III. Una cáliga y un desafío

Arturo, obsequiando la insinuación de su compañera, la condujo inmediatamente y con la mayor delicadeza a un asiento, y encontrándose otro vacío, tuvo, como se deja suponer, el cuidado de sentarse junto a ella para continuar, si posible era, la amorosa conversación que tantas interrupciones había sufrido.

Antes de seguir dando cuenta de ella, y mientras que nuestra joven se sienta como una reina, dando vuelo a su vestido, tomando un ligero y blanco chal para cubrir su cuello y espaldas ardientes, despliega su abanico para echarse viento, con la gracia y donaire propio de las mexicanas, daremos algunas pinceladas, que si no tracen su retrato, al menos den una idea de la gentil Aurora.

No cumplía diecisiete años. Su talle, flexible y airoso como una palma, no carecía de robustez y desarrollo, sin que perjudicara a su gracia y soltura. Cada movimiento de su cuerpo era diverso; cada cambio en su postura era una nueva gracia que podría descubrir el más indiferente observador. Su pie, calzado con un zapato blanco, era defectuoso de puro pequeño, y en los giros y revueltas del baile, era delicioso percibir entre los encajes y bordados del vestido interior, una pierna delicada, redonda sin ser gruesa, y cubierta de una media finísima y transparente en las partes que ostentaba su rico calado.

En cuanto al rostro de Aurora, no era lo que puede llamarse una miniatura, pero ¡cuánta gracia cuando abría sus labios para sonreír! ¡Cuánta expresión cuando sus ojos húmedos y alegres, expresaban algún deseo! ¡Qué preciosa cabeza con un cabello fino y castaño, peinada con arte y sin más adorno que un ligero marabú y una cadenita de diamantes entretejida en sus trenzas, recogidas en la parte superior, dejando volar y como moverse sobre su blando cuello, juguetonas y finísimas mechas locas! El cutis de Aurora no era blanco de alabastro, que es tan raro en los climas tropicales, sino de ese color que los pisaverdes llaman apiñonado y que es el mismo que el inmortal Murillo dio a las figuras de sus mejores cuadros.

Ligera en sus movimientos, pronta y aguda en sus palabras, alegre, brillante como un colibrí, con la sonrisa en los labios, con la alegría y el amor en los ojos, Aurora era una sílfide, una de esas pequeñas magas traviesas que recorren los palacios orientales en los cuentos de las Mil y una Noches, y que vuelan por los cielos de oro y de zafir del Edén de los mahometanos. Aurora parecía positivamente un sueño, una ilusión, y no una mujer material. Era necesario limpiarse los ojos, verla y volverla a ver, para cerciorarse de su existencia.

Ya podremos figurarnos cuánto amor, cuántos deseos, cuántas emociones despertaría Aurora en el alma de su compañero de baile.

Cuando Aurora se sentó, restregaba con disimulo en su mano el listón que había arrancado de su calzado. Después con desenfado lo dejó caer.

Todo el mundo sabe de cuánta importancia es para un amante una cáliga, un rizo de pelo, la cosa más insignificante que pertenece a la mujer que ama. Arturo alzó el trozo de listón, lo acercó a sus labios y lo guardó en la bolsa de su chaleco.

—¿Qué hace usted? —le dijo Aurora— van a observarnos.

—Beso el listón que ha tirado usted y que ha ligado su primoroso pie.

—Basta ya —le dijo Aurora, dando un aire increíble de seriedad a su fisonomía— he permitido a usted durante el baile que me diga flores, porque ésa es la costumbre de todos los hombres, pero ya toma usted la cosa con demasiado calor y es menester terminar. Devuélvame usted mi listón o tírelo, que al fin no pasa de una cosa bastante despreciable.

Arturo, que no aguardaba tal reprimenda de parte de Aurora, quedó un momento como petrificado; mas recobrando poco a poco su sangre fría, le contestó con dignidad:

—Señorita, si usted interpreta mis palabras como una falta de educación, desde luego me arrepiento de haberlas pronunciado y doy a usted la más humilde satisfacción; pero ya que hemos entrado a un tono serio, le repetiré que lo que he dicho, sin ser escuchado, me lo ha dictado el corazón. No tengo, en verdad, derecho de ser creído, ni menos de ser amado; pero ¿me permitirá usted que la vea alguna vez después de esta noche? ¿Será usted tan cruel, que la primera ocasión que nos vemos, me deje la dolorosa idea de que la he disgustado? No son palabras de amor las que dirijo a usted; es una satisfacción la que le doy, y no quedaré contento si usted no me asegura al menos su amistad.

—No vale la pena lo que ha pasado para estar disgustada —contestó Aurora con su ligereza habitual y dando a su fisonomía su aire risueño—, pero luego ustedes mismos, después que se divierten con las pobres mujeres, las llaman frívolas y coquetas.

—¡Oh!, jamás diré eso de usted, Aurora.

—¿Y por qué no? Al menos las apariencias me condenarán. No amo a nadie; gusto del baile y de la broma; mi edad, aunque no mi figura, me rodea de jóvenes; a todos hablo, con todos río, con todos bailo… Vea usted, justamente aquí viene a sacarme para las Cuadrillas el señor Eduardo H…

Aurora se levantó de su asiento y dio la mano al nuevo compañero; pero antes se inclinó coquetamente casi al oído de Arturo y le dijo:

—Tire usted esa cáliga.

—Jamás se separará de mi corazón —contestó Arturo en voz baja.

Aurora sonrió; su compañero la dijo:

—¿Tenemos nueva conquista, Aurora?

—¡Oh!, ya sabe usted que diariamente hago un docena. ¿Estará usted celoso?

