V

Después de arrastrar miserable vida durante todo el año 21 en un lugar del camino de Francia, D. Urbano Gil de la Cuadra pudo volver a la corte tolerado, si no perdonado por la policía. Amparole para esto un generoso desconocido a quien él creía compatriota suyo, y que, interesándose por él, le pudo conseguir lo más parecido a un indulto, o sea la negligencia del Gobierno. Favorecidos por aquella negligencia que tan caritativa era en el asunto de Gil de la Cuadra, mil y mil pillos conspiraban por el triunfo de todas las banderas conocidas.

Favoreció también a nuestro desgraciado reo un individuo a quien pronto conoceremos y que se hacía pasar por amigo de D. Víctor Sáez, confesor de Su Majestad. Llamábase Naranjo y era, como D. Patricio Sarmiento, maestro de primeras letras, existiendo entre los dos, con la igualdad de profesión o industria, una rivalidad tan fuerte y, aunque disimulada, tan rabiosa, que para hallarla semejante sería preciso revolver los antiguos odios corsos o el antagonismo clásico de griegos y troyanos en los tiempos oscuros.

Naranjo fue generoso con Gil, pues, además de trabajar en su reducida esfera, para que pudiese volver a la corte, arrancándole de los miserables pueblos del Norte de Madrid, le dio asilo en su misma casa y calle de las Veneras, a ochenta y tres escalones más arriba del local de la escuela y en un departamento estrecho pero independiente del propio domicilio del dómine. De tres o cuatro piezas tan sólo disponía Gil; mas el buen orden de su hija había hecho de ellas un recinto casi decente y casi cómodo, utilizando los pobres trastos que conservara de su antigua casa y algo que allegó con el favor de una providencia desconocida de todos los vecinos, aunque no de nosotros.

El desgraciado D. Urbano no salía de su casa a ninguna hora del día ni de la noche, y rara vez ponía los pies fuera de la pieza que escogió para su albergue, y que era triste y oscura como una mala noticia. Había adaptado su organismo a un sillón que le servía de concha, y en él la cabeza calva, el rostro pálido y extenuado, los cansados ojos, las manos flacas, los brazos negros, permanecían largo rato en inmovilidad casi absoluta, en medio de un silencio semejante al de cualquier alcoba mortuoria.

De pronto movía la cabeza, miraba hacia afuera y el patio lóbrego y sucio al cual daba su ventana, ofrecíale el grandioso paisaje de dos o tres cocinas medianeras.

Allá arriba se veía, sí, un recorte irregular y azul lleno de luz y de belleza: era el cielo. Gil de la Cuadra lo miraba hasta que el dolor del torcido pescuezo obligábale a sumergir su contemplativa mirada en el fondo del patio. Allí todo era lobreguez, horror, vapores infectos, un detestable olor a almíbar. Hervía el azúcar en las cazuelas y un negro cíclope del dulce labraba yemas y azucarillos en aquella caverna húmeda y acaramelada. Las coplas obscenas que cantaba y el vaho de tal industria se unían en conjunto muy desagradable.

El anciano leía a ratos. No escribía nada. Sus libros eran las novelas de la época, entre ellas el Werther y La nueva Eloísa; también Las noches. Aquel espíritu fatigado se rebelaba contra las lecturas serias, entregándose con deleite a un pasatiempo que le producía fuertes excitaciones de la sensibilidad y de la fantasía.

El aplanamiento de la vida y la rápida decadencia habían determinado en hombre tan infeliz el retroceso senil, que consiste en una especie de renovación enfermiza de la niñez. En aquella edad y circunstancias, en tal estado de cuerpo y alma, Gil de la Cuadra soñaba, mejor dicho, idealizaba.

Cuando su hija estaba en la casa, que era lo más común, solía dialogar con ella, aunque no mucho, a pesar de los esfuerzos de Sola por entablar conversaciones sobre temas lisonjeros; pero ya en los días a que alcanza nuestra descripción, que son los de Mayo de 1822, el anciano sin dejar de ser afectuoso con la graciosa joven, había perdido aquel cariño afable y atento que en él hemos conocido. Su sequedad llegaba a ser a veces aspereza y desabrimiento; mas la prudencia de Solita sabía burlar ingeniosamente los ataques, consiguiendo siempre que el viejo, después de irritarse un poco, tornase a su tranquilidad meditabunda.

Cuando estaba solo estaba en su elemento. Entonces revolvíase inquieto después de largas pausas en que parecía dormido, o mejor, muerto. Un día en que Soledad había salido, el anciano leyó por espacio de hora y media. Después dio un suspiro, puso el libro sobre el antepecho de la ventana, revelando honda agitación en sus ojos, así como en sus labios que articulaban sílabas sin sonido. En voz alta exclamó luego:

— Ahora tiene que ser. Ya no puedo más. He esperado bastante.

