaba en secreto con su compañero de baile, que era nada menos que Gustavo, con quien todos decían que debía casarse pronto.

Las cuadrillas, que eran improvisadas, pues no era un baile, sino lo que puede llamarse una reunión familiar, las tocaba en el piano la interesante Elena.

Inútil sería fastidiar al lector con alargar más la descripción de la tertulia. Los viejos jugaron al tresillo; las muchachas procuraron hacer sus conquistas; los jóvenes bailaron, platicaron, murmuraron y tuvieron sus celos, sus inquietudes y también sus placeres. Una mano que se estrecha, una cintura delgada que se abraza, una mirada de amor que penetra hasta el corazón, como queriendo buscar los secretos de nuestra alma, ¿no son por ventura otros tantos placeres? Las madres y las tías, que, sea dicho de paso, eran en corto número, fueron tristes espectadoras de la alegría de la juventud, y tal vez lanzaron un suspiro por la memoria de tiempos que pasaron y que ya no volverán. La mayor elegancia y finura reinaron en la tertulia, lo cual es característico y peculiar de la buena sociedad de México; se habló de la Cañete, de la Peluffo, de la virtud, sin ejemplo en los anales cómicos de Soledad Cordero, dama del Teatro Principal; y mientras unos bailaban, otros se ocupaban en contar la crónica de las familias propietarias de los palcos del teatro, en avaluar la riqueza y talento de los novios, y en pronosticarles un porvenir de ventura o de desgracia. Margarita, con un talento claro, daba su opinión sobre las nuevas composiciones literarias, como por ejemplo, Nuestra Señora de París, y los dramas románticos de Dumas; y sólo una que otra vez la política ocupaba a las bellas muchachas, que se aventuraban a dar su opinión sobre el nuevo gabinete, y sobre el éxito de los pronunciados; porque es de notarse que en este país, todos los días se muda gabinete, y todos los días hay pronunciados; pero como no es costumbre que las damas de México hablen de política, pronto degeneraba la conversación, y el amor volvía a ser objeto de ella.

Los personajes que tienen relación más directa con nuestra novela, estuvieron amables y discretos hasta por demás; Florinda llamó la atención por su dignidad, elegancia y amables maneras. Elena y Margarita por su viveza y buen humor, mientras Aurora, llena de alegría, tan pronto se sentaba junto a sus amigas, como se ponía al piano y cantaba; Arturo, con la perspicacia de un enamorado, notó que de vez en cuando Gustavo decía a Aurora algunas palabras en voz baja, y le hacía señas expresivas con los ojos, a todo lo que ella correspondía con una sonrisa, o con algunas frases, cuyo significado adivinaba Arturo. Apolonia, sencilla, inocente y linda, se granjeó también las simpatías de la reunión, y todos no tenían boca sino para elogiar el carácter jovial e ingenuo de la jalapeña.

Gustavo era un Adonis en la extensión de la palabra; sus manos pequeñas; sus piernas torneadas; su cutis, como el de una mujer, y su pelo rizado y lleno de perfumes; un corsé sujetaba su cintura; sus espaldas las perfeccionaba el algodón del frac, sus patillas las tenía en orden el cosmético, y sus atractivos los realzaba más el sachet de patchoulí que tenía en el bolsillo, y el agua de Colonia que perfumaba su pañuelo. Orgulloso se paseaba de intento de un extremo a otro de la sala, sacando el pecho, moviendo las caderas, con los brazos hechos arco, y mirándose al soslayo en los espejos, y distribuyendo sonrisas y miradas a diestra y siniestra. Era un verdadero conquistador, un Lovelace mexicano.

Todas las jóvenes, excepto Elena, Margarita y Apolonia, lo buscaban y lo llamaban; era el depositario de los abanicos y pañuelos; el que conducía de la mano al piano a las que cantaban; el que impedía que bebieran agua fría sudando; el que les componía los chales y desarrugaba los vestidos; en fin, era el hombre amable e interesante por esencia. Arturo, sin saber por qué, no lo podía sufrir, y en toda la noche no le dirigió una sola vez la palabra; y cada vez que el Adonis y Aurora cambiaban una sonrisa, sentía aquél que la sangre le subía al rostro, y deseos le venían de ahogar a los dos novios, aunque fuese a costa de un escándalo. Rugiero desempeñó el brillante papel de un hombre de mundo; se sentó a la mesa de tresillo, y en un momento dio cuatro codillos, tres puestas y una bolsa; se sacó dos platos, y con desenfado se levantó, echándose en la bolsa ocho onzas de ganancia, pues los ancianos jugaban fuerte; bailó unas cuadrillas muy bien; se sentó al piano y tocó unas melodías alemanas, jamás oídas, que sorprendieron y arrancaron lágrimas a más de una de las señoritas; embromó a Aurora y a Elena, y las hizo ponerse coloradas, sin ofenderlas; se acercó a una casada, le contó la historia de sus viajes y le refirió las íntimas y antiguas relaciones que había tenido con su familia, que Florinda, a quien ya conocemos, lo invitó a comer a su casa para el domingo siguiente.

Antes de las doce, como la concurrencia iba disminuyendo visiblemente, Arturo y Rugiero se despidieron; Aurora, como si nada hubiera pasado, invitó a nuestro joven con instancia a que no dejara de honrar la casa con sus visitas; y Arturo prometió que no faltaría, pues la clase de sociedad que había encontrado, le agradaba sobremanera. A la salida se reunió con nuestros personajes un elegante empleadillo de la comisaría de guerra, y los tres entablaron en la calle una animada conversación.

