XVI

Desde el aciago día 30, célebre por la formación, la clausura de las Cortes, los alborotos, los contrarios vivas y el asesinato de Landáburu, en la humilde casa de la calle de las Veneras no hubo un instante de sosiego. Ambos departamentos, el de Naranjo y el de Gil de la Cuadra fueron teatro de sentimentales escenas, ora de desconsuelo y angustia, ora de mortal duda y temor. El buen Naranjo, que no era hombre de grandes hígados, no daba dos cuartos por su existencia, según estaba de medroso y aterrado. Transcurrían las horas en expectación dolorosa, y como el terrible conflicto político no se resolvía, Naranjo no podía yantar sobre manteles, ni dar lección a los muchachos. Bajaba sí a la clase, puntual como un reloj; pero no tomaba las lecciones, ni reprendía a los chicos, y la palmeta se cubría de polvo en un rincón de la mesa. El preceptor absolutista no podía apartar el pensamiento de la tremenda imagen negra de su responsabilidad y castigo, si por acaso las brillantes esperanzas de don Víctor Sáez y del conde de Moy no tenían realización cumplida.

Y síntomas había ¡cielos! de que no la tuviesen.

Con los suspiros de Naranjo alternaban en patético dúo los suspiros de Gil de la Cuadra, que había tocado el cielo con las puntas de los dedos y no lo había podido coger aún. Su yerno, su hijo, la esperanza de su corazón, ideal de toda su vida, el amparo de Solita, el divino Anatolio, aquel enviado de Dios que se llamaba Gordón, había desaparecido con sus compañeros los guardias, y estaba en el Pardo dispuesto, como los demás rebeldes, a una gran batalla, en la cual podía morir.

Durante los seis días de Julio, ni carta ni noticia tranquilizaron al pobre señor suegro, asegurándole la existencia de su amado yerno.

— El corazón me anuncia — decía —, que va a ocurrirme una nueva desgracia, la mayor de todas, la última, porque yo me muero... Si yo no podía ser feliz... Si era imposible... ¡Bien lo decía yo: tormentos, infierno y desesperación!

El día 4 sintió gran desfallecimiento, y una invasión de dolores agudísimos que de sus inertes extremidades avanzaban lentos y amenazadores hacia el centro de la máquina humana. No podía abandonar el lecho.

— Quién concluirá primero, ¿yo o la revolución de los guardias? — dijo estoicamente —. Ahora, querida Sola, sostén que hay Dios... El corazón, este corazón que jamás me engaña, me dice ahora que tu primo morirá, que quedarás huérfana, que...

El dolor le ahogaba y lloró como un niño.

—¡Qué ridículas manías! — dijo Solita, llorando también —. ¡Qué agorero es usted, padre! ¿Por qué ha de pasar siempre lo peor? ¿Por qué ha de morir mi primo? No parece sino que en una batalla han de morir todos. Si dicen que no habrá nada.

Anatolio vendrá tan bueno y tan flamante, me casaré con él muy contenta, y viviremos felices.

— Tú siempre estás fuera de la realidad, siempre vives entre ilusiones y fantasmagorías.

— La desgracia de usted — dijo Naranjo que se hallaba presente y no disimulaba el lastimoso estado de su espíritu —, no es comparable a la mía. No hay que pensar en la muerte de ese joven. Puede morir, pues nadie está seguro de las balas de una batalla... yo estuve en la campaña del Rosellón, y sé lo que son balas... pero puede también no morir.

— Si no muriera yo sería feliz — murmuró Cuadra —, y en eso precisamente consiste el absurdo. Me dejé fascinar por ilusiones... No, no puede ser; me lo anuncia este dócil corazón mío, que ya está esperando el reuma y le dice: "ven perro; te espero tranquilo".

— Ustedes saldrán bien — añadió Naranjo —, pero yo... Es seguro que los guardias serán derrotados. Ya me estoy viendo en la horca. ¡Maldito sea el día en que nací, y más maldita la hora en que recibí en mi casa a D. Víctor Damián Sáez! Él se quedará en Palacio tan tranquilo al lado de Su Majestad, y yo... ¡plazuela de la Cebada, huye de mi vista!

— Fruto de la conspiración, ¡cuán amargo eres! Para una vez que sales dulce y sazonado, ciento te pudres antes de madurar. Yo sé lo que es eso. Amigo Naranjo, le compadezco a usted.

