LOS lectores observarán en las descripciones que hemos hecho, que no había plan alguno en la cabeza de los revolucionarios, que tenían muy pocas o ningunas ramificaciones en los Departamentos, y que iban, por decirlo así, obrando al acaso. No obstante, era todo lo que se necesitaba, para derrocar de la noche a la mañana al gobierno, y plantar otro que fuese derrocado a los seis meses, de la misma manera. Aunque con temor de cansar al lector, haremos que asista a la casa de don Antonio, a otra reunión que se verificó tres días después de la que hemos descrito.
En esta nueva junta, los personajes disminuyeron en número, pero se notaba más arreglo en los planes. Estaban presentes, el cleriguillo acompañado de otro clérigo de avanzada edad, de fisonomía común y tosca, gotoso y enfermizo; don Antonio, don Fausto y el tutor de Teresa, todos personajes antiguos conocidos del lector, aunque no muy amigos. En esta conferencia, ya de próximos arreglos, lo único que hay que notar, es el disimulo, la hipocresía, la desconfianza mutua de todos los actores, que desempeñaban tan infame como ridículo sainete.
Comenzó el clérigo gotoso tartamudeando, y queriendo expresar en su fisonomía una evangélica beatitud.
—Señores, yo hee venidoo, porque se see trata de combatir con las armas de la reliigión… a… a… a… los hombres dejadoos de la mano de Dios, que quieeren foormar su patrimonio con los bieenees de la Iglesia y del Altísimo, y echar a la calle a las pobrees monjitas, que que sirven al Señor y que ruegan y hacen penitencia por los pecadores.
Don Antonio, con la mesura y dignidad con que un diputado novel comienza su discurso en las Cámaras, dijo:
—Señor don Félix —así se llamaba el eclesiástico gotoso—, tristes y calamitosos son los tiempos que hemos alcanzado, y podemos decir con el profeta Ezequiel: «La ruina de la ciudad impía se acerca ya».
El clérigo joven, a quien también llamaban sus amigos don Pablo, se acercó a don Fausto, y le dijo al oído:
—Hombre, Ezequiel no ha pensado en decir tal cosa; pero apuesto mis dos orejas a que ni don Antonio ni el don Félix saben lo que ha dicho Ezequiel.
Don Fausto sonrió, fingió que tosía, y se pasó el pañuelo por la boca.
Don Antonio continuó:
—Señor doctor: hemos tenido la desgracia de vivir en tiempos de tribulación, como decía el santo rey David; y no hay más, sino rogar a Dios por la salvación de este pobre pueblo. Yo en los asuntos, de que habrá impuesto a usted detenidamente el doctor don Pablo, no tengo más idea ni más mira que la salvación de tantos amigos como cuento en el clero; el evitar que estos cuantiosos bienes, que sirven para el culto de Dios, pasen a manos de esos entes degradados, que se llaman liberales, y que no son nada más que unos descarados sansculotes.
—Bien dicho —respondió el doctor Félix—, sansculootes, píicaros… En tiempo del rey no sucedía esto, porque la Nueva España estaba gobernada de otra manera, y la iglesia era respetada… y no… que ahora… la libertad se reduce a co-oogerse lo del cle-clero.
—Días muy amargos hemos pasado Antonio y yo, con estas ocurrencias del préstamo forzoso, señor doctor —dijo don Fausto—, y hemos hecho cuanto ha sido posible para evitar al clero esa enormísima e injusta contribución que le tratan de poner… pero todo en vano; esos hombres del gobierno, ciegos y encaprichados, corren al abismo… usted dice muy bien, están dejados de la mano de Dios.
—Pero, señores, ya que ustedes han tomado a su cargo el dirigir esta difícil empresa, deseo que instruyan a mi compañero el señor doctor, en lo que se ha trabajado, para que el señor don Pedro pueda por su parte…
Don Pedro al oír su nombre, se inclinó humildemente, y sonrió.