—Hermosa ha estado la soirée, amigos —dijo el empleadillo.

—Muy alegre, en efecto —contestó Arturo.

—Y muy fashionable —añadió el empleado.

—¿Sabe usted inglés? —preguntó Rugiero.

Yes; pero very little.

—¿Y francés?

—¡Ah! oui, parfaitement bien.

—Me alegro mucho de tener la compañía de un joven tan ilustrado.

Thousand thanks, caballero —respondió el empleado con la mayor fatuidad, estropeando la construcción inglesa.

—Nos divertiremos un poco con este original —dijo Rugiero al oído de Arturo—. Pregúntele usted si conoce a las personas que concurrieron a la tertulia.

—Diga usted, amigo, ¿usted conoce a todas las señoritas y caballeros con quienes hemos concurrido esta noche?

—¡Oh!, ¡oh! parfaitment. ¡Ah! perdone usted, la maldita costumbre de hablar francés. ¿Qué si las conozco? vaya, si todas son mis íntimas amigas; y acaso más… pero no quiero…

—Bien —dijo Arturo—, ahora sí podremos entendernos.

—Daré a usted cuantos informes quiera.

—¿Qué clase de sujeto es ese don Gustavo?

—¿Don Gustavo? guapo garzón; tiene mucho dinero, y es muy buen mozo, y muy amable, y se va a casar con Aurora. Yo al principio tuve mis amoríos con ella, pero… ¿qué quiere usted?, «¡el matrimonio es tan clásico!» y estas niñas al momento quieren que uno se case; y… no, no… en cuanto a eso, poco y bueno.

Arturo enfadado iba a dar vuelta por una esquina, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca, pero Rugiero lo contuvo, diciéndole:

—Tonto, ¿en qué nos hemos de divertir, mientras llegamos al hotel? porque vuestra casa estará cerrada a estas horas…

El joven, convencido por este razonamiento, preguntó al empleado:

—Y dígame usted, caballero, ¿qué opinión forma usted de Elena y de Margarita?

Je vous dirai. ¡Ah! perdone usted; este maldito francés, se me viene a la boca sin querer; pero vamos al caso; voy a decir a usted lo que sé. Margarita es una buena casadita, que vive muy feliz con su marido, porque éste la deja hacer cuanto quiere; ambos son ricos, y gastan un lujo que asombra; pero parece que se quieren demasiado. Elena no se ha querido casar; dicen que tiene un novio oculto, a quien le corresponde; pero esas son patrañas; lo que yo puedo asegurar a usted es, que si yo quisiera… porque ella me ve… ¿no la observó usted?

—Nada observé —contestó Arturo con sequedad.

Rugiero dio con el codo a Arturo, y le dijo al oído:

—Pregúntele usted por Florinda.

El joven disimulando su inconformidad, volvió a dirigirse al empleado.

—¿Conoce usted a Florinda?

—Como a mis manos; es una mujer pervertida absolutamente, que ha hecho desgraciado a su marido, a quien le ha gastado, y aún le gasta, mucho dinero, y que cada semana muda amantes. Yo no sé, en verdad, cómo la madre de Apolonia consiente en que su hija tenga amistad con esa señora.

—¿Y usted la habrá enamorado, caballerito? —dijo Rugiero.

—Sí, sí… pero la he despreciado, porque me choca, me hace asco. ¿No observó usted cómo en toda la noche no la dirigí la palabra? ¡Diable! Yo tengo mucho mundo, para no conocer que a las mujeres es necesario tratarlas así, a poco más o menos.

—Muchas felicidades, caballerito —le dijo Rugiero dándole la mano, pues habían llegado en esto al hotel del Teatro de Vergara.

—Buenas noches; servidooooooor vuestro.

El empleado alargó tanto la vocal, porque Rugiero le estrechó la mano tan fuertemente, que el pobre hombre no tuvo ni alientos de despedirse de Arturo; y contentándose con hacer una rendida cortesía, se abotonó su frac y echó a andar precipitadamente. Arturo y Rugiero entraron al hotel; se instalaron en un cuarto y se hicieron servir algunas carnes frías, champaña y ponche.

—Con verdad, no tengo sueño —dijo Arturo—, y preferiría pasar parte de la noche charlando.

Los dos amigos se aligeraron la ropa, y poniendo un rollo de habanos en la mesa, se sentaron uno en frente de otro, y comenzaron a comer y a beber el ponche, que arrojaba unas llamas azuladas y fantásticas.

—Buenas ganas he tenido de coger por el cuello a ese charlatán, y botarlo en un caño.

—Pues yo, al contrario; me he divertido, observando que no ha dicho una sola palabra de verdad.

—Así lo he creído yo —contestó Arturo.

—Pero hablando de la tertulia, ¿qué os pareció, Arturo?

—En verdad, Rugiero, encuentro siempre detrás de ese lujo, algo tan triste, tan amargo, que no sé… Yo no puedo explicar por qué causa…

—Es porque —interrumpió Rugiero—, debajo de los trajes de seda, suelen latir corazones muy infelices; la miseria y el sufrimiento no se hallan sólo en las cárceles, en los hospitales y en las pocilgas de los infelices, sino también en los palacios y en las casas opulentas, como la de Aurora. Cada gente es una historia, mejor dicho una novela, porque lo que pasa en lo interior de las casas y en el corazón de cada mujer, tiene más de novelesco que de verdadero. Podría contaros la vida de muchos de los personajes de la tertulia, pero temo fastidiaros. Así prefiero dormir.

Rugiero se recostó en un canapé, y Arturo hizo lo mismo en un sillón.

Share on Twitter Share on Facebook