— Con razón, porque... vea usted... sin comerlo ni beberlo. Después de todo, ¿qué he hecho yo? Nada más que franquear mi casa a D. Víctor Sáez, que me dijo necesitaba un lugar modesto y callado, donde pudieran avistarse cuatro o cinco personas sin infundir sospechas. Ellos lo han hecho todo: yo veía y callaba, y vigilaba la casa para que no la invadiera ningún intruso. Me han prometido villas y castillos: aquí han fraguado esa conspiración que ha salido tan mal por la impaciencia de los guardias; aquí se han puesto de acuerdo el confesor del Rey y el conde de Moy, aquí han venido Infantado y Castro Terreño; aquí se han recibido los despachos de Eguía y de la Junta de Bayona, traídos por una señora desconocida, aquí se ha hecho todo; pero yo no soy culpable de nada, de nada más que de ver y callar y ofrecer mi casa. Aborrezco el Sistema; pero amo mi vida, esta vida que no me devolverá D. Víctor Sáez, ni el mismo Rey, si el verdugo me la quita por orden de los patriotas.

— Paciencia, paciencia, Sr. Naranjo — dijo D. Urbano con acento solemne —. Este mundo es así, no de otro modo. ¡Bendita sea la muerte!

— Pero si yo no he hecho nada...

— Ha franqueado usted su casa.

— Porque querían un local modesto. ¿Cómo se había de creer que en una escuela de mocosos se tramaba el hundimiento del liberalismo?

— Hay espías en todas partes.

—¡Oh, ya lo sé! Ese tunante de Sarmiento ha espiado mi casa durante un mes.

Permita Dios que se quede ciego.

— Cuando me prendieron en la calle de Coloreros le pedí un buche de agua y me lo negó — dijo Cuadra —. En el infierno, si es que lo hay, y cuando se abrase, pedirá agua a los demonios...

— Y le darán fuego. Bien merecido.

— Pero mientras viva... ¡Ay! el mundo pertenece a los pillos. Puede que haya otro para nosotros, amigo Naranjo, mas este, no hay duda que es de los pillos.

De este jaez eran las lamentaciones de los dos desgraciados hombres. Pasaba el tiempo y el conflicto no se resolvía, los temores iban en aumento, y aquellas dos almas se hundían más cada vez en su abismo de negra duda y desesperación. En la noche del 6, la angustia de uno y otro debía tomar aspecto nuevo y más pavoroso.

Véase cómo.

Cerca de media noche entró Naranjo despavorido, llenos de mortal espanto los ojos, jadeante y tembloroso como condenado que va al patíbulo.

—¡Estoy perdido! — exclamó dejándose caer en una silla —. ¡Estoy perdido para siempre! Necesito huir, esconderme ahora mismo... Sr. Gil, vienen a prendernos.

—¿A prendernos? — preguntó el ex—oidor con cierta calma —. Por fin... Ni aun morir me dejan. Está previsto; me llevarán a un hospital, y llenándome de medicinas el cuerpo, se empeñarán en que viva. Puede que esos perros lo consigan.

— Al amanecer vendrán a prendernos. Me lo avisa un amigo que anda en tratos con esa canalla. ¡Dios mío, abandonar mi casa! ¿Qué voy a hacer yo? ¿A dónde voy yo? Dígame usted, Sr. Gil, ¿a dónde iré?

— Al cementerio.

El enfermo acompañó con risa irónica su fatídico consejo. Soledad, llena de terror, oraba en silencio.

—¿Hay iniquidad semejante? — exclamó el preceptor, enjugando sus lágrimas —.

¿Qué he hecho yo? franquear mi humilde morada.

—¿Nos prenderán al amanecer?

— Sí, muy temprano. Me lo ha dicho Elías Orejón, que lo sabe por Calleja, barbero de la carrera de San Jerónimo, el cual lo sabe por Jipini, el cafetero de La Fontana.

Vendrán, y echándonos una cuerda al cuello, nos arrastrarán a inmundos calabozos.

—¡Paciencia, paciencia! — dijo Cuadra con amargo desdén —. Querida hija, ¿no sostienes que Dios ampara a los débiles?

— Yo me voy... yo me voy — manifestó con honda ansiedad Naranjo —. Huiré...

traspasaré la frontera. ¿Cuánto hay de aquí a la frontera?

— Huya usted... yo...