—Y mucho —le dijo el nuevo galán.

—Bailemos, bailemos —le dijo Aurora, sin hacer caso de las últimas palabras de su compañero.

Arturo siguió con los ojos a la hermosa Aurora, y cuando se confundió entre la gente que ocupaba el centro del salón, se levantó de su asiento y con un mal humor visible se salió a una de las galerías, encendió un habano y, cabizbajo, comenzó a pasear sumergido en profundas cavilaciones. Arturo, a lo que creía, estaba apasionado locamente de Aurora.

Llevaba un buen rato de pasearse cuando advirtió, a pesar de su distracción, que un joven de negros bigotes y perilla, tez morena, ojuelos chicos pero negros y vivarachos, y que vestía el uniforme de la caballería ligera de línea, y llevaba en sus hombros las divisas de capitán, seguía su misma dirección y en cada vuelta procuraba detenerlo y rozarse con él.

Arturo levantó los ojos y miró resueltamente al capitán de caballería.

Éste, por su parte, puso una mano en la cintura mientras con la otra jugaba con las borlillas de su cinturón, y con aire burlón y una maligna sonrisa, se puso a su vez a mirar a Arturo.

—¡Vaya! —dijo Arturo a media voz—, es un fatuo. —Volvióle las espaldas y continuó su paseo.

—¡Vaya! —dijo el capitán, también a media voz—, es un cobarde. —Volvióle las espaldas y continuó su paseo.

A la siguiente vez volvieron a encontrarse y se arrojaron ambos una mirada terrible.

Esto se repitió dos veces. A la cuarta, Arturo había ya perdido la paciencia y se resolvió a tener una explicación con el singular capitán.

—Parece, capitán —le dijo Arturo—, que mi presencia le incomoda a usted, y como a mí me sucede otro tanto, sería bueno que uno de los dos despejara…

—En ese caso, haré que despeje usted, no sólo la galería, sino el edificio, pues toda la noche me ha estado usted incomodando y no deseo sufrir más.

—Desearía ver —le replicó Arturo sonriendo a su vez irónicamente— cómo despeja usted la galería y el edificio.

—De esta manera —gritó el capitán colérico e intentando asir a nuestro joven por el cuello de la casaca.

—¡Silencio! —le dijo Arturo enseñándole el cañón de una pistola—, si se atreve usted a tocarme, le vuelo la tapa de los sesos.

El capitán se detuvo.

Arturo prosiguió:

—He venido prevenido ¿no es verdad? Ya sabía yo que hay en México mucha canalla que deshonra las divisas militares que porta…

—¿Es un insulto dirigido a mí, caballero? —dijo el capitán, pálido y tembloroso de cólera.

—Como usted guste.

—Muy bien. En ese caso es menester que nos veamos.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿A qué hora?

—A las seis de la tarde.

—¿Dónde?

—En el bosque de Chapultepec.

—¿En un paraje público?

—De allí iremos a otro.

—Corriente.

—Corriente.

El capitán se marchaba; pero Arturo lo tomó del brazo y lo llevó a un lugar más apartado, pues algunos curiosos comenzaron a observar.

—Estoy dispuesto a todo lo que usted quiera, capitán, pero deseo saber qué motivo ha tenido usted para provocarme, pues no puedo concebir en usted tan poca educación.

—En efecto —replicó el capitán con desenfado—, el modo ha sido brusco; pero cuando se detesta a una gente, todos los medios son buenos, y yo detesto a usted con toda mi alma.

—Sea enhorabuena, y por mi parte está usted desde ahora correspondido; pero deseo al menos saber el motivo de ese odio.

—En dos palabras se lo diré a usted.

—Hable usted.

—Estoy enamorado locamente de esa joven con quien ha bailado usted, con quien ha platicado toda la noche. He visto que ha guardado usted un listón de su cáliga; en fin, caballero, quiero la sangre de usted, su vida; así es, un desafíe a muerte.

—Muy bien, capitán —dijo Arturo con alegría, estrechándole la mano—. Estoy contento con usted; me gustan los hombres de un carácter resuelto. ¿Qué armas?

—No deseo que este desafío sea una farsa, como sucede siempre en México; así, yo llevaré mi espada y usted la suya. En cuanto a padrinos, será menester excusarlos, combatiremos solos.

—Perfectamente —dijo Arturo—, por mi parte no habrá farsa. Me he educado en Inglaterra y allí los hombres que se desafían se matan.

—Mañana a las seis, en los arcos de Chapultepec.

—No faltaré —respondió Arturo.

Convenidos así, el capitán salió del vestíbulo del teatro y Arturo entró en el salón, acordándose de que tenía su palabra comprometida para bailar con la otra señorita de quien hemos hablado.

Al entrar al salón, Aurora que salía casi tropezó con Arturo, y acercándose a su oído le dijo:

—Todo lo sé, y si me ama usted, no comprometa un lance. El capitán Manuel es un calavera, pero mañana a las seis habrá cambiado de humor.

Arturo sorprendido de que Aurora estuviese enterada de todo, le preguntó:

—Pero, Aurora ¿quién ha podido imponer a usted de una conversación que yo creo no ha escuchado nadie?

—Rugiero, su amigo de usted.

Al oír este nombre, Arturo se puso pensativo, pero Aurora se quitó una flor que tenía prendida en el vestido y con una sonrisa amorosa, le dijo:

—Vamos, Arturo, tenga usted un recuerdo mío, pero obedézcame. Fío en usted. Adiós.

Aurora desapareció entre la multitud, en compañía de un vejete prendido y almibarado, como un Adonis, y que prudentemente se había hecho a un lado mientras pasaba el corto diálogo que acabamos de referir.

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