Levantose como pudo, dirigiose al cuarto de su hija, y de allí a la pieza que servía de cocina. Revolvió febrilmente todos los objetos que pudo tocar, fue, vino de un lado a otro, registró, puso sus manos arriba y abajo, desordenando cuanto allí había.

— Nada — dijo para sí con acento de dolor —. Esa pícara lo guarda todo bajo llave.

¿Qué buscaba? No debía de tener hambre, porque allí había comida y ni siquiera la tocó.

Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:

— Todo, todo lo guarda esta condenada.

En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano activa y resbaladiza entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo que estaba extendido.

— Nada, nada.

Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico.

Metió la mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.

— Esto ya es algo — pensó —. Con esto tengo ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más... Iré juntando, y a falta de un medio, emplearé otro.

Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin a sus investigaciones. Regresando a sus dominios, es decir, a su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atracción del avaro, su tesoro.

— Catorce — dijo —. Catorce y un ochavo.

Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.

— Sí — murmuró —; pronto podré... Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor...

Sí, es el mejor, el más fácil, el menos sospechoso, el más tranquilo... Puedo bajar fácilmente a la calle, cuando mi hija no esté aquí... Ya sé lo que tengo que hacer.

Catorce cuartos... Todavía es poco. Pero Dios me ayudará... es preciso concluir pronto. ¡Maldita vida! ¡que aun para echarte fuera, nos has de dar trabajo! ¡Miserable harapo que te llamas cuerpo!... ¡que aun para limpiarnos de ti, han de ser precisas tanta fatiga y tanta lucha!

Sintiendo los pasos de su hija, guardó precipitadamente lo que contaba y tomó el libro. Disimulaba como un escolar travieso.

Soledad se acercó a él, le pasó la mano por la frente, le dijo algunas palabras cariñosas y después entró en su cuarto.

—¡Virgen María! ¿quién ha estado aquí? — exclamó —. Si hubiera gatos en la casa, diría: "los gatos"; pero no los hay.

Miró desde la puerta a su padre con la severidad cariñosa que se emplea ante los niños enredadores.

— Yo fuí, Sola — dijo D. Gil mirándola también con un poquillo de turbación —. Yo fuí: buscaba unas migas de pan para echar a esos gorriones que suelen bajar a la ventana de enfrente.

— El pan estaba en la cocina: ¿no lo vio usted?

— No, hijita, no vi nada. Creí que tendrías migas en los bolsillos.

— Lo mismo pasó la semana pasada cuando salí — dijo Solita, quitándose los alfileres del manto y cogiéndolos en la boca, mientras se quitaba aquella prenda —. Este papá mío es más travieso... Otro día saldremos juntos.

— Ya te he dicho que no quiero salir.

— A tomar el sol.

— Aborrezco el sol — repuso Gil de la Cuadra con laconismo.

— A tomar el aire.

— Aborrezco el aire.

— A ver Madrid.

— Madrid me repugna, me enardece la sangre, me mata.

— A ver la gente, a distraerse un rato.

—¡La gente! ¡Bonita cosa quieres enseñarme! ¡La gente! Si los ojos no sirvieran más que para ver gente no valdría la pena de tenerlos.

— Vamos, vamos: basta de locurillas. Dios se enfada con los que dicen eso.

— Basta, regañona. Ahora me toca a mí. ¿En dónde has estado hoy tanto tiempo?

Soledad vaciló un momento antes de dar contestación; ¡tanta era su repugnancia a mentir!

— He ido a entregar una obra que había concluido... Por cierto que he venido muy aprisa para que no estuviera usted solo.

— Por eso no. Solo estoy yo perfectamente — dijo el viejo con displicencia —. No me gusta ver espantajos delante. No me gusta que cuando salgas, te lleves las llaves de todo como si yo fuera un ladrón.

—¿Y para qué quiere usted las llaves? — preguntó Soledad con el mayor desconsuelo, dejándose caer sobre una silla y abrazando a su padre —. ¿Para qué quiere usted las llaves? Todo lo que usted pueda necesitar queda fuera. Para otro día tendré cuidado de dejarle migas de pan, por si vuelven los gorriones de hoy.

— No te burles... la verdad es que estoy incomodado contigo... Me tratas como a un chiquillo... No puedo hacer cosa alguna sin que tú lo husmees y te enteres de todo.

De tal modo me vigilas, que hasta de noche, cuando dormimos, si por acaso me levanto porque tengo calor en la cama, tú vienes tras de mí para ver dónde voy.