Gil de la Cuadra probó a levantarse del lecho; pero sus miembros doloridos le negaron todo movimiento, y después de incorporarse ligeramente, cayó inerte, lanzando ardiente resoplido.

— Huya usted... — murmuró sordamente —. Yo espero.

— Voy a recoger lo que pueda... ropa, un poco de ropa. ¡Ay, si tuviera alhajas me las llevaría!

— Es justo. Solita y yo nos quedamos. ¿Qué hora es?

— Las doce y media... ¡Oh, si tendré tiempo, Dios mío, de ocultarme!... Saldré de Madrid; correré la noche y todo el día de mañana... Pronto, pronto; no hay que perder tiempo.

Naranjo corrió a sus habitaciones con la presteza de un gamo perseguido. En el breve instante que estuvieron solos, padre e hija no hablaron nada. Los dos parecían muertos.

Volvió Naranjo con un lío, que febrilmente compuso, arreglándolo todo en la brevedad de un pobre pañuelo. Por fortuna era célibe y no tenía más familia que su propia persona. La mujer que le servía, una pobre anciana sin amparo y muy religiosa, libre de todo otro temor que no fuera el de Dios, se negó a acompañarle.

— Va a ser la una. ¿A qué hora amanece? Sra. D.ª Solita de mi alma, si me diera usted un alfiler se lo agradecería.

Mientras arreglaba el paquete su lengua no podía estar en reposo.

— Parece — decía —, que la conspiración no puede ir peor. Esos necios han echado a perder un negocio tan bien tramado. Ahora se niegan a ir a Talavera, donde les destinó el Gobierno. ¡Menguados, menguadillos! La Milicia y las tropas de línea que hay en la Corte y las que han venido de Burgos y Valladolid les atacarán mañana, y una de dos: o se rinden o se dispersan.

D. Urbano echó en un suspiro la mitad de su alma.

— Va a haber una degollina de guardias... Vaya que en rigor lo tienen bien merecido por cobardes, por torpes... ¡Qué irrisoria muchachada! Han comprometido sin fruto a Su Majestad.

— Sr. de Naranjo — dijo Cuadra con acento de dolor muy vivo —, váyase usted de una vez.

— Es una infamia lo que han hecho — añadió el preceptor—... ¡Irse al Pardo! Si hubieran atacado el día 1.º a la Milicia, fácil habría sido desarmarla, pero ahora...

Me alegraré de que los patriotas les machaquen las liendres. Si no quedara uno...

— Por favor, Sr. Naranjo, váyase usted.

Arreglado el paquete, el maestro se sentó sobre él. Estaba meditabundo y desconcertado.

—¿Hay desgracia mayor que la mía? — murmuró sollozando.

— Se queja de vicio.

—¡Sí, abandonar mi casa, mi profesión, mi bienestar modesto! Sabe Dios si lograré escapar de los patriotas... En situación tan aflictiva, Sr. Gil de mi alma, estoy sin recursos...

—¿Qué?

— Que no tengo dinero.

Gil de la Cuadra miró a su hija, que supo adivinar al instante la intención de la mirada. Soledad sacó un pequeño talego escuálido, dentro del cual sonaba algo.

En los ojos de Naranjo brilló un rayo de alegría.

— Dáselo — dijo D. Urbano —. Él lo necesita más que nosotros.

Soledad puso en las manos del infeliz preceptor todo su dinero.

— Gracias, amigos míos, gracias. ¡Bendita generosidad!... Dueños son ustedes de mi casa.

— Hasta el amanecer — murmuró Gil.

— Quién sabe; ustedes son inocentes.

— Casi siempre lo he sido. Por lo mismo...

— Pueden tener esperanza. ¿Por qué no? — dijo Naranjo levantándose.

—¡Esperanza! ¿Qué es eso?

—¿Se me figura que debo retirarme, eh? Si se les antoja venir antes del día...

— Es probable.

— Adiós, amigo y amiga. Les daré noticias mías.

— En el otro mundo.

— Hacen mal en no tener esperanza... Quién sabe, Dios...

— Sí, ya se está ocupando de nosotros.

— Dios no abandona a las criaturas. Ánimo, amigo mío.

— Al fin lo tengo. Nunca he tenido tanto. Váyase usted, Naranjo. Es tarde, pueden venir...

— Adiós, adiós... Que Dios me ampare y nos ampare a todos.

Desapareció como ágil ratón sorprendido en sus rapiñas.

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