—Nosotros no dirigimos de ninguna manera —respondió vivamente el padre de Arturo—, queremos cooperar con nuestro grano de arena al bien, particularmente del respetable clero, y esto es todo.
—Figúrense ustedes —interrumpió don Fausto—, que tenemos una fortuna independiente… y así… a la inversa. El ministro es muy amigo mío, y nos ha prometido pagar lo que se nos debe, y no de usuras y de mamotretos, como dicen esos infames periodistas, sino de dinero efectivo que hemos prestado al gobierno sin interés alguno, y que sirvió para que se vistieran las tropas que llegaron desnudas de Guanajuato y Zacatecas. Con que ustedes claramente ven, que acaso con el cambio de gobierno nuestra fortuna disminuirá… Pero cómo ha de ser; primero es la conciencia y la patria que el dinero.
—Pe-pero cre-eeo que no faltará dinero —dijo el doctor Félix—, ni el ministro que poongamos dejará de pagar a ustedes.
—Al menos sería una notoria injusticia, y en todo caso confiamos en nuestro amigo el señor doctor; pero no hablemos de eso ahora, pues nuestro interés es lo último, cuando se trata de los grandes intereses de la religión y de la patria.
—Bien dicho, señor don Antonio; usted es hombre de todas mis simpatías —dijo don Pedro con entusiasmo—, y sin que se tenga por adulación, quisiera yo que ocupase usted un ministerio.
El padre de Arturo, a su vez, se inclinó profundamente, y sonrió a su adulador, porque la adulación suena como una música que gusta a todo el mundo.
—Quien debía ser el ministro, era usted —interrumpió don Fausto—, y si las cosas tienen feliz desenlace, vamos Antonio y yo a formar decidido empeño en que usted arregle este caos en que está la hacienda de la República.
—Señores —dijo el tutor—, si ustedes me abochornan de esa manera, tendré, a mi pesar, que abandonar tan amable compañía.
—Señores: no perdamos tiempo en cumplimientos inútiles; al grano, porque luego el señor don Antonio tiene muchas visitas. Vamos, deseo que mi compañero el señor doctor, se imponga de lo que hemos adelantado.
—Lo haré de muy buena voluntad, doctor —dijo don Antonio—, y doy principio. Varios amigos han escrito a Puebla, Toluca, Cuernavaca y otros puntos, y han recibido contestaciones muy favorables; de suerte que podemos asegurar, que en esos puntos será secundado el movimiento de México. Aquí se han visto por algunos amigos a los varios jefes de los cuerpos, y están entusiasmados. Sólo se necesita darles algún dinerillo, porque en efecto, tendrán sus gastos indispensables.
—¿Y ha hablado usted ya con el capitán de caballería que le indiqué? —preguntó don Pedro.
—¡Toma si he hablado! —respondió el padre de Arturo—, es nada menos el encargado de ponerse a la cabeza de una columna, que deberá apoderarse de Palacio, y prender al presidente, ministros, comandante general, diputados, etc.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó don Pedro, brillándole los ojos de alegría—, ¡valiosa adquisición han hecho ustedes; y yo considero al capitán el eje, el móvil principal de todo este plan!
—Importantísima adquisición —repitió don Antonio—, y no me ha costado poco trabajo; sólo la amistad de Arturo pudo influir.
—¿La amistad del hijo de usted? —preguntó don Pedro.
—La única consideración que pudo decidirlo, pues ni el dinero ni las esperanzas de un ascenso. ¡Valiente y honrado muchacho!
—¡Guapo! —repitió don Pedro—, lo único que sentiré es que vaya por una casualidad a tocarle un balazo. Crea usted, que si esto sucediera, tendría que llorar todo el resto de mi vida.
—¡Qué! —dijo el doctor Félix alarmado—, ¿se ha de derramar saangre?… no, no; entonces no me meeto en naada.
—Tranquilícese usted, señor doctor, creo que las cosas no llegarán a ese extremo.
