I. Manos vivas y manos muertas

Imposible de convencerlo. Ese hombre tiene una cabeza de fierro. Dos horas he empleado en exponerle con toda claridad la situación política del país, los peligros que corren las instituciones liberales y hasta la independencia de la República. En los momentos en que tenemos ya dentro de nuestro territorio la guerra extranjera, lo primero que importa es la unión de todos los mexicanos y la conformidad y acuerdo de los partidos para hacer frente y presentarnos, siquiera moralmente fuertes ante nuestros enemigos exteriores, prescindiendo cada uno de sus exageraciones y haciendo el sacrificio del amor propio, sin ir a estrellarnos con exageraciones que han dado el resultado de dividir profundamente al partido liberal. Verdad es que se necesita urgentemente dinero para la guerra, pero el medio que se ha escogido es el peor. Nadie querrá en estos momentos comprar ni aun a vil precio las fincas de manos muertas, porque en el instante que triunfase la reacción, se quedarían sin las fincas y sin el dinero, y el clero que ha protestado, a buen seguro que consintiera en pagarles ni un solo peso por vía de indemnización. Nuestros ricos egoístas, y que no se mueven si no es al impulso del miedo, nada querrán prestar con una hipoteca ilusoria que no podrían hacer efectiva ante nuestros tribunales; así, en vez de que el gobierno adquiera recursos con la publicación de la ley, se ha cerrado las puertas y se ha puesto ya en choque abierto con el clero y con la multitud de dependientes interesados en la conservación de los bienes y de los ricachos que pican de aristócratas y de creyentes fervorosos, porque sacan dinero del juzgado de Capellanías, cada vez que quieren, y sus haciendas y casas valen mucho menos de lo que deben. El día que se hiciera efectiva la redención de los capitales cumplidos, la mitad de los ricos de México que vemos muy orgullosos y contentos por las tardes en sus carruajes en el paseo de Bucareli se presentarían en quiebra, y la catástrofe pasaría de diez millones de pesos. Contra todos estos intereses está chochando el gobierno en estos críticos momentos, y en vez de tener auxilios y recursos no se ha granjeado más que enemigos.

Estas reflexiones y otras que sería largo el referir le hice, apelando también a nuestra amistad y antiguas relaciones. Lo mismo que majar en hierro frío, y a todo contestaba con su manía favorita, que ya es una especie de locura. Mi pueblo se les echará encima —decía el viejo ministro, no sólo entusiasmado, sino enojado—; en cuanto que yo llame al pueblo, no quedará ni uno solo de ellos, y estos clérigos fanáticos morderán el polvo. Ya saben ustedes que nadie lo saca de este camino y que el barbero, al tiempo de rasurarlo por la mañana le cuenta mil mentiras y lo adula de una manera tan exagerada que le hace creer que no necesita más que salir al balcón de Palacio y hablar cuatro palabras para poder disponer de la población entera. Por desgracia y cuando yo creía conseguir al menos alguna modificación en sus ideas y que tuviese una reunión con algunos diputados, entró otro ministro y echó por tierra mi peroración. En resumen, he perdido el tiempo inútilmente, y los acontecimientos se precipitan y no dan tiempo para nada. ¡Dios salve a la República!

El que había pronunciado este informe con voz suave, segura y tranquila y mucho más metódico y ordenado que lo que lo hemos referido, era un personaje de mediana estatura, más bien grueso que delgado, vestido con una levita negra más bien usada y manchada que no nueva. Sus ojos estaban cubiertos con anteojos azules y como engastado su busto blanco y pálido coronado con una peluca negra y rizada, en una alta corbata negra que dejaba asomar el cuello blanco de la camisa, donde descansaban como si les faltara ese apoyo, des orejas de mediano tamaño, rosadas y frescas como las de una doncella. Sin bigote ni perilla y con unas patillas cortadas a la española, parecía cuando cesaba de hablar uno de esos retratos de cera, hechos diez o quince años antes por el célebre escultor Manolito Rodríguez.

Con el mayor recogimiento y atención escucharon esta especie de tristísimo sermón cuatro personajes, sentados alderredor de una mesa de madera de pino blanco, llena de periódicos en desorden, de libros a la rústica, de cacharros con engrudo, de fajas de papel rotuladas, de mazos de cuerda de cáñamo. Era la imprenta y redacción de un periódico, situada en una de las calles más céntricas de la capital. El dependiente en su escritorio, ocupado en extender recibos y arreglar sus cuentas; los repartidores entrando y saliendo; las puertas abiertas de par en par, y ninguno de los misterios, miedos y reservas de los hermanos caritativos y religiosos que hemos visto reunidos en la ignorada sacristía.

—Por mi parte he hecho lo mismo —dijo un personaje alto, descolorido, de cerca de sesenta años de edad, con los pómulos salientes muy marcados y ojos pequeños, pero centelleantes: algo como una fisonomía de un mandarín asiático—. Cualquier género de reflexiones son inútiles —continuó—, y un día u otro debe producirse un conflicto en la capital entre la canalla que ha armado el gobierno y la guardia nacional, donde están los comerciantes, los empleados, los artesanos, en fin, lo más granado de la ciudad. Yo trato de calmar los ánimos y de conservar la disciplina y el orden, pero llegará el día en que ya no sea posible. Figúrense ustedes que trata nada menos que de hacer marchar a Veracruz los batallones, o desarmarlos. No marcharán, porque todas esas gentes tienen familias y se han alistado para prestar solamente el servicio de la ciudad, y que la tropa de línea pueda marchar a donde convenga. Si intenta desarmarlos, no se dejarán y se defenderán a balazos.