— Si usted no hiciera locuras, si se conformara con su suerte, como Dios manda, y no hubiera ya intentado una vez cometer el mayor pecado del mundo, cual es atentar contra la propia vida...

Gil de la Cuadra no contestó nada a esta razón.

— Son aprensiones, hija — dijo al fin inclinando la cabeza —. Y si fuera verdad, vamos a ver, ¿qué tendría de particular? Es hermosísima esta vida para aficionamos a ella, ¿verdad?

— No nos falta nada.

— Nos falta todo. Honor...

— No se pierde por la persecución de la justicia cuando es injusta.

— Tranquilidad.

— La tenemos de sobra.

— No; porque esta es la hora en que yo no sé de qué vivo, ni cómo vivirás tú el día en que yo falte.

— Y para remediar mi orfandad y mi abandono, usted quiere matarse. ¡Linda precaución!

— A quien todo lo ha perdido, hija mía, se le puede perdonar que haga algún disparate.

—¡Quien todo lo ha perdido!... ¿acaso no vivo yo, o no soy nada?

— Tú eres mucho, tú eres todo; eres todo para mí. Verdad es que te conservo — dijo Gil de la Cuadra, abrazando a su hija —. Pues qué... ¿crees tú que si no existieras, si no tuviera yo junto a mí este rayo de luz, que da vida a mi vida, y esta alma que da apoyo a mi alma, podría sostenerme un día más? ¿Crees que puede sostenerse quien está perdido, humillado, miserable, deshonrado, sin otro lazo con la sociedad que el desprecio que ella muestra y la limosna que me da un pobre maestro de escuela? La religión no basta a consolar a los que hemos fomentado en nuestro entendimiento ciertas ideas. Es triste decirlo; pero debe decirse porque es verdad...

Mira tú lo que es el destino, Dios, la Providencia o como quieran llamarlo. En medio de mis desastres, de mi padecimiento, de mi deshonra, yo tenía una esperanza.

Soledad hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

— Yo tenía una esperanza, y ¡cuán risueña, cuán bella, hija mía! Era cuanto un padre cariñoso puede desear. Realizada aquella esperanza, yo hubiera subido al cielo como un ángel, tranquilo, sereno, limpio, lleno de Dios. Sin ella... iré a donde mi perverso destino quiera.

— No hay que tomarlo de ese modo.

—¿Pues de cuál? ¿La realidad puede tomarse de otro modo que como tal realidad? ¿Caben en ella fantasmagorías? No; no te hagas ilusiones. Tu primo no viene ya; nos desprecia como nos desprecian todos los nacidos, porque somos pobres, porque estamos deshonrados, porque somos una vil escoria.

— Mi primo no ha dicho que no vendrá.

— No lo ha dicho; pero ello es que no viene. Quiere romper su compromiso de una manera evasiva. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última carta?

— No lo recuerdo bien — dijo Sola, demostrando que no dedicaba sus ocios a llevar la cuenta de las cartas que escribía el desnaturalizado primo.

— Pues yo sí lo recuerdo. Hace cinco meses y tres días... ¿Qué quiere decir este silencio?

— Que no tiene ganas de escribir, o que está preparando su viaje.

— No te hagas ilusiones; repito que no te hagas ilusiones. En la realidad no puede haber, no hay fantasmagorías. La cuestión es la siguiente...

— Sí, ya lo sé — dijo Soledad riendo.

— Mi pobre hermana, que murió hace cinco años, me dijo en los últimos días de su vida: "deseo ardientemente que mi hijo se case con tu hija...".

— Y usted le contestó: "Yo también deseo que mi niña se case con tu niño...". Sí, ya sé; no es la primera vez que oigo ese cuento.

— Mi hermana y yo tratamos del asunto largamente. Hallábamos las cualidades más apreciables en uno y otro. Ella te creía un ángel del Cielo. Yo veía en su hijo un enviado de Dios. ¡Admirable plan, que ha dado alientos por mucho tiempo a mi cansada vida! He soñado con ese matrimonio, como sueña el mozalbete con la mujer que adora. Después de muerta su madre, Anatolio confirmó con una promesa solemne aquel sagrado testamento moral de la difunta Paula. Yo tuve que marchar a Francia, después fui a La Bañeza, después vine aquí, y en todas partes recibía cartas de mi sobrino, sin que en ninguna de ellas faltase la palabreja o el parrafillo dedicados a ti y al dulce proyecto. Incitábale yo a que viniese, pero él me contestaba que el servicio militar le retenía en Asturias y que se holgaba de ello para poder estar al cuidado de su hacienda en estos tiempos tan revueltos.

— Pero no por eso dejaba de escribirnos y de hablar de la boda... ya, ya sé.