—Ya digo, si hay saangre —repitió el doctor Félix—, los sacerdootes quedamos irregulares.
—Vea usted, señor doctor —dijo el tutor de Teresa arrimando su silla junto a la del clérigo—, a mí me parece, que lo mejor sería que no hablaran ya ustedes nada sobre el particular, porque si llega a traslucirse en el público, toda esa nube de sansculotes, de impíos y de herejes, puede levantarse, gritando que se trata de monarquía y de traición, y la revolución pierde su popularidad. En cuanto al dinero, yo lo daré, y allá nos entenderemos después, y arreglaremos cuentas; así quedan salvados todos los inconvenientes; ¿les parece a ustedes, señores?
—Perfectamente —respondió don Antonio, quien una vez que el doctor hizo la promesa de dar dinero, quería desembarazarse de él.
—Me pa-parece muy bieen, señor don Pedro —dijo el doctor Félix, levantándose—, y en esta virtud me retiro, porque yo no pierdo mi método por nada de esta vida… aunque se venga el mundo abajo; a estas ho-horas tomo mi leche con mamones de la ca-calle de Tacuba, y después me acuesto… y me du-duermo hasta las nueve del día siguiente.
El señor doctor dormía, pues, doce horas, lo que literalmente puede llamarse dormir como un canónigo.
—Le traerán a usted la leche, señor doctor —dijo don Pedro; y aunque malo, no faltará un lecho…
—Me que-quedaría, pero se me olvidó mi breviaario, y tampoco teengo medias limpias. Me voy, pues, a rogar a Dios que salgan bien nuestros asuntos.
Don Pedro y don Antonio, guiñándose el ojo, convinieron en no detener a los eclesiásticos, y los despidieron, dándoles muchos apretones de manos, y diciéndoles las palabras más religiosas; refiriendo al poder y a la protección de Dios, el éxito del plan revolucionario. Concluida esta piadosa operación, volvieron al salón, donde había quedado don Fausto.
—Conque señor don Pedro —dijo don Antonio—, el tiempo vuela, y es menester abreviar las cosas, y fijar ya el día del movimiento, supuesto que ya contamos con el dinero.
—Mejor sería dilatarlo unos días más —contestó don Pedro—, para hacerlo mejor. Por ejemplo, podría ser conveniente, que así como quien quiere y no quiere la cosa, se hicieran desaparecer a los ministros y al Presidente… todo esto con tino, y con precaución… como que fue un tiro… como que resistían… En fin, yo nada digo, porque Dios me ampare de querer la ruina de nadie… sobre que soy un hombre que me desmayo de ver matar una gallina: ¡Pobres animalitos! ¡Qué crueles somos los hombres!
—Esto no deja de tener su riesgo, señor don Pedro, porque si la cosa se descubriera…
—Ya… ya… —contestó don Pedro tomando un polvo—, nada digo… estas gentes son, sin embargo, animales ponzoñosos… y, no nos cansemos, este país no tiene más remedio que la monarquía, y que las cosas vuelvan absolutamente al estado que tenían antes del año de 1808. Vayan ustedes a tolerar que todos los días se nos venga con la libertad y con la guerra de Tejas, y con el honor nacional, para exprimirnos las bolsas… Tres mil pesos, señores, tres mil pesos de préstamo forzoso me han puesto a mí, que soy un hombre que a costa de trabajo he podido conservar cuatro medios que tiene una pobre huérfana, que me ve como padre, y que no tiene más apoyo que yo en el mundo. Cabalmente ahora me tiene usted gastando un dineral en tenerla en La Habana, porque la pobre criatura se moría del pecho aquí…
—Bien: ¿pues qué plan le parece a usted que se debe seguir? —preguntó don Antonio.
—Muy sencillo… salvo la opinión de ustedes, que saben más que yo. Este capitán Manuel es un muchacho tronera y arrojado; y supuesto que, según dicen ustedes, está en el secreto, deberán darle instrucciones de que… vaya, la cosa más fácil… que mande hacer fuego a los soldados al tiempo de hacer las aprehensiones, y…
—Ni lo imagine usted —interrumpió don Antonio—, el capitán por nada de este mundo se comprometería a desempeñar el papel de asesino.