—Triste y muy triste es verse en la necesidad de unirse con los clérigos y retrógrados, pero por el pronto no tenemos otro remedio; más tarde, cuando hayamos terminado de una manera o de otra la cuestión extranjera y el gobierno esté fuerte y bien establecido, nos pondremos de acuerdo con los gobernadores y con la mayoría del Congreso, y entonces se les dará el golpe de gracia, es decir, se combinará una ley que les quite los bienes y tenga al mismo tiempo un carácter de utilidad general que nos atraiga las simpatías del pueblo: por ejemplo, establecer talleres y fábricas para alentar la industria, intentar la construcción del tan soñado camino de hierro de México a Veracruz. Tenemos el proyecto de Arsillaga y un buen trozo, construido desde el puerto a la Tejería; en fin, mil cosas útiles podrían intentarse con ese dinero y con el crédito.

—Ni qué pensar en eso por hoy —interrumpió otro de los personajes que vestía un levitón pardo que le bajaba hasta cerca de los tobillos y había permanecido en pie, apoyado contra un estante y sumergido al parecer en una honda meditación—, ni qué pensar en esas cosas por ahora —repitió—, más que en la guerra y en la manera de adquirir recursos, pero estamos entre Scila y Caribdis. Entre los clérigos no reina más que la hipocresía y el oscurantismo, y los retrógrados que los dirigen nos volverían de buena gana a la Inquisición. El amigo de Guadalajara ha tomado con entusiasmo la defensa del partido clerical, con más entusiasmo del necesario, y no se puede permitir que esa clara inteligencia siga tan mal camino; pero al pronto es menester dejarlo, engañar a estas gentes y que nos sirvan de apoyo para derribar al gobierno, porque no hay otro remedio. Esos hombres testarudos e incapaces de admitir consejo, van a hundirnos en un mar de desgracias. No hay que hacerse ilusiones, la revolución está encima, no se puede evitar, y lo menos malo es dirigirla. Con dejarles entender a ciertos jefes de la guardia nacional que estamos de acuerdo, saltarán a la arena. Nosotros, sin responsabilidad personal ni moral, dirigiremos los acontecimientos. Es preciso obrar con actividad, porque los sucesos se precipitan. La catedral va a cerrarse, lo mismo que las demás iglesias, y el pueblo se agolpará y se agitará en la plaza, porque los clérigos a su vez se quieren servir del pueblo, explotando su fanatismo e inclinándose a una guerra religiosa, tan temible cuando se trata de masas ignorantes; de modo que por una parte se inclina al populacho al desorden, a la borrachera y al robo, en nombre de la libertad, y por la otra a la rebelión y al saqueo en nombre de la religión. El deber del partido moderado es colocarse entre los extremos. Procuraremos inspirar confianza al clero, a los propietarios y a los comerciantes y artesanos, y tendremos en nuestro apoyo la tropa y una mayoría sensata que los partidos extremos quieren extraviar. Es muy probable que por otros medios más adecuados se puedan conseguir recursos, y enviando dinero a San Luis tendremos al ejército del Norte y a su jefe en nuestro favor; mas para lograr el intento es indispensable formar un plan y que cuanto antes salgan del poder esos hombres que están en el Palacio. Si no le damos un plan a la guardia nacional, los clérigos se apoderarán de la situación, y en ese caso tendremos que unirnos con los puros, pues no podemos seguir al clero en su exclusivismo y superstición, ni estar subordinados a él, ni mucho menos humillarnos ante los puros. Estamos fuertes en el Congreso, en los Estados y en la opinión pública, y llamados a dominar por virtud de las mismas circunstancias, y nos entenderemos con Santa Anna por medio del amigo que conocemos y el que opina de la misma manera que nosotros.

Tal fue el discurso del importante personaje de levitón gris.

—Pues lo que importa es formar el plan del pronunciamiento —contestó el de los anteojos azules—, y que sea ahora mismo, aquí mismo. Se imprimirá y se repartirán ejemplares a los jefes y oficiales de los batallones de guardia nacional que se llaman polkos, y no necesitamos más, pues el mismo gobierno con sus medidas imprudentes y el clero con su fanatismo son los que harán que estalle la revolución tal vez esta noche, mañana, el lunes, cualquier día; no es ya más que cuestión de tiempo, y de muy poco tiempo.

—No cabe duda —contestaron en coro los demás—. Fijémonos en el plan y no hay que hablar más.

—Muy sencillo; voy a escribirlo.

El dependiente de la imprenta, que escuchaba la conversación, acercó un tintero, una pluma y un cuaderno de papel, y uno de los de la reunión se puso a escribir y otro a dictar, y no tardaron veinte minutos en terminar su obra.

—Hemos puesto por fórmula —dijo el amanuense—, algunos considerandos, porque así se acostumbra en los planes de pronunciamiento. Por lo demás, la situación es conocida de todo el mundo. El plan es muy sencillo: dos o tres artículos. Aquí están. 1.º Se reconoce como presidente de la República al general don Antonio López de Santa Anna. 2.º Cesará en el ejercicio del poder el vicepresidente, y entrará a ejercerlo provisionalmente el presidente de la Corte de Justicia. 3.º Se elevará al Congreso una respetuosa exposición para que derogue la ley de manos muertas.

Después de una ligera discusión, el plan fue aprobado por unanimidad. En el acto se apoderaron los cajistas de él para imprimirlo, y el dependiente, que era capitán de uno de los batallones de guardia nacional, quedó encargado de distribuirlo entre sus compañeros.

Fue una conspiración al aire libre, sin miedo, sin precauciones, sin muchas discusiones: era dirigida por diputados, por generales, por magistrados, por los altos personajes del partido moderado, que en aquellos momentos trataba de que pasase a sus débiles hombros todo el inmenso peso del poder público.

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