II. Los doctores

Así corría feliz y tranquila la vida de los habitantes del rancho de Santa María de la Ladrillera, hasta el día en que un acontecimiento inesperado vino a interrumpir su monotonía.

Don Espiridión estaba en momentos de montar en el caballo que, ensillado y amarrado en la reja de la ventana, relinchaba impaciente y rascaba las losas.

—No te vayas Espiridión —le dijo doña Pascuala—. Es temprano y tienes tiempo de llegar antes de que se haya levantado el licenciado; te voy a preguntar una cosa.

—Van a dar las seis, Pascuala —respondió el marido sacando un reloj de plata que más bien parecía una esfera—, pero di lo que quieras.

—¿Cuánto tiempo hace que nos casamos?

—El día 12 de diciembre hará siete años.

—Y no hemos tenido hijos…

—Al menos que yo sepa, y ¿por qué me haces esas preguntas?

—Porque vamos a tener un hijo; yo deseo que sea mujercita; Dios lo haga.

—Pero eso es imposible —interrumpió don Espiridión dejando caer la pesada espuela, que en esos momento se abrochaba en la bota.

—Como lo oyes.

—¿Y no te cabe duda?

—Ninguna.

—Vaya, tendremos entonces un heredero, que al fin Pascual gozará de otra herencia más grande, y cabalmente el licenciado me ha citado para hoy, porque dice que ya ha mandado el gobierno que nos pongan en posesión del volcán, y entonces tendremos que mudarnos al pueblo de Ameca y dejaremos el rancho al cuidado de mi compadre Franco.

Don Espiridión se acabó de poner las espuelas, se embrocó su manga de paño café con dragona de terciopelo verde, porque la mañana era nublada y fría, y acercándose a su mujer le dijo:

—¿No me engañas?… —y le dio un beso con la misma calma con que limpiaba con un tezontle el lomo de sus caballos.

—¡Engañarte! ¿Y por qué? Pero quita que me picas con ese bigote que parece de cerdas de cochino —dijo doña Pascuala, limpiándose el carrillo.

—¡Bah! Te vas volviendo delicada como todas las que están como tú —contestó don Espiridión montando a caballo y dirigiéndose a la vereda—; espérame a comer, que antes de las doce estaré de vuelta; pero que se te quite esa aprensión; tú no tienes nada, nada, y sería raro después de siete años.

—Ya lo verás; y no tardes, que en celebridad de lo que te he dicho, comeremos hoy chalupitas con carne de puerco, y si se enfrían se ponen duras.

Don Espiridión, que había puesto las espuelas a su caballo, no oyó estas últimas palabras; envuelto en una nube de polvo, torció a la izquierda y desapareció entrando en una barranquilla que marcaba los límites entre el rancho y otra propiedad vecina. Doña Pascuala comenzó a sacar las jaulas de sus pájaros y a arrancar las yerbitas que habían nacido en sus macetas. De esta manera pastoral se anunciaba la venida al mundo del legítimo heredero del rancho de Santa María de la Ladrillera.

Un día, ya habían pasado algunos meses, quién sabe cuántos, el señor Lamparilla y Doña Pascuala platicaban de asuntos graves, mientras que Moctezuma III, montado en uno de los pobres burros, quería hacerlo andar para adelante pegándole con una vara en la cabeza, y don Espiridión, sin hacer caso, refregaba con una piedra el lomo de su caballo cervuno.

—Habiendo ya hablado de nuestros asuntos, quería preguntar a usted, doña Pascuala —dijo Lamparilla— ¿cuándo nos da usted el buen día?… Veo que está usted muy adelantada y no debe tardar.

—Quería yo hablar a usted de eso precisamente —respondió doña Pascuala— y me alegro que haya usted promovido la conversación… pero muy en secreto… ha de saber usted que ya estoy fuera de la cuenta.

—No, no es posible.

—Como se lo digo a usted. Esto me tiene con mucho cuidado, y quisiera yo que me trajese usted un buen doctor de México, pues don Agapito, el de Tlalnepantla, no hace más que reírse de mí y no me acierta.

—Como usted quiera, doña Pascuala: precisamente por un asunto de una criada que se ha cogido una cuchara de plata, tengo que ver al doctor Codorniú. ¡Oh!, ése es un pozo de ciencia, y en dos por tres despachará a usted.