—¡Bah! ¡Y quién ha hablado de asesinatos!… No quiera Dios que yo piense en tal cosa… En fin, por lo menos es menester tomar otras medidas, porque si sólo se reduce el plan a prender a los miembros del gobierno… nada se habrá hecho, porque ellos mismos harán la reacción. Yo, la verdad, así, no daré ni un centavo, porque ya ven ustedes que luego no me querrían pagar el dinero, y yo arruinaría a mi pobre hija Teresa, y sus bienes los manejo de tal modo que me quedaría sin comer antes que… Asunto concluido —añadió don Pedro levantándose.
—Aguarde usted un momento —dijo don Fausto al tutor—, propondré un término medio.
—¿Cuál es? —preguntó don Pedro volviéndose a sentar.
—Es más probable que la guardia de Palacio la de el cuerpo del coronel Relámpago, pasado mañana. En ese caso contaremos con ella, y el capitán será simplemente un ejecutor. Amarrará a esa gente de Palacio, e inmediatamente la llevará hasta Acapulco. Allí dispondremos un buque, para que se lleve a todos esos personajes a Guayaquil o a los infiernos.
—En último caso, no me parece mal —dijo el tutor meneando la cabeza—, pero sería bueno escribirle en un papelito esta instrucción al capitán.
Los circunstantes se miraron unos a otros.
—Bien, comprendo —dijo don Pedro, que no conviene que aparezca en un documento de esta clase la letra de ninguno de nosotros… pero eso es fácil, se disfrazará la letra, se escribe con la mano izquierda… en fin… así, cualquiera de nosotros lo puede hacer, si quieren; venga un tintero, yo lo haré…
—Y yo, si usted quiere —interrumpió don Fausto.
—Venga —dijo don Antonio—, pondremos aquí la ordencita.
Tomó un tintero de su bufete y escribió en una tira de papel, con una letra enteramente disfrazada, lo siguiente:
«Capitán: Pasado mañana, antes de las diez de la noche, mandará usted montar su cuerpo, se presentará usted en Palacio, y dirá al oficial estas palabras: “Libertad y San Juan”. Este oficial pondrá a disposición de usted la guardia. Con ella prenderá usted a todas las personas que ya sabe, e inmediatamente saldrán para Acapulco, custodiados por una compañía de caballería. Allí, el oficial, que debe ser de la confianza de usted, recibirá instrucciones del nuevo gobierno.»
—Vamos, ¿qué tal? —dijo don Antonio, enseñando el papel al tutor.
—Excelente, excelente; ni usted mismo podrá mañana reconocer la letra. Si ustedes no tienen inconveniente, yo haré llegar al capitán esta carta, acompañada de doscientas onzas para los gastos.
—Muy bien —dijo don Antonio, y será bueno que mande usted otras doscientas a la casa del coronel Relámpago, a quien yo comunicaré mis instrucciones.
—Pero, ¿por fin, el plan? —preguntó don Fausto.
—Lo está haciendo un licenciado, hermano del cleriguillo, hombre de mucho talento —respondió don Antonio.
—Pero no vaya a hacer una tontería —dijo don Pedro.
—¡Oh, no! de ninguna suerte; debe haberse arreglado a las instrucciones que le hemos dado, y sobre todo, lo veremos antes.
—¡Bien, bien! —dijo don Pedro; entonces mañana tendremos que hablar.
—Y mucho —respondieron don Fausto y don Antonio.
El tutor se despidió, diciendo al bajar, entre dientes:
—¿Y estos son los hombres de talento, y los agiotistas, y las grandes cabezas que hacen revoluciones? ¡Imbéciles! Un viejo miserable les ha hecho caer en el garlito, y tiene en sus manos su suerte.