— Después de la época tristísima de mi desgracia, de mi prisión, de nuestra deshonra y pobreza, querida hija mía, he sabido que Anatolio, sirviendo lealmente en el ejército, pasó a la Coruña, después a Santander y Santoña; pero se ha olvidado de nosotros, de su promesa, del deseo de aquella santa mujer su honrada madre. ¿Y sabes tú lo que es esto?

— Esto no es nada, padre — dijo Soledad tratando de calmar la agitación nerviosa del desgraciado D. Urbano —, esto no es más sino que el servicio no le deja tiempo para tomar la pluma.

— No, no, no — exclamó el anciano con ardor —. Te repito que no te forjes ilusiones.

En la realidad no hay fantasmagorías.

— En la realidad hay mil cosas que no se comprenden.

— Lo cierto es que hace cerca de un año que no nos escribe. Desde que regresamos a Madrid no hemos visto su letra. Lo que te he dicho... Nuestra pobreza, nuestro decaimiento son la causa de su desvío. ¡Perro mundo y perra humanidad! No existe, no, una sola alma generosa.

— Sí existe, padre.

— Te digo que no existe. Tú no conoces la espantosa realidad de este mundo; tú no conoces este lodazal en que yacemos. ¡Ay! Cuando se escribió el libro de Job se trazó la pintura del mundo. Anatolio ha visto nuestro muladar y nos desprecia.

Quizás si nos viera, me echaría en cara culpas que no he cometido, o que si han sido cometidas deben ser perdonadas.

— Pues si se avergüenza de nosotros, no debemos pensar más en él... y se acabó.

— Tonta, ilusa, ¿qué estás diciendo? ¿Tú has pensado lo que va a ser de ti luego que yo me muera?... ¿Tú sabes que el abuelo de Anatolio ha fallecido hace cuatro meses?

— Sí, y que mi primo ha heredado una hacienda regular.

—¿Una hacienda regular? Una hacienda con la cual hubieras vivido como una reina — exclamó Cuadra oprimiéndose el cráneo con ambas manos —. Porque esa hacienda debía ser para ti, porque Anatolio debía casarse contigo como lo mandó su madre.

¿Y si le ha gustado más otra?

—¡Horror! ¡Qué despropósito dices! ¡Conque ese miserable será capaz de entregar a otra su mano, su corazón, su casa, su hacienda... que debían ser para ti, sí, para ti, lo repito mil veces!

— Eso sí que es vivir de ilusiones, eso sí que es vivir de fantasmagorías. ¿A eso llama usted realidad?

— No... yo he soñado, he soñado como un insensato, como un niño, como un rapaz enamorado — dijo D. Urbano secando las lágrimas que corrían por sus flacas mejillas —. Yo he soñado durante algún tiempo que tú ibas a ser señora de una hermosa casa, que ibas a tener criados, magníficas praderas, vacas, mieses, bosques. Pero ese joven nos ha hecho traición... porque es una traición, una alevosía.

— Si ese joven se ha creído dueño de su propio destino, padre, ¿qué le vamos a hacer? ¿Hemos de irritamos por eso? ¿Por qué hemos de dudar de Dios? Yo le juro a usted que renuncio de buena gana a los prados, a la hermosa casa y a las vacas de leche. Todo lo doy con gusto en cambio de la tranquilidad de nuestro espíritu que es la hacienda mejor de todas.

—¡Desgraciada! Tú no sabes lo que es la orfandad, la soledad; tú has olvidado que muerto yo, no tendrás amparo alguno en el mundo.

— Pues yo estoy segura de que lo tengo; y de que lo tendré.

—¿Tú?... estás loca. No conoces el mundo.

— Lo conozco.

—¿En qué esperas?

— En Dios.

— Las calles están llenas de mendigos, de niños abandonados, de infelices muchachas que se han prostituido. ¿Dónde está Dios que no les ampara?

—¿Qué sabe usted si les ampara o no?

— Sé lo que es el mundo... ¡Dios de los cielos! ¿Qué faltas he cometido yo para tan inmenso castigo? ¡Tener horror a la vida por mi miseria, por mi desgracia, por mi infamia... y al mismo tiempo tener horror a la muerte porque muriendo, dejo a mi pobre hija en la miseria, sola y sin arrimo! ¡No poder vivir... ni morir!

El anciano rompió a llorar. Solita no dijo nada, porque lo que podía decir no hubiera convencido al taciturno, y lo que le habría convencido no podía ser dicho.

Abrazó a su padre y se confundieron las lágrimas de uno y otro.

Un ruido extemporáneo en lo interior de la casa les sacó de la sombría contemplación de su desgracia.

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