—¿Pero, querrá venir?

—¡Toma! Lo traeré en coche.

—¿Cuándo?

—Mañana, si usted quiere.

—No; el lunes será mejor. Espiridión tiene que ir a Tula a comprar una burra que nos hace falta, y no volverá hasta el martes, y es mejor que, por ahora, no sepa nada.

—Convenido. Prepare usted un buen almuerzo o comida, o lo que usted quiera, y el lunes sin falta, antes de las doce, estaré aquí con el doctor.

Lamparilla montó en su tordillo de alquiler, metiéndose en la boba del chaleco diez peso que para el coche y otros gastos le puso en la mano doña Pascuala, y ésta se retiró triste y temerosa, esperando para el próximo lunes la visita del famoso médico.

Efectivamente, el lunes Lamparilla y el doctor Cordorniú bajaban del coche, que con trabajo y por los sembrados habían logrado llegar a la puerta de la casa del rancho.

El almuerzo fue como lo había deseado Lamparilla, que se puso a dos reatas y bebió más tlachique del necesario. El doctor, de dieta, apenas tocó los manjares nacionales; pero un trozo de cabrito asado y una copa de un regular vino cartón le hicieron buen estómago y lo prepararon favorablemente a la consulta.

Después de una taza de yerbabuena, en vez de café, doña Pascuala y el doctor pasaron a la recámara y se encerraron. Lamparilla fue a dar un vistazo a las milpas, que estaban ya verdes y comenzando a dejar ver en las derechas cañas los cabellitos dorados de los elotes.

El doctor hizo a doña Pascuala pregunta tras pregunta, le tomó el pulso, le puso la mano sobre el corazón; indagó el régimen de su vida, se informó, en fin, de cuanto convenía que supiese un médico sabio y distinguido como él, que estudiaba y que realmente estaba más adelantado que su tiempo. Lo que pasó en esta interesante conferencia que iba a decidir de la vida o de la muerte de doña Pascuala, no es para contado, y los anales de la ciencia lo comunicarán algún día a la Escuela de Medicina. Baste decir que el doctor Codorniú salió cabizbajo y pensativo, diciendo entre dientes: «No he visto caso igual en mi vida»; sin embargo, alentó a doña Pascuala, le dio esperanzas de una próxima curación; le dijo que mientras él enviaba desde México el régimen que debía seguirse y aún las medicinas ya preparadas, hiciera mucho ejercicio, durmiese de espaldas y tomase lo que se coge con una peseta, de magnesia en ayunas.

Fue Lamparilla en persona el que a los dos días trajo a doña Pascuala el régimen del doctor, dos frasquitos y un bote pequeño de una pomada.

La receta decía:

Ejercicio diario.—Una hora por la mañana temprano; otra a las cinco de la tarde. Evitar el sol y no salir al cerro. Cuatro gotas del frasquito núm. 1 por la mañana, y cuatro, al acostarse, del número 2. La friega en el vientre, dos veces al día. No agacharse mucho, no tener ninguna clase de disgustos y disminuir a la mitad la bebida de tlachique. Que por precaución se quede la comadre en el rancho. Si hay novedad, mandarme llamar con un propio; pero no en la noche, porque las garitas de la ciudad están cerradas y no se puede salir sin permiso del gobernador.

—Dentro de ocho días estará usted buena, doña Pascuala —dijo Lamparilla cuando acabó de leer la ordenanza—; es decir, que tendremos bautismo y holgorio, porque es necesario echar la casa por la ventana para celebrar al heredero.

—Espero en Dios que sí —contestó doña Pascuala—, y ya es tiempo, pues siento una fatiga y una incomodidad… no sé ni cómo podré hacer las dos horas de ejercicio. Quisiera dormir todo el día; para distraerme voy a concluir la ropita de la niña, porque ha de ser niña, y el doctor me ha prometido que hará todos los esfuerzos posibles para que sea niña.

—Doña Pascuala, eso no es posible. El doctor Codorniú no puede haber dicho semejante disparate.

—Es decir, que me prometió que haría que saliese yo de mi cuidado tan breve como fuera posible.

—Eso es otra cosa, doña Pascuala; conque al avío. Es hora de que Comience usted su ejercicio. Aquí tiene usted sus frasquitos; me marcho y daré dentro de tres días una vuelta por acá. Fírmeme usted este escrito, pues en la noche esperaré que el ministro de Hacienda salga de la Presidencia y pronto seremos dueños del volcán.

Lamparilla volvió a los tres días, recibiendo otros diez pesos, y encontró a doña Pascuala en el mismo estado, a pesar del ejercicio y las recetas.

A los ocho días el doctor Codorniú hizo su segunda visita. Doña Pascuala, lo mismo. Se le ordenó otro método.

A la segunda semana, tercera visita del doctor y de Lamparilla; doña Pascuala, lo mismo. Se le ordenó nuevo método. La botica se agotaba. El célebre doctor se volvía loco y promovió una junta. Don Espiridión, afligido.

Se celebró la junta; se estableció distinto método, que tampoco surtió. El doctor Codorniú confesaba que en su vida había visto un caso igual. Fue en esa época cuando el periódico publicó el párrafo que íntegro hemos copiado al principio de esta verídica narración.

Doña Pascuala, muy mala.

El doctor estudió día y noche, aplicó los tratamientos propios para tales casos, conferenció con sus compañeros, hizo al rancho frecuentes visitas, y al fin se decidió a consultar a la Universidad. Un día de claustro pleno, en el austero General, con sus sillones de relieve de fina madera ya denegrida por los años, sus cuadros de obispos, santos y doctores, su magnífico púlpito de cuyo techo parece que se desprendía y volaba la blanca paloma que simbolizaba al Espíritu Santo; los doctores con sus togas de seda negra, sus capelos en el cuello y sus grandes y vistosas borlas, ya verdes, ya amarillas, ya blancas, según la facultad en que habían sido examinados y recibidos de doctores, hubo una discusión muy grave y seria, y aunque no es del caso, la indicaremos únicamente. Se trataba de encontrar los medios eficaces de combatir la masonería, que estaba de moda en el país, y especialmente las logias yorkinas contrarias a la Universidad, a los canónigos, a los frailes y monjas. Todo lo querían suprimir y destruir, y era necesario defenderse. Cuando terminó la sesión, concilio o junta que se declaró secreta, y en la cual no se llegó a ninguna conclusión, el médico refirió el caso a los sabios doctores sus compañeros, y pareció interesarles un poco más que las discusiones relativas a la religión y a la política. Además, algunos ya tenían conocimiento de él por una comunicación que les pasó el Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Después de una hora más bien de conversación familiar que de discusión, en que se tocaron puntos muy difíciles y más bien reservados para una cátedra de anatomía topográfica, dieron su opinión.

El doctor en leyes, dijo: «No creo que este caso haya sido el único en el mundo. En tiempo del Rey don Alonso el Sabio deben haber ocurrido algunos semejantes, y en las Siete Partidas, que de todo tratan y son un modelo de legislación, encontraré seguramente algo que nos tranquilice. Consultaré también a Solórzano y a las Leyes de Indias. Por el momento nada puedo decir».

El doctor en medicina, dijo: «Yo sí puede decir que me parece indispensable una operación; pero hay dos inconvenientes: el primero y principal es que la paciente no podrá resistirla y es más probable que quede en ella, y segundo, que no sé si tendremos en buen estado los instrumentos a propósito, pues en verdad hace por lo menos muchos años que no se presenta un caso igual, aunque no son raros, por más que diga mi apreciable compañero el señor licenciado».

El doctor en teología, quitándose con mucha paciencia su capelo y su borla blanca para revestir su traje habitual y salir a la calle, dijo simplemente: «Erró la cuenta».

El doctor Codorniú se retiró sin haber sacado nada en limpio, arrepintiéndose de la consulta con sus compañeros y resuelto a no volver al rancho si no lo llamaban y le mandaban un coche, pues él había ya fatigado sus mulas y empolvado el suyo en tantas visitas como había hecho. Cuando entró a su casa, dijo a su criado:

—Si viene el licenciado Lamparilla le dirán que deje la cuchara de plata si ya la recobró, y que no estoy en